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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (8 page)

Se interrumpió. Había hablado demasiado.

—¿Y eso es todo? ¿Vas a dejar escapar toda la herencia, el códice y demás?

—Exacto.

—¿Así sin más?

—La mayoría de la gente vive la vida sin heredar nada. No me gano mal la vida con mi consulta. Me gusta este estilo de vida, este paisaje. Mira a tu alrededor. ¿Qué más puedes pedir?

Sorprendió a Sally mirándolo a él en lugar de al paisaje, con el pelo ligeramente luminoso a la plateada luz de la luna.

—¿A cuánto vas a renunciar si se puede saber?

Él sintió una punzada, no por primera vez, ante la elevada suma.

—Cien millones, más o menos.

Sally silbó. Se produjo un largo silencio. En alguna parte de los cañones, por debajo de ellos, aulló un coyote, y lo respondió otro aullido.

—Dios mío, estás loco —dijo ella por fin.

Él se encogió de hombros.

—¿Y tus hermanos?

—Philip se ha unido al ex socio de mi padre para ir a buscar la tumba escondida. Vernon tengo entendido que va a hacerlo solo. ¿Por qué no te unes a uno de ellos?

La sorprendió mirándolo con bastante intensidad en la oscuridad.

—Ya lo he intentado —respondió ella por fin—. Vernon salió del país hace una semana y Philip también ha desaparecido. Han ido a Honduras. Tú eres mi última opción.

Tom sacudió la cabeza.

—¿Honduras? Qué rapidez. Cuando vuelvan con el botín podrás obtener de ellos el códice. Yo te daré mi bendición.

Otro largo silencio.

—No puedo arriesgarme. No tienen ni idea de lo que es ni del valor que tiene. Podría pasar cualquier cosa.

—Lo siento, Sally, no puedo ayudarte.

—El profesor Clyve y yo necesitamos tu ayuda. El mundo necesita tu ayuda.

Tom miró hacia los oscuros bosques de álamos de Virginia en las inundadas tierras del río San Juan. En un lejano enebro ululó un búho.

—Ya he tomado una decisión —dijo.

Ella seguía mirándolo, con el pelo cayéndole desordenado por los hombros y la espalda, el labio inferior sobresaliendo con firmeza. Los álamos de Virginia proyectaban sombras sobre su cuerpo iluminado por la luna y las difusas manchas plateadas de luz se ondulaban y movían con la brisa.

—¿De verdad?

Él suspiró.

—De verdad.

—Al menos échame una mano. No te pido mucho, Tom. Solo que vengas conmigo a Santa Fe. Puedes presentarme a los abogados de tu padre, a sus amigos. Puedes hablarme de sus viajes, sus costumbres. Dedícame dos días. Ayúdame a hacer esto. Solo dos días.

—No.

—¿Alguna vez se te ha muerto un caballo?

—Continuamente.

—¿Un caballo que querías?

Tom pensó inmediatamente en su caballo Pedernal, que había muerto de una infección resistente a los antibióticos. Nunca tendría un caballo más bonito.

—¿Lo habrían salvado unos medicamentos mejores? —preguntó Sally.

Tom miró hacia las lejanas luces de Bluff. Dos días no era gran cosa, y ella tenía algo de razón.

—Está bien. Tú ganas. Dos días.

9

Lewis Skiba, director general de Lampe-Denison Pharmaceuticals, estaba sentado inmóvil ante su escritorio, contemplando la hilera de rascacielos grises que se sucedían a lo largo de la avenida de las Américas, en la periferia del centro de Manhattan. Una lluvia de última hora de la tarde había envuelto la ciudad en un manto de oscuridad. El único ruido que se oía en la oficina revestida de paneles era el chisporroteo del fuego de leña que ardía en una chimenea de mármol de Siena del siglo
XVIII
, un triste recordatorio de tiempos más prósperos. No hacía frío, pero Skiba había puesto más fuerte el aire acondicionado para tener la chimenea encendida. Le parecía relajante. Le recordaba por alguna razón a su niñez, la vieja chimenea de piedra de la cabaña de madera junto al lago, con las raquetas de nieve cruzadas sobre la repisa y los somorgujos que chillaban en la orilla. Dios mío, si pudiera estar allí…

Casi sin darse cuenta, abrió el pequeño cajón delantero de su escritorio y cerró la mano alrededor de un frío bote de plástico. Lo destapó con la uña del pulgar, sacó un pequeño comprimido ovoide, se lo llevó a la boca y lo masticó. Amargo, pero acortaba la espera. Eso y un trago de whisky a continuación. Abrió un panel de la pared a su izquierda, sacó una botella de Macallan de sesenta años y un vaso ancho y bajo, y se sirvió un generoso trago. Era de color caoba intenso. Un chorrito de agua Evian suavizó el sabor; se lo llevó a los labios y bebió un buen trago, disfrutando del sabor de la turba, el lúpulo, el mar frío, los páramos de las tierras altas de Escocia, el buen amontillado español.

A medida que le invadía una sensación de paz, pensó con anhelo en el gran baño, en alejarse flotando en un mar de luz. Si llegaba el caso, solo necesitaría tragarse dos docenas más de esas pastillas junto con el resto del Macallan, y se sumergiría para siempre en las profundidades del mar azul. El no se negaría a dar testimonio ante el Congreso acogiéndose a la quinta enmienda, ni declararía ante la Comisión de Valores y Cambio que solo era otro director general incompetente inducido a error, ni haría ninguna de las estupideces que había hecho Kenneth Lay. Sería su propio juez, jurado y verdugo. Su padre, sargento del ejército, le había inculcado el sentido del honor.

Lo único que podría haber salvado la compañía, pero que en lugar de ello la había hundido, era ese gran fármaco revolucionario que creyeron haber descubierto. El Phloxatane. Con él en la mano, los comenúmeros creyeron que era seguro empezar a recortar el presupuesto de investigación y desarrollo a largo plazo para aumentar los beneficios del momento. Dijeron que los analistas nunca se darían cuenta, y al principio no lo hicieron. Funcionó como un sueño, y el precio de las acciones se disparó. Luego empezaron a contabilizar los costes de marketing como investigación y desarrollo amortizable; los analistas siguieron sin percatarse y el valor de las acciones continuó subiendo. A continuación atribuyeron las pérdidas a sociedades no oficiales con sede en las islas Caimán y las Antillas Holandesas, registraron los préstamos como beneficios y emplearon todo el dinero en efectivo restante en comprar de nuevo acciones de la compañía e inflar aún más el precio, inflando también (lógicamente) el valor de las acciones con opción de compra para los ejecutivos. Las acciones subieron vertiginosamente; las hicieron efectivas y ganaron millones. Cielos, había sido un juego emocionante. Infringieron cada ley, regla y norma existentes, y tuvieron como director financiero a un genio creativo que inventó otras nuevas que infringir. Y todos esos seleccionadores de acciones de altos vuelos resultaron ser todos tan perspicaces como el hermano oso.

Habían llegado al final del trayecto. No había más reglas que infringir o adaptar a su beneficio. Por fin el mercado despertó, las acciones se fueron a pique y no les quedaban más trucos en la manga. Las cornejas daban vueltas sobre el edificio Lampe, en el número 725 de la avenida de las Américas, graznando su nombre.

Una mano temblorosa introdujo la llave en la cerradura; el cajón se abrió. Skiba masticó otra pastilla amarga y bebió un segundo trago de whisky.

Sonó un timbre, anunciando a Graff.

Graff, el director financiero genial que los había llevado a esa situación.

Skiba bebió un poco de agua, hizo gárgaras, tragó, bebió un par de sorbos más. Se pasó una mano por el pelo, se recostó en la silla y recobró la compostura. Ya empezaba a experimentar esa sensación de ligereza que le empezaba en el pecho y se extendía hasta las puntas de los dedos, levantándole el ánimo, llenándolo de una sensación de bienestar.

Giró la silla, deteniendo brevemente la mirada en las fotografías de sus tres hijos pequeños que le sonreían radiantes desde sus marcos plateados. Luego la desplazó de mala gana hasta la cara de Mike Graff, que acababa de entrar en la habitación. El hombre se detuvo ante Skiba, extrañamente delicado, enfundado de la cabeza a los pies de impecable estambre, seda y algodón. Graff había sido el joven protegido en alza de Lampe, elogiado en un artículo de
Forbes,
buscado por analistas y banqueros de inversión, con una bodega y una casa que habían aparecido en
Bon Appetit
y en
Architectural Digest,
respectivamente. Pero el protegido ya no ascendía: le cogía la mano a Skiba mientras caían juntos por el borde del Gran Cañón.

—¿Qué es tan importante, Mike, que no podía esperar hasta nuestra reunión de la tarde? —preguntó Skiba con tono afable.

—Tengo fuera a un tipo que te conviene conocer. Tiene una propuesta interesante que hacernos.

Skiba cerró los ojos. De pronto se sintió mortalmente cansado. Toda la sensación de bienestar desapareció.

—¿No crees que ya hemos tenido suficientes «propuestas» tuyas, Mike?

—Esta es diferente. Confía en mí.

«Confía en mí.» Skiba hizo un gesto de impotencia. Oyó cómo se abría la puerta y levantó la mirada. Ante sí tenía a un estafador barato con un traje de solapa amplia y demasiado oro encima. Era uno de esos tipos que se peinaba cinco pelos a través de medio continente de cráneo calvo y creía resolver el problema con eso.

—Por Dios, Graff…

—Lewis —dijo Graff adelantándose—, este es el señor Marcus Hauser, un detective privado que ha trabajado anteriormente en la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego. Tiene algo que quiere enseñarnos. —Cogió una hoja de papel de las manos de Hauser y se la tendió a Skiba.

Skiba bajó la vista hacia la hoja. Estaba cubierta de extraños símbolos y en los márgenes había dibujadas parras enroscadas y hojas. Eso era una locura. Graff estaba sucumbiendo a la presión.

Graff insistió.

—Es una página de un manuscrito maya del siglo IX antes de Cristo. Se llama códice. Es un catálogo de doscientas páginas de medicamentos de la selva, cómo extraerlas y utilizarlas.

Skiba experimentó una sensación de calor en la piel mientras asimilaba la información. No podía ser cierto.

—Así es. Miles de recetas farmacéuticas indígenas identificando sustancias médicamente activas encontradas en plantas, animales, insectos, arañas, mantillo, hongos…, lo que quieras. Los conocimientos médicos de los mayas antiguos en un solo volumen.

Skiba levantó la vista, primero hacia Graff, luego hacia Hauser.

—¿De dónde la ha sacado?

Hauser permanecía de pie con sus manos regordetas juntas ante él. Skiba estaba seguro de oler una especie de colonia o loción para después del afeitado. Barata.

—Pertenecía a un viejo amigo mío —dijo Hauser. Su voz era aguda e irritante, con un acento que parecía de Brooklyn. Un Pacino prepubescente.

—Señor Hauser —dijo Skiba—, serán necesarios diez años y quinientos millones de dólares en investigación y desarrollo para que cualquiera de esas drogas salga a la luz.

—Es cierto. Pero piense en lo que significaría ahora para el valor de sus acciones. Tengo entendido que por su pequeño río baja un barco cargado de mierda. —Movió una mano regordeta en un círculo abarcando la habitación.

Skiba lo miró fijamente. Cabrón insolente. Debería echarlo inmediatamente.

—Las acciones de Lampe se cotizaban esta mañana a catorce y tres octavos —continuó Hauser—. El pasado mes de diciembre lo hacían a cincuenta. Usted, personalmente, tiene dos millones de acciones con opción de compra a un precio de ejercicio de entre treinta y treinta y cinco que expirarán en los dos próximos años. Todas ellas carecen de valor a menos que vuelva a subir el precio de las acciones. Por si eso fuera poco, su principal fármaco nuevo contra el cáncer, el Phloxatane, es un bodrio y el FDA está a punto de rechazarlo.

Skiba se levantó de la silla con la cara encendida.

—¿Cómo se atreve a soltarme estas mentiras en mi oficina? ¿De dónde ha sacado esta información falsa?

—Señor Skiba —dijo Hauser con suavidad—, dejémonos de tonterías. Soy detective privado, y ese manuscrito estará en mi poder en unas cuatro o seis semanas. Quiero vendérselo. Y me consta que usted lo necesita. Podría llevarlo a GeneDyne o a Cambridge Pharmaceuticals.

Skiba tragó saliva con esfuerzo. Era asombroso lo deprisa que uno podía recuperar la lucidez.

—¿Cómo sé que no es una falsificación?

—Lo he comprobado. Es auténtico, Lewis —dijo Graff.

Skiba miró fijamente a ese charlatán con traje de mal gusto. Volvió a tragar saliva, sintiendo la boca seca. Hasta ese extremo se habían hundido.

—Explíqueme su propuesta, señor Hauser.

—El códice está en Honduras —dijo Hauser.

—De modo que me está dando gato por liebre.

—Para conseguirlo necesito dinero, armas y equipo. Estoy corriendo un gran riesgo personal. Ya he tenido que ocuparme de un asunto urgente. No va a salir barato.

—No me atosigue, señor Hauser.

—¿Quién es el que atosiga aquí? Usted está hasta el cuello de irregularidades financieras. Si la Comisión de Valores y Cambio se enterara de cómo usted y el señor Graff han estado contabilizando los costes de marketing como investigación y desarrollo amortizable a largo plazo los pasados trimestres, abandonarían el edificio esposados.

Skiba miró fijamente al hombre, luego a Graff. El director financiero estaba pálido. En el largo silencio que siguió, crepitó un leño de la chimenea. Skiba sintió que se le tensaba un músculo de su corva izquierda.

—Cuando le entregue el códice y usted haya comprobado su autenticidad —continuó Hauser—, como insistirá lógicamente en hacer, hará una transferencia de cincuenta millones de dólares a una cuenta del paraíso fiscal que yo escoja. Ese es el trato que le ofrezco. Nada de regateos…, basta con un sí o un no.

—¿Cincuenta millones? Eso es totalmente disparatado. Olvídelo.

Hauser se levantó y se acercó a la puerta.

—Espere —gritó Graff, levantándose de un salto—. ¿Señor Hauser? Nada de esto es definitivo. —El sudor le caía por su calva bien peinada mientras perseguía al hombre de traje barato.

Hauser siguió andando.

—Siempre estamos abiertos a… ¡señor Hauser!

La puerta se cerró en la cara de Graff. Hauser había desaparecido.

Graff se volvió hacia Skiba. Le temblaban las manos.

—Tenemos que detenerlo.

Por un momento, Skiba no dijo nada. Lo que Hauser había dicho era cierto. Si se hacían con el manuscrito, solo la noticia pegaría un vuelco en sus acciones. Sin embargo, pedir cincuenta millones era chantaje. Era odioso tratar con un hombre así. Pero había ciertas cosas que no podían evitarse.

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