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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (14 page)

Tom contó hasta veinte y se aventuró a mirar de nuevo hacia delante. Tomaban despacio la curva, alejándose de la línea de fuego. Condujo la canoa todo lo cerca que se atrevió de la pared de vegetación. A medida que salían de la curva, las luces del pequeño embarcadero que brillaban a través del follaje dejaron de verse.

Lo habían conseguido.

Hubo otra tímida ráfaga de disparos. Tom oyó a su izquierda crujidos y ruido de ramas partiéndose a medida que los árboles detenían las balas. Los ruidos resonaron a lo lejos y el río quedó en silencio.

Ayudó a levantarse a Sally, que tenía la cara pálida, casi fantasmal, a la tenue luz. Luego apuntó la linterna alrededor. A cada lado del río oscuro se alzaban dos muros de árboles. Una sola estrella brilló brevemente en un pedazo de cielo abierto, luego titiló y parpadeó a través del dosel sobre sus cabezas. El pequeño motor gemía conforme avanzaban. De momento estaban solos en el río. La noche oscura y húmeda los envolvió.

Tom cogió la mano de Sally. Notó que temblaba, luego se dio cuenta de que la suya también lo hacía. Los soldados habían disparado a matar. Lo habían visto un millón de veces en el cine, pero que te dispararan de verdad era algo totalmente distinto.

La luna se escondía detrás del muro de selva y la oscuridad ahogó el río. Tom apuntó la linterna para ver qué había más adelante, y condujo el bote alrededor de los tocones y las partes rocosas o poco profundas. Alrededor de ellos zumbaba una creciente nube de mosquitos, que parecían multiplicarse a medida que avanzaban.

—Supongo que no llevas repelente en uno de tus bolsillos —preguntó Tom.

—La verdad es que logré coger mi riñonera del jeep. Me la guardé en los pantalones. —Ella sacó la pequeña bolsa de un enorme bolsillo en su muslo y abrió la cremallera. Empezó a rebuscar entre toda clase de objetos: un bote de pastillas para purificar el agua, varias cajas de cerillas resistentes al agua, un fajo de billetes de dólar enrollados, un mapa, una tableta de chocolate, un pasaporte, varias tarjetas de crédito inútiles.

—Ni siquiera sé lo que llevo.

Empezó a revisar la mezcolanza de objetos mientras Tom le sostenía la linterna. No había repelente. Soltó una maldición y volvió a guardarlo todo. Al hacerlo, se cayó una fotografía. Tom la enfocó con la linterna. Era de un joven extraordinariamente atractivo de cejas negras y barbilla marcada. La expresión grave que le fruncía el entrecejo, el gesto firme de los labios, la chaqueta de
tweed
y la forma de ladear la cabeza lo mostraban como un hombre que se tomaba a sí mismo muy en serio.

—¿Quién es? —preguntó Tom.

—Oh —dijo Sally—. El profesor Clyve.

—¿Ese es Clyve? ¡Si es jovencísimo! Me imaginaba un viejo con cardigan fumando pipa.

—¡No le gustaría oírte decir eso! Es el profesor más joven de la historia del departamento. Entró en Stanford a los dieciséis, se licenció a los diecinueve y se doctoró a los veintidós. Es un verdadero genio. —Ella se guardó con cuidado la foto en el bolsillo.

—¿Por qué llevas una foto de tu profesor?

—Vaya, porque estamos prometidos —dijo Sally alegremente—. ¿No te lo había dicho?

—No.

Sally lo miró con curiosidad.

—No tienes ningún problema con eso, ¿verdad?

—Por supuesto que no. —Tom sintió que se ruborizaba y confió en que la oscuridad lo ocultara. Era consciente de que ella lo miraba fijamente a la tenue luz.

—Pareces sorprendido.

—Bueno, lo estoy. Después de todo no llevas ningún anillo de compromiso.

—El profesor Clyve no cree en esas convenciones burguesas.

—¿Y le pareció bien que hicieras este viaje conmigo…? —Tom se interrumpió, dándose cuenta de que acababa de meter la pata.

—¿Crees que necesito tener permiso de «mi hombre» para hacer un viaje? ¿O estás insinuando que no puede fiarse de mí en el terreno sexual? —Ladeó la cabeza, mirándole con los ojos entrecerrados.

Tom desvió la mirada.

—Siento haberlo preguntado.

—Yo también. Por alguna razón creía que eras más liberal que eso.

Tom se concentró en conducir la canoa, ocultando su embarazo y su confusión. El río estaba silencioso; el calor nocturno y cenagoso los envolvía. Un pájaro chilló en la oscuridad. En el silencio que siguió, Tom oyó un ruido.

Apagó inmediatamente el motor, con el corazón palpitándole con fuerza. Volvió a oírse el ruido: el chisporroteo de un fueraborda puesto en marcha. Se hizo un silencio sobre el río. El bote bordeaba la orilla.

—Han encontrado gasolina. Vienen por nosotros.

La canoa empezó a moverse empujada por la corriente. Tom cogió la pértiga y la sumergió en el agua. La canoa se balanceó ligeramente hacia la corriente y se estabilizó. Intentando que no se moviera, escucharon. Hubo otro chisporroteo seguido de un rugido. El rugido se convirtió en un murmullo. No había ninguna duda: era el ruido de un fueraborda.

Tom se dispuso a encender de nuevo el motor.

—No —dijo Sally—. Lo oirán.

—No podremos sacarles ventaja solo con la pértiga.

—Tampoco podremos hacerlo con el motor. Los tendremos encima dentro de cinco minutos con ese ocho caballos. —Sally iluminó con la linterna el muro de selva que los rodeaba a ambos lados. El agua se adentraba entre los árboles, inundando la selva—. Nos esconderemos.

Tom impulsó la canoa con la pértiga hacia el borde de la selva inundada. Había una pequeña abertura: un estrecho ramal que parecía haber sido un riachuelo en la estación seca. Dirigió la canoa hacia él con la pértiga y chocaron de pronto con algo: un tronco hundido.

—Baja —dijo.

El agua solo tenía treinta centímetros de profundidad, pero debajo había medio metro de barro en el que se hundieron con un remolino de burbujas. Se elevó un desagradable hedor a metano. La parte trasera de la canoa seguía sobresaliendo hacia el río, donde la verían al instante.

—Levanta y empuja.

Levantaron con dificultad la proa por encima del tronco y, empujándola entre los dos, pasaron la canoa al otro lado. A continuación volvieron a subirse a ella. El ruido del Evinrude aumentó. La embarcación de los soldados se acercaba a toda velocidad por el río.

Sally cogió la segunda pértiga y juntos impulsaron la canoa hacia delante, internándose más en la selva inundada. Tom apagó la linterna y al cabo de un momento vieron un potente foco a través de los árboles.

—Seguimos estando demasiado cerca —dijo Tom—. Nos verán.

Trataron de utilizar las pértigas, pero se hundían en el barro y se encallaban. El sacó bruscamente la suya del agua y, dejándola en el suelo de la canoa, agarró unas lianas y se dio impulso con ellas para adentrarse más en la selva a través de una maraña de helechos y arbustos. El Evinrude estaba casi sobre ellos. El foco brilló a través de la selva en el preciso momento en que Tom asía a Sally y la arrojaba al suelo. Se quedaron tumbados uno al lado del otro, él rodeándola con el brazo, rezando para que los soldados no vieran su motor.

El ruido del fueraborda se hizo más intenso. Había aminorado la velocidad y el foco exploraba la selva en la que se hallaban escondidos. Tom oyó las interferencias de un walkie-talkie, el murmullo de voces. El foco iluminó la selva que los rodeaba como si se tratara de un plató cinematográfico, luego siguió avanzando despacio. Regresó la bendita oscuridad. El ruido del motor pasó de largo y se hizo más débil.

Tom se irguió a tiempo para ver destellar el foco más adelante en la selva a medida que la embarcación tomaba la curva.

—Se han ido —dijo.

Sally se incorporó hasta quedar sentada, apartándose el pelo enmarañado de la cara. Los mosquitos se habían congregado alrededor de ellos en una espesa nube que zumbaba. Tom los sentía por todas partes, en el pelo, metiéndosele por las orejas y las fosas nasales, bajándole por la nuca. Con cada manotazo mataba una docena que era reemplazada al instante. Cuando trataba de respirar inhalaba mosquitos.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Sally dando manotazos.

Tom empezó a arrancar ramitas secas de los arbustos que los rodeaban.

—¿Qué estás haciendo?

—Un fuego.

—¿Dónde?

—Ya lo verás. —Cuando hubo recogido un montón de ramitas, se inclinó por encima del borde y cogió un puñado de barro del pantano. Lo esparció por el suelo de la canoa y lo cubrió de hojas, y construyó encima un pequeño tipi con ramitas y hojas secas—. Una cerilla.

Sally le pasó la caja y él encendió el fuego. En cuanto prendió, arrojó hojas verdes y ramitas. Se elevó una espiral de humo que se concentró en el aire inmóvil. Arrancó una hoja enorme de un arbusto cercano y la utilizó como abanico para dirigir el humo hacia Sally. La furiosa nube de mosquitos retrocedió. El humo tenía un agradable olor a especias.

—Un buen truco —dijo Sally.

—Me lo enseñó mi padre en una excursión en canoa al norte de Maine. —Arrancó unas cuantas hojas más del arbusto y las echó al fuego.

Sally sacó el mapa y empezó a estudiarlo a la luz de la linterna.

—Parece ser que hay un montón de ramales en este río. Creo que deberíamos seguir por ellos hasta Pito Solo.

—Buena idea. Y a partir de ahora creo que tendremos que utilizar la pértiga. No podemos arriesgarnos a encender el motor.

Sally asintió.

—Tú ocúpate del fuego mientras yo le doy a la pértiga —dijo Tom—. Nos iremos turnando. No pararemos hasta que lleguemos a Pito Solo.

—De acuerdo.

Tom volvió a poner la canoa en el agua y la hizo avanzar a lo largo de la selva inundada, atento a ver si oía el fueraborda. No tardaron en llegar a un pequeño ramal que se alejaba serpenteante del cauce principal. Se adentraron por él.

—No sé por qué, pero me parece que el teniente Vespán no tenía la menor intención de llevarnos de nuevo a San Pedro Sula —dijo Tom—. Creo que pensaba tirarnos del helicóptero. Si no fuera por esa pieza que faltaba, estaríamos muertos.

19

Vernon levantó la vista hacia el enorme dosel que formaba un arco sobre su cabeza y advirtió que se hacía de noche sobre el pantano Meambar. Con la noche llegaron el zumbido de insectos y un humeante efluvio de putrefacción que se elevaba de las trémulas hectáreas de barro que los rodeaban, flotando como gas venenoso entre los gigantes troncos de los árboles. De alguna parte en lo más profundo del pantano llegó el aullido lejano de un animal, seguido por el rugido de un jaguar.

Era la segunda noche seguida que no encontraban un rincón en tierra firme donde acampar. En lugar de ello habían atado la canoa bajo un grupo de bromelias gigantes con la esperanza de que sus hojas los protegieran de la lluvia constante. Lejos de hacerlo, las hojas canalizaban la lluvia en torrentes que era imposible esquivar.

El maestro estaba tumbado bajo la lluvia en el suelo de la canoa, acurrucado junto al montón de provisiones, envuelto en una manta mojada y tiritando a pesar del calor sofocante. La nube de mosquitos que los envolvía era especialmente densa alrededor de su rostro. Vernon los veía moverse alrededor de su boca y de sus ojos. Le roció más repelente en la cara, pero era inútil. Si no lo disolvía la lluvia lo hacía el sudor.

Levantó la vista. Los dos guías estaban en la parte delantera de la embarcación, bebiendo y jugando a las cartas a la luz de una linterna. Apenas habían estado un momento sobrios desde que habían emprendido el viaje, y Vernon se quedó horrorizado al descubrir que una de las garrafas de plástico de cuarenta litros que había creído llena de agua era en realidad
aguardiente
casero.

Se encorvó, balanceándose y abrazándose. Aun no se había hecho del todo oscuro: la noche parecía llegar muy despacio. En el pantano no había atardecer. La luz cambiaba de verde a azul, morado y finalmente negro. Al amanecer era al revés. Ni siquiera los días soleados veían el sol, solo una profunda penumbra verde. Estaba desesperado por un poco de luz, un soplo de aire puro.

Al cabo de cuatro días de deambular por el pantano, los guías habían admitido por fin que estaban perdidos, que tenían que dar media vuelta. Y habían dado la vuelta a los botes. Pero solo parecían adentrarse aún más en el pantano. Ese sin duda no era el camino por el que habían venido. Era imposible hablar con ellos; aunque Vernon hablaba español bastante bien y los guías sabían un poco de inglés, a menudo estaban demasiado borrachos para hablar cualquier idioma. Los días pasados, cuanto más perdidos habían parecido estar, más a voz en grito lo habían negado ellos y más habían bebido. Luego el maestro había caído enfermo.

Vernon oyó una maldición en la parte delantera. Uno de los guías arrojó las cartas y se levantó tambaleándose, con el rifle en la mano. El bote osciló.

—¡
Cabrón!
—El otro se había puesto en pie inseguro y había cogido un machete.

—¡Basta! —gritó Vernon, pero como siempre lo ignoraron. Maldijeron y se enzarzaron en una pelea ebria; el rifle se disparó sin causar daños, hubo más gruñidos y movimiento de pies, y luego los dos guías, que no tenían peor aspecto a causa del altercado, volvieron a acomodarse, recogieron sus cartas desparramadas y las repartieron de nuevo como si no hubiera pasado nada.

—¿Qué ha sido ese disparo? —preguntó el maestro con retraso, abriendo los ojos.

—Nada —respondió Vernon—. Han vuelto a beber.

El maestro se estremeció y se tapó mejor con la manta.

—Deberías quitarles esa arma.

Vernon no dijo nada. Sería estúpido tratar de quitarles esa arma aunque estuvieran ebrios. Sobre todo si estaban ebrios.

—Los mosquitos —susurró el maestro con voz temblorosa.

Vernon se roció las manos de repelente y las pasó con delicadeza por la cara y alrededor del cuello del maestro. Este suspiró aliviado, tuvo un escalofrío y cerró los ojos.

Vernon se cerró la camisa mojada sintiendo en la espalda la recia lluvia, escuchando los sonidos de la selva, los extraños gritos de apareamiento y violencia. Pensó en la muerte. Parecía que la pregunta cuya respuesta llevaba buscando toda la vida estaba a punto de desvelarse, de una forma inesperada y bastante horrible.

20

Durante dos días, un profundo manto protector de niebla cubrió el río. Tom y Sally impulsaron la canoa río arriba con la pértiga, siguiendo los sinuosos ramales y observando una norma estricta de silencio. Viajaban de día y de noche, turnándose para dormir. Tenían poco que comer aparte de las dos barras de chocolate de Sally, que racionaron, y alguna fruta que Sally cogió por el camino. No había rastro de los soldados que los seguían. Tom empezó a confiar en que se hubieran rendido y vuelto a Brus, o se hubieran quedado encallados en alguna parte. El río estaba plagado de bancos de arena y barro, así como de troncos hundidos en los que podía encallar una embarcación. Waono había tenido razón.

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