El cisne negro (6 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

¿Dónde está el espectáculo?

Sigo sin entender por qué alguien que abriga planes de convertirse en «filósofo» o en «filósofo científico de la historia» se matrícula en una escuela de ciencias empresariales, nada menos que en la Wharton School. Allí me di cuenta de que no se trataba solamente de que un político incongruente de un país pequeño y antiguo (y su filosófico chófer, Mijail) no supiera qué estaba pasando. Al fin y al cabo, se supone que las personas oriundas de países pequeños no saben qué pasa. Lo que veía es que en una de las escuelas de ciencias empresariales más prestigiosas del mundo, situada en el país más poderoso de la historia, los ejecutivos de las empresas con mayor poder nos exponían qué hacían para ganarse la vida, y que era posible que tampoco ellos supieran qué estaba pasando. De hecho, en mi mente eso era mucho más que una posibilidad. Sentía sobre mis espaldas el peso de la arrogancia epistémica del género humano.
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Caí en la obsesión. Por aquel tiempo, empecé a ser consciente de mi tema: el suceso trascendental altamente improbable. Y además esta suerte concentrada no sólo engañaba a ejecutivos empresariales bien vestidos y cargados de testosterona, sino a personas con muchos estudios. Tal percepción hizo que mi Cisne Negro pasara de ser un problema de personas con o sin suerte a un problema de conocimiento y ciencia. Mi idea es que algunos resultados científicos no sólo son inútiles en la vida real, porque infravaloran el impacto de lo altamente improbable (o nos llevan a ignorarlo), sino que es posible que algunos de ellos estén creando en realidad Cisnes Negros. Éstos no son únicamente errores taxonómicos que pueden hacer que reprobemos una clase de la ornitología. Así empecé a ver las consecuencias de mi idea.

Cuatro kilos y medio después

Cuatro años y medio después de mi graduación en Wharton (y con cuatro kilos y medio adicionales), el 19 de octubre de 1987, me dirigía andando a casa desde las oficinas del banco de inversión Credit Suisse First Boston, situadas en la periferia de Manhattan. Caminaba despacio, y me sentía perplejo.

Aquel día había sido testigo de un suceso económico traumático: la mayor crisis bursátil de la historia (moderna). Fue quizá más traumática porque tuvo lugar en un momento en que pensábamos que, con todos aquellos economistas platonificados y de discurso interesante (con sus ecuaciones basadas en la falsa curva de campana), nos habíamos hecho lo bastante sofisticados como para evitar, o al menos prevenir y controlar, los grandes batacazos. La respuesta ni siquiera fue la reacción a alguna noticia discernible. El hecho de que se produjera tal suceso quedaba al margen de cualquier cosa que uno hubiese podido imaginar el día anterior; de haber señalado yo esa posibilidad, me habrían tachado de lunático. Tenía todos los componentes de un Cisne Negro, pero por entonces desconocía esta expresión.

Me fui corriendo en busca de un colega, Demetrius, que vivía en Park Avenue, y cuando empecé a hablarle, una mujer que parecía muy preocupada, despojándose de toda inhibición, intervino en la conversación: «Escuchad, ¿sabéis vosotros dos qué es lo que está pasando?». La gente que caminaba por la acera parecía aturdida. Antes había visto a algunas personas mayores lloriqueando en silencio en el salón de compraventas del First Boston. Había pasado el día en el epicentro de los acontecimientos, con gente víctima de una especie de colapso corriendo a mi alrededor como conejos ante unos faros. Al llegar a casa, mi primo Alexis llamó para decirme que su vecino se había suicidado tirándose al vacío desde lo alto de su apartamento. Yo ni siquiera me sentía inquieto. Me sentía como pudiera sentirse Líbano, con una diferencia: habiendo visto lo uno y lo otro, me desconcertaba que la desazón económica pudiera ser más desmoralizante que la guerra (pensemos simplemente que los problemas económicos y las consiguientes humillaciones pueden llevar al suicidio, pero no parece que la guerra lo haga de forma tan directa).

Temía una victoria pírrica: había ganado intelectualmente, pero tenía miedo de tener excesiva razón y de ver cómo el sistema se desmoronaba bajo mis pies. Realmente no quería tener tanta razón. Siempre recordaré al difunto Jimmy P., quien, al ver cómo se iba evaporando su patrimonio, seguía suplicando medio en broma que el precio que aparecía en las pantallas dejara de moverse.

Pero entonces me di cuenta de que el dinero me importaba un rábano. Experimenté el sentimiento más extraño que jamás había tenido en la vida, esa ensordecedora trompeta que me apuntaba porque tenía razón, en tono tan fuerte que hacía que mis huesos se estremecieran. Nunca he vuelto a tener esa sensación desde entonces, y jamás sabré explicarla a quienes nunca la hayan sentido. Era una sensación física, tal vez una mezcla de alegría, orgullo y pánico.

¿Me sentía confirmado? ¿Por qué?

Durante el año o los dos años posteriores a mi llegada a Wharton, había desarrollado una especialidad precisa pero extraña: apostar por los sucesos raros e inesperados, aquellos que se encontraban en el redil platónico, y que los «expertos» platónicos consideraban «inconcebibles». Recordemos que el redil platónico es donde nuestra representación de la realidad deja de aplicarse, aunque no lo sabemos.

Pronto iba a dedicarme, como trabajo para mi sustento, a la profesión de la «economía cuantitativa». Me convertí en quant (experto en datos cuantitativos) y operador de Bolsa al mismo tiempo. El quant es un tipo de científico industrial que aplica los modelos matemáticos de la incertidumbre a los datos económicos (o socioeconómicos) y a los complejos instrumentos financieros, con la salvedad de que yo era un quant a la inversa: estudiaba los fallos y los límites de esos modelos, buscando el redil platónico donde se rompían. También me dediqué a especular en Bolsa, no sólo a «pequeñas rarezas», algo no muy propio de los quants ya que les estaba vetado «asumir riesgos»: su función se reducía al análisis, no a la toma de decisiones. Estaba convencido de que era totalmente incapaz de predecir los precios de la Bolsa; pero también de que los demás eran igualmente incompetentes, aunque no lo sabían, o no sabían que asumían unos riesgos enormes. La mayoría de los operadores de Bolsa se limitaban a «recoger calderilla delante de una apisonadora», exponiéndose al raro suceso de gran impacto, pero sin dejar de dormir como bebés, inconscientes de ello. Mi trabajo era el único que podía realizar si uno se considera una persona que odia el riesgo, que es consciente de él y es, además, muy ignorante.

Por otra parte, los conocimientos técnicos que maneja un quant (una mezcla de matemáticas aplicadas, ingeniería y estadística), junto a la inmersión en la práctica, resultaron muy útiles para alguien que quería ser filósofo.
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En primer lugar, cuando uno emplea veinte años en realizar un trabajo empírico a escala masiva y basado en datos, y asume riesgos basados en esos estudios, es muy fácil que vea ciertos elementos en la textura del mundo que el «pensador» platonificado, a quien se le ha lavado el cerebro o se le ha amenazado, no es capaz de ver. En segundo lugar, me permitían ser más formal y sistemático en mi modo de pensar, en vez de regodearme en lo anecdótico. Por último, tanto la filosofía de la historia como la epistemología (la filosofía del conocimiento) parecían inseparables del estudio empírico de datos procedentes de series temporales, que es una sucesión de números en el tiempo, una especie de documento histórico que contiene números en vez de palabras. Y con los ordenadores es fácil procesar los números. El estudio de los datos históricos nos hace ser conscientes de que la historia marcha hacia delante, no hacia atrás, y que es más confusa que los hechos que se narran. La epistemología, la filosofía de la historia y la estadística tienen como fin entender las verdades, investigar los mecanismos que las generan y separar la regularidad de lo coincidente en los asuntos históricos. Las tres abordan la pregunta de qué es lo que uno sabe, con la salvedad de que hay que buscar a cada una en un edificio distinto, por decirlo de alguna manera.

La palabra malsonante de la independencia

Aquella noche del 19 de octubre de 1987 dormí doce horas seguidas.

Me resultaba difícil contar a los amigos, todos ellos heridos de un modo u otro por el crac, esa sensación de confirmación. En aquella época las primas salariales eran mucho menores de lo que son hoy, pero si mi empleador, el First Boston, y el sistema financiero sobrevivían hasta fin de año, yo iba a recibir lo equivalente a una beca de investigación. A esto se le llama a veces «a la in. el dinero», lo cual, pese a su ordinariez, significa que podrás actuar como un caballero Victoriano, libre de la esclavitud. Es un parachoques psicológico: ese capital no es tan grande como para hacerte condenadamente rico, pero es el suficiente para darte la libertad de escoger una nueva ocupación sin excesiva consideración de las recompensas económicas. Te evita tener que prostituir tu mente y te libra de la autoridad exterior, de cualquier autoridad exterior. (La independencia es específica de la persona: siempre me ha desconcertado el elevado número de personas a quienes unos ingresos considerables les llevan a una mayor adulación servil, porque se convierten en más dependientes de sus clientes y jefes, y más adictas a acumular aún más dinero.) Aunque según algunos criterios no se trataba de nada sustancial, a mí me curó literalmente de toda ambición económica: hizo que me sintiera avergonzado cada vez que restaba tiempo al estudio para dedicarlo a la búsqueda de riqueza material. Obsérvese que la expresión a la m. se corresponde con la hilarante habilidad de pronunciar esta sucinta frase antes de colgar el teléfono.

En aquellos días era muy habitual que los operadores de Bolsa rompieran el teléfono cuando perdían dinero. Algunos recurrían a romper sillas, mesas o cualquier cosa que pudiera hacer ruido. En cierta ocasión me hallaba en la Bolsa de Chicago cuando de pronto un operador trató de estrangularme; hicieron falta cuatro guardias de seguridad para quitármelo de encima. Estaba enfurecido porque yo me encontraba en lo que él consideraba su «territorio». ¿Quién podría desear un entorno así? Comparémoslo con los almuerzos en una anodina cafetería universitaria donde profesores de modales refinados debaten la última intriga departamental. De nodo que me quedé como quant en el negocio de los operadores bursátiles (y ahí sigo), pero me organicé para hacer el trabajo mínimo pero intenso (y entretenido); para ello me centré en los aspectos más técnicos, no asistía nunca a «reuniones» de negocios, evitaba la compañía de aquellos que siempre obtienen «excelentes resultados» y de las personas de traje y corbata que no leen libros, y decidí tomarme un año sabático aproximadamente cada tres, para llenar las lagunas de mi cultura científica y filosófica. Para decirlo de forma breve, quería convertirme en «errante», en meditador profesional, sentarme en cafés y salones, despegado de mesas de trabajo y de estructuras organizativas, dormir todo lo que necesitara, leer vorazmente y no deber explicación alguna a nadie. Quería que me dejaran solo para poder construir, pasito a pasito, todo un sistema de pensamiento basado en mi idea del Cisne Negro.

filósofo de limusina

La guerra de Líbano y el crac de 1987 parecían fenómenos idénticos. Consideraba evidente que casi todo el mundo tenía un punto ciego mental a la hora de reconocer el papel de ese tipo de sucesos: era como si no fueran capaces de ver esos mamuts, o como si se olvidaran rápidamente de ellos. La razón de tal proceder la hallé en mí mismo: era una ceguera psicológica, quizá hasta biológica; el problema no estaba en la naturaleza de los sucesos, sino en la forma en que los percibimos.

Concluyo este preámbulo autobiográfico con la siguiente historia. No tenía yo una especialidad concreta (fuera del trabajo del que me alimentaba) y no deseaba ninguna. Cuando en alguna fiesta me preguntaban cómo me ganaba la vida, sentía la tentación de responder: «Soy empírico escéptico, lector-errante, alguien empeñado en llegar a lo más profundo de una idea”, pero para facilitar las cosas decía que era conductor de limusinas.

Una vez, en un vuelo transatlántico, me sentaron en primera clase, junto a una enérgica señora que lucía un vestido caro, en quien tintineaban el oro y las joyas, que comía frutos secos sin parar (tal vez seguía una dieta baja en hidratos de carbono), insistía en beber únicamente agua mineral Évian, y no dejaba de leer la edición europea del Wall Street Journal. Se empeñó en iniciar una conversación en su mal francés, pues vio que yo estaba leyendo un libro (en francés) del sociólogo y filósofo Pierre Bourdieu, que, cosas de la ironía, trataba de los signos de distinción social. Le informé (en inglés) de que era conductor de limusinas, y subrayé orgulloso que sólo llevaba automóviles de muy primerísima clase. Un gélido silencio se impuso durante el resto del vuelo y, aunque yo podía sentir la tensión, me permitió leer en paz.

EL CISNE NEGRO DE YEVGUENIA

Hace cinco años, Yevguenia Nikoláyevna Krasnova era una novelista poco conocida y sin ninguna novela publicada, con una carrera literaria fuera de lo común. Era neurocientífica y sentía interés por la filosofía (sus tres primeros maridos habían sido filósofos), pero se le había metido en su testaruda cabeza francorrusa expresar sus investigaciones e ideas en forma literaria. Presentaba sus teorías como si de historias se tratara, y las mezclaba con todo tipo de comentarios autobiográficos. Evitaba los engaños periodísticos de la narrativa contemporánea de no ficción (»Un claro día de abril, John Smith salió de casa...»). Transcribía siempre los diálogos extranjeros en la lengua original, con la traducción a modo de subtítulos. Se negaba a doblar a un mal inglés conversaciones que se producían en un mal italiano.
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Ningún editor le habría dado siquiera la hora, a no ser porque, en aquella época, había cierto interés por esos raros científicos que conseguían expresarse con frases medio comprensibles. Algunos se dignaron a hablar con ella; confiaban en que maduraría y escribiría un «libro de ciencia popular sobre la conciencia». La atendieron lo suficiente como para que recibiera educadas cartas de rechazo y algún que otro comentario ofensivo, en lugar del silencio, muchísimo más insultante y degradante.

Los editores se sentían confusos ante el borrador de su libro. Ella no podía siquiera contestar la primera pregunta que le planteaban: «¿Es ficción o no ficción?». Tampoco sabía cómo responder a la pregunta de «¿para quién está escrito su libro?», cuestiones que aparecían invariablemente en los formularios de propuesta de contrato editorial. Le decían: «Debe saber usted quién es su público» y «los aficionados escriben para sí mismos, los profesionales lo hacen para los demás». También le dijeron que se ajustara a un género preciso, porque «a las libreros no les gusta que se les confunda, y necesitan saber en qué estante deben colocar cada libro». Un editor añadió con aire protector: «Su libro, querida amiga, no venderá más de diez ejemplares, incluidos los que compren sus ex maridos y su propia familia».

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