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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (12 page)

—Uno de los hijos, Vernon, salió antes de lo previsto y se nos ha adelantado río arriba. Pero parece que la selva podría ocuparse de ese problema.

—No le entiendo.

—Contrató a dos guías borrachos en Puerto Lempira y se han perdido en el pantano Meambar. Es poco probable que, hummm, vuelvan a ver la luz del sol.

Skiba tragó saliva. Eso era mucha más información de la que necesitaba saber.

—Mire, señor Hauser, cíñase a los hechos y deje que los demás saquemos las conclusiones.

—Tenemos un pequeño contratiempo con el otro, Tom. Lo acompaña una mujer, una licenciada en etnofarmacología de Yale.

—¿Etnofarmacología? ¿Está al corriente de la existencia del códice?

—Puede estar seguro.

Skiba hizo una mueca.

—Eso es bastante inoportuno.

—Sí, pero no es nada que no pueda controlar.

—Mire, señor Hauser —dijo Skiba bruscamente—. Lo dejo todo en sus capaces manos. Tengo que ir a una reunión.

—Habrá que ocuparse de esa gente.

A Skiba no le gustó el modo en que la conversación volvía sobre ese tema.

—No tengo ni idea de a qué se refiere ni quiero saberlo. Me conformo con que usted se ocupe de los detalles.

Se oyó una risita al otro extremo del hilo.

—Skiba, ¿cuántas personas están muriendo en África en estos momentos porque usted insistió en cobrar veintitrés mil dólares al año por ese nuevo fármaco para la tuberculosis que solo le costó ciento diez dólares fabricar? De eso estoy hablando. Cuando digo que voy a ocuparme de ellos me refiero a sumar unas cifras al total.

—Maldita sea, Hauser, esto es indignante… —Skiba se interrumpió y tragó saliva. Estaba dejando que Hauser lo atormentara. Solo eran palabras, nada más.

—Muy bonito, Skiba. Usted quiere conseguir el códice de forma limpia y legal, no quiere que nadie venga luego reclamándolo y no quiere que nadie salga mal parado. No se preocupe, no morirá ningún blanco sin su autorización.

—Escuche, no pienso dar mi autorización para que mate a nadie, blanco o no. Esta descabellada conversación tiene que terminar. —Skiba sentía cómo el sudor le corría por el cuello. ¿Cómo había permitido que Hauser se hiciera cargo de la situación? Manejó la llave con torpeza. El cajón se abrió.

—Comprendo —dijo Hauser—. Como he dicho…

—Tengo una reunión. —Skiba cortó la comunicación con el corazón latiéndole con fuerza.

Hauser estaba allá lejos, fuera de su control, de su supervisión, capaz de hacer cualquier cosa. Ese tipo era un psicópata. Masticó y se quitó el sabor amargo con un trago de Macallan, y se recostó respirando hondo. El fuego ardía alegremente en la chimenea. La conversación lo había acalorado, dejándole el estómago revuelto. Miró las llamas buscando su influencia relajante. Hauser había prometido pedirle autorización y él nunca se la daría. Ni la compañía ni su fortuna personal justificaban semejante medida. Su mirada vagó por la hilera de fotografías de su escritorio; tres niños rubios que le sostenían la mirada sonriendo. Se le acompasó la respiración. Hauser estaba lleno de palabras agresivas, pero no eran más que eso: palabras. Nadie iba a morir. Hauser se haría con el códice, Lampe se recuperaría y en dos o tres años todo Wall Street le aclamaría a él por haber salvado su compañía de la bancarrota.

Consultó su reloj: habían cerrado los mercados. Con ansiedad y renuencia encendió la pantalla del computador. La caza de ofertas de última hora había hecho subir las acciones los últimos veinte minutos. Había cerrado a diez y medio.

Sintió una oleada de alivio. No había sido un día tan terrible, después de todo.

16

Sally miró con escepticismo el destartalado avión que salía rodando del desvencijado hangar empujado por dos mecánicos.

—Tal vez deberíamos haber echado un vistazo al avión antes de comprar los billetes —dijo Tom.

—Estoy segura de que funciona —dijo Sally, como si tratara de convencerse a sí misma.

El piloto, un delgado norteamericano expatriado con una camiseta en jirones, vaqueros cortados, dos largas trenzas y barba, se acercó con mucha calma a ellos y se presentó a sí mismo como John. Tom lo escudriñó y a continuación miró con amargura el avión.

—Lo sé, lo sé. Parece un trasto —dijo John sonriendo, dando al fuselaje un golpe con los nudillos que lo hizo vibrar—. Lo que importa es lo que hay debajo. Me ocupo personalmente de todo el mantenimiento.

—No sabes cómo me tranquiliza oírlo —dijo Tom.

—¿Van a Brus?

—Así es.

John miró el equipaje con los ojos entrecerrados.

—¿A pescar tarpón?

—No.

—Es el mejor lugar del mundo para pescar tarpón. Pero no hay mucho más. —John abrió un compartimiento en el lado del avión y empezó a meter en él el equipaje con sus brazos delgaduchos—. ¿Y qué van a hacer allí?

—No estamos seguros —se apresuró a decir Sally. Cuanta menos información le dieran, mejor. No tenía sentido provocar una desbandada río arriba en busca del tesoro.

El piloto metió la última bolsa, le dio unos golpes para asegurarla y cerró la escotilla con gran estruendo de hojalata barata. No lo logró hasta el tercer intento.

—¿Dónde van a quedarse en Brus?

—Tampoco lo hemos decidido aún.

—No hay nada como hacer planes con antelación —dijo John—. De todos modos solo hay un lugar y es La Perla.

—¿Cuántas estrellas le da la guía Michelín?

John soltó una risotada. Abrió la puerta para los pasajeros, bajó la escalera y Tom y Sally subieron al avión. Él los siguió; en cuanto entró, Tom creyó detectar un olorcillo a marihuana. Estupendo.

—¿Cuánto hace que pilotas? —preguntó.

—Veinte años.

—¿Has tenido algún accidente?

—Uno. Choqué contra un cerdo en Paradiso. Los idiotas no habían segado la pista y el maldito animal dormía entre la hierba alta. Y era un pedazo de cerdo.

—¿Has pasado algún examen?

—Digamos que sé pilotarlo. Por aquí no hay mucha demanda de exámenes oficiales para vuelos a la selva.

—¿Has preparado una carta de vuelo?

John sacudió la cabeza.

—Todo lo que tengo que hacer es seguir la costa.

El avión despegó. Hacía un día espléndido. Sally se emocionó cuando el avión se ladeó y el sol brilló sobre el Caribe. Giraron para seguir el litoral, llano, bajo y con muchas lagunas e islas cercanas a la costa que parecían pedazos verdes de selva que se habían desprendido y flotaban hacia alta mar. Sally veía los caminos que ascendían hacia el interior, bordeados de campos irregulares o claros desiguales donde habían talado árboles recientemente. En lo más profundo del interior alcanzó a ver una hilera desigual de montañas azules cuyas cimas estaban envueltas en nubes.

Miró a Tom. El sol había aclarado su pelo castaño claro cubriéndolo de vetas doradas; su forma de moverse con su aire de cowboy delgado, alto y fuerte le gustaba. Se preguntó cómo alguien era capaz de despedirse de cien millones de dólares. Eso le había impresionado más que ninguna otra cosa. Había vivido lo suficiente para darse cuenta de que la gente que tenía dinero daba más importancia a este que la que no tenía.

Tom se volvió hacia ella, y ella se apresuró a sonreír y a mirar por la ventana. A medida que la costa se extendía hacia el este, el paisaje a sus pies se volvió más agreste, las lagunas más grandes y más intrincadas. Por fin apareció ante ellos el lago más extenso, con cientos de islas diminutas desperdigadas. En el otro extremo vertía sus aguas un río largo. Cuando el avión se ladeó para acercarse, Sally
alcanzó
a ver donde el río se fundía con el lago una ciudad, un grupo de brillantes tejados de cinc rodeados de campos irregulares que se extendían por el paisaje como trozos arrancados de alfombras. El piloto dio una vuelta y se dirigió a un campo que, según se acercaban, se convirtió en una pista de aterrizaje de hierba. Empezó a descender, pero a Sally le pareció que iba terriblemente deprisa. Cada vez estaban más cerca del suelo y sin embargo solo parecían acelerar. Se asió con fuerza a los brazos del asiento. La pista apareció debajo de ellos, pero el avión seguía sin disminuir de velocidad. Ella observó cómo el muro de follaje del otro extremo se aproximaba a gran velocidad.

—¡Por Dios —gritó—, se está pasando la pista de largo!

El avión hizo un rápido ascenso y la selva pasó por su lado, las copas de los árboles cinco metros escasos más abajo. Mientras se elevaban, Sally oyó por los auriculares la risa seca de John.

—Relájate, Sal, solo estoy llamando para que me despejen la pista. He escarmentado.

Mientras el avión se ladeaba y volvía a dar la vuelta para aterrizar, Sally se recostó, secándose la frente.

—Muchas gracias por advertírnoslo.

—Ya les he hablado del cerdo, tíos.

Dejaron su equipaje en La Perla, unas barracas de bloques de hormigón ligero a las que daban el nombre de hotel, y se encaminaron hacia el río para intentar alquilar una embarcación. Deambularon por los caminos embarrados de Brus. Era por la tarde y el calor había dejado el aire inmóvil. Todo estaba silencioso, y en el suelo había charcos de los que se elevaba vaho. A Sally le caían gotas de sudor de las mangas, y le corrían por la espalda y entre los pechos. Toda la gente sensata dormía la siesta, o eso le pareció.

Encontraron el río en el otro extremo de la ciudad. Se extendía entre empinados montículos de tierra de color caoba de unos doscientos metros de ancho. El río describía una curva entre dos espesos muros de vegetación; olía a barro. El agua espesa corría despacio, y en su superficie se formaban espirales y remolinos. Aquí y allá una gran hoja o una ramita se abría paso lentamente corriente abajo. Un sendero hecho de troncos descendía por el empinado terraplén y terminaba en una plataforma de cañas de bambú construida sobre el agua que formaba un embarcadero desvencijado. Había cuatro canoas atracadas. Cada una era de nueve metros de largo por uno veinte de ancho, cortada de un solo árbol gigante; se estrechaba por la parte delantera en una proa en forma de lanza. La popa había sido cortada plana y tenía una tabla montada para acomodar un pequeño motor fueraborda. De proa a popa había tablas colocadas de través que hacían las veces de asientos.

Bajaron con cuidado el terraplén para mirarlas más de cerca. Ella se fijó en que tres de las canoas tenían en la popa un motor Evinrude de seis caballos. La cuarta, más larga y más pesada, tenía uno de ocho caballos.

—Aquí está el bólido del lugar —dijo Sally señalándolo—. Es el que queremos.

Tom miró alrededor. El lugar parecía desierto.

—Allá hay alguien. —Sally señaló una cabaña de bambú abierta por los lados que había junto a la orilla quince metros más adelante. Junto a un montón de latas vacías humeaba un pequeño fuego. Habían colgado una hamaca entre dos árboles en un lugar a la sombra y en ella dormía un hombre.


Hola
—dijo Sally acercándose.

Al cabo de un momento el hombre abrió un ojo.


¿Sí?

—Queremos hablar con alguien sobre alquilar un bote —dijo ella en español.

Con un torrente de murmullos y gruñidos el hombre se incorporó hasta quedarse sentado en la hamaca, se rascó la cabeza y sonrió.

—Hablo bien inglés. Hablamos inglés. Algún día voy a América.

—Eso está muy bien. Nosotros vamos a Pito Solo —dijo Tom.

El asintió, bostezó, se rascó.

—De acuerdo. Les llevaré.

—Nos gustaría alquilar el bote grande. El del motor de ocho caballos.

Él sacudió la cabeza.

—Ese bote estúpido.

—No nos importa si es estúpido —dijo Tom—. Es el que queremos.

—Les llevaré en el mío. Ese bote estúpido pertenece a hombres del ejército. —Alargó la mano—. ¿Tienen caramelo?

Sally sacó una bolsa que había comprado poco antes, expresamente con ese propósito.

La cara del hombre se iluminó con una sonrisa. Introdujo una mano curtida en ella, revolvió los caramelos y escogió cinco o seis, los desenvolvió y se los metió todos a la vez en la boca. Formaron un gran bulto en su mejilla.


Bueno
—dijo con voz apagada.

—Nos gustaría salir mañana mismo —dijo Tom—. ¿Cuánto se tarda?

—Tres días.

—¿Tres días? Creía que estaba a setenta u ochenta kilómetros.

—El agua bajando. Quizá encallamos. Tenemos que impulsar con vara. Caminar mucho por agua. No podemos utilizar motor.

—¿Caminar por el agua? —preguntó Tom—. ¿Qué hay del pez palillo?

El hombre lo miró sin comprender.

—No te preocupes, Tom —dijo Sally—, siempre puedes ponerte ropa interior ceñida.

—¡Ah, sí! —El hombre rió—. La historia preferida de los gringos. Candiru. Cada día nado en río y todavía tengo mi
chuc-chuc.
¡Funciona bien! —Balanceó las caderas sensualmente, guiñando un ojo a Sally.

—Olvídeme —dijo Sally.

—¿De modo que lo de ese pez es mentira? —preguntó Tom.

—¡No, existe! Pero primero tienes que mear en río. Candiru huele meada en río, se acerca y ¡chop! ¡Si no meas cuando nadas no hay problema!

—¿Ha venido alguien más últimamente? Me refiero a algún gringo.

—Sí. Muy ocupados. El pasado mes viene hombre con muchas cajas e indios de montañas.

—¿Qué indios? —preguntó Tom excitado.

—Indios desnudos de montañas. —El hombre escupió.

—¿De dónde sacó los botes?

—Trae muchas canoas nuevas de La Ceiba.

—¿Y han vuelto?

El hombre sonrió, hizo el gesto universal de frotarse los dedos y alargó la mano. Sally puso en ella un billete de cinco dólares.

—No vuelven botes. Hombres van río arriba, nunca vuelven.

—¿Ha venido alguien más?


Sí.
La semana pasada viene Jesucristo con guías borrachos de Puerto Lempira.

—¿Jesucristo? —preguntó Sally.

—Sí. Jesucristo con pelo largo, barba, túnica y sandalias.

—Tiene que ser Vernon —dijo Tom sonriendo—. ¿Iba con alguien más?

—Sí. Con san Pedro.

Tom cerró los ojos.

—¿Y alguien más?

—Sí. Luego vienen dos gringos con doce soldados en dos canoas también de La Ceiba.

—¿Qué aspecto tenían los gringos?

—Uno muy alto, fuma pipa, tiene expresión enfadada. El otro más bajo con cuatro anillos de oro.

—Philip —dijo Tom.

Llegaron rápidamente a un trato para alquilar un bote hasta Pito Solo, y Tom le pagó un anticipo de diez dólares.

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