—Al arcángel Rafael se lo representa con un atuendo de caminante o peregrino, con bastón y cantimplora, y el pez del que se obtuvo la hiel para curar al padre de Tobías, según la historia bíblica —informó Pedro—. Como vemos, el pez que alzaba en la mano ha desaparecido. La imagen está un poco deteriorada, lo que es bastante normal debido a su antigüedad y a la falta de restauración. Es un san Rafael un tanto decepcionante, pero un arcángel al fin y al cabo.
Ariosto estudió la figura que se alzaba ante sus ojos. La mirada ensimismada del ángel se perdía en un horizonte lejano, rumbo al oeste. Pero además de la mirada, llamaba la atención la expresión corporal. La mano derecha, baja y abierta, era un puro ademán de naturalidad y seguridad en sí mismo. La mano izquierda, la que asía el pez inexistente, se levantaba a la altura del pecho. Ambos brazos formaban una uve en la que la mirada del ángel seguía al brazo izquierdo.
—La verdad —intervino Marta—, es que parece que el ángel recibe algo con la mano derecha, la abierta, y con la mirada señala a otro lugar. El brazo izquierdo sigue la misma dirección que la mirada.
—Marta tiene razón —respondió Ariosto—, el brazo derecho y la mirada nos muestran las dos direcciones a tomar en cuenta. Si recibe el «espíritu» con la mano, eso quiere decir que el origen proviene del noroeste. Y si nos basamos en la mirada y el otro brazo para la «entrega», ésta se dirige sin duda al oeste.
—¿Y qué crees que significa
«desde el arcano lar»
? —preguntó Sandra—. ¿Qué era lar, que me suena?
—Arcano es muy antiguo, y lar significa casa, hogar —respondió Ariosto—. ¿Qué finalidad tienen estas palabras en la frase, Pedro?
Pedro no contestó de forma inmediata. Reflexionó unos segundos sobre el mapa. No quería volver a equivocarse más veces.
—Creo que nos dice que el arcángel, es este caso Rafael, entrega el espíritu desde «la casa más antigua», literalmente. En sentido figurado, que es el correcto, viene a decir, dado que es una imagen religiosa, «la iglesia más antigua».
—¿Y cuál es? —preguntó Sandra.
—De las iglesias que no han sido trasladadas de lugar y permanecen en su sitio, se refiere sin duda a aquella en que nos vimos atascados, la ermita de San Miguel, que se remonta a 1506, por lo menos —respondió el archivero—. Si no me equivoco, nos indica que debemos transportar la línea que dibujan los brazos del arcángel a la ermita de San Miguel a la hora de dibujarla sobre el plano. Si lo hacemos desde donde está ahora, en Santo Domingo, el dibujo no será correcto.
—¿Es otra trampa del secuestrador? —preguntó Marta—. Hay que ver la lata que nos está dando esta frasecita.
—Es una dificultad más que nos complicaría la resolución del acertijo. Fíjate, si comenzamos la línea en San Miguel, se forma un ángulo agudo —dijo Pedro, indicando el mapa—, de unos cuarenta y cinco grados. Y ahora entiendo de qué puede tratarse.
—¿A qué te refieres, Pedro? —preguntó Sandra.
—A la frase
«lo entrega a la cruz de plata»
. Desde aquí, en esa dirección sólo existe un edificio religioso. Una pequeña ermita. Se la denomina capilla de la Cruz de los plateros y está en la calle de San Juan.
—La Cruz de los Plateros, es cierto —añadió Marta—, he pasado mil veces por delante de ella. ¡Otra capilla de Cruz!
—Está claro, amigos —Ariosto miró su reloj una vez más—, y lo siento por los testigos de Jehová, pero Rafael es nuestro arcángel. Vayamos a la capilla de los Plateros. Allí debemos encontrar el siguiente paso del enigma.
—Los versos se referían a dos arcángeles —dijo Pedro a su vez—. A san Miguel como hito para el dibujo del círculo y a san Rafael para el del polígono. Creo que lo mejor es que nos dividamos como antes para seguir ambos trazados.
—Si me permiten la opinión —Olegario, que se había mantenido en un segundo plano, llegó hasta ellos—, creo que uno de ellos puede reconstruirse ya.
—¿Cómo es eso? —preguntó Sandra, cada vez más intrigada por los recursos del chófer.
—Espero que perdonen la indiscreción, pero no he podido evitar escucharles en sus pesquisas —dijo el chófer—. Si no recuerdo mal, la siguiente pista que hace referencia al círculo habla de un cementerio pestilente…
—Más o menos —dijo la periodista—.
«Pasa de largo por el camposanto pestilente»
, es la frase exacta.
—El camposanto pestilente es la iglesia de San Juan —manifestó Olegario, con cierta timidez—. La iglesia se fundó por el Cabildo de la isla en 1582 con motivo de una epidemia de peste en la isla. A su lado estaba el cementerio de los afectados que no sobrevivieron. Se eligió a san Juan Bautista como protector porque en su festividad no murió persona alguna.
—Esto
significa
—interrumpió Pedro—, que si de Santo Domingo vamos a San Juan y de allí a La Concepción…
—Cerramos el círculo, sin duda —se adelantó Ariosto—. Parece que hacemos progresos. Su ayuda ha sido providencial, Sebastián. Pero, dígame, ¿cómo sabe usted tanto de esa iglesia? Estoy auténticamente asombrado.
—No tiene mucho mérito, señor. Esa información viene en el cartelito turístico que hay en la entrada. Uno que lee, señor.
La Laguna, sábado. 04:50 horas.
El jefe de los secuestradores observó cómo sus hombres revisaban las armas. Dos de ellos portaban sendas pistolas ametralladoras P90, con munición SS190 de calibre 28. Con un peso de apenas tres kilos —contando el cargador de 50 balas—, era una de las armas más avanzadas del mercado. Salvo por los silenciadores que aumentaban la longitud, su aspecto era tan extraño que no parecía para nada una pistola. Desmontada, podía pasar por un inofensivo juguete infantil. Se había admirado de la velocidad con que podía montarse un arma de esas características con apenas cinco piezas, que entraron en la isla cada una por un conducto diferente. Eran muy buenas pistolas, le habían costado lo indecible en el mercado negro libio.
La planificación de aquel golpe le había llevado casi tres meses, prácticamente desde que se dio la noticia de que se celebraría la reinauguración de la catedral con la presencia del nuncio y con aquella magnífica exposición. Se había desplazado a la isla periódicamente, siempre en calidad de turista y con diferentes identidades, y había profundizado en el estudio de la fisonomía de la ciudad y de su historia.
Realmente, podía decir que la conocía bastante bien, y también, por qué no, que había llegado a agradarle. La riqueza edificatoria religiosa fue clave para crear el enigma que debía resolver Ariosto. Podía haber pasado sin él, pero le apetecía ponerlo a prueba una vez más. Lo que se había iniciado como un juego, se desarrolló de una manera asombrosa por las casualidades increíbles con las que se topó en la distribución de la ciudad. ¿Había descubierto una configuración oculta en sus calles? ¿Existió una planificación esotérica en la distribución de las iglesias, ermitas y capillas de La Laguna original? Siempre había sido escéptico con esas cosas, pero hubo un momento en que comenzó a tener serias dudas. En cualquier caso ahí lo dejaba, que otros sesudos investigadores lo comprobaran. Seguro que daría que hablar.
Se fijó por un segundo en los tres hombres que lo acompañaban. Matteo, un siciliano a quien había sacado de un serio apuro surgido a raíz de un disparo accidental de su pistola que se alojó en la cabeza de uno de los capos de la Mafia siracusana. Los otros jefes no creyeron la versión del pobre Matteo, y éste tuvo la suerte de que un turista casual tuviera un maletero amplio en su automóvil para sacarlo minutos antes de que sus antiguos compañeros de fatigas le hicieran la visita correspondiente. Por eso, sabía que Matteo, un artista con la navaja, le sería fiel en cualquier circunstancia. Los italianos del sur son así, gente de palabra.
El segundo, Dragan, un serbo-bosnio de piel oscura con muy malas pulgas, pero muy eficaz. Era capaz de imponer respeto, cuando no temor, sólo con la mirada. Trabajó como campesino, y de ahí las extraordinarias callosidades de unas manos gigantescas que últimamente no utilizaba para empuñar la azada, ya que averiguó que tenía carrera dándole al gatillo en la guerra de Yugoslavia, sobre todo si el que estaba enfrente estaba desarmado. Buscado por todas las policías del mundo, Dragan prometió servicio total durante diez años —firmó con su propia sangre en un papel que lo consignaba, a modo de solemne juramento— al mecenas que costeó una operación de cirugía estética que lo hizo más feo de lo que era, pero irreconocible. Dragan montaba las armas con los ojos cerrados mientras chupaba las balas que introducía posteriormente en el cargador. Fue reprendido por esa costumbre, pero sólo para evitar dejar muestras de ADN.
El tercero, Vujadin, era un ex-empleado de transporte público —serbio puro del norte— que no dudó en cruzar a pie el país para dar su merecido a los musulmanes del sur. Después de vagar un par de años descontroladamente por la zona de guerra al frente de un batallón de sanguinarios milicianos, el psicópata político se reconvirtió en mercenario económico, sobre todo a raíz de que otros como él le contaron que las cosas no eran tan simples como él las veía. Se lo contaron, sí, pero no se lo creyó, aunque se reconvirtió. No iba a ser él el último tonto en hacerlo, sobre todo cuando apareció en su vida un tipo con una billetera sin fin que le pagaba por hacer aquello para lo que había nacido. Lo bueno de Vujadin es que era de esos ex-yugoslavos capaces de aprender una lengua en dos meses. Esa predisposición innata que tanto desconcierta a los europeos occidentales tenía uno de sus más interesantes ejemplares en el rubio prófugo de la justicia. Era asombroso oírlo hablar español con acento de Sanlúcar de Barrameda. Todo un alarde.
El jefe de los secuestradores dejó de pasar revista a su alegre compañía y volvió a sus planes. Dentro de muy poco conseguiría aquello que llevaba muchos años anhelando, sería el mayor triunfo de su carrera, aunque muy pocos lo sabrían. Sin embargo, la falta de publicidad no le afectaba. Hacía ya muchos años que había dejado de importarle la opinión de quienes le rodeaban. Por eso sus planes se habían vuelto más complejos, un continuo desafío a sí mismo.
La diferencia de este secuestro estribaba en que era la primera vez que planteaba una partida a un contrincante, y le estaba gustando. Tal vez lo volviera a hacer en otra ocasión. ¿Por qué no?
Miró su reloj. Su rival debía estar por la tercera pista. Le daba media hora a lo sumo para resolverla. Cuando llegase a la cuarta, sería el momento de que la situación se desbordase y fuera incontrolable. Para los otros, por supuesto. Ellos, por su parte, ya estaban preparados. Ya casi había llegado el momento.
Faltaba tan poco…
La Laguna, sábado. 05:15 horas.
—Da la señal de ocupado continuamente —Ariosto evidenciaba un rostro de contrariedad en la fría plazoleta de Santo Domingo, mientras sus compañeros estaban pendientes de la llamada—. Esto no me lo esperaba.
—Tal vez esté hablando con alguien —apuntó Sandra, de espaldas a la brisa nocturna para protegerse de ella.
—Enriqueta se niega a hablar con nadie desde las nueve de la noche —replicó Ariosto—. Que lo haga a estas horas es imposible.
—¿Y si está dando cuenta a los miembros de la logia del asunto que le planteamos? —Inquirió Marta.
—Descartémoslo —respondió el interpelado—. Este asunto no afecta para nada a los Rosacruces. Estoy seguro de que ha dejado el teléfono mal colgado. No podemos ponerla al corriente de lo que hemos encontrado en Santo Domingo.
—Pues es posible que necesitemos hablar con ella dentro de poco en función de lo que encontremos en la capilla de los Plateros —añadió Pedro Hernández—. Es necesario que ese teléfono esté bien colgado.
—Pasaremos por su casa y luego iremos a los Plateros —dijo Ariosto.
—No hay tiempo —dijo Sandra—. El desvío nos llevará quince o veinte minutos, por lo menos. Yo iré a su casa. Me conoce, hace una hora que estuve allí.
—Tú no puedes separarte del grupo, Sandra —indicó Marta con tono de autoridad—. Tienes que estar localizable por si el secuestrador se pone en contacto contigo. Pedro es necesario por sus conocimientos. Yo soy la prescindible. En cuanto la comunicación esté restablecida, me reuniré con vosotros.
Los miembros del grupo se miraron, asintiendo.
—De acuerdo —dijo Ariosto—, no perdamos el tiempo. Marta, a usted también la conoce. No llama desde su casa cuando llegue.
En unos segundos, el
Mercedes
negro se detuvo junto a los ateridos tertulianos y Sandra, Pedro y Ariosto subieron al automóvil. Marta se despidió de ellos y se dirigió hacia la plaza del Adelantado. A pesar de caminar contra el viento, la pequeña cuesta quedó atrás en apenas un minuto. Buscó el refugio del muro del convento de las Catalinas al comienzo de la calle de La Carrera.
Aquel tramo de vía era excepcional, su favorito en la ciudad. En torno a aquellos muros, el tiempo se había detenido a finales del siglo XVI. La luz de las farolas estilo imperio proporcionaba un ambiente de decorado de película histórica a las fachadas de las tres casonas que conformaban parte del Ayuntamiento. La tercera, la llamada Casa de los Capitanes, era la más espectacular. Todos sus vanos se encontraban enmarcados por sillares de rojiza piedra volcánica desgastada, lo que añadía un plus de venerable antigüedad a la construcción. Las ajadas columnas que hacían guardia a ambos lados de la puerta de entrada daban fe de lo duros que podían ser los inviernos en La Laguna.
Al cruzar la calle Viana algo le llamó la atención. A unos cien metros, un vehículo oficial con distintivos color naranja circulaba a bandazos por aquella calle, como si su conductor no estuviera seguro de dónde estaba. Tras varias vacilaciones, había girado a la izquierda por una de las esquinas de aquellas vías peatonales. El coche, además de avanzar en dirección contraria, llevaba las luces apagadas. Al girar vio que el conductor, un tipo rubio, no lucía el uniforme mandarina chillón, sino que vestía de negro.
Marta sintió una punzada de curiosidad. ¿Qué hacía aquel coche por allí a aquella hora? El vehículo parecía de Protección Civil, y que ella supiera, las autoridades no habían movilizado a sus voluntarios. Marta no quiso pensar en que se estaba volviendo paranoica, pero aquella noche cualquier cosa podía parecerle sospechosa.
La arqueóloga aceleró el paso hasta que llegó a la altura de la esquina por donde había desaparecido el coche. Volvió la cabeza, la calle estaba vacía. Se quedó pensativa, ¿dónde se había metido? Caminó hasta el otro lado de la calle. Recorrió con la mirada las fachadas de casas viejas y nuevas que se alternaban en aquella parte de la ciudad. En un momento determinado, encontró lo que buscaba. Una puerta automática de garaje bajaba lentamente, ocultando el hueco oscuro que se vislumbraba tras ella.