El códice Maya (18 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

—Pronto lo descubrirás.

24

La canoa se abría paso a través de la espesa agua negra con el motor gimiendo por el esfuerzo. El río se había bifurcado y vuelto a bifurcar hasta convertirse en un laberinto de ramales y charcos de agua estancada, con hectáreas de barro negro, hediondo y tembloroso a la vista. Por todas partes Tom veía arremolinarse nubes de insectos. Pingo estaba en la popa con el torso desnudo, blandiendo un enorme machete con el que de vez en cuando cortaba una liana que arrojaba al agua. Los ramales eran a menudo demasiado poco profundos para utilizar el motor; entonces Chori lo sacaba del agua e impulsaba la barca con la pértiga. Don Alfonso estaba sentado en su rincón habitual apoyado contra el montón de suministros cubierto con la lona, con las piernas cruzadas como un hombre sabio, dando furiosas caladas a su pipa con la mirada clavada al frente. En varias ocasiones Pingo tuvo que bajar y partir un tronco medio hundido para que pasara la embarcación.

—¿Qué son estos insectos infernales? —gritó Sally dando manotazos furiosa.

—La mosca del tapir —dijo don Alfonso. Se llevó una mano al bolsillo y le tendió una pipa hecha de mazorca—.
Señorita,
debería empezar a fumar, el humo ahuyenta los insectos.

—No, gracias. Fumar provoca cáncer.

—Al contrario, fumar es saludable y permite hacer una buena digestión y disfrutar de una vida larga.

—Claro.

A medida que se adentraban en el pantano, la vegetación parecía cercarlos por todos lados, formando muros de hojas brillantes, helechos y lianas. El aire, denso e inmóvil, olía a metano. El bote se abría paso como a través de sopa caliente.

—¿Cómo sabe que mi padre fue por aquí? —preguntó Tom.

—Hay muchos caminos en el pantano Meambar —dijo don Alfonso— pero solo uno lo cruza. Yo, don Alfonso, lo conozco, al igual que tu padre. Leo las señales.

—¿Qué lee?

—Han pasado tres grupos de viajeros antes que nosotros. El primero lo hizo hace un mes. El segundo y el tercero hace una semana, con solo unos días de diferencia.

—¿Cómo sabe todo eso? —preguntó Sally.

—Leo el agua. Veo un tajo en un tronco hundido. O una liana cortada. Veo la marca de una pértiga en un banco de arena sumergido o el surco que ha dejado una quilla en aguas poco profundas y lodosas. Estos rastros, en esta agua estancada, duran semanas.

Sally señaló un árbol.

—Mire, allí hay un gumbo limbo.
Bursera simaruba.
Los mayas utilizaban su savia para las picaduras de insectos. —Se volvió hacia don Alfonso—. Acerquémonos y cojamos un poco.

Don Alfonso se sacó la pipa de la boca.

—Mi padre solía recoger esa planta. La llamamos
lucawa.
—Miró a Sally con un respeto recién descubierto—. No sabía que fuera usted
curandera.

—No lo soy en realidad —dijo Sally—. Viví un tiempo en el norte, con los mayas, cuando iba a la universidad. Estudié su medicina. Soy etnofarmacóloga.

—¿Etnofarmacóloga? Eso suena a una gran profesión para una mujer.

Sally frunció el entrecejo.

—En nuestra cultura las mujeres pueden hacer todo lo que hace un hombre. Y viceversa.

Don Alfonso arqueó las cejas.

—No lo creo.

—Es verdad —dijo Sally a la defensiva.

—¿En América las mujeres cazan mientras los hombres tienen hijos?

—No me refería a eso.

Don Alfonso, con una sonrisa de triunfo, se llevó de nuevo la pipa a la boca dando por zanjada la discusión. Hizo un guiño exagerado a Tom. Sally lanzó una mirada a Tom.

«Si yo no he dicho nada», pensó él enfadado.

Chori acercó la canoa al árbol. Sally hizo un corte en la corteza con su machete y arrancó un trozo en sentido vertical. La savia empezó a rezumar al instante en gotas rojizas. Extrajo un poco más, se enrolló los pantalones y la extendió sobre las picaduras, luego se frotó el cuello, las muñecas y el dorso de las manos.

—Das miedo —dijo Tom.

Rascó un poco más de savia pegajosa de la corteza con el machete y se la tendió.

—¿Tom?

—No vas a ponerme ese pringue.

—Ven aquí.

Tom se acercó un paso y ella le frotó la nuca cubierta de picaduras. La sensación de ardor y picor disminuyó.

—¿Qué tal?

Tom movió el cuello.

—Pegajoso, pero bien. —Le gustó la sensación de las frías manos de ella en su cuello.

Sally le pasó el machete impregnado de savia.

—Puedes hacértelo en las piernas y los brazos.

—Gracias. —Él se embadurnó, sorprendido de lo efectivo del remedio.

Don Alfonso también se aplicó la savia.

—Esto es asombroso,
una yanqui
que conoce los secretos medicinales de las plantas, una verdadera
curandera.
He vivido ciento veintiún años y todavía hay cosas que no he visto.

Esa tarde pasaron junto a la primera roca que Tom veía en días. Más allá, la luz del sol se filtraba en un claro lleno de maleza que había sido despejado en una isla elevada.

—Aquí es donde vamos a acampar —anunció don Alfonso.

Colocaron la canoa a lo largo de la roca y la ataron. Pingo y Chori bajaron de un salto con el machete en la mano, subieron por las rocas y empezaron a cortar la reciente vegetación. Don Alfonso dio vueltas examinando el suelo, removiéndolo con el pie y recogiendo una liana o una hoja.

—Es asombroso —dijo Sally, mirando alrededor—. Por aquí hay
zorrillo.
Es una de las plantas más utilizadas por los mayas. Con las hojas preparan un baño de hierbas y utilizan la raíz para el dolor y las úlceras. Lo llaman
payche.
Y también hay
suprecayo.
—Empezó a arrancar hojas de un arbusto, las frotó y las olió—. Y ese árbol es un
Sweetia panamensis.
Es increíble. Aquí hay un pequeño ecosistema único. ¿Les importa que recoja muestras?

—Adelante —dijo Tom.

Sally se adentró en la selva para recoger más plantas.

—Parece que alguien ha acampado aquí antes que nosotros —dijo Tom a don Alfonso.

—Sí. Despejaron este amplio claro hace un mes. Veo el cerco de un fuego y los restos de una cabaña. Las últimas personas que se detuvieron aquí lo hicieron hace más o menos una semana.

—¿Toda esta maleza ha crecido en una semana?

Don Alfonso asintió.

—A la selva no le gustan los claros. —Removió los restos de la hoguera, recogió algo y se lo dio a Tom. Era la anilla de un puro Cuba Libre, mohosa y medio desintegrada.

—La marca de mi padre —dijo Tom mirándola. Sintió una sensación extraña. Su padre había estado allí, había acampado en ese mismo lugar, fumado un puro y dejado esa pequeña pista. Se la guardó en el bolsillo y empezó a coger leña para hacer fuego.

—Antes de coger una rama —aconsejó don Alfonso— debe golpearla con un palo para ahuyentar las hormigas, serpientes y
veinticuatros.

—¿
Veinticuatros
?

—Es un insecto que parece una termita. Lo llamamos veinticuatro porque una vez que te pica, no puedes moverte en veinticuatro horas.

—Qué agradable.

Una hora después vio a Sally salir de la selva con un largo palo al hombro en el que había atado manojos de plantas, trozos de corteza y raíces. Don Alfonso levantó la vista por encima de la cazuela en la que hervía un loro y la observó acercarse.


Curandera,
me recuerda usted a mi abuelo don Cali, que solía volver así cada día de la selva, solo que usted es más guapa que él. Él era viejo y arrugado mientras que usted está firme y madura.

Sally se entretuvo con sus plantas, colgando las hierbas y las raíces de un palo para que se secaran cerca del fuego.

—Hay una increíble variedad de plantas aquí —dijo a Tom emocionada—. Julián se quedará encantado.

—Estupendo.

Tom pasó a concentrar su atención en Chori y Pingo, que construían una cabaña mientras don Alfonso les gritaba órdenes y los criticaba. Empezaron clavando en el suelo seis fuertes estacas e hicieron una estructura de palos flexibles sobre la que ataron las lonas impermeables. Entre las estacas extendieron las hamacas, cada una con su mosquitera, y colgaron del techo una última lona de plástico para separar los aposentos de Sally.

Cuando terminaron retrocedieron mientras don Alfonso examinaba la cabaña con ojo crítico; luego asintió y se volvió.

—Aquí tienen, una casa tan sólida como cualquiera de las de América.

—La próxima vez ayudaré a Chori y Pingo —dijo Tom.

—Como quiera. La
curandera
tiene sus aposentos privados, que pueden agrandarse para un invitado adicional si desea compañía —. El anciano volvió a hacer un guiño exagerado a Tom, quien se sorprendió a sí mismo ruborizándose.

—Me va bien dormir sola —dijo Sally con frialdad.

Don Alfonso pareció decepcionado. Se inclinó hacia Tom como para hablar en un aparte. Su voz, sin embargo, se oyó claramente en el campamento.

—Es una mujer guapa, Tomás, aunque sea vieja.

—Disculpe pero tengo veintinueve años.


Ehi, señorita,
es usted aún más vieja de lo que me pensaba. Tomás, debe darse prisa. Es casi demasiado vieja para que usted se case con ella.

—En nuestra cultura —dijo Sally— a los veintinueve años eres joven.

Don Alfonso continuó sacudiendo la cabeza con tristeza. Tom no pudo seguir conteniendo una carcajada.

Sally se volvió hacia él.

—¿Qué es tan gracioso?

—El pequeño choque cultural que tenemos aquí —respondió cuando recuperó el aliento.

Sally se pasó al inglés.

—No me gusta este
tête-à-tête
sexista entre tú y este viejo verde. —Se volvió hacia don Alfonso—. Para un hombre que tiene supuestamente ciento veintiún años, pasa usted mucho tiempo pensando en el sexo.

—Un hombre nunca deja de pensar en el amor,
señorita.
Aunque se haga viejo y su miembro se encoja como una fruta de
yuco
secada al sol. Puede que tenga ciento veintiún años, pero tengo tanta sangre como un adolescente. Tomás, me gustaría casarme con una mujer como Sally si tuviera dieciséis años, con pechos firmes que miran hacia arriba…

—Don Alfonso —dijo Sally, interrumpiéndolo—, ¿no cree que podría ponerle dieciocho a esa chica de sus sueños?

—Entonces podría no ser virgen.

—En nuestro país —dijo Sally—, casi ninguna mujer se casa hasta que tiene al menos dieciocho. Es ofensivo hablar de casarse con una chica de dieciséis.

—¡Disculpe! Debería haber imaginado que las jóvenes se desarrollan más despacio en el clima frío de Norteamérica. Pero aquí, a los dieciséis…

—¡Basta! —gritó Sally, tapándose los oídos con las manos—. ¡Ya está bien, don Alfonso, ya he tenido bastante de su conversación sobre sexo!

El anciano se encogió de hombros.

—Soy viejo,
curandera,
lo que significa que puedo decir y hacer las bromas que quiero. ¿No tienen esta tradición en América?

—En América la gente mayor no habla continuamente de sexo.

—¿De qué hablan?

—Hablan de sus nietos, del tiempo, de Florida…, esa clase de cosas.

Don Alfonso sacudió la cabeza.

—Qué aburrido debe de ser envejecer en América.

Sally se alejó y abrió la puerta de la cabaña, no sin antes lanzar a Tom una mirada furiosa. Tom la observó desaparecer irritado. ¿Qué había dicho o hecho él? Lo acusaba injustamente de sexista.

Don Alfonso se encogió de hombros y encendió de nuevo la pipa, y siguió hablando con voz potente.

—No lo comprendo. Ella tiene veintinueve años y está soltera. Su padre tendrá que pagar una buena dote para desembarazarse de ella. Y aquí está usted, casi un hombre viejo, que tampoco tiene mujer. ¿Por qué no se casan? ¿Es usted homosexual?

—No, don Alfonso.

—No hay ningún problema si lo es, Tomás. Chori le satisfará. No es exigente.

—No, gracias.

Don Alfonso sacudió la cabeza, asombrado.

—Entonces no lo entiendo. No debe dejar escapar sus oportunidades, Tomás.

—Sally —dijo Tom— está prometida a otro hombre.

Don Alfonso arqueó las cejas.

—Ah. ¿Y dónde está ese hombre ahora?

—En América.

—¡Es imposible que la quiera!

Tom hizo una mueca, echando un vistazo a la cabaña. La voz de don Alfonso tenía una cualidad especial para que la transportara el viento.

De la cabaña salió la voz de Sally:

—Él me quiere y yo le quiero a él, y agradecería que se callaran los dos.

Se oyó un disparo de rifle en el bosque y don Alfonso se levantó.

—Ahí va el segundo plato.

Cogió su machete y se dirigió hacia el sonido.

Tom se levantó y entró en la cabaña. Encontró a Sally atando hierbas a una de las estacas de dentro.

—Don Alfonso es un viejo verde y un cerdo sexista —dijo acalorada—. Y tú eres igual que él.

—Nos está llevando al pantano Meambar.

—No me gustan sus comentarios. Ni ver cómo tú los apruebas con una sonrisa de complicidad.

—No puedes pedirle que esté al corriente del último discurso feminista políticamente correcto.

—No le he oído decir que tú también eres demasiado viejo para casarte…, y tienes cuatro años más que yo. Solo la mujer es demasiado mayor para casarse.

—Relájate, Sally.

—No me da la gana.

La voz de don Alfonso interrumpió la respuesta de Tom.

—¡El primer plato está listo! Loro con yuca. Y de segundo, filetes de tapir. Todo saludable y suculento. ¡Dejen de discutir y vengan a comer!

25


Buenas tardes
—murmuró Ocotal, sentándose al lado de Philip junto al fuego.


Buenas tardes
—dijo Philip, sacándose la pipa de la boca sorprendido. Era la primera vez que Ocotal le dirigía la palabra en todo el viaje.

Habían llegado a un gran lago al borde del pantano y habían acampado en una isla arenosa en la que había una playa. Los insectos habían desaparecido, el aire era puro y por primera vez en una semana Philip veía más allá de seis metros. La única pega era que el agua que lamía la orilla era del color del café. Como siempre, Hauser había salido a cazar con un par de soldados mientras los demás se quedaban sentados junto al fuego, jugando a las cartas. El calor y la luz dorada verdusca de media tarde creaban una atmósfera soporífera. Era un lugar realmente agradable, pensó Philip.

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