Adrian mira las noticias, aunque no de forma obsesiva y solo si hay asesinos en serie implicados, lo que no ocurre muy a menudo. No ha vuelto a verlas desde que dejó el centro de reinserción social en el que lo han obligado a vivir durante los últimos tres años, desde que cerró la institución. Mientras conduce, piensa en el tipo del jardín y se ve obligado a detenerse. A veces le resulta difícil concentrarse en dos cosas al mismo tiempo, especialmente si una de ellas es conducir. Permanece sentado con la cara entre las manos, cierra los ojos y piensa en los asesinos en serie que ha dado esta ciudad, los imagina tal como los ha visto en las noticias y poco después ya es capaz de ponerle nombre a la cara que acaba de ver. Theodore Tate. Ahora se acuerda. Theodore Tate había sido poli, se hizo investigador privado y el año pasado apareció en las noticias porque atrapó y mató a un asesino en serie. Adrian quedó fascinado por el caso. Recuerda que había deseado poder descubrir al asesino antes que la policía para poder conocerlo.
¿Significa eso que Theodore Tate también ha descubierto que Cooper Riley es un asesino en serie? Todavía con el rostro hundido entre las manos, Adrian llega a la conclusión de que así es. Theodore Tate está buscando a Cooper Riley. No sabe cómo Tate lo ha descubierto, lo único que sabe es que lo ha conseguido.
No solo está intentando arruinarle la vida a Cooper Riley, Theodore Tate también intentará llevarse la colección de Adrian. No es justo. Cuando aparta las manos de la cara, el sol le da de lleno en los ojos y se ve obligado a cerrarlos de nuevo y a abrirlos poco a poco hasta que vuelve a acostumbrarse a la luz. Conduce hasta una gasolinera. Vuelve a llenar los dos recipientes de plástico que hasta hace una hora contenían gasolina y que han quedado vacíos. Llena también el depósito del coche.
Paga en efectivo. Le pregunta a la mujer que hay tras el mostrador si puede prestarle un listín telefónico y ella le responde que sí, por lo que inmediatamente pasa a caerle bien. Las mujeres suelen evitar hablar con él. Pide prestado también un bolígrafo para anotar la dirección de Tate. Pasa cinco minutos examinando el mapa que tiene extendido en el asiento del pasajero, intentando descifrar la mejor manera de llegar a la casa de Tate. No reconoce las calles porque no conoce la zona. Traza una línea con el dedo mientras decide el mejor camino para llegar hasta allí.
En total aparecen cinco camiones de bomberos, cuatro coches patrulla y una ambulancia. Solo utilizan tres de los cinco camiones de bomberos, los otros dos están estacionados detrás y los bomberos no requeridos contemplan el incendio desde la calle; uno de ellos está hablando con una joven rubia de la multitud y la hace reír. Me siento en la parte de atrás de la ambulancia y no puedo ver cómo arde la casa, pero sí grandes cantidades de humo. Estamos aparcados lo suficientemente lejos como para no sentir el calor de las llamas, pero lo suficientemente cerca como para tener que alzar la voz y así poder oírnos por encima del estrépito del crepitar de la madera. Debo de haber bebido un litro entero de agua desde que me han apartado de las llamas; me duelen los pulmones, ya no toso, pero me tiemblan las manos. Podría haber vuelto dentro. Sé que podría haberlo hecho. No me habría importado tener que sostenerme sobre una sola pierna, podría haber entrado de nuevo, haber encontrado a Emma y haberla sacado de allí. Sin embargo, dejé que esos dos hombres me arrastraran, a pesar de que podría haber hecho más.
Intento centrarme en lo positivo. Lo positivo en este caso es que no he visto a Emma y eso significa que puede que no estuviera allí. Lo positivo es que sigo vivo.
Uno de los paramédicos de la ambulancia se encarga de mis curas mientras el otro está fuera con todo el mundo. La rodilla se me ha hinchado debido al impacto, ha duplicado su volumen normal y apenas puedo moverla. El asistente sanitario es un chico que debe de tener algo más de treinta años, completamente calvo, y el cuero cabelludo le brilla tanto que puedo ver las paredes de la ambulancia reflejadas en él. Me administra antiinflamatorios y calmantes y el dolor remite bastante, aunque sigo notando la tensión. Me pincha la mano con una aguja, me inyecta anestesia local y me extrae unos cuantos fragmentos de cristal antes de limpiar la herida.
—Necesitará que le den unos puntos —me dice.
—¿No puede hacerlo usted?
Niega con la cabeza.
—Va a tener que venir con nosotros al hospital para que se lo cosan.
Ahora soy yo quien niega con la cabeza.
—No tengo tiempo. ¿No puede colocarme un apósito, simplemente?
—Todos los polis son iguales —dice. Me pone una gasa que queda fijada con un vendaje y algo de esparadrapo—. Tendrán que coserlo. Y si no quiere que empeore, será mejor que lo cosan hoy mismo.
—Haré lo que pueda.
—Bien. Y mientras hace lo que puede, intente mantener la herida seca y procure no usar esta mano —me dice.
—¿Ni para nadar?
—Es una broma, ¿no? —pregunta.
—Intentaba serlo —digo, pero mientras el fuego siga ardiendo no tiene sentido hacer bromas.
—No se reirá tanto si se le infecta —me advierte—, sobre todo si tenemos que cortarle la mano.
—Es una broma, ¿no?
—No.
—La mantendré limpia y seca, lo prometo.
Me he quemado un poco los pies, por lo que me los embadurna con un ungüento, me los cubre con una gasa y me los venda, aunque con un vendaje más ligero que el de la mano. Schroder espera fuera mientras me atienden, la discusión que teníamos mientras llegaba la ambulancia queda aplazada. Tengo ampollas en las manos de cuando he apagado las llamas de los pantalones. En un par de días estaré recuperado, con la única excepción del corte de la mano, que tardará al menos una semana si voy a que me lo cosan. Cuando terminan de vendarme, me ayudan a salir de la ambulancia y me apoyo en ella, intentando no descargar el peso en la pierna mala. Recojo los zapatos del suelo de la ambulancia. La piel ha quedado calcinada y las puntas de los cordones y las suelas se han derretido. Me aprietan bastante debido a los vendajes que me acaban de poner.
Llega Schroder y me pone una mano en el hombro.
—Lo siento —dice—. Por si te sirve de consuelo, no nos consta que ella estuviera ahí dentro.
—Podría haberla salvado —explico.
—Y sobre eso —continúa, después de apartar la mano—, ahora va en serio. La has cagado, Tate. Solo era cuestión de tiempo hasta que alguien intentara prenderte fuego.
—La gente siempre se acalora conmigo —digo.
—Por Dios, Tate, esto podría haber acabado peor, mucho peor.
—Bueno, te agradezco que te preocupes tanto.
—No me lo agradezcas. Quiero decir que alguien podría haber salido herido, Tate. La gente podría haber entrado para salvarte cuando en realidad tú no tenías por qué estar allí, para empezar.
—Ya te he dicho por qué he entrado. ¿Has conseguido alguna foto de Riley?
A pesar de todo, me muestra una instantánea que coincide con el Cooper que he visto en un par de fotografías dentro de la casa, el Cooper que posa con unos amigos, con familiares, el Cooper que ha viajado durante unas vacaciones, el Cooper que no ha sido quemado vivo ni atacado frente a su casa. La foto parece sacada de una tarjeta de identificación de la universidad. Cooper lleva la barba corta de color gris, es calvo por la parte de arriba y solo tiene algo de pelo alrededor.
Niego con la cabeza.
—Ese no es el tipo que he visto. Era diez o quince años más joven que este.
—Entonces, ¿quién era?
—Como ya te he dicho antes, no he podido verlo bien, solo desde arriba, pero no hay duda de que no era este —digo mientras señalo la foto con la barbilla.
—De acuerdo. Inténtalo con un retratista. A ver si podéis conseguir algo.
—Haré lo que pueda —le digo. Miro hacia los restos candentes de la casa—. Incluso si Emma no estaba allí, creo que tendrás que desincrustar un nuevo cadáver calcinado del suelo en menos de dos días.
—Sí, yo también lo creo.
—¿Vive solo?
—Sí. Se divorció hace tres años. Actualmente no tiene pareja, según las personas a las que hemos preguntado.
—¿Crees que están relacionados? —pregunto—. Dos incendios en dos días.
—Podría ser. Los dos han sido claramente provocados —dice—. Pero vete a saber cuál podría ser la conexión entre Pamela Deans y Cooper Riley.
—Era enfermera, ¿verdad?
—Maldita sea, Tate, ¿no tienes un interruptor para que pueda apagarte? —pregunta mientras me da golpecitos en la frente—. Déjalo. Ya sé que antes te he dicho que me parecía bien que buscaras a Emma Green, pero esto ya ha llegado demasiado lejos. ¿Ves eso? ¿Ves cómo puedes llegar a jorobarnos las cosas si te entrometes?
—Me apartaré —digo, aunque no estoy muy seguro de que vaya a cumplirlo.
—Parece convincente —dice Schroder.
—Lo es —insisto, pero sigo dudando.
—No, no lo es.
Me encojo de hombros.
—Lo siento —digo, pero no es cierto y no sé qué más añadir.
—No, no lo sientes. Llevas veinticuatro horas fuera de la cárcel y vas por ahí como un maldito cowboy. Debería haber imaginado que pasaría todo esto. Si hubieses utilizado ese puto teléfono para llamarme en cuanto viste el coche de Emma Green, las cosas habrían sido distintas. Habrías visto salir al pirómano. Podrías haberlo seguido. Lo habríamos detenido, Tate; solo tenías que haber esperado.
—Vamos, Carl, no tenía otra opción; olí la gasolina y tuve que entrar. Desde el mismo instante en que he puesto los pies en esa casa he sabido que podía incendiarse en cualquier momento y atraparme dentro, pero no podía obviar la posibilidad de que Emma estuviera viva ahí dentro, esperando a que la asaran viva. ¿Cómo se lo habrían tomado si hubiera esperado fuera mientras ella moría? Tú habrías hecho lo mismo, o sea que no tiene sentido que te enfades de ese modo conmigo.
Parece furioso, pero al final suspira y niega lentamente con la cabeza.
—De acuerdo, Tate, me ha quedado claro —dice—. ¿Estás seguro de que no has reconocido al pirómano? No me gustaría enterarme de que sí lo reconociste y no me has dicho nada porque quieres encontrarlo personalmente.
—Vete a la mierda, Carl.
—Eh, solo lo pregunto —dice, con las manos en alto—. No pretendía ofenderte. Es justo el tipo de estupideces que sueles hacer.
—Esta vez no.
—¿Estás seguro?
—Afirmativo.
Los dos nos volvemos hacia el fuego. Ya han apagado el del coche, y de la casa solo quedan un montón de escombros que siguen ardiendo lentamente.
—Si tenemos suerte —dice Schroder—, alguno de esos papeles de identificación de Taser habrá sobrevivido a las llamas.
Los dos miramos hacia el coche y el camino de acceso y no parece que vayamos a tener tanta suerte.
—No es el vehículo que salió a toda prisa de detrás de la cafetería —dice Schroder.
—Ya lo sé. ¿Tienes alguna pista al respecto?
—Todavía no. La cafetería no tiene ningún sistema de vigilancia, el propietario dice que son demasiado caros. Seguimos esperando los resultados de los análisis que puedan relacionar las muestras de pintura con la de algún modelo de vehículo concreto, pero eso aún tardará unos cuantos días más.
—Emma no dispone de unos cuantos días más. Y Cooper tampoco —digo—. Si no estaba allí dentro —continúo, mirando fijamente la casa— es que se lo han llevado a alguna parte. ¿Por qué reducirlo con una Taser si tenían planeado matarlo a continuación?
—Tal vez era la única arma de que disponían.
—Entonces le habrían disparado una descarga eléctrica con la Taser, lo habrían apuñalado y lo habrían dejado en el vestíbulo. No creo que estuviera ahí dentro. ¿Qué motivo podrían tener para arrastrarlo hasta el interior de la casa si tenían planeado matarlo?
—Siempre hay un motivo —dice Schroder.
Tiene razón. Sin embargo, estoy casi seguro de que Cooper no está allí. Y espero que eso signifique que Emma tampoco.
—De acuerdo, Tate. Mira, vete a casa. Te mandaré a alguien dentro de media hora para que haga un retrato robot con tu descripción. La publicaremos en los periódicos. Tal vez alguien lo reconozca. Descansa un poco y cuídate esa pierna.
Me llevo la pierna junto con el resto de mi cuerpo hacia el coche. No está aparcado lo suficientemente lejos de la casa como para que no haya sufrido daños debido al calor: la pintura del capó y del lado del pasajero se ha llenado de ampollas. Tengo que andar balanceando la pierna porque no puedo doblarla. Abro la puerta y mientras estoy entrando un tipo se aparta de la multitud y viene hacia mí.
—Eh, colega, has tenido suerte de salir a tiempo —dice. Es rubio, con el pelo trenzado en unas rastas de al menos un metro de largo y huele a perro mojado. Viste unos pantalones de color verde militar y una camiseta con la frase «Ya no estás en Guatemala, doctor Huxtable», en alusión a la frase emblemática del culebrón
Shortland Street
. Tiene la piel del rostro muy bronceada y los labios agrietados por el sol; lleva una mano metida en el bolsillo de los pantalones y un cigarrillo apagado en la otra—. Eres poli, ¿verdad?
—¿Has visto quién ha provocado el fuego? —pregunto mientras me pongo de pie de nuevo y mi rodilla se queja. Al mal olor de las rastas se le suma el olor a hierba. Tiene los ojos inyectados en sangre.
—No, tío, lo siento. ¿El profesor está bien?
—¿Eres uno de sus alumnos? —pregunto.
—No, tío, soy uno de sus vecinos.
—¿Crees que puede haberle ocurrido algo? —pregunto.
Se encoge de hombros.
—Creo que sí. Pero antes déjame que te diga que no puedes arrestarme. No llevo nada de hierba encima.
—Venga ya… —digo.
—¿Aceptas el trato?
—Vale. Prometo no arrestarte.
—Vi algo ayer por la mañana. Yo estaba sentado fuera, ¿vale? Sentado y tal, ¿vale? Fumando un poco… relajado… ¿sabes lo que te digo? Y vi que un tío se le acercaba al pavo este, al profesor, y el pavo este, el profesor, va y se cae o algo y entonces el otro lo ayuda. Pensé que estaba alucinando o algo. Bueno, es que iba fumadísimo, ¿sabes?
—¿En qué casa vives?
—En esa, colega —dice, señalando la que hay al otro lado de la calle, frente a la de Cooper. Es una casa de una sola planta, encajada en un pequeño solar, como todas las de la calle y pintada de un color parecido. Lo único que diferencia su casa de las de sus vecinos es que el césped no ha visto una segadora desde el invierno.