El códice Maya (17 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

—Cargaremos el bote ahora mismo. Debemos salir del pueblo lo antes posible.

Sally miró a Tom.

—Parece que don Alfonso va a ser nuestro guía.

Gritando y gesticulando, don Alfonso daba instrucciones a Chori y Pingo mientras llevaban las provisiones a la orilla del río. Su canoa volvía a estar allí, como si nunca se hubiera movido. En media hora todo estuvo preparado, los suministros amontonados en el centro de la canoa y cubiertos con una lona impermeable. Entretanto se iba congregando una muchedumbre en la orilla y habían encendido hogueras para cocinar.

Sally se volvió hacia Marisol.

—Eres una niña maravillosa —dijo—. Nos has salvado la vida. Podrías hacer lo que quisieras con tu vida, ¿lo sabes?

La niña la miró fijamente.

—Solo quiero una cosa.

—¿Qué?

—Ir a América. —La niña no dijo nada más, pero siguió mirando a Sally con su cara seria e inteligente.

—Espero que lo consigas —dijo Sally.

La niña sonrió con confianza y se irguió más.

—Lo haré. Don Alfonso me lo ha prometido. Tiene un rubí.

La orilla del río empezaba a estar de bote en bote. Su partida parecía estar convirtiéndose en un acontecimiento festivo. Un grupo de mujeres cocinaba al fuego un gran banquete. Los niños corrían, jugaban, reían y perseguían pollos. Por fin, cuando pareció que se había congregado el pueblo entero, don Alfonso cruzó la multitud, que se separó para dejarle pasar. Llevaba unos pantalones cortos nuevos y una camiseta en la que se leía «No Fear». Su cara se frunció en una sonrisa cuando se reunió con ellos en el embarcadero de bambú.

—Han venido todos para decirme adiós —dijo a Tom—. Verán cuánto se me aprecia en Pito Solo. Soy el excepcional don Alfonso Boswas. Aquí tienen la prueba de que han elegido a la persona adecuada para llevarles al pantano Meambar.

Se oyeron unos petardos cercanos seguidos de carcajadas. Las mujeres empezaron a distribuir platos con comida. Don Alfonso cogió a Tom y a Sally de la mano.

—Subiremos al barco ahora.

Chori y Pingo, que seguían desnudos de la cintura para arriba, ya habían ocupado sus puestos, uno en la popa y el otro en la proa. Don Alfonso los ayudó mientras dos chicos se situaban a cada lado del bote sujetando las amarras, listos para soltarlas. A continuación se subió él. Manteniendo el equilibrio, se volvió y miró a la multitud. Se produjo un silencio: don Alfonso iba a pronunciar un discurso. Cuando el silencio fue absoluto tomó la palabra, hablando en su español sumamente formal.

—Amigos y paisanos, hace muchos años se me profetizó que vendrían unos hombres blancos y que los acompañaría en un largo viaje. Y aquí están ahora. Nos disponemos a emprender un peligroso viaje a través del pantano Meambar. Tendremos aventuras y veremos muchas cosas extrañas y maravillosas, nunca vistas por el hombre.

»Puede que se pregunten por qué hacemos este gran viaje. Se los diré. Este americano ha venido hasta aquí para rescatar a su padre, que ha perdido la razón y ha abandonado a su mujer y a su familia, llevándose consigo todas sus pertenencias y dejándolos en la indigencia. Su pobre mujer ha estado llorando cada día por él, y no puede dar de comer a su familia ni protegerla de los animales salvajes. Su casa se cae a pedazos y la paja se ha podrido, dejando entrar la lluvia. Nadie querrá casarse con sus hermanas y estas no tardarán en verse obligadas a prostituirse. Sus sobrinos se han dado a la bebida. Este joven, este buen hijo, ha venido para curar a su padre de la locura y llevarlo de nuevo a América para que pueda vivir una vejez respetable y morir en su hamaca, y no traiga más deshonor y hambre a su familia. Entonces sus hermanas encontrarán maridos, y sus sobrinos y sobrinas se ocuparán de sus milpas y podrán pasar las tardes calurosas jugando al dominó en lugar de trabajar.

El pueblo escuchaba embelesado el discurso. Era evidente que don Alfonso sabía contar una buena historia, pensó Tom.

—Hace mucho tiempo, amigos míos, soñé que los dejaría de este modo, que partiría en un gran viaje al fin del mundo. Ahora tengo ciento veintiún años y este sueño por fin se ha hecho realidad. No hay muchos hombres que puedan hacer algo así a mi edad. Todavía me corre mucha sangre por las venas, y si mi Rosita siguiera viva, sonreiría cada día.

» Adiós, amigos míos, vuestro querido don Alfonso Boswas abandona el pueblo con lágrimas de tristeza en los ojos. Recordadme siempre, y contad mi historia a vuestros hijos y pedidles que la cuenten a sus hijos, hasta el final de los tiempos.

Se elevó una gran aclamación. Se oyeron petardos y todos los perros se pusieron a ladrar. Algunos de los ancianos empezaron a golpear al unísono los bastones a un ritmo complejo. Empujaron la canoa hasta la corriente y Chori puso en marcha el motor. El bote cargado empezó a alejarse. Don Alfonso permaneció en pie, diciendo adiós con la mano y tirando besos a la multitud que siguió aclamándolo frenética hasta mucho después de que la barca hubiera tomado la primera curva.

—Tengo la sensación de que acabamos de salir en globo con el mago de Oz —dijo Sally.

Don Alfonso se sentó por fin, secándose las lágrimas de los ojos.

—Ah, ya han visto cuánto quieren a don Alfonso Boswas. —Se acomodó contra el montón de provisiones, sacó su pipa de mazorca, la llenó de tabaco y empezó a fumar con una expresión meditabunda.

—¿Tiene realmente ciento veintiún años? —preguntó Tom.

Don Alfonso se encogió de hombros.

—Nadie sabe los años que tiene.

—Yo lo sé.

—¿Ha contado cada año que ha vivido desde que nació?

—No, pero otros lo han hecho por mí.

—Entonces no lo sabe realmente.

—Lo sé. Está en mi partida de nacimiento que firmó el médico que me trajo al mundo.

—¿Quién es ese médico y dónde está ahora?

—Ni idea.

—¿Y cree realmente en un papel inútil firmado por desconocidos?

Tom miró al anciano, derrotado por su disparatada lógica.

—En América tenemos una profesión para la gente como usted —dijo—. Los llamamos
abogados.

Don Alfonso rió fuerte, dándose palmadas en las rodillas.

—Es una buena broma. Es usted como su padre, Tomasito, que era un hombre muy gracioso. —Siguió riéndose, fumando su pipa.

Tom sacó su mapa de Honduras y lo estudió.

Don Alfonso lo miró con ojo crítico y luego se lo arrebató. Lo examinó primero en un sentido, luego en otro.

—¿Qué es esto? ¿Norteamérica?

—No, es el sureste de Honduras. Aquí está el río Patuca, y aquí Brus. El pueblo de Pito Solo debería estar aquí, pero no aparece señalado. Tampoco lo está, al parecer, el pantano Meambar.

—Entonces, según este mapa, no existimos, ni tampoco el pantano Meambar. Tenga cuidado que no se le moje. Puede que algún día lo necesitemos para hacer fuego.

Don Alfonso se rió de su broma, señalando a Chori y a Pingo, quienes siguieron su ejemplo y se echaron a reír con él, aunque no habían entendido una palabra de lo que había dicho. Don Alfonso siguió riéndose a carcajadas, dándose palmadas en los muslos, hasta que se le saltaron las lágrimas.

—Hemos empezado bien el viaje —dijo cuando se hubo recuperado—. Habrá muchas bromas y risas en nuestro viaje. O el pantano nos volverá locos y moriremos.

23

El campamento había sido levantado con la habitual precisión militar en una isla montañosa rodeada por el pantano. Philip estaba sentado junto al fuego, fumando su pipa y escuchando los ruidos nocturnos de la selva. Le sorprendía lo competente que había resultado ser Hauser en la selva, organizando y diseñando un campamento, dando instrucciones a los soldados acerca de sus diversas tareas. Hauser no contaba para nada con él y había rechazado todos sus ofrecimientos para ayudar. No es que Philip estuviera impaciente por caminar por el barro cazando enormes ratas para cenar, como parecían estar haciendo ellos en estos momentos. Pero le desagradaba sentirse inútil. Ese no era el desafío que su padre había previsto, sentado junto a una hoguera fumando su pipa mientras los demás hacían todo el trabajo.

Arrojó de un puntapié un palo a las brasas. Al infierno el «desafío». Tenía que ser lo más estúpido que un padre había hecho a sus hijos desde que el rey Lear dividió su reino.

Ocotal, el guía que habían recogido en ese lamentable pueblo junto al río, estaba sentado solo, atendiendo el fuego y cocinando arroz. Era un tipo extraño, ese Ocotal: menudo, silencioso, muy digno. Había algo en él que le hacía atractivo; parecía uno de esos hombres profundamente convencidos en su fuero interno de su propia valía. Sin duda sabía lo que hacía, guiándolos a través de un increíble laberinto de ramales, día tras día, sin la menor vacilación, haciendo caso omiso de las exhortaciones, comentarios y preguntas de Hauser. Se mostraba indiferente ante cualquier intento de conversación, tanto por parte de él como de Hauser.

Vació la cazoleta de la pila, alegrándose de haberse abastecido de latas de Dunhill Early Morning, y la llenó de nuevo. Debería fumar menos, sobre todo en vista del cáncer de su padre. Pero eso después del viaje. Por el momento el humo era la única manera de ahuyentar los mosquitos.

Se oyeron gritos; Philip se volvió y vio a Hauser volver de la cabaña con un tapir muerto colgado de un palo, llevado por cuatro soldados. Levantaron el animal con una cuerda y una polea, y lo colgaron de una rama cercana. Hauser dejó a los hombres y fue a sentarse al lado de Philip. Desprendía un débil olor a loción para después del afeitado, humo de tabaco y sangre. Sacó un puro, lo cortó y lo encendió. Se llenó los pulmones de humo y lo exhaló lentamente por la nariz, como un dragón.

—Estamos haciendo excelentes progresos, Philip, ¿no te parece?

—Admirables. —Philip dio un manotazo a un mosquito. No podía comprender cómo se las arreglaba Hauser para que no le picaran, a pesar de no ponerse nunca repelente. Tal vez su flujo sanguíneo tenía una concentración mortífera de nicotina. Advirtió que daba caladas a sus gruesos puros Churchill como si fueran cigarrillos. Era extraño que un hombre muriera por ello y otro viviera.

—¿Conoces el dilema de Gengis Jan? —preguntó Hauser.

—No puedo decir que lo haga.

—Cuando Gengis Jan se preparaba para morir, quiso que lo enterraran como correspondía al gran gobernante que era: con un montón de tesoros, concubinas y caballos para disfrutar en la otra vida. Pero sabía que era casi seguro que saquearan su tumba, privándole de todos los placeres que le corresponderían al otro lado.

Pensó en ello largo tiempo y no pudo dar con una solución. Por fin llamó a su gran visir, el hombre más sabio de su reino.

»“¿Qué puedo hacer para impedir que saqueen mi tumba?” preguntó al visir.

»E1 visir reflexionó sobre ello largo tiempo y finalmente dio con una solución. Se la expuso a Gengis Jan y este quedó satisfecho. Cuando Gengis finalmente murió, el visir llevó a cabo el plan. Envió a diez mil trabajadores a las remotas montañas Altai, donde construyeron una gran tumba tallada en roca viva, la llenaron de oro, piedras preciosas, vino, sedas, marfil, madera de sándalo e incienso. Sacrificaron a más de cien hermosas vírgenes y mil caballos para el disfrute del jan en la otra vida. Se celebró un gran funeral con muchos festejos entre los trabajadores y a continuación enterraron el cuerpo de Gengis Jan en la tumba y ocultaron cuidadosamente la puerta. Se cubrió de tierra la zona y mil jinetes fueron de acá para allá por el valle, borrando todo rastro de su obra.

»Cuando los trabajadores y los jinetes volvieron, el visir los recibió con el ejército del jan, que los mató como si fueran un solo hombre.

—Qué horrible.

—Entonces el visir se suicidó.

—Qué estúpido. Podría haber sido rico.

Hauser soltó una risita.

—Sí. Pero era leal. Sabía que ni a él, el hombre más valioso, se le podía confiar un secreto así. Podría contarlo de noche entre sueños, o podrían sonsacárselo bajo tortura, o su propia codicia podría acabar siendo más fuerte que él. Ese era el punto débil del plan. Por lo tanto, tenía que morir.

Philip oyó golpes y se volvió, y vio cómo los cazadores destripaban al animal a machetazos. Las entrañas se desparramaron por el suelo. Hizo una mueca y desvió la vista. Había razones para defender el estilo de vida vegetariano, pensó.

—Ese era el problema, Philip, el punto débil del plan del visir. Requería que Gengis Jan confiara su secreto al menos a otra persona. —Hauser exhaló una nube de humo acre—. La pregunta que te hago es: ¿en quién confió tu padre?

Era una buena pregunta que Philip había considerado bastante tiempo.

—No en una novia o una ex mujer. Se quejaba continuamente de sus médicos y sus abogados. Sus secretarias se despedían constantemente. No tenía verdaderos amigos. El único hombre en quien confiaba era su piloto.

—Y ya hemos comprobado que no estuvo involucrado. —Hauser sostuvo su puro en ángulo contra sus labios—. Esa es la cuestión, Philip. ¿Tenía tu padre una vida secreta? ¿Un idilio clandestino? ¿Un hijo nacido fuera del matrimonio al que trataba con favoritismo?

Philip se quedó helado ante esa última insinuación.

—No tengo ni idea.

Hauser agitó el puro.

—Algo en lo que pensar, ¿eh, Philip?

Guardó silencio. La intimidad animó a Philip a hacer la pregunta que llevaba un tiempo queriendo hacer.

—¿Qué pasó entre ustedes?

—¿Sabías que éramos amigos de la infancia?

—Sí.

—Crecimos juntos en Erie. Jugábamos juntos al béisbol en la manzana donde vivíamos, íbamos juntos al colegio, fuimos juntos a nuestro primer burdel. Creíamos conocernos muy bien. Pero cuando estás aquí en la selva y te ves empujado contra la pared de la supervivencia, salen cosas a la luz. Descubres cosas de ti mismo que no sabías que estaban allí. Averiguas quién eres en realidad. Eso es lo que nos pasó. Llegamos a la mitad de la selva, perdidos, llenos de picaduras, hambrientos, medio muertos por la fiebre, y descubrimos quiénes éramos en realidad. ¿Sabes qué descubrí? Descubrí que despreciaba a tu padre.

Philip miró a Hauser. El hombre le sostenía la mirada, su rostro tan sereno e impenetrable como siempre. Sintió cómo se le ponía la carne de gallina.

—¿Qué descubrió de usted mismo, Hauser? —preguntó.

Vio que la pregunta le había cogido desprevenido. Se rió, tiró al fuego el puro y se levantó.

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