El clan de la loba (23 page)

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Authors: Maite Carranza

— ¡Valeria, vuelve! —gritó Anaíd.

Y su voz le supo a desamparo y a soledad. No necesitó ninguna confirmación. Era Valeria. Lo sabía, estaba segura, se había transformado ante sus mismos ojos. Pero... ¿era realmente otro ser? ¿0 conservaba su conciencia humana? No podía ni imaginarse lo que sucedería si Valeria, transformada en atún, pasaba el estrecho y la olvidaba. Anaíd trepó a la roca más alta, allí donde el agua lamía sus pies sin cubrirla y el sol podía secar su piel. El panorama era desolador, el manto azul lo invadía todo. Si la montaña era traicionera, el mar era inconmovible. Sola y abandonada, en medio del Mediterráneo, no sobreviviría mucho tiempo.

No obstante rechazó el miedo.

Valeria era poderosa. No se trataba solamente de su musculatura y su valor. Valeria, como le sucedía a Deméter, irradiaba poder. No era habitual. No era nunca tan obvio. Ni Criselda ni Gaya ni Elena ni Karen desprendían la energía que Anaíd percibía junto a Valeria. ¿Sería ése el poder que confería la jefatura de clan? Tal vez. Pero aunque Valeria le ofreciese seguridad, lo cierto es que la bandada de atunes se había perdido definitivamente y los delfines habían desaparecido. Sólo tenía su palabra y su bañador. Valeria le había dicho «guárdamelo y espérame».

Anaíd esperó y esperó. Para no sentir el frío que la iba calando se esforzó en moverse y mantenerse seca. Se despojó de la ropa mojada y se fue masajeando brazos y piernas al tiempo que se palmeaba con las manos y se pellizcaba las mejillas. Hacía algún rato que una fina telaraña de nubes había cubierto el cielo y enfriado la tarde. Las nubes se habían ido ennegreciendo y el viento había aumentado de intensidad mientras el sol comenzaba su lento declive. ¿Cuántas horas habían pasado desde que Valeria había desaparecido? ¿Tres horas? ¿Cuatro? Su sed, su hambre, el atardecer y el lento fraguarse de la tormenta empezaron a preocuparla.

En la fina línea del horizonte vio el pálido reflejo de un rayo y se estremeció. Una tormenta en el mar debía de ser mucho más angustiosa y terrible que en la montaña.

Una enorme bandada de gaviotas sobrevoló su cabeza chillando. Algunas, las más osadas, perdieron altura y se acercaron a ella para curiosear insolentemente y cerciorarse de que estaba viva. Anaíd las espantó con las manos y las ahuyentó en su propia lengua; le repugnaban esas ratas carroñeras con alas.

Y sin embargo las gaviotas eran mejor compañía que nada. Anaíd pensó que la mayor angustia que debía de sufrir un náufrago, además de la falta de agua, posiblemente era la soledad. Las horas pasaban lentas, inexorables, y a menos que se sumergiera en las aguas lo cierto es que a su alrededor no detectaba un asomo de vida. Únicamente se oía el retumbar cada vez más inquietante de los truenos y el sonido sibilante del viento.

No podía pasar la noche ahí. Y la noche se acercaba. Cada vez estaba más cerca.

No podía regresar nadando.

No tenía cohetes, ni fuego ni bocinas para alertar a las embarcaciones.

Lo único que se le ocurrió fue la posibilidad de ser ayudada por los delfines. Había llegado hasta el islote a lomos de un delfín. Y antes de que el sol se escondiese defi-nitivamente en el horizonte, Anaíd llamó a los delfines en su propia lengua. Lanzó un grito, dos, y al tercero percibió claramente una sombra que se acercaba silenciosa entre las aguas. Suponía que sería un delfín, pero dio un respingo. Su tamaño y su aspecto bien podrían ser los de un tiburón.

Por suerte era una hembra delfín, la misma que la había transportado y que en su lengua respondía al nombre de Flun, o algo parecido.

Anaíd se sintió idiota por no haber pensado en esa posibilidad antes. Procuró ser amable.

— Me alegro de verte. Por favor, llévame a tierra —pidió a Flun intentando montar sobre ella.

Pero la hembra la esquivó y, como hiciera el atún, dio dos vueltas a su alrededor en círculos concéntricos antes de responderle:

— Valeria no me lo permite.

Anaíd se sintió desfallecer.

— ¿Le ha ocurrido algo?

— No.

— Pues avísala para que venga a buscarme con el velero.

— Valeria ya sabe dónde estás.

Era obvio. Ella la había dejado abandonada y sabía perfectamente que a esas horas estaría aterida de frío y muerta de hambre, de sed y de miedo.

Entonces, si Valeria no había sufrido ningún percance y encima impedía a los delfines socorrerla..., ¿qué se proponía?

Anaíd se quedó mirando fijamente a la hembra delfín. Juraría que en los ojillos de Flun había un asomo de piedad, de lástima. La hembra dio un hermoso salto y se zambulló en las sombras del crepúsculo.

El corazón de la niña se desbocó de miedo al tiempo que la sombra de una duda iba cobrando entidad.

Ya había sucumbido a los encantos de una Odish.

Pero... ¿Valeria una Odish? No, no podía ser una de ellas. No.

Era absurdo que Valeria pretendiera deshacerse de ella.

Y sin embargo... No había testigos, ni responsables. Valeria podría dar mil excusas sobre su pérdida.

La tenue luz del sol desapareció de golpe. La tormenta había alcanzado los últimos estertores del disco solar y los había eclipsado. Las aguas se tintaron de negro y los relámpagos iluminaron cada vez con más frecuencia la oscuridad que amenazaba con tragársela. Anaíd se abrazó las piernas protegiéndose instintivamente y acurrucándose en la postura más antigua del mundo. Se balanceó adelante y atrás y tarareó una cancioncilla que Deméter le cantaba de niña. El balanceo y el ritmo de la canción la tranquilizaron y le permitieron abrir los ojos de nuevo. Las siluetas cobraron forma. La luz, aunque muy difusa, ya no le pareció tan angustiante como antes.

Todo hubiera resultado hasta cierto punto familiar, teniendo en cuenta que había convivido durante largas horas con ese paisaje, si no hubiera sido por él. Él la miraba con curiosidad a una distancia de pocos metros. La miraba con descaro, sin ningún disimulo. Estaba semihundido en las aguas, pero el fulgor de los relámpagos permitía distinguir perfectamente su cabello rizado, su barba, su escudo, su espada corta y curvada, su yelmo con un penacho en forma de crin de caballo.

Anaíd no se acobardó lo más mínimo.

— Hola.

El guerrero echó una ojeada a su alrededor sorprendido. En efecto, Anaíd se había dirigido a él.

— ¿Me has hablado?

— Sí, claro, no hay nadie más.

— Entonces... puedes verme.

— Y oírte.

— ¡No me lo puedo creer!

— Yo tampoco, pero es así.

— Eres..., eres la primera persona con quien hablo en... ¡Vaya!, he perdido la cuenta de los años. ¿En qué año estamos?

— Aunque te lo dijera no te serviría de mucho. ¿Qué eres? ¿Griego? ¿Romano? ¿Cartaginés?

— ¡Griego de las colonias itálicas! Mi nombre es Calícrates, hoplita superviviente de la campaña en defensa del sitio de Gela, a las órdenes del gran Dionisio de Siracusa.

— ¡Vaya! Creo que eso fue en el siglo V antes de Cristo.

— ¿Antes de quién?

— Digamos que has pululado por aquí unos dos mil quinientos años.

— Ya me parecía a mí que había pasado mucho tiempo.

— ¿Y cómo viniste a parar a este lugar si no es indiscreción?

— Me ahogué.

Anaíd reprimió un escalofrío.

— ¿No sabías nadar?

— Era un soldado, no un marino.

— Y ahora eres un espíritu errante que deseas descansar en paz.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo sé, conozco a otros. ¿Quién te maldijo?

— Supongo que mi mujer. Le juré que regresaría a Crotona a tiempo de recoger la cosecha, pero le fallé.

— O sea que te ahogaste de regreso a casa.

— Pues sí. Peleé con honores contra Himilcón, el gran general cartaginés, nos retiramos dignamente, embarcamos, pero al fondear estas costas nuestra nave se hundió.

— Y te ahogaste.

— No, nos recogió otra nave, pero me echaron al agua.

— ¿Te echaron?

— No cabíamos todos y la nave estaba a punto de zozobrar, nos lo jugamos a suertes y me tocó.

Anaíd apenas oyó la última frase de Calícrates. Un terrible trueno les interrumpió.

— Una noche movidita, me recuerda...

— No, por favor —le interrumpió Anaíd.

— ¿No quieres que te explique cómo fue el temporal que estrelló mi nave contra las rocas?

Anaíd se enfadó con el hoplita gafe.

— Por si no te has dado cuenta, yo estoy viva y no tengo ningunas ganas de morirme. Morir ahogado debe de ser horroroso.

— Efectivamente. Es horrible. Quieres respirar pero en lugar de aire los pulmones se llenan de agua y...

— ¡Calla!

El hoplita se calló. Además de gafe era sádico. Anaíd recordó la obediencia y sumisión de los espíritus.

La tormenta se acercaba cada vez más y traía con ella fuertes olas. Aguantó la respiración cuando una de ellas, la primera que se avecinaba, la cubrió por completo. No tenía ningún refugio, ningún lugar donde sujetarse.

— Te daré el descanso eterno a cambio de tu ayuda.

— ¿Te diriges a mí?

—Sí, te hablo a ti, Calícrates. Dime cómo escapar de aquí antes de que se me trague una ola.

Calícrates pareció que pensaba y miró en derredor suyo.

— Alguna forma debe de haber, pero la desconozco.

— ¿Por qué?

— Las otras desaparecieron. No vi sus cuerpos ahogados. Fueron a algún lugar, pero nunca durante la noche.

— ¿Qué otras?

— Las otras muchachas.

Anaíd se puso nerviosa.

— ¿Me estás diciendo que no soy la primera que encuentras en esta roca?

Calícrates añadió:

— Pero eres la primera que no lloras y que me ves.

— ¿Cuántas chicas han pasado por esto?

— Pues... yo diría que a lo largo de los milenios... ¿centenares?

Anaíd palideció.

— O sea que cada lustro o cada década encuentras a una chica como yo, medio desnuda, atrapada en la roca, y al día siguiente ya no está.

— Justo.

Anaíd se horrorizó. ¿Quién podía vivir miles de años haciéndose pasar por personas diferentes? ¿Quién perseguía a las muchachas y bebía su sangre? Si quería la confirmación de una terrible sospecha, ya la tenía.

— Es una Odish.

— Eso, eso pensaban ellas.

— ¿Quiénes?

— Las chicas.

— ¿Puedes leer los pensamientos?

— Puedo.

Anaíd se desesperó. El tiempo se le echaba encima. No se quedaría ahí para ser capturada por una Odish que se hacía pasar por una Omar o morir ahogada.

— ¿Me ayudarás?

— Me gustaría, sí. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

— A lomos de un delfín.

— Original montura.

— Pero se niega a devolverme a tierra.

Otra ola de más envergadura cubrió a Anaíd y esta vez resbaló y a punto estuvo de ser arrastrada por la corriente. En el último instante consiguió sujetarse a una pro-tuberancia de la roca, aunque lastimándose la mano.

Por fin la tormenta estalló y la lluvia cayó con toda su fuerza. El viento, endiablado, levantó un fuerte oleaje y gruesas gotas golpearon las aguas. Anaíd comenzaba a perder pie y no sabía dónde sujetarse. Se sentía parte de ese mar embravecido, una parte del todo del agua y la espuma. Y mientras descubría esas nuevas sensaciones, vio al delfín deslizarse junto a ella.

Anaíd cerró los ojos, se reclinó sobre las olas, se abandonó y se fundió con el mar.

El hoplita esperó un minuto, dos, tres y suspiró.

Terrible.

La pobre niña había desaparecido y ya no le podría servir de ninguna ayuda. Volvía a estar solo ante la eternidad y la condena. Los gritos jubilosos de un par de delfines lo distrajeron unos instantes, pero enseguida ambos se alejaron mar allá. Y el hoplita, aburrido como todas las noches, se recostó sobre las olas para contemplar los relámpagos.

Una hora después, una lancha motora manejada por una mujer protegida por un chubasquero viró con pericia diversas veces esquivando los peñascos y efectuó tres vueltas infructuosas de reconocimiento.

El hoplita, a sabiendas de que no lo veían, se apostó sobre las rocas para contemplar mejor a la valiente intrusa.

— ¡Eh, tú!

Calícrates no podía creerlo.

— ¿Es a mí?

— ¿A quién si no?

Calícrates, ahogado e ignorado por espacio de dos mil quinientos años, tuvo la dicha de departir por segunda vez con un ser vivo en la misma noche.

Capítulo XIX: Ritos de iniciación

Criselda se retorcía las manos con desesperación.

— Haz algo, tienes que hacer algo. Valeria simulaba controlar la situación, pero no había previsto la virulencia del temporal. El viento azotaba las persianas y la lluvia golpeaba los cristales con furia.

— Los augurios habían dicho que el día era favorable.

Criselda abrió la puerta de par en par; a duras penas podía sostenerla.

— ¿Favorable? ¿Esto es favorable?

Valeria empezó a temer haber errado en sus pronósticos. Era la peor tormenta que recordaba en los últimos tiempos.

— Una iniciación no puede interrumpirse. Una vez ha comenzado debe finalizar.

— Me importa más la vida de Anaíd que su iniciación. Si no se inicia en un clan de agua lo hará en un clan de fuego o de aire, pero haz el favor de recogerla de ahí.

Valeria miró su reloj.

— Fallan unas pocas horas para que amanezca. Cumplamos el ritual.

Criselda salió al porche.

— Si no lo haces ahora mismo, avisaré a la patrulla y daré parte de su desaparición.

Valeria cedió ante el empuje de Criselda. Recordó la sonrisa confiada de Anaíd, su sorpresa al ver por primera vez el mar, su fe ciega en ella y el estremecimiento que percibió cuando nombró a Selene. Y ahora, esa niña que acababa de perder a su madre se encontraba sola y abandonada en el mar, de noche y a merced del temporal.

Había sido una crueldad.

Las iniciaciones siempre eran duras, pero las novatas disponían de un período de aclimatación. En circunstancias normales Valeria habría abandonado a Anaíd tras un mes de navegación y buceo y tras poner a prueba su resistencia y sus recursos. Posiblemente se habría asesorado sobre los pronósticos meteorológicos en lugar de confiar simplemente en la lectura de unas vísceras.

Pero los augures de las llamas habían vaticinado un día excelente para la iniciación de Anaíd. ¿Se habrían equivocado? Los augures nunca mentían, pero ella podría haber confundido algún indicio y haber provocado una tragedia. Nadie la haría responsable. Esas cosas sucedían, podían suceder...

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