El cisne negro (2 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

Aprender a aprender

Otro defecto humano afín procede de la concentración excesiva en lo que sabemos: tendemos a aprender lo preciso, no lo general.

¿Qué aprendimos de lo ocurrido el 11-S? ¿Aprendimos que algunos sucesos, debido a su dinámica, se sitúan en gran parte fuera del ámbito de lo predecible? No. ¿Descubrimos el defecto inherente de la sabiduría convencional? No. ¿Qué es lo que averiguamos? Aprendimos unas reglas precisas para evitar a los prototerroristas islámicos y los edificios altos. Muchas personas siguen recordándome que es importante ser prácticos y dar pasos tangibles, en vez de «teorizar» sobre el conocimiento. La historia de la línea Maginot demuestra que estamos condicionados por lo específico. Al concluir la Gran Guerra, los franceses construyeron un muro siguiendo la ruta de la anterior invasión alemana para prevenir una nueva invasión; Hitler no hizo sino limitarse, (casi) sin esfuerzo alguno, a rodearla. Los franceses habían sido unos excelentes estudiantes de historia; lo que ocurrió es que aprendieron con excesiva precisión. Fueron demasiado prácticos y se centraron de forma exagerada en su propia seguridad.

No aprendemos espontáneamente que no aprendemos que no aprendemos. El problema radica en la estructura de nuestra mente: no aprendemos reglas sino hechos, y sólo hechos. Parece que no somos muy dados a elaborar metarreglas (como la regla de que tenemos tendencia a no aprender reglas). Desdeñamos lo abstracto; lo despreciamos con pasión.

¿Por qué? En este punto es necesario, como lo es en mis planes para el resto del libro, poner boca abajo la sabiduría convencional y demostrar que es inaplicable para nuestro entorno moderno, complejo y cada vez más recursivo.
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Pero hay una pregunta de mayor calado: ¿para qué está hecha nuestra mente? Se diría que disponemos del manual del usuario equivocado. No parece que nuestra mente esté hecha para pensar ni practicar la introspección; de ser así, las cosas nos serían hoy día más fáciles, pero entonces no estaríamos aquí hoy, ni yo me hallaría aquí para hablar de ello: mi ancestro contrafactual, introspectivo y profundamente reflexivo habría sido devorado por un león, al tiempo que su primo no reflexivo, pero de mayor velocidad en sus reacciones, habría corrido a protegerse. Consideremos que pensar requiere tiempo y, normalmente, un gran desperdicio de energía; que nuestros predecesores pasaron más de cien millones de años como mamíferos no pensantes, y que en ese instante que ha sido nuestra historia y durante el que hemos empleado nuestro cerebro, lo hemos utilizado para ocuparnos de temas demasiado secundarios como para ser importantes. Las pruebas demuestran que pensamos mucho menos de lo que creemos, a excepción, quizá, de cuando pensamos en esta misma realidad.

Un nuevo tipo de ingratitud

Entristece bastante pensar en las personas a quienes la historia ha maltratado. Los poetes maudits, como Edgar Allan Poe o Arthur Rimbaud, fueron despreciados por la sociedad y posteriormente adorados y de consumo obligado para los escolares. (Incluso hay escuelas que llevan el nombre de quienes en su día fueron unos malísimos estudiantes.) Lamentablemente, ese reconocimiento le llegó al poeta demasiado tarde para que le aprovechara como podrían haberle aprovechado unos tragos de serotonina, o para apuntalar su romántica vida en la Tierra. Pero hay héroes aún peor tratados: la muy triste categoría de aquellos que no saben que fueron héroes, que nos salvaron la vida, que nos ayudaron a evitar desastres. No dejaron rastro y ni siquiera supieron que estaban haciendo una aportación. Recordamos a los mártires que murieron por una causa conocida, pero nunca a aquellos cuya contribución fue igual de efectiva, pero de cuya causa nunca fuimos conscientes, precisamente porque tuvieron éxito. Nuestra ingratitud hacia los poetes maudits se diluye completamente ante este otro tipo de desagradecimiento. Es una ingratitud mucho más despiadada: la sensación de inutilidad por parte de un héroe silencioso. Lo ilustraré con el siguiente experimento del pensamiento.

Imaginemos que un legislador con coraje, influencia, inteligencia, visión de futuro y perseverancia consigue hacer aprobar una ley que va a entrar en vigor el 10 de septiembre de 2001; la ley obliga a colocar puertas a prueba de bala, y que estén permanentemente cerradas, en todas las cabinas de los aviones (lo cual supone unos gastos enormes para las batalladoras compañías aéreas), sólo por si los terroristas decidieran utilizar aviones para atacar el World Trade Center de Nueva York. Ya sé que es una locura, pero sólo se trata de un experimento del pensamiento (soy consciente de que es posible que no exista un legislador con inteligencia, coraje, visión de futuro y perseverancia; ahí está el quid del experimento). Tal ley no sería muy popular entre el personal de vuelo, pues les complica la vida. Pero no hay duda de que hubiera evitado el 11-S.

La persona que impuso cerraduras en ¡as puertas de las cabinas no tiene estatua en las plazas públicas, tan sólo una breve mención de su aportación en el obituario: «Joe Smith, que ayudó a evitar el 11 -S, murió a consecuencia de una enfermedad hepática». Al ver lo superflua que fue su medida, y los gastos que generó, bien pudiera ser que el público, con gran ayuda de los pilotos de líneas aéreas, lo alejara del poder. Vox clamantis in deserto. Se jubilará deprimido, con una gran sensación de fracaso. Morirá con la impresión de no haber hecho nada útil. Quisiera poder asistir a su entierro, pero, querido lector, no sé dónde está. Y sin embargo, el reconocimiento puede ser todo un incentivo. Créame, incluso quienes dicen sinceramente que no creen en el reconocimiento, y que separan el trabajo de los frutos del mismo, en realidad éste les supone un trago de serotonina. Pensemos cómo se recompensa al héroe silencioso: hasta su propio sistema hormonal conspirará para no ofrecerle recompensa alguna.

Ahora pensemos en lo sucedido el 11-S. Una vez acaecido lo acaecido, ¿quién se llevó el reconocimiento? Aquellos a quienes vimos en los medios de comunicación, en la televisión realizando actos heroicos, y aquellos a quienes vimos que intentaban darnos la impresión de que estaban realizando actos heroicos. En esta última categoría se incluye a alguien como el director de la Bolsa de Nueva York, Richard Grasso, que «salvó la Bolsa» y recibió una muy considerable prima por su aportación (el equivalente a varios miles de salarios medios). Todo lo que tuvo que hacer fue estar ahí para hacer sonar la campanilla de apertura de la sesión por televisión, y la televisión, como veremos, transporta la injusticia y es una causa importante de la ceguera del Cisne Negro.

¿A quién se recompensa, al banquero central que evita una recesión o al que acude a «corregir» los fallos de su predecesor y resulta que está ahí durante cierta recuperación económica? ¿Quién tiene mayor valor, el político que evita una guerra o el que empieza una nueva (y tiene la suerte de ganarla) ?

Se trata del mismo revés lógico que veíamos antes respecto al valor de lo que no sabemos; todo el mundo sabe que es más necesaria la prevención que el tratamiento, pero pocos son los que premian los actos preventivos. Glorificamos a quienes dejaron su nombre en los libros de historia a expensas de aquellos contribuyentes de quienes la historia nada dice. Los seres humanos no sólo somos un género superficial (algo que, en cierta medida, se puede curar), somos un género muy injusto.

La vida es muy inusual

Este libro trata de la incertidumbre; para este autor, el suceso raro equivale a la incertidumbre. Puede parecer una declaración categórica —la de que debemos estudiar principalmente los sucesos raros y extremos para poder entender los habituales—, pero me voy a explicar como sigue. Hay dos formas posibles de abordar el fenómeno. La primera es descartar lo extraordinario y centrarse en lo «normal». El examinador deja de lado las «rarezas» y estudia los casos corrientes. El segundo enfoque es considerar que, para entender un fenómeno, en primer lugar es necesario considerar los extremos, sobre todo si, como ocurre con el Cisne Negro, conllevan un efecto acumulativo extraordinario.

No me importa particularmente lo habitual. Si queremos hacernos una idea del carácter, los principios éticos y la elegancia personal de un amigo, debemos observarle en la prueba que supone pasar por momentos difíciles, no durante el esplendor rosado de la vida cotidiana. ¿Podemos adivinar el peligro de un criminal con sólo observar lo que hace en un día corriente? ¿Podemos entender la salud sin considerar las tremendas enfermedades y epidemias? No hay duda de que, a menudo, lo normal es irrelevante.

Casi todo lo concerniente a la vida social es producto de choques y ciertos saltos raros pero trascendentales; y pese a ello, casi todo lo que se estudia sobre la vida social se centra en lo «normal», especialmente en los métodos de inferencia de la campana de Gauss, la «curva de campana», que no nos dicen casi nada. ¿Por qué? Porque la curva de campana ignora las grandes desviaciones, no las puede manejar, y sin embargo nos hace confiar en que hemos domesticado la incertidumbre. A este fraude lo denominaremos GFI, «gran fraude intelectual».

Platón y el estudioso obsesivo

En los inicios de la revuelta de los judíos en el siglo i de nuestra era, la causa de gran parte de la ira de éstos fue la insistencia de los romanos en colocar una estatua de Calígula en el templo de Jerusalén, a cambio de levantar una estatua del dios judío Yahvé en los templos romanos. Los romanos no se daban cuenta de que lo que los judíos (y los posteriores monoteístas de Oriente) querían decir con dios era algo abstracto, que lo abarcaba todo, y que nada tenía que ver con la representación antropomórfica y excesivamente humana en que ellos pensaban cuando decían deus. Lo fundamental era que el dios judío no se prestaba a la representación simbólica, Asimismo, la que mucha gente convierte en mercancía y etiqueta como «desconocido», «improbable» o «incierto» no es para mí lo mismo; no es una categoría de conocimiento concreta y precisa, un campo hecho para el estudioso obsesivo, sino todo lo contrario: posee la carencia (y las limitaciones) del conocimiento. Es exactamente lo contrario del conocimiento; uno debería aprender a evitar el uso de términos aplicados al conocimiento para describir su contrario.

Lo que llamo platonicidad, siguiendo las ideas (y la personalidad) de Platón, es nuestra tendencia a confundir el mapa con el territorio, a centramos en «formas» puras y bien definidas, sean objetos, como Los triángulos, o ideas sociales, como las utopías (sociedades construidas conforme a algún proyecto de lo que «tiene sentido»), y hasta las nacionalidades. Cuando estas ideas y nítidos constructos habitan en nuestra mente, les damos prioridad sobre otros objetos menos elegantes, aquellos que tienen estructuras más confusas y menos tratables (una idea que iré desarrollando a lo largo de este libro).

La platonicidad es lo que nos hace pensar que entendemos más de lo que en realidad entendemos. Pero esto no ocurre en todas partes. No estoy diciendo que las formas platónicas no existen. Los modelos y las construcciones, estos mapas intelectuales de la realidad, no siempre son erróneos; lo son únicamente en algunas aplicaciones específicas. La dificultad reside en que: a) no sabemos de antemano (sólo después del hecho) dónde estará equivocado el mapa; y que b) los errores pueden llevarnos a consecuencias graves. Estos modelos son como medicinas potencialmente útiles que tienen unos efectos secundarios aleatorios pero muy graves.

El redil platónico es la explosiva línea divisoria donde la mentalidad platónica entra en contacto con la confusa realidad, donde la brecha entre lo que sabemos y lo que pensamos que sabemos se ensancha de forma peligrosa. Es aquí donde aparece el Cisne Negro.

Demasiado soso para escribir sobre ello

Dicen que el genial cineasta Luchino Visconti se aseguraba de que, cuando los actores señalaban una caja cerrada que debía contener joyas, hubiera dentro de ella joyas de verdad. Podía ser una forma eficaz de hacer que los actores vivieran el papel que representaban. Creo que el gesto de Visconti puede proceder también de un simple sentido de la estética y de un deseo de autenticidad; en cierto modo, pudiera parecer incorrecto engañar al espectador.

Este libro es un ensayo que expone una idea fundamental; no recicla ni presenta en un nuevo envoltorio pensamientos de otras personas. Un enervo es una meditación impulsiva, no un informe científico. Pido disculpas si dejo de lado algunos temas evidentes, pues estoy convencido de que si que a mí me resulta aburrido de escribir podría ser demasiado aburrido de leer para el lector. (Además, para evitar el aburrimiento puede sernos de gran ayuda filtrar todo lo que no sea esencial.)

Hablar es barato. Quien haya recibido demasiadas clases de filosofía en la universidad (o quizá no las suficientes) podría objetar que la visión de un Cisne Negro no invalida la teoría de que todos los cisnes son blancos, ya que esa ave negra no es técnicamente un cisne, pues el hecho de ser de color blanco sería ¡a propiedad esencial del cisne. Es verdad que quienes lean a Wittgenstein en exceso (y comentarios acerca de Wittgenstein) pueden tener la impresión de que los problemas del lenguaje son importantes. No hay duda de que pueden ser de importancia para hacerse con un sitio en los departamentos de filosofía, pero son algo que nosotros, los profesionales y los que tomamos decisiones en el mundo real, dejamos para el fin de semana. Como explico en el capítulo titulado "La incertidumbre del farsante», estas sutilezas, con todo su atractivo intelectual, no tienen implicaciones importantes de lunes a viernes, si se comparan con cuestiones más sustanciales (pero más olvidadas). Las personas de aula, que no se han enfrentado a muchas situaciones auténticas de toma de decisiones en un ambiente de incertidumbre, no se dan cuenta de qué es importante y qué no lo es; ni siquiera aquellos que son eruditos de la incertidumbre (o especialmente aquellos que son eruditos de la incertidumbre). Lo que llamo la práctica de la incertidumbre puede ser piratería, especulación de bienes, juego profesional, trabajar en alguna rama de la Mafia, o sencillamente una simple acción empresarial en serie. De ahí que clame contra el «escepticismo estéril», ese sobre el que nada podemos hacer, y contra los problemas excesivamente teóricos del lenguaje que han convertido a gran parte de la filosofía moderna en irrelevante para lo que burlonamente se llama el «público en general». (Antes, para bien o para mal, esos raros filósofos y pensadores que no destacaban por sí mismos dependían del apoyo de un patrón. Hoy día, los académicos especializados en disciplinas abstractas dependen mutuamente de sus respectivas opiniones, sin comprobaciones externas, con el grave resultado patológico de que en ocasiones convierten sus objetivos en limitados concursos de demostración de habilidad. Cualesquiera que fueran las deficiencias del antiguo sistema, al menos obligaba a tener cierto nivel de importancia.)

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