El comodoro (17 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

Después de los titubeos de rigor y la cesión de preferencia en la puerta que conducía al comedor, la mesa se llenó rápidamente. Sophie se sentó en un extremo y Jack en el otro.

Stephen, tal y como le habían recomendado, atacó la sopa con encono; plato increíblemente sabroso, cocinado, sobre todo, con langostas trituradas, cuyas antenas, cuidadosamente arrancadas, flotaban sobre la prometedora masa, y en cuanto apaciguó los arrebatos de su estómago miró alrededor de la mesa. Puesto que se trataba de una reunión social convocada por Sophie, el orden de asientos no era el ortodoxo desde el punto de vista de la Armada, aunque había respetado la antigüedad hasta el punto de situar a William Duff a la derecha de su esposo, mientras que a su izquierda había sentado a Michael Fitton, hijo de un antiguo compañero de tripulación y buen amigo. Para sí había reservado a dos oficiales excepcionalmente tímidos: Tom Pullings, que tenía una fea herida y voz de hombre del interior (ambas cualidades hacían que su compañía fuera algo incómoda en la mesa); y Carlow, del
Orestes
, que no tenía ningún motivo para mostrarse tímido, puesto que estaba bien relacionado y contaba con una sólida educación, pero a quien no le gustaba comer fuera por mucho que, o eso le pareció a ella, necesitara que cuidaran de él.

Stephen paseó la mirada alrededor de la mesa. No era muy amigo de la vida en sociedad, era más un observador que un participante, pero le gustaba ver a sus colegas, y muy a menudo le gustaba escucharles. A su izquierda se sentaba el capitán Duff, que hablaba animadamente con Jack acerca de los obenques de Bentinck: Stephen fue incapaz de detectar indicio alguno de los gustos que se le atribuían. Es más, habría jurado y perjurado que Duff tenía cierto éxito con las mujeres. Aunque lo mismo, reflexionó, pudo haberse dicho de Aquiles. Su mente vagó por las diversidades de esta faceta de la sexualidad: el enfoque comparativamente directo del Mediterráneo; los curiosísimos negocios que tenían lugar en Inns of Court; el sentimiento de culpable furtividad y obsesión que parecía aumentar a cada cinco o diez grados de latitud norte. En el extremo opuesto de la mesa, no frente a Stephen sino a un asiento más hacia allá, se encontraba Francis Howard, de la
Aurora
, quizás el mayor erudito en lengua griega de la Armada. Había pasado tres felices años en el Mediterráneo Oriental recopilando inscripciones, y Stephen había confiado en poder sentarse a su lado. A la derecha de Howard vio a Smith, del
Camilla
, y a Michael Fitton, ambos de rostro moreno, cabeza redonda, alegres, jóvenes de aspecto inteligente que obedecían a un cuadro típico en la Armada. Imposible confundirlos por soldados. ¿Por qué atraería la Armada a hombres de cabeza redonda? ¿Qué tendría que decir el frenólogo Gall al respecto? A la derecha de Stephen se encontraba el capitán Thomas, que, para más inri, también tenía la cabeza redonda y la piel morena, aunque no era alegre ni joven. Después de una larga carrera como comandante, principalmente en las Indias Occidentales, lo habían nombrado capitán de navío al concederle el mando de la
Eusebio
, una fragata de treinta y dos cañones, destruida por el huracán de 1809. Ahora comandaba la
Thames
. Era el mayor de los presentes, y su rostro autoritario había adquirido un tinte de desaprobación que le hacía parecer perpetuamente irritado. En la Armada era conocido con el mote de Emperador Púrpura.

—Señor —murmuró una voz familiar al oído de Stephen—, ha metido la manga en la sopa. —Era Plaice, marinero del castillo de proa, con los guantes blancos puestos y una chaqueta de sirviente de la camareta.

—Gracias, Joe —dijo Stephen, que sacó la manga de la sopa y la enjugó apresuradamente, sin dejar de mirar a Killick con inquietud.

—Una sopa estupenda, señor —alabó Duff, sonriéndole.

—Pura ambrosía, señor, en el lugar adecuado, claro está —dijo Stephen—, aunque quizá se revele un tanto espesa sobre el velarte negro. Disculpo la molestia, pero ¿podría alcanzarme un pedazo de pan? Creo que me hará mejor servicio que la servilleta.

Charlaron distendidamente Y después del primer plato, se sirvió una fuente de chuletas de ternera asadas que colocaron ante Stephen.

—Señor, permítame usted que le sirva —propuso el doctor.

—Es usted muy amable, señor— Pocas cosas temo más que tener que trinchar la carne.

—¿Y usted, señor? —preguntó Stephen, volviéndose hacia Thomas.

—Si es tan amable —respondió el Emperador Púrpura—. Vaya, corta usted tan bien como un cirujano.

—Es que soy el cirujano, señor, de modo que eso no constituye ninguna virtud. El cirujano del buque insignia del comodoro, si así es como se dice. Me llamo Maturin.

Joe Plaice lanzó una risotada ronca y alegre, y de inmediato intentaron asfixiarlo con un guante blanco de cabritilla. Stephen y Duff se volvieron para mirarlo con una sonrisa en los labios. Thomas parecía furioso.

—Oh, por supuesto —dijo—. Tenía entendido que esta comida era para oficiales de guerra, para oficiales al mando. —Y no dijo más.

* * *

—Sophie, querida —dijo Stephen a la mañana siguiente—. Menudo festín nos preparaste ayer. La próxima vez que vea al padre George tendré que admitir haber pecado de gula, de deliberada y premeditada gula. Repetí pastel de carne no tres, sino cuatro veces. Y también repitió el capitán Duff. Nos animábamos el uno al otro.

—Me alegra tanto que lo disfrutaras —dijo ella, mirándole con cariño—. Pero cómo lamento haberte sentado junto a ese tipo tan antipático. Jack dice que siempre encuentra faltas a todo; y como muchos de esos pulcros capitanes de las Antillas, parece convencido de que si puede lograr que su tripulación trabaje tan duro como para ser capaces de desenvergar y envergar los mastelerillos en trece minutos, y bruñir el bronce para que brille como el oro día y noche, podrían por necesidad vencer a cualquiera de esas fragatas pesadas americanas, por no hablar de las francesas. Jack intentará persuadir al almirante para que realice un cambio.

—Si es tan amable, señor, el capitán Tom le espera con el dócar en la puerta —informó George.

—Pero si dijo a las nueve —protestó Stephen, sacando el reloj, su adorado Breguet. Pese a ser de movimiento perpetuo y más fiable que el Banco de Inglaterra, lo sacudió dos veces. La carcasa de platino que mantenía el mecanismo en su lugar produjo un crujido ahogado. Las manecillas le informaron de que pasaban diez minutos de las nueve—. Por el amor de Dios —dijo—. Pero si son las nueve y diez minutos. Sophie, discúlpame pero debo echar a correr.

Como comandante y capitán de navío, Jack Aubrey nunca había malhablado con Stephen de los oficiales que servían en su propio barco. En calidad de comodoro le había explicado la vida y milagros de Duff, aunque con cierta objetividad, más como si fuera un médico que otra cosa. Puede que también le hablara de los defectos del Emperador Púrpura, puesto que ya no se aplicaba la regla que había regido su relación: Stephen y el Emperador no eran compañeros de rancho, por así decirlo, ni tenían que supeditarse a la lealtad de la camareta. Sin embargo, era muy improbable que, a partir de ese momento, Jack volviera a hacerlo.

Tom Pullings no sufría de tales inhibiciones. Conocía a Stephen desde que servía como guardiamarina y siempre había hablado con él sin la menor reserva.

—Ese tipo no debió pasar de segundo del piloto —dijo mientras conducían en dirección a Portsmouth aquella dulce mañana, hablando de la comida de la pasada noche (pues se extendió hasta la noche) y del resto de invitados—. Nunca debieron concederle la autoridad. No sabe qué hacer con ella, de modo que está siempre dando órdenes para demostrar lo contrario. Siempre anda de malas y abroncando a alguien. Usted conocerá a muchos padres de familia así. Tiene gente de sobras a mano para azotarla, o castigarla a pan y agua o enviarla a la cama por reír disimuladamente en el momento equivocado. Convierte en un infierno la vida de toda la dotación, y a juzgar por su cara avinagrada no creo que él lo pase mejor. ¡Él y su dignidad! Lord Nelson nunca incurrió en esa afectación del no-me-hable-usted. Si alguien se tirara un pedo en el alcázar de ese tipo, aunque fuera a sotavento, consideraría que ha insultado al representante del rey. ¡Bah! Y además, nunca ha estado en combate.

—Seamos justos, en eso coincide con buena parte de los oficiales de la Armada.

—No. Pero cree que quienes lo han estado, incluso los marineros, se lo echan en cara y ríen a sus espaldas, así que se desahoga con ellos o con cualquier otro. No sabe cuánto deseo que el comodoro se libre de él. En esta escuadra, lo que necesitamos es un capitán combativo, no al primer teniente de un yate de la realeza, con sus vergas embreadas y vueltas a embrear. Nosotros necesitamos un patrón cuya marinería sea capaz de abrir fuego, y a quien sigan como los de la
Sophie
nos siguieron a nosotros. ¡Dios bendito, qué jornada aquella! —Tom rió al recordar el imponente costado de la fragata española de treinta y dos cañones, y el modo en que él y sus cincuenta y tres compañeros de la corbeta
Sophie
, de catorce cañones, subieron en tropel detrás de Jack Aubrey para derrotar a bordo a trescientos diecinueve españoles, y después llevarse la presa de vuelta a Puerto Mahón.

—Y que lo digas —observó Stephen.

—Es más —continuó Tom—, el condestable de la
Thames
le dijo a nuestro condestable que durante estos últimos ocho meses ni siquiera habían utilizado la provisión de pólvora destinada a la práctica. Al parecer, destrincan y vuelven a trincar los cañones continuamente. Como adoquines, igual. Además, confesó sus dudas (estuvo a punto de echarse a llorar, fíjese lo que le digo) de que pudieran disparar dos andanadas en cinco minutos. Ahora, eso sí, cualquier esfuerzo es poco para mantener las cubiertas bonitas y la pintura fresca.

* * *

—¿Tiene usted algo personal en contra del capitán Thomas, comodoro? —preguntó el almirante—. ¿Cree posible que pueda faltarle empuje?

—Oh, no, en absoluto, señor. No me cabe ninguna duda de que es bravo como un…

—¿Un león?

—Eso mismo. Gracias, señor. Tan bravo como un león. Pero verá usted, se me antoja muy importante la necesidad de contar con una buena artillería en esta escuadra. Una dotación capaz de efectuar al menos tres andanadas bien apuntadas en cinco minutos no se improvisa de la noche a la mañana.

—¿Y qué le hace pensar que la
Thames
no sea capaz de ello?

—El hecho de que su capitán afirmara no haber calculado nunca cuánto tardan en disparar, y los informes de su condestable, que demuestran que ni siquiera se ha dispuesto a bordo del dispendio de la pólvora y bala asignada para las prácticas de artillería.

—En tal caso tendrá usted que ponerlos al día. No, Aubrey, no puedo cambiar a la
Thames
, y usted tendrá que apañarse con lo que tiene, que, palabra, es un mando muy atractivo para un joven de su edad. No he visto jamás un barco mejor dispuesto que la
Thames
; y en eso coincido con el duque de Clarence, que dijo esto mismo cuando tuvo ocasión de visitarla en el Nore. Sea como fuere, no se trata de obtener resultados de la noche a la mañana, tal y como usted dice. Probablemente disponga de varias semanas antes de arribar al apostadero, con este viento travieso y entablado que tenemos del sureste. Por otro lado, a modo de compensación por haberle privado a usted de la
Pyramus
, pretendo entregarle la
Laurel
. Aún más, también tengo intención de informarle finalmente de la fecha de partida. Dependiendo del viento y del tiempo, procederá usted a reunirse frente a las Berling, según se especifica en sus órdenes, el miércoles día 14.

—Oh, gracias, señor. Muchas gracias. No sé cómo agradecerle esta información. Si me permite retirarme de inmediato, me dirigiré a bordo sin la menor dilación para disponerlo todo para el miércoles día 14.

—No hay ni un minuto que perder —señaló el almirante, estrechando su mano.

* * *

—Avisen al doctor Maturin —ordenó el comodoro, y el aviso pasó de cubierta en cubierta, como un eco.

—El comodoro y él son antiguos compañeros de coleta —observó el marinero mientras se abría paso por el sollado.

—¿Qué es un compañero de coleta, jefe? —preguntó un hombre de tierra adentro al que acababan de reclutar forzosamente.

—¿No sabes lo que es un compañero de coleta, amigo? —preguntó el marinero con burlona tolerancia. El de tierra adentro sacudió su cabezota; a esas alturas había unas diecisiete mil cosas que ignoraba, cifra que aumentaba a diario—. Bueno, ¿sabrás lo que es una coleta, no? —preguntó el marinero mostrándole la suya, una cola enorme que le llegaba al trasero, al tiempo que elevaba el tono de voz, como si hablara con un tonto o con un extranjero. El de tierra adentro asintió, y de pronto pareció más inteligente—. Uno tiene que destrenzarla, lavarla para quitarle los piojos, peinarla, y volver a trenzarla para estar presentable con vistas al pase de revista, compañero. Y no esperar al día del Juicio para hacerlo. De modo que te haces con un amigo, como yo y Billy Pitt, para que te haga la tuya, mientras te sientas a tus anchas en uno de esos tacos de queso, o quizás encima de un balde vuelto del revés; después se lo haces tú, porque lo que es justo es justo, como digo yo. A eso se le llama ser «compañeros de coleta».

—Había oído hablar de ese Billy Pitt tuyo —dijo el de tierra adentro, abriendo los ojos desmesuradamente.

En aquel momento Stephen dio con la escala derecha (el barco tenía, al menos, un piso más del que creía recordar), y encontró al comodoro y al capitán del
Bellona
en la cámara. Ambos sonreían de oreja a oreja.

—Qué noticias, Stephen, qué noticias —dijo Jack—. Nos van a asignar a la
Laurel
, una corbeta de veintidós cañones al mando de Dick Richards, embarcación de sexta clase y rápida en la virada. ¿Te acuerdas de él, Stephen?

—¿Se trata acaso del mismo desgraciado muchacho devorado por el acné, al que llamaban Dick,
El Manchado
?Pues claro que sí. Hombre obstinado, aunque no era mala gente.

—El mismo que viste y calza. Yo le enseñé a disparar los cañones, y mira que estaba verde, el pobre, pero al final sus servidores se convirtieron en lo mejorcito del barco, el mejor barco a flote. Confieso que estaba cada vez más nervioso: he visto formarse a tantas escuadras, sufrir retrasos en puerto, sufrir aún más retrasos, posponerse la fecha prevista, posponerse aún más hasta que las dispersaban cuando sus oficiales ya tenían todo el equipaje a bordo, equipaje suficiente, digamos, para emprender una travesía de seis meses. Vamos, todo el plan echado a perder, y el comodoro de nuevo entre simples capitanes de navío, obligado a mendigar en las calles después de haber gastado las últimas guineas que le quedaban en un galón dorado de contraalmirante.

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