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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (22 page)

Anaíd se apuntó la ofensa y se juró devolvérsela. Valeria, sin embargo, salió en su ayuda.

— No hagas caso de Clodia y pregunta todo lo que te apetezca.

— No tengo más preguntas, gracias —se disculpó secamente Anaíd.

— Muy bien, pues en ese caso se acabaron por hoy las lecciones teóricas, pasaremos a la práctica.

Valeria se estaba despojando de su ropa y dio una orden a Clodia.

— Pásame la cantimplora, por favor.

Clodia la alcanzó a regañadientes y, mientras se la entregaba, señaló la hora.

— ¿Hoy hay encuentro y transformación?

— ¿Te molesta?

— He quedado esta tarde, no puedes hacerme eso.

— Te he avisado, pero creo que estabas dormida.

— ¿Por qué? ¿Por qué hoy? ¿Por qué ha venido ésa?

— Ésa tiene nombre y vale mucho más que una tarde de tu vida, te lo aseguro.

Anaíd asistía a la discusión con incomodidad; al fin y al cabo el motivo era ella y su presencia en el velero. Valeria, atenta a su invitada, lo percibió con el rabillo del ojo. Tras dar un trago a su cantimplora, tomó a Clodia por el brazo y la obligó a bajar con ella al minúsculo camarote de proa. Anaíd agradeció el gesto simbólico de Valeria. El reducido espacio del barco hacía casi imposible no escuchar las conversaciones y mucho menos las discusiones subidas de tono, pero si se esforzaba podía desconectar y descodificar los sonidos como hacía habitualmente con los animales que la rodeaban. Al darse la vuelta reparó en tía Criselda, inmóvil, pálida, asida a la barandilla. Anaíd cayó en la cuenta de que había permanecido demasiado silenciosa todo el trayecto y ahora entendía el motivo. La pobre estaba mareada como una sopa.

— Tía, tía.

Criselda no tenía fuerzas ni para responder. Anaíd la auxilió con prestancia, luchar contra un mareo era relativamente sencillo. Una compresa fría, la posición adecuada, un estímulo circulatorio y una infusión de manzanilla azucarada. Remedios que Deméter le hubiera aplicado a ella. Se sacó su calcetín, lo mojó en agua del mar, obligó a Criselda a recostarse y aplicó la compresa improvisada sobre la frente de su tía mientras masajeaba sus muñecas para activarle la circulación y la obligaba a inhalar el aire con más frecuencia. Al poco, el color retornó a su rostro y coloreó las mejillas de Criselda. Anaíd tomó la cantimplora de Valeria y se la ofreció a su tía, que bebió un trago sin respirar y luego tosió.

— ¿Qué es? —preguntó Criselda frunciendo la nariz.

Anaíd olió el contenido de la cantimplora; creía que era agua, pero despedía un olor dulzón parecido a la infusión de hierbabuena. Probó un sorbo. Era rico, lo había bebido Valeria hacía un instante, daño no le haría; se trataría de un reconstituyente o de una bebida hidratante, justo lo que Criselda necesitaba. Anaíd le ofreció otro trago y continuó masajeándola mientras recitaba entre dientes una cancioncilla que Deméter entonaba siempre que atendía a alguna paciente. Criselda empezó a sentirse mejor y se incorporó visiblemente recuperada. Le tomó las manos y estudió su palma contrastándola con la suya.

— Tienes el poder.

Anaíd se sorprendió.

— ¿Qué poder?

— El de tu abuela y el mío. El del linaje Tsinoulis. Nuestras manos son especiales. ¿No te habías dado cuenta?

Anaíd negó.

— Deméter lo descubrió de muy niña, con su perro; le sanó un hueso roto imponiendo sus manos sobre la herida.

— ¿Y yo puedo hacerlo?

— Tienes la capacidad.

Anaíd estudió sus manos con orgullo. Era cierto que a veces había sentido un cosquilleo al acariciar a Apolo para calmar sus maullidos desconsolados. ¿Era eso?

Las voces que provenían del camarote se silenciaron. Definitivamente Valeria había zanjado la discusión con su hija, pero Clodia era un hueso duro de roer.

Ante la sorpresa de Anaíd, Valeria apareció en bañador, bronceada y musculosa, y sin dar ninguna explicación se lanzó de cabeza por la borda con un estilo impecable. Anaíd asistió atónita a su zambullida. Un minuto, dos, tres... Ni rastro de Valeria. Había desaparecido. Anaíd se inquietó, pero Clodia permanecía impávida. De pronto, Criselda la avisó señalando a popa, Anaíd siguió su dedo y se topó con unos ojillos redondos y simpáticos que la contemplaban a través de las olas; sin duda la estaban estudiando. El

enorme pez gris surgió de entre las aguas con un salto sorprendente y lanzó un grito de recibimiento. Sin darse un respiro, apareció en la popa, en la proa, a babor y a estribor. Saltaba multiplicándose por cuatro, por cinco, repitiendo los mismos gritos de bienvenida y expulsando un abundante chorro de agua por el surtidor de su lomo. Hasta que Anaíd se dio cuenta de que no era un solo delfín. Era una manada al completo. Y entre ellos, mezclada con ellos, nadando junto a ellos y riendo con ellos: Valeria. Con el cabello mojado, bañado en espuma de olas, y la piel bruñida de sal, Valeria era menos humana que hacía unos minutos. Pero gritó a Anaíd con voz humana:

— ¡Acércate, no tengas miedo, quieren conocerte!

Anaíd extendió el brazo y fue saludada ritualmente por diez hocicos húmedos que impregnaron sus dedos de salitre y le contagiaron su buen humor.

— Te han saludado las hembras, son las más curiosas.

— Y las más cariñosas —añadió Anaíd conmovida.

Valeria tradujo sus palabras y las hembras aplaudieron la observación de Anaíd con saltos y exclamaciones. Criselda apenas podía abrir boca de tan impresionada como estaba.

Y Anaíd, contagiada por la alegría y la naturalidad de las hembras de la manada, no pudo contenerse y les respondió en su propia lengua.

No resulta fácil para una garganta humana emitir los sonidos de los delfines. Clodia llevaba intentándolo desde niña y todavía no lo había conseguido. Interpeló molesta a Anaíd:

— ¿Cómo lo has hecho?

— No lo sé, me ha salido así.

Anaíd se dio cuenta de que a lo mejor se había equivocado dejándose llevar por su instinto. Pero los delfines no pensaban lo mismo y, pasado su estupor, acogieron su salutación con un gran jolgorio y acallaron la envidia de Clodia con sus gritos, mejor dicho, con sus preguntas. Las delfines eran muy, pero que muy curiosas y terriblemente chismosas. Chismorreaban sobre el pobre parecido de la pequeña loba con la gran loba roja. Hablaron de sus cabellos, sus ojos, sus piernas y los compararon con los de Selene.

Anaíd se ofendió.

— Si van a criticarme, me largo.

Valeria, muerta de risa, la invitó a zambullirse.

— Anda, venga, salta.

Anaíd se sintió azorada.

— Nunca he nadado en el mar.

— Te mantendrás mejor a flote. El Mediterráneo es muy salado.

— Es que...

— Clodia, ayúdala.

Y Clodia, encantada de molestar a Anaíd, le dio un buen empujón y la lanzó al agua tal como estaba, vestida con su camiseta y sus shorts. Anaíd, que no se lo esperaba, se pegó un buen susto y se sintió hundirse en las templadas aguas azules, tan diferentes a las frías aguas de los lagos pirenaicos. El mar tenía una consistencia espesa, compacta, como melaza que se cerraba sobre ella tragándosela y llenándole la boca, la nariz y los oídos de agua y sal. El I insto salado lo impregnaba todo y a punto estuvo de llegarle a los pulmones. Se ahogaba. Necesitaba oxígeno. Pataleó como un perro y salió a flote respirando ávidamente Y lamentando no haber aprovechado mejorías clases de natación en la piscina de Jaca. Apenas sabía lo suficiente pata dar unas cuantas brazadas, controlar la respiración y mantener la cabeza bajo el agua unos segundos con los ojos abiertos. Sólo unos segundos, no minutos como se permitía Valeria. Y de pronto, algo suave y resbaladizo pasó rozando levemente su brazo izquierdo, se colocó debajo y la levantó en vilo sobre las aguas. Anaíd, instintivamente, se sujetó y se dio cuenta de que se encontraba navegando sobre un delfín. Ante ella, Valeria susurró unas palabras al oído de su montura y los dos delfines, el de Valeria y el de Anaíd, salieron disparados deslizándose sobre las aguas como un catamarán. Anaíd añoró las bridas de su caballo. No sabía dónde sujetarse y la carrera marina que recorrió por espacio de quizá media hora le pareció eterna. A cada momento temía resbalar y caer en medio de ese mar que, a pesar de su mansedumbre, se le antojaba inmenso e inquietante. Por fin Valeria se detuvo.

Anaíd no comprendía por qué habían ido tan lejos ni por qué habían ido tan sólo ellas dos. ¿Y Clodia? ¿Y Criselda? Valeria habló a las delfines y las acarició suavemente en-tre los ojillos.

— Gracias, habéis sido muy cuidadosas. Id a comer algo y regresad luego. Anaíd, baja.

La chica no quería separarse de su montura. ¿Qué pretendía Valeria? ¿Pretendía tal vez quedarse las dos solas a flote en medio de la inmensidad y sin posibilidades de asirse ni a una miserable tabla? Sólo de pensarlo Anaíd se estremeció.

— No, por favor —suplicó sin abandonar a su corcel marino.

Valeria rió.

— Déjala y ponte en pie.

Y ante su sorpresa, Anaíd, al obedecerla, comprobó que en efecto se ponía en pie, porque el agua le llegaba a las rodillas. Estaban sobre un promontorio, una roca emer-gente, algo así como un pequeño islote hundido do roca porosa, a buen seguro volcánica. No tenía nada de extraño. El Etna llevaba miles de años escupiendo sus lavas ardientes en aquellas costas que habían visto nacer y destruirse abruptos peñascos e islas en poco menos de unas horas.

— ¿Estás asustada?

— Es que no sé por qué hemos venido hasta aquí.

Valeria le tomó las manos y la invitó a sumergirse junto a ella.

— Abre bien los ojos y mira a tu alrededor. Luego dime qué has visto.

Anaíd hizo lo que Valeria le indicaba, pero su capacidad de aguantar la respiración bajo el agua era mucho más limitada que la de la bióloga. En los pocos segundos que man-tuvo los ojos abiertos nada más acertó a ver ante ella unas algas flexibles y sinuosas que se mecían junto a sus pies.

— Algas. 

— ¿Estás segura? Compruébalo otra vez.

Anaíd se sumergió de nuevo y contempló fijamente esa colonia de algas inertes que se dejaban mecer por el oleaje.

— Sí, estoy segura.

— Son peces que se transforman en algas para apresar a los incautos que, como tú, no se fijan lo suficiente —se rió Valeria.

Sin que Valeria se lo indicase, Anaíd se sumergió por I creerá vez, acercó su mano a la supuesta colonia de inocentes algas y la reacción precipitada de una de ellas no fue precisamente la de un plácido vegetal. En la fracción de segundo que duró el rapidísimo movimiento, Anaíd, además de sentir un pinchazo en el dedo, acertó a distinguir unos ojillos astutos.

— ¡Ayy!

— Te lo advertí.

— Me ha mordido.

— Sólo te ha probado. No le gustas.

— ¿Cómo lo sabes?

— Si le hubieses gustado, ya habría llamado a su familia, que es muy golosa, y estarían dándose un festín.

— Menudos listos.

— Listos, eso es lo que son. La capacidad de mimetismo que algunos animales marinos han desarrollado para sobrevivir en el mar es asombrosa.

— ¿Y por qué en el mar?

— Soy bióloga, pero me gusta dar una explicación poética a este fenómeno. El agua se presta a la confusión y al engaño. La vista nos confunde, los volúmenes y los colores se distorsionan o se pierden. Lo que los seres terrestres consideramos valores objetivos no lo son en el mar. Sobre todo a medida que nos alejamos de la superficie. A medida que avanzamos en la profundidad, el valor de la luz pierde fuerza, la vista y la percepción se transforman y dejan de ser parámetros universales. ¿Me sigues?

— Sí —respondió Anaíd recordando su caída vertiginosa a través del abismo de oscuridad.

Allí, en el conducto entre los dos mundos también ella advirtió que los parámetros terrestres perdían sentido. La gravedad era una ilusión producto del miedo.

Anaíd atendió a Valeria consciente de que dentro de poco asistiría a algún espectáculo emocionante. ¿Por qué, si no, la había conducido hasta allá? ¿Para mostrarle una colonia de algas? Lo dudaba.

— En el clan del delfín hemos heredado de nuestras antecesoras unos conocimientos que atesoramos celosamente. Nunca o casi nunca los hemos mostrado a otras Omar. Tu madre fue una excepción y ella quería que tú vinieras a Taormina para que yo te mostrase el arte de la transformación.

Al oír nombrar a Selene el ritmo cardíaco de Anaíd se aceleró. ¿Había comprendido bien? Su madre quería que ella asistiese a una transformación. ¿Transformación de qué en qué? ¿Por qué razón?

Valeria miró al cielo.

— Ya casi es la hora. Debes prometerme que, suceda lo que suceda, no te asustarás.

Y mientras hablaba se desnudó completamente y entregó a Anaíd su bañador.

— Guárdamelo y espérame.

— ¿Qué vas a hacer?

— Transformarme.

— ¿En qué?

— No lo sé. El mimetismo es oportunista.

— ¿Y cómo lo vas a hacer?

Valeria comenzó a temblar levemente, sus dientes castañeteaban.

— Me uno a lo que me rodea. Me convierto en parte de ese todo. Busco asemejarme a un ser vivo y me despojo de mi cuerpo hasta que hallo otro adecuado a mi espíritu.

Anaíd se fijó en que su cuerpo brillaba de una manera especial, intensa, incluso sus ojos refulgían. Valeria se acostó sobre las olas, cerró los ojos y se fundió con el mar dejándose arrastrar por la corriente. Alrededor flotaban sus cabellos y se enredaban en los corales. ¿Fue un espejismo? Unos instantes después Anaíd se dio cuenta de que los cabellos no eran tales, sino algas, y que el cuerpo de Valeria se había ido redondeando y conformando de un color bruñido, como el bronce, azul como el mar, compacto como la roca. Y de pronto Anaíd se llevó las manos a la boca porque, a pesar del aviso y de la certeza de estar asistiendo a algo sorprendente, no pudo reprimir un grito.

Un atún.

Valeria se había transformado en una gigantesca hembra de atún. Imposible discernir qué pretendía. El atún rodeó a Anaíd nadando en círculos concéntricos como si celebrase un reencuentro, una danza, o como si la estuviese acorralando, hasta que de repente y sin previo aviso viró el rumbo y, gracias a su potente aleta, se alejó en dirección a una mancha oscura que se desplazaba lentamente en lontananza. Era una bandada de atunes que viajaban hacia el norte en dirección al estrecho. Valeria se unió a ellos y fue recibida con muestras de alegría. A lo lejos se veían sus saltos en el aire y el rumor de sus aletas al entrechocar.

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