Authors: Dai Sijie
Al domingo siguiente, Muo se puso un traje viejo que le prestó su padre y, tras tomarse el cuenco de fideos instantáneos con un huevo que le preparó su madre (sus padres, dos modestos adjuntos en la Facultad de Medicina Occidental, se mostraban discretos y prudentes y evitaban inmiscuirse en el asunto de Volcán de la Vieja Luna), cogió un taxi, atravesó la ciudad y llegó a la Colina del Molino hacia las siete y media. El sol apenas despuntaba. Mientras escuchaba el último movimiento del concierto de los sapos, las ranas y los grillos, Muo trató de recordar la configuración topográfica de la colina, a la que había ido para ayudar en sus tareas a los campesinos revolucionarios durante el verano de sus doce años. Tomó un sendero que creía un atajo, en el que estuvo a punto de caerse dos veces, no debido a los accidentes del terreno, sino a las dos o tres formas humanas con las que se cruzó y a las que, fueran de uno u otro sexo, tomó invariablemente por el juez Di. En esos momentos, el falso profesor sentía una oleada de calor que le subía a las mejillas, como si tuviera el cuero lleno de sangre viciada, espesa y negra. Al cabo de un rato, temió haberse perdido en la colina, de nuevo desierta y llena de senderos que se bifurcaban. Atravesó una enorme explanada llena de tumbas que ascendían por la ladera, sepulturas de forma redondeada en las que yacían los ajusticiados más pobres, cuyos cuerpos no había reclamado nadie. Algunas no eran más que simples lomos de tierra desnuda, sin lápida ni mención de nombre o fecha.
De pronto, sonó una campanilla, suspendida del cuello de un búfalo, que apareció al final de un brumoso sendero que serpenteaba entre las tumbas. Muo, que veía al juez Di por todas partes, fue presa del pánico una vez más, pero no tardó en tranquilizarse; detrás del animal caminaba una pareja: un joven campesino, que vestía chaqueta occidental y vaqueros remangados hasta las rodillas y llevaba un pesado arado de madera al hombro, y, a su lado, una muchacha con falda y zapatos de tacón alto y cuadrado de caucho que empujaba una bicicleta. El encuentro con Muo no pareció causar la menor sorpresa a aquellos dos jóvenes modernos, que le indicaron un camino sin interrumpir su conversación íntima, salpicada de risas, y se alejaron como en un poema pastoril, acompañados por el dulce tañido de la esquila del búfalo. ¡Qué armonía matinal! ¡Qué grande y digna del homenaje de uno de sus hijos errantes es mi patria socialista!
Contrariamente a lo que recordaba, el escenario de la tortura suprema, el fusilamiento, era de una insignificancia descorazonadora. Allí no había altas hierbas amarillas, oscilantes y susurrantes; ni tierra empapada con las lágrimas de las víctimas, amarillenta como el gargajo de un viejo enfermo; ni innumerables champiñones blancos y carnosos, proliferando a la sombra de los arbustos; ni aves carroñeras trazando círculos sobre su cabeza, negras al remontar el vuelo, negras al batir las alas, negras al planear en el aire... Un descampado insustancial, en extremo decepcionante. Carente de color, de ruido, de sentido. Solemnemente indiferente al sufrimiento. Los ojos de Muo no tardaron en habituarse a la penumbra y distinguir las siluetas de dos hombres que cavaban con palas, sin hacer apenas ruido.
«Puede que el juez Di haya cambiado de método de “beber en las fuentes” —se dijo Muo—. ¿O serán fantasmas? ¿Las almas de dos muertos que han vuelto para vengarse?»
El rostro de un amigo de la infancia olvidado hacía mucho tiempo regresó a su memoria. Se estremeció, aterrado. Era Chen, apodado Pelos Blancos, el único de sus amigos que, a principios de los años ochenta, había conocido la riqueza y el éxito y se había convertido en yerno del alcalde de la ciudad y presidente de una sociedad que cotizaba en bolsa, para acabar condenado a muerte, hacía tres años, por tráfico de automóviles extranjeros. ¿Lo habrían fusilado al pie de aquella colina? ¿De rodillas? ¿Con la espalda ofrecida al cañón de un fusil anónimo, a la detonación de un arma sin piedad disparada a unos metros detrás de él? Muo había oído decir que la posición de los dedos del condenado era determinante, y que le ataban cuidadosamente los brazos a la espalda para que las balas de los tiradores de élite penetraran precisamente por el pequeño cuadrado que formaban los dedos índice y medio, tras el cual se encontraba el corazón.
Los hombres de las palas vestían uniforme militar sin charreteras de oficial. Ninguno de ellos podía ser el juez Di. El calor volvió a inundar el rostro de Muo. Uno de los soldados llevaba un casco de metal demasiado grande para él y, al apoyar en la pala un pie calzado con una bota sucia y agujereada en la puntera para hundirla en la tierra, el casco, adornado en el centro con una estrella roja, se le cayó de la cabeza y fue a parar al fondo del hoyo, que casi había terminado de cavar. El hombre se agachó, lo recogió y descubrió, muerto de risa, un gusano de tierra marrón con listas verdosas que serpenteaba por la resbaladiza pared del casco. Lo hizo caer y lo cortó en pedazos con la pala. Los pequeños chorros de materia viscosa arrancaron fuertes risotadas a ambos soldados.
No era la primera vez que Muo se sorprendía a sí mismo, pero descubrir que tenía dotes de comediante le produjo una sensación embriagadora. Su mentira brotó con una naturalidad fluida, alada. «¡Oh, flor desnuda de mis labios!», que dijo Mallarmé. Incluso consiguió imitar el tono serio, un tanto académico, de un profesor de Derecho pekinés. Su falsa identidad le iba como un guante. Y su misión gubernamental impresionó a los dos soldados. Muo se interesó por la utilidad de los agujeros que estaban cavando.
—Es —dijo el asesino del gusano— para que, antes de dar la última boqueada, el fulano no ruede de aquí para allá y lo llene todo de sangre.
—Al criminal se lo ejecuta de rodillas —explicó el otro, que parecía más espabilado—, disparándole una bala al corazón. Cae fulminado al agujero. Si se retuerce durante la agonía, la tierra se desmorona a su alrededor y lo inmoviliza. A continuación, vienen los médicos para extraer los órganos. Mañana, si tiene curiosidad, pida una autorización especial. Verá cómo es la cosa sobre el terreno.
Muo lanzó una rápida mirada a los oscuros y malévolos agujeros y sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.
—Sus explicaciones son muy claras —dijo haciendo como que tomaba notas en un cuaderno.
—Es el filósofo del escuadrón —respondió el asesino del gusano, señalando a su compañero.
Los soldados se despidieron con un respeto casi servil. Antes de que se marcharan, Muo vio aparecer a un hombre de unos cincuenta años, que llegó corriendo, vestido con una camisa blanca a rayas azules que parecía una chaqueta de pijama y a la que le faltaban dos botones.
—El juez Di, que viene a hacer footing —murmuró Muo con voz temblorosa pero particularmente excitada.
—¿El juez Di? —le preguntó el asesino del gusano a su camarada—. ¿Quién es? Mira qué camisa lleva, parece de las que les ponen a los chiflados.
—¿No has leído las novelas del holandés? —repuso el filósofo del pelotón—. El juez Ti...
—¡Qué magnífico personaje! ¡Qué detective tan agudo! ¿Sabes qué es la camisa que lleva? Una toga de juez de la dinastía Tang.
Con los ojos brillantes de orgullo, el soldado le estrechó la mano a Muo riendo y se fue con su camarada.
Pero Muo le dio alcance.
—¿Se burla de mí? Espero al juez más importante de la región, un hombre que puede condenar a muerte a cualquiera. ¿Es él?
—Sí —confirmó el filósofo guiñándole el ojo disimuladamente a su compañero
—Es el famoso juez Di de Chengdu, el rey del infierno de los criminales —remachó el asesino del gusano.
Sentado en el suelo en medio del descampado, Muo siguió con la mirada la trayectoria circular del corredor. No se atrevía a molestarlo. Esperó. Los movimientos de aquel hombre eran tan regulares tan mecánicos, tan inexorables como los del ejército de hormigas que transportaban los trozos del gusano de tierra e iniciaban la difícil ascensión a un tronco de árbol. De pronto, el bocinazo de un vehículo lejano detuvo en seco la carrera del supuesto juez Di, que se quedó escuchando con una inmovilidad teatral. Muo dudó. Pasó otro minuto; luego, todo se produjo al mismo tiempo: la calma volvió; el corredor respiró aliviado; las hormigas reanudaron la marcha. Muo se levantó y, presa de la angustia mordiéndose el seco y agrietado labio, se dirigió hacia el hombre.
—¿Es usted el señor juez?
El interpelado lo examinó sin responder. Muo tuvo la sensación de que esbozaba un movimiento de cabeza. Con un sentimiento complejo, mezcla de miedo, respeto, odio y desprecio, escrutó el pálido rostro del hombre, particularmente fatigado. Tenía el cuerpo tan delgado, tan huesudo, que parecía carecer de carne, de modo que la camisa blanca a rayas azules le sentaba como un saco. Llevaba el pelo desgreñado. Bajo los ojos, dos inmensas bolsas negras. De pronto, en la cabeza de Muo se hizo la luz: aquel hombre era un desgraciado, perseguido por los fantasmas de sus víctimas. No, él mismo se había convertido en un alma en pena. Olvidando la mentira que llevaba preparada, Muo le tendió la mano.
—Soy Muo, psicoanalista, recién llegado de París. Creo, señor juez, que estoy en condiciones de ayudarlo.
—¿Ayudarme?
—Sí. Salta a la vista que necesita usted un psicoanálisis, basado en las teorías de Freud y Lacan.
Freud. Un nombre que no debía pronunciarse delante de aquel hombre bajo ninguna circunstancia. Demasiado tarde.
Sin dar tiempo a que Muo acabara la frase, el falso juez Di dio rienda suelta a su locura y le propinó un puñetazo en pleno rostro con tal fuerza que le clavó las gafas en la carne. Aullando de dolor, Muo oyó un zumbido en el interior de su cabeza y vio estrellas revoloteando a su alrededor. Luego, todo se oscureció. Muo no comprendía por qué estaba tumbado en el suelo, pero instintivamente se quitó las gafas, accesorio esencial en la vida de un intelectual miope, y perdió el conocimiento, mientras el corredor seguía dándole patadas en la cabeza, la entrepierna, los riñones y el hígado con salvaje violencia. Pura locura.
El falso juez Di se marchó. Pero, cuando apenas se había alejado unos metros, se detuvo y volvió sobre pasos. Se acercó a Muo, que seguía inconsciente, y, con extraordinaria sangre fría, le cambió la chaqueta por su camisa a rayas. Con una sonrisa perversa, se la abotonó hasta el cuello. Un nuevo toque de claxon le hizo dar un respingo. Vestido con la chaqueta de Muo, se marchó a la carrera, perseguido por el ulular de una sirena que pertenecía a la ambulancia de un centro psiquiátrico. El vehículo irrumpió en el descampado y trazó una circunferencia alrededor de Muo. Dos enfermeros de impresionante corpulencia se apearon de ella con una foto en las manos y se acercaron a Muo con precaución.
Muo se despertó, abrió los ojos y vio, en contrapicado, a dos gigantes que lo miraban de hito en hito. También descubrió que llevaba la camisa a rayas de su agresor, cuyo olor le revolvía el estómago.
—Cómo apesta esta ridícula camisa... —murmuró, y volvió a sumirse en la inconsciencia.
Los dos enfermeros efectuaron una minuciosa comparación con la foto. Sin gafas, con la cara desfigurada por enormes moretones y con la nariz sangrándole, Muo estaba irreconocible. Los enfermeros acabaron decidiendo que era el hombre de la foto, el loco que había huido de su centro por el pozo de las letrinas. (Llevaban dos días buscándolo y habían conseguido localizarlo gracias a la llamada telefónica de una pareja de campesinos.) Le propinaron unas cuantas bofetadas para reanimarlo, pero en vano.
Con el faro giratorio encendido, la ambulancia se puso en marcha abandonó el descampado, con Muo esposado en su interior. Ese domingo, el juez Di, el verdadero, no había podido cumplir su deseo de beber en las fuentes; estaba resfriado, después de pasar la noche en blanco jugando al
mah-jong
. Cómo no. El inevitable
mah-jong
.
SI SÚBITAMENTE
NOS CONVIRTIÉRAMOS EN OTRO
(
De nuestro enviado especial en Chengdu
.) Hará aproximadamente una semana, el señor Ma Jin, huido del hospital psiquiátrico, fue encontrado inconsciente al pie de la Colina del Molino, en el lugar de ejecución de los condenados a muerte. Tenía el rostro ensangrentado y cubierto de hematomas. Sufría una leve conmoción cerebral. De regreso en el centro psiquiátrico, al volver en sí, rechazó categóricamente esa identidad y aseguró ser un tal Muo, psicoanalista llegado de Francia en fechas recientes, discípulo de Freud, si bien consideraba a Lacan «intelectualmente interesante, dotado de una fuerte personalidad, capaz de hacer pagar a su clientela parisina fabulosos honorarios por sesiones de consulta que nunca pasaban de los cinco minutos». El doctor Wang Yusheng, uno de los psiquiatras más prestigiosos de nuestro país, subdirector del Centro de Tratamiento de Enfermedades Mentales de Pekín, y el señor Qiu, catedrático titular de Francés de la Universidad de Shanghai, fueron convocados para estudiar al sujeto. Las dos eminencias universitarias sometieron al evadido, señor Ma Jin, a una serie de tests. El paciente recitó en voz alta, y en francés, pasajes enteros de Freud, frases de Lacan, Foucault, Derrida, el comienzo de un poema de Paul Valéry, el nombre de la calle en la que vivía en París, el de la boca de metro más próxima y el del estanco de al lado, El Perro Fumador, el de la cafetería de debajo de su casa, el de la de enfrente, etc. A continuación, invitó a sus examinadores a saborear la belleza de la palabra francesa «amour», así como la riqueza y la intraducible complejidad del vocablo
«hélas
». Nuestro brillante francófilo ¿Ma Jin o Muo?) pretendía haber sido agredido y robado por un corredor desconocido. En cuanto a la razón de su presencia en el lugar de ejecución, confesó no recordarla. Un lapsus de memoria probablemente debido al shock que había sufrido.
La conclusión de los dos expertos fue categórica: se trata de uno de los casos más desconcertantes de la historia de la Psiquiatría, conclusión que convulsionó inmediatamente los medios intelectuales de Chengdu. Catedráticos, investigadores, periodistas, estudiantes de Humanidades y sobre todo estudiantes de Filosofía que acariciaban desde hacía mucho tiempo la ambición de convertirse en psicoanalistas acudieron en peregrinación al centro psiquiátrico en las horas establecidas, y la habitación del evadido francófilo no tardó en rebosar de visitas. Era una habitación individual dotada de nuevas medidas de seguridad, con rejas reforzadas y un enfermero-guardián que tenía el ojo pegado a la mirilla de la puerta permanentemente. El enfermo se convirtió en el objeto de todas las especulaciones intelectuales de nuestra ciudad. Cuando lo visité en persona, lo estaba entrevistando un investigador universitario especializado en mitología china, que emborronaba de notas un grueso cuaderno, al tiempo que grababa la conversación en un magnetófono. La pretensión de dicho investigador era establecer una relación entre Ma Jin-Muo y el famoso inmortal cojo, personaje mítico muy popular. (Según la leyenda, cuando el alma de éste regresó de un viaje espiritual, descubrió que uno de sus discípulos había incinerado por error su cuerpo, inanimado desde hacía siete días. Apiadado, el Dios de la Misericordia hizo un milagro, que permitió al alma errante transmigrar secretamente al cadáver de un mendigo cojo que había muerto hacía poco. El resto es fácil de imaginar: de pronto, el cuerpo inanimado despertó, se levantó, soltó una carcajada triunfal y se dirigió renqueando a su antiguo templo, para salvar al traumatizado discípulo, que quería suicidarse.) Entre los regalos de las visitas, esparcidos sobre la cama metálica, encontré y pude hojear una revista estudiantil local impresa artesanalmente, en uno de cuyos artículos se defendía la siguiente hipótesis: el evadido era la reencarnación de un traductor de francés fusilado hace tiempo. Antes de abandonar el centro, pude recoger diversos testimonios que Coincidían unánimemente sobre este punto: el paciente no tenía nada que ver con los otros enfermos. Nunca se quejaba de la comida ni de la rigurosa disciplina. Daba la sensación de estar a gusto allí. No paraba de decir y no precisamente en broma, que un manicomio es la mejor universidad del mundo. Un hombre educado, amable, atento, que tomaba nota de todo, de los gritos histéricos nocturnos, de los efectos de los electroshocks, de los sueños de los demás enfermos, etc. «Era un hombre muy romántico —declaró su enfermero-guardián—. Pese a todos los calmantes que tomaba mañana y tarde, me contó un montón de historias, más o menos picantes chinas o extranjeras y, a cambio, me pedía que le trajera hojas de papel. Escribía cartas de amor largas como novelas, aun sabiendo que nunca llegarían a su destino, dirigidas siempre a la misma mujer, una presa, su amor, de nombre cómicamente inolvidable, según sus propias palabras. Pero nunca me lo reveló. Era su secreto.»