Authors: Dai Sijie
Con los ojos cerrados y la cara entre las manos, se tumba boca arriba y reza para que el tren se ponga en marcha enseguida y la oscuridad vuelva a cubrir las huellas de su humillación; pero tanto dentro como fuera reina un silencio asfixiante. El tren no se mueve. De pronto, bajo el banco resuena una voz masculina:
—¿Dónde estamos?
Sobresaltado, Muo se vuelve y se tumba boca abajo para ocultar la mancha del pantalón. La brusquedad del movimiento hace que se le caigan las gafas.
—¿Quién es usted? ¿Dónde está la muchacha de Pingxiang, la vendedora de ropa?
—Se ha ido. Me ha dejado el sitio por tres yuans.
Muo comprende que, durante los breves instantes en que se ha ausentado para ir al lavabo, la situación debajo del banco ha cambio en su perjuicio. ¿Se habrá ido la chica en ese momento?. Deseoso de saber más, se acerca al hombre, que ha vuelto a dormirse, y comprueba que los zapatos de caucho de la muchacha han desaparecido. Pero tarda varios minutos en darse cuenta de que los suyos (occidentales, resistentes e indeformables) tampoco están.
Con la ropa cubierta de polvo, el pantalón mojado y la cara tiznada, Muo saca la cabeza y, al alzar los ojos hacia el portaequipajes, es presa de un violento vértigo: de la cadena, cortada no se sabe cuándo ni por quién sólo queda un pequeño trozo que cuelga en el vacío, reluciendo a la luz de las farolas.
Descompuesto, fuera de sí, se precipita hacia la puerta del coche. Baja. Fuera, la llovizna que flota en el aire envuelve la estación en una nube de vapor tan densa que por un instante Muo cree haber perdido la vista. Corre de un extremo a otro del andén gritando, pero su grito se pierde entre los relucientes raíles, los viajeros que suben y bajan y los ferroviarios, que charlan ante las puertas de los vagones, comen fideos instantáneos acuclillados en el andén o juegan al billar en el despacho del jefe de estación, convertido recientemente en karaoke iluminado con tubos del color del rayo, como un decorado teatral. Por descontado, nadie se ha fijado en la ladrona de la maleta azul claro con ruedas, marca Delsey.
«Cuando volví de hablar con un policía, el tren ya se había alejado», anota Muo en un cuaderno nuevo de tapas gris perla, que ha comprado a la mañana siguiente. También ha adquirido una maleta cuadrada, negra, sin ruedas, una cadena de hierro más gruesa y de eslabones más fuertes que la otra, y un teléfono móvil. «Eché a correr detrás del tren, pero no pude alcanzarlo. Luego, durante un buen rato, caminé bajo la lluvia a lo largo de las vías, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, grité el nombre de H. C., Volcán de la Vieja Luna, encarnación de la belleza y la sabiduría, y le supliqué que me ayudara.»
Tras redactar esas notas en la habitación de un pequeño hotel, hace un inventario de varias páginas en el que enumera, artículo por artículo, con la mención del precio en francos y en yuans, el contenido de la maleta desaparecida, sin olvidar los zapatos, los cuadernos, el termo de viaje, etc., con el propósito de dirigir una reclamación a la dirección de la compañía ferroviaria. Pero, al cabo de un rato, suelta una carcajada.
«Cualquiera diría que ya no conoces tu gran patria... »
Rompe la hoja, arroja los trozos de papel por la ventana de la habitación y se contenta con reír.
—Dime, ¿cuándo supiste por primera vez que existían los homosexuales?
—Fue... Espera que cuento... Creo que tenía veinticinco años.
—¿Estás segura? ¿Veinticinco años? ¿Tan tarde?
—No has cambiado nada, Muo. Sigues teniendo la dichosa manía de poner el dedo en la llaga ajena... Yo soy frágil, ¿sabes? Como todas las mujeres de cuarenta años.
—Al menos, creo poder calmar el dolor, si la llaga aún no ha cicatrizado. Ahora, si te parece, considera nuestra conversación telefónica, a casi mil kilómetros de distancia, como una sesión de psicoanálisis gratuita.
—Para el carro, Muo. Me llamas para felicitarme por mi cumpleaños. De acuerdo, estoy muy conmovida. Te lo agradezco. Pero no hagas el tonto. Ya no somos compañeros de colegio. Soy viuda y, por si fuera poco, embalsamadora de cadáveres.
¡Qué palabra tan magnífica! «Embalsamadora.» Aunque no sé nada sobre ese oficio, ya me encanta. Es como esas películas que te gustan incluso antes de verlas.
—¿Y?
—¿Por qué estás tan a la defensiva? Sabes que, de todas formas, me guardaré para mí todo lo que me digas. Un psicoanalista, como un sacerdote, nunca revela los secretos que le confiesan. Es cuestión de ética profesional. Confía en mí. Hablar sólo puede hacerte bien. Inténtalo.
—¿La primera vez que supe que existían?
—Sí, los homosexuales. Cualquiera diría que te asusta la palabra...
—Antes de los veinticinco años, nunca la había oído pronunciar.
—¿Te acuerdas exactamente de la primera vez?
—Sí... Fue unos dos años antes de que me casara, aunque Jian y yo ya éramos novios. Él trabajaba como profesor de inglés en un instituto. Fue un sábado; en esa época, los sábados eran laborables. Vino a buscarme al tanatorio, hacia las seis de la tarde. Subí a la parte de atrás de la bicicleta, al portaequipajes, como de costumbre. Él pedaleaba...
(Pedaleaba.
Pédale
[1]
: Al otro lado de la línea, Muo piensa en la expresión francesa. En aquella época, veía a menudo a aquel chico alto y cargado de espaldas, con su alargado y pálido rostro de erudito, su larga melena impecablemente peinada y su irreprochable pulcritud, pedaleando en su bicicleta. Cuando llegaba al pie del edificio de hormigón gris en el que vivían la familia de la Embalsamadora y la de Muo, frenaba y se quedaba inmóvil en la bicicleta durante unos segundos, como un equilibrista, antes de poner los pies en el suelo con un movimiento lento, casi indolente. Siempre dejaba la bicicleta lejos, como si temiera que se confundiera con la masa oscura de las otras bicicletas aparcadas ante la entrada del edificio.)
—Como de costumbre, pasamos ante el conservatorio de música y luego ante la fábrica de caramelos y la de neumáticos.
—A propósito tengo una preguntilla indiscreta, pero muy importante para un psicoanalista freudiano como yo. La chimenea de la fábrica de neumáticos, ¿no ha salido nunca en alguno de tus sueños? Ya sabes, esa chimenea alta, muy alta, que alza hacia el cielo su enorme conducto en forma de sexo...
—No. Nunca. Odio esa chimenea, que día tras día escupe su humo negro al cielo y lanza hollín y porquería por todas partes: sobre las calles, sobre las casas, sobre los árboles... Y, sobre todo, siempre que va a llover, cuando el calor se hace insoportable, el espeso humo flota por encima de tu cabeza, o te da en plena cara y no te deja respirar. Un horror. A mí lo que me gusta es pasar por delante de la fábrica de caramelos. ¡Qué bien huele! ¿Lo recuerdas?
—Ya lo creo. Cuando éramos pequeños, en los años sesenta, despedía un olor a caramelos de leche y vainilla, unos caramelos que me encantaban y que no he vuelto a ver en ningún sitio. Bueno, Continúa... Ibais en bicicleta, envueltos en el humo negro de la fábrica de neumáticos.
—Bueno, si prefieres verlo así... Cuando llegamos a la puerta de la Ópera de Sichuan, empezaba a oscurecer, Jian tomó un atajo.
Ya sé a cuál te refieres: un camino estrecho de tierra, que bordea una alcantarilla a cielo abierto, siempre llena de barro maloliente. Un sendero salpicado de baches. Imagino que no irías muy cómoda, sentada en el portaequipajes...
—Lógicamente, debido a su mal estado, poca gente cogía ese sendero. No sé si recordarás que, a medio camino, había una especie de cobertizo...
—Te refieres a los aseos públicos para hombres.
—¿Aseos? ¿Estás de broma? Urinarios, como mucho.
—Es verdad. Era una caseta de ladrillos, oscura y húmeda, medio derrumbada, con una cubierta de tejas llena de agujeros por los que entraba la luz. Siempre había un enjambre de moscas que no paraban de danzar. Y ni una sola bombilla. Charcos de agua por todas partes. El suelo no estaba seco nunca, ni cuando hacía buen tiempo, así que imagínate cuando llovía. No había quien entrara. Todo el mundo meaba desde la puerta. A veces, hacíamos competiciones, nuestros juegos olímpicos particulares, para ver quién meaba más lejos.
—Ese día, los aseos públicos, como tú los llamas, estaban rodeados de policías. Al principio, de lejos, sólo vi sombras alrededor del cobertizo. Eso me sorprendió. Luego, cuando estuvimos más cerca, distinguí cañones de fusiles, que brillaban a la luz de la farola. Policías de uniforme. Todo estaba en silencio. Eran muchos. Detuvieron a una docena de hombres, jóvenes y no tan jóvenes. No llegué a verles la cara; salían del cobertizo en fila india, con la cabeza gacha. El camino estaba cortado por los policías. Bajamos de la bicicleta y avanzamos a pie. Le pregunté a mi futuro marido quiénes eran aquellos desgraciados. «Homosexuales», me respondió. Era la primera vez en la vida, a mis veinticinco años, que oía esa palabra.
—¿Qué hacían en los urinarios?
—Jian me explicó que era su lugar de encuentro. Pasaron ante nosotros con el cuerpo encorvado, escoltados por los policías, y se dirigieron hacia un furgón blindado con las ventanillas enrejadas. No sé, con su actitud avergonzada de criminales, parecían animales a los que les hubieran partido el espinazo. Hasta los policías los miraban de un modo extraño, con curiosidad. El silencio era impresionante. Se oía el zumbido de los cables del telégrafo resonando en el viento. Al lado, el agua de la alcantarilla borboteaba entre las piedras, y a mí, que tenía el estómago vacío, me gruñían las tripas. Jian iba con la cabeza baja y los ojos clavados en la rueda delantera de la bicicleta, cubierta de barro. Cuando volvimos a montar en ella, apoyé la mejilla en su espalda y, a través de la camisa, noté que estaba empapado en sudor frío. Le hablé. Pero no me respondió. Desde esa noche, no volvimos a coger ese camino.
—¿Solía ir a buscarte al trabajo?
—Sí, me llevaba a casa en bicicleta casi todos los días.
—Era muy amable por su parte. Yo ni enamorado habría tenido tanto valor. Los muertos me asustan.
—A Jian no le asustaban.
—¿No irás a decirme que la muerte lo fascinaba, que lo atraía? ¿Sí? Entonces, tenía una psicología muy parecida a la de los occidentales. Un hombre interesante... Siento no haber podido psicoanalizarlo.
—¿Sabes dónde nos conocimos, Jian y yo? En el tanatorio, en la misma sala en la que sigo trabajando hoy en día.
—Te escucho.
—Fue a principios de los ochenta. Hace casi veinte años, ya ves. Ya ni siquiera recuerdo cómo iba vestido ese día.
—Piensa un poco, seguro que te acabas acordando.
—No, tengo sueño. Seguiremos mañana, ¿de acuerdo?
—Quiero saber cómo os Conocisteis Por favor...
—Mañana.
—Hasta mañana. Te llamaré.
—Serían las cinco de la tarde. Mi jefe y mis compañeros se habían ido a jugar un partido amistoso de baloncesto contra los bomberos. Al entrar en la sala de ceremonias, encontré a Jian ante el cuerpo de una mujer que yacía en una camilla con ruedas. Recuerdo su larga melena, cuidadosamente peinada, que le caía sobre los hombros. Recuerdo su rostro triste y tenso, su mirada afligida y, sobre todo, su perfume. No sé si te acordarás, pero en esa época, a comienzos de los ochenta, los perfumes eran algo rarísimo. Hasta para los ricos. Apenas entré en la sala, reconocí que aquel olor era de un auténtico perfume, con una pizca de rosa y mucho de geranio; un olor refinado, almizclado, exótico. Jian tenía en las manos un grueso collar de perlas que acentuaba grotescamente su feminidad y al que no paraba de dar vueltas entre los dedos, como un religioso que desgrana un rosario. Tenía los dedos cortos y bastos (mucho después supe que se debía a su reeducación en un pueblo de alta montaña, durante la Revolución Cultural) y dos cortes tremendos en la mano derecha.
—Y tú, ¿cómo ibas vestida ese día?
—Llevaba bata y guantes.
—¿Una bata blanca?
—Sí. Como una enfermera. Siempre llevo una bata inmaculada que huele a lejía. No como mis compañeros. ¡Si vieras sus batas! No las lavan hasta que la suciedad forma una espesa capa de grasa negra, aceitosa y brillante.
—Comprendo. A Jian le gustaba la gente que vestía con pulcritud.
—Ni siquiera me miró. Tenía los ojos clavados en una de las orejas de su madre, junto a la que había una mancha azul. El primer signo de descomposición de un cadáver. Se sacó del bolsillo una pequeña nota redactada por el director del tanatorio, que había obtenido no sé cómo y que lo autorizaba excepcionalmente a asistir al embalsamamiento, siempre que se limitara a observar con discreción. Por aquel entonces, yo todavía no era embalsamadora. El demonio sabrá qué locura me entró, pero el caso es que no le dije que yo no era más que la peluquera y que había que esperar al jefe para el embalsamamiento propiamente dicho.
—¿Es frecuente que haya esa clase de observadores?
—No, es muy raro.
—¿Sabes?, escuchándote, empiezo a sentirme identificado con ese pobre muchacho. Apuesto a que el perfume que llevaba era el de su madre, y el collar de perlas, también.
—¡Bravo por mi psicoanalista francés! Ya veo que no eres tonto del todo. Pero, dime: ¿por qué no te has casado todavía? ¿Sigues enamorado de aquella compañera de universidad que pasaba totalmente de ti? ¿Cómo se llamaba? ¿No era Volcán de no sé qué?
—Volcán de la Vieja Luna. Pero no te consiento que hables de ella en ese tono burlón. Vamos, déjate de bromas y sigue contando.
—¿Por dónde íbamos?
—Tenías que embalsamar a su madre.
(De pronto, en su hotel barato, unos ruidos procedentes de la habitación contigua atraen la atención de nuestro psicoanalista. El agua borbotea en las tuberías, un hombre canta en la ducha, una cisterna ruge como una cascada que cayera desde un precipicio justo encima de su cabeza, con tal estrépito que, en el cielo raso, las viejas grietas tiemblan, se ensanchan y se transforman en heridas abiertas de las que llueven partículas de cal, que ponen una nota cómica en la sesión de psicoanálisis. Luego, se oye el chorreo constante, monótono, suave, de la cisterna al llenarse, mezclado con el ruido de una lavadora, lo que retrotrae a Muo a un lejano domingo de primavera de hace veinte años, un domingo cuyos sonidos regresan a su mente cómo una vieja canción. Vuelve a ver a la Embalsamadora y a su novio rodeados por todos los habitantes del patio de vecinos ante el grifo comunitario, al lado de una flamante lavadora, comprada poco antes de la boda. Era su primera inversión conyugal. Verla llenarse de agua bastaba para colmarlos de felicidad. Muo recuerda que en esa época todavía no había taxis en aquella ciudad de ocho millones de habitantes y que la pareja había vuelto a casa andando, él, sujetando el manillar de la bicicleta y ella detrás, empujando, radiante de felicidad. En el portaequipajes, traqueteaba una lavadora de la marca Viento del Este —un producto salido de una fábrica local del mismo nombre—, atada a la bicicleta con cuerdas de paja trenzada. Todo un acontecimiento digno de entrar en los anales de aquel patio de vecinos que compartían varios centenares de familias de médicos y enfermeras. ¡Qué ovación! Cuando llegaron, una muchedumbre de niños, adultos y médicos, entre los que había varios que habían sido eminentes, se arracimó alrededor del electrodoméstico. Unos lanzaban exclamaciones de asombro y otros acribillaban a los novios a preguntas sobre el precio o el funcionamiento. A petición popular, la pareja aceptó hacer una demostración pública. La Embalsamadora subió a buscar su ropa sucia, mientras Jian, su prometido, colocaba la maquina junto al grifo comunitario. Muo, que también estaba allí, tenía la sensación de asistir a la ceremonia de lanzamiento de un cohete espacial. Cuando Jian aplicó el Pulgar al botón de puesta en marcha, unas luces rojas y verdes empezaron a parpadear encima de la puerta de carga, tras la cual las prendas se empaparon y empezaron a girar en el flujo y reflujo del agua con un borboteo de río e infinidad de burbujas, que el sol de primavera irisaba de estrellas multicolores. Cogida del brazo de Jian, la Embalsamadora daba vueltas alrededor del aparato, lo inspeccionaba, lo tocaba y lanzaba exclamaciones, mientras el chasis blanco vibraba con creciente violencia, imitando de vez en cuando el ruido de un avión al despegar.