Authors: Dai Sijie
Dos trazos verticales que se cruzan con otros dos horizontales, más cortos y apenas visibles, simbolizan una cama. Al lado, tres trazos verticales, curvos y delgados como hilos, representan unas pestañas bajadas sobre el primer plano de un ojo cerrado. Debajo, un dedo señala el ojo y parece decir que sigue viendo incluso dormido. Es el ideograma del sueño en la antigua escritura jeroglífica china, que tiene tres mil seiscientos años de antigüedad. Un encanto primitivo da a su misteriosa belleza un no sé qué divino que impresionó a Muo, por aquel entonces estudiante de veinte años, cuando descubrió en el Museo Imperial ese carácter grabado sobre un caparazón de tortuga oscuro, agrietado, casi transparente y tan viejo que el soplo de un aliento parecía bastar para convertirlo en polvo, con todos sus primorosos trazos.
El escriba de la época no podía imaginar que, varias decenas de siglos más tarde, aquel carácter se convertiría en el emblema de un psicoanalista ambulante. Muo lo copió detalladamente en un trozo de seda negra, a tamaño aumentado, pero respetando las proporciones. Luego, lo recortó y le pidió a un sastre que lo cosiera a una sábana blanca que había cogido en casa, de un cajón de la cómoda de caoba, sin que su madre lo supiera, y que olía a lejía y alcanfor. Debajo del ideograma, hizo imprimir su título con pintura roja, en tres líneas: «Intérprete de Sueños (Con letras grandes). Psicoanalista recientemente llegado de Francia. Discípulo de las Escuelas Freudiana y Lacaniana (con letras más pequeñas).
La última etapa de la confección de la bandera consistía en encontrar un mástil adecuado Muo recorrió el mercado de muebles y comparó numerosas cañas de bambú. Pero ninguna servía. Carecían de las cualidades y la resistencia que permiten ondear una bandera al viento. De vuelta en casa de sus padres, dudó entre la pértiga en la que su madre tendía la ropa y la caña de pescar desmontable de su padre, formada por varias piezas de bambú lacado. Tras pensarlo mucho, eligió esta última, quizá menos sólida pero visualmente superior.
Al final de una suave noche de verano, Muo se despertó tras un sueño breve y agitado. (Desde que había leído La metamorfosis de Kafka, se despertaba con miedo.) Ese día, sin embargo, se sentía extrañamente descansado y lleno de energía. Se levantó, se acercó a la ventana y echó un vistazo al exterior. Una estrella solitaria, tal vez la que recibe el nombre de Polar, brillaba todavía en el cielo, al norte. Era la primera vez desde su regreso que veía una estrella en aquella ciudad contaminada. La contempló durante unos instantes y acabó interpretándola como un signo de buen augurio para la excursión psicoanalítica que había programado. Antes de que la estrella desapareciera, Muo salió de casa montado en la vieja y chirriante bicicleta de su padre. Las calles, gris pálido a esa hora, parecían haber perdido sus colores. Siguió pedaleando hasta las afueras de la ciudad, donde se detuvo ante un rascacielos, cuyos cristales, como un inmenso espejo, se adornaban. Con los magníficos reflejos del sol naciente sobre el río Yangtse. Muo sacó la bandera y la izó en la caña de pescar, que ató con fuerza al portaequipajes de la bicicleta Luego, volvió a montarse en ella y dando una fuerte pedalada, salió disparado como una flecha, con la bandera al viento. Dirección: la periferia sur.
Aquí, voy a revelar un secreto. La excursión psicoanalítica no era más que un pretexto para Muo, la estratagema que le permitiría encontrar a una joven cuya virginidad compraría para entregársela al juez Di. Primer paso decisivo hacia la libertad de su presa bien amada. Su objetivo final, claramente definido.
«Y el viento furibundo de la concupiscencia / hace flamear tu carne como una bandera vieja.» Mientras pedaleaba, Muo oyó resonar en su cabeza esos versos de Baudelaire.
Poco a poco, Muo fue dejando atrás la ciudad. Tras una hora de viaje, llegó al término municipal de Portal Rojo. El primer pueblo, llamado El Bambú de Jade, ofrecía, en tanto que elegido de la modernización, un aspecto fantasmal: todos los terrenos habían sido vendidos, y todas las viejas casas, demolidas y reemplazadas por edificios de oficinas que alzaban hacia el cielo sus esqueletos, inacabados y abandonados —seguramente por motivos económicos—, sin tejados, suelos ni paredes. En los marcos vacíos de puertas y ventanas y en los intersticios entre el cemento y los ladrillos, crecían flores silvestres amarillas que oscilaban al viento. La planta baja de uno de los edificios, al que Muo entró a hacer aguas menores, estaba invadida por exuberantes hierbas que, empapadas de rocío matinal, exhalaban aromáticos efluvios, mientras un rebaño de ovejas las mordisqueaba apaciblemente lanzando de vez en cuando, al mejor estilo pastoril largos balidos de satisfacción, que ascendían, vibraban en el aire y se mezclaban con el débil murmullo del chorro de pis contra la pared.
En aquel ruinoso edificio, perforado por vanos de puertas y ventanas abiertas al cielo, Muo interpretó su primer sueño. A menudo, sin darse cuenta, cometía errores, sobre todo en su vida cotidiana, e incluso a veces daba la impresión de ser idiota. Pero, en lo tocante al psicoanálisis, sobre todo aplicado al terreno de los sueños, sus conocimientos eran enciclopédicos.
Su primer cliente fue el pastor del rebaño de ovejas, un tullido de cuarenta y cinco años, que se acercó a él apoyándose en un par de muletas de madera. Aunque apartó la vista enseguida, Muo vio que tenía una pierna más corta que la otra, y seguramente también más delgada, porque la pernera de ese lado flotaba en el aire y no se veía el pie. El pastor regateó hasta conseguir bajar los honorarios de veinte a diez yuans, lo que Muo aceptó sin discutir.
En el sueño que contó el tullido mientras se fumaba un cigarrillo, caminaba, o más bien chapoteaba, en el agua, a la orilla de un río, presumiblemente el Yangtse, en compañía de una mujer de cincuenta años con la que había mantenido relaciones sexuales hacía algún tiempo. Un vecino, que trabajaba en un lugar turístico, les había hecho una foto. Un día, mientras el tullido estaba durmiendo, la mujer, su antigua amante, llegó y lo despertó. Estaba muy contenta y había ido a enseñarle la foto. El agua del Yangtse estaba tan limpia que se veían los guijarros y las briznas de hierba del fondo. En las profundidades del río, se distinguía un barco, sobre el que flotaban prendas de ropa interior. La mujer lo tenía cogido por el codo, él sonreía, con los brazos relajados sobre las muletas. Tenía el pantalón mojado, pese a llevarlo remangado, y por la bragueta, abierta salía un bastón muy largo y muy duro que llegaba hasta la superficie del agua. Un bastón coloreado, con infinidad de reflejos luminosos, que parecía de cristal.
Para Muo, aquel sueño no ofrecía dificultad. Era como pedir a un campeón del mundo de ajedrez que jugara una partida con un vulgar principiante. Sin vacilar ni preguntar nada, nuestro psicoanalista advirtió a su cliente que sobre él pesaba la amenaza de otra incapacidad —la sexual— y que el Maligno, al que los religiosos llaman Satán, y la gente leída, ardor diabólico del placer, estaba a punto de abandonarlo. Le aconsejó recurrir a la Medicina.
Muo lamentó haber pronunciado esas palabras apenas salieron de su boca. Se recordó su objetivo, su misión: dar con una virgen. Intentó cambiar de tema y obtener información, pero era demasiado tarde. Enfadado, su cliente se le echó encima clavándole unos ojillos torvos y temblando como una hoja. Dando rienda suelta a su cólera, le gritó que era un aguafiestas que lo único que quería era reírse de un pobre inválido y lo puso de vuelta y media. Acto seguido, le tiró el cigarrillo a la cara, se apoyó en la muleta izquierda y levantó la derecha para romperle la crisma. Muo esquivó el golpe. El tullido lo persiguió saltando sobre un pie, apoyándose en una muleta y blandiendo la otra por encima de la cabeza, como en una película de kung-fu. Asustadas, las ovejas salieron en estampida. Los gritos del tullido no cesaron hasta que Muo huyó con su bicicleta y su bandera, sin cobrar un yuan, y desapareció en la bruma matutina, coloreada por un sol mortecino.
Así fue como empezó su gira suburbana como intérprete de sueños. Su Larga marcha personal. Una dura Prueba para su paciencia. Todos los días, durante tres semanas, salía de casa a primera hora montado en la vieja bicicleta paterna. Hacia mediodía, el calor era tan caliente que el asfalto de la carretera se ablandaba y Muo tenía la sensación de avanzar por un cenagal. El sudor. El polvo. Un día, la rueda delantera reventó y Muo tuvo que continuar la marcha empujando la bicicleta bajo un sol abrasador.
Cuando al fin consiguió reparar el neumático en un pueblo el sillín estaba tan caliente que tampoco pudo sentarse. Cuando entraba en una población, con la bandera ondeando en la caña de pescar, intentaba seducir a los posibles clientes. Regateaba, sólo por guardar las formas, pero casi siempre acababa bajando el precio a un yuan e incluso llegaba a trabajar gratis. Por la noche, volvía al domicilio paterno exhausto, con la sensación de tener las piernas rotas.
En ocasiones, le parecía que, en lugar de pedalear, era la vieja bicicleta la que lo llevaba. Todo le parecía más hermoso: los olores del campo, los búfalos de los arrozales, incluso los coches. Se deslizaba entre todo aquello y, a veces, se cruzaba con atractivas ciclistas en las calles flanqueadas de plátanos. (Las mujeres en bicicleta siempre le han parecido muy sexys, y sueña con organizar desfiles de moda sobre dos ruedas.)
Pero la búsqueda de la virgen avanzaba poco, porque la mayoría de las chicas jóvenes habían abandonado el campo para trabajar en las grandes ciudades. De las que se habían quedado, ¿cuáles seguían conservando la virginidad? Buena pregunta. Desde un punto de vista profesional, Muo encontró algunos casos interesantes. En cuanto llegaba a casa de sus padres, sacaba sus cuadernos escolares franceses y su grueso diccionario para tomar notas en la lengua de Molière. Entre sus hazañas de intérprete de sueños, hay una o dos que merecen ser citadas.
Una mañana de junio, tras dejar la nacional 351, la bicicleta zigzagueaba entre charcos de agua por un camino de tierra que bordeaba un arroyo, en un valle tranquilo y verde. Muo pasó ante una casa aislada, con cubierta de tejas y paredes de madera, cuya puerta, de dos hojas de gruesa madera tallada y elevada medio metro por encima del suelo, tenía varios centenares de años de antigüedad. En el interior se veía un patio cuadrado y, en él, dos viejas que charlaban ante sendos ataúdes nuevos colocados encima de otro bajo un tejadillo seguramente sus propios féretros. (La costumbre local es preparar con antelación el ataúd de los padres ancianos y tenerlo donde puedan verlo hasta el día de su muerte, como una especie de garantía de morada en la otra vida.) Muo aparcó la bicicleta, franqueó el elevado umbral y se acercó a las ancianas. Inmediatamente, aparte del olor a madera de los ataúdes, percibió otro, extraño pero indefinible, que flotaba en el aire del patio. A gritos, cual peluquero, afilador o castrador de gallos a domicilio, Muo ofreció a las mujeres una interpretación de sus sueños a un precio módico, pero de la mejor calidad.
Las dos ancianas —Muo comprendió que eran hermanas, porque se parecían como dos gotas de agua— carraspearon, pero no mostraron el menor interés ante el discurso sobre los poderes mágicos del método ideado por su maestro Freud.
Muo no se sorprendió. Estaba acostumbrado. No esperaba que las hermanas le contaran un sueño. Por otra parte, ni siquiera estaba seguro de que siguieran soñando, Con aquellos dos ataúdes esperándolas bajo el tejadillo. Tras darle muchas vueltas al asunto, estaba a punto de preguntar si conocían alguna virgen en los alrededores, cuando una de las hermanas, con voz sardónica, casi hiriente, declaró: Somos dos hechiceras muy conocidas en la región. Nuestro padre era un médium que se ocupaba sobre todo de los sueños. Seguro que sabía más que tu maestro extranjero.
Desconcertado, Muo se aclaró la garganta. Ahora comprendía la naturaleza de aquel extraño olor que flotaba en el aire. Rió. Se disculpó. Volvió a reír. Y se dirigió hacia la puerta. Pero las ganas de provocar fueron más fuertes que él, y volvió la cabeza hacia las viejas.
—¿No estarían ustedes enamoradas de su padre, por casualidad? —La pregunta, formulada en un tono de lo más inocente, cayó como una bomba en el patio. Hasta los ataúdes parecían haberse estremecido—. Según la teoría que yo aplico —siguió diciendo Muo—, durante su infancia, todas las mujeres han querido acostarse con su padre.
Muo esperaba una reacción de cólera. Y no tardó en llegar. Pero sólo por parte de una de las hermanas, que amenazó con echarle una maldición. La otra, sin embargo, la contuvo, pensativa.
—Lo que dice este hombre no es totalmente falso, sobre todo en lo tocante a ti. En cuanto mamá se levantaba, tú corrías a meterte en la cama con papá, que no tenía más remedio que echarte. ¿Es que ya no te acuerdas?
—¡Lo que hay que oír! Eras tú, lagartona, la que hacía eso. Y era a ti a quien papá echaba de la cama a puntapiés para hacerte volver a la nuestra. Si hasta te escondías en la oscuridad para verlo mear... Eso te fascinaba.
—¡Serás mentirosa!... Hace tan sólo unas semanas me dijiste que habías soñado que papá estaba orinando en el patio, que tú lo habías imitado, meando de pie como él, y que él se había echado a reír. ¿Es verdad o no?
Muo se alejó con calculada lentitud para no perder ripio de sus mutuas acusaciones. Cuando su bicicleta reanudó la marcha por el camino de tierra en dirección al siguiente pueblo del valle, lamentó no haberlas visto llorar. En cierto modo, le inspiraban mucha simpatía, aún más que sus otros «clientes». Le encantaban los ajustes de cuentas, semejantes a un río que se desborda y rompe los diques durante las mareas de plenilunio. Las revelaciones, las confesiones ... ¡Qué mágico era el psicoanálisis! ¡Viva el lenguaje desnudo!
La exploración del valle fue poco fructífera. Había en él dos o tres pueblos, pero las jóvenes se habían marchado a la ciudad hacía mucho tiempo. Quedaban los viejos con sus ataúdes en los patios, mujeres casadas con bebés atados a la espalda, campos por cultivar y cerdos por alimentar. Por un instante, Muo creyó que la suerte le sonreía al ver a una chica regordeta de unos dieciocho años detrás del mostrador de la única tienda de un pueblo. Se acercó y la observó detenidamente. La muchacha apuntó unos números en un libro de cuentas y luego pegó un sello en un sobre dirigido a Hacienda. Parecía una chica animosa, decidida a mantener su negocio a flote. Sin embargo, las esperanzas de Muo se volatilizaron: el rostro casi infantil de la muchacha estaba contaminado por el influjo de la moda, como testimoniaban sus depiladas cejas. La sesión de interpretación de sueños, que fue gratuita, se tomó una confesión envuelta en lágrimas. La joven lloró su corta y desgraciada experiencia en la ciudad, donde había trabajado en un restaurante y perdido la virginidad para poder quedarse, pero en vano. ¡Qué desastre! Cuando Muo le preguntó por el aseo, la chica lo acompañó al de arriba, le indicó un cuartucho inmundo y, sin sonreír, con gesto grave, se deslizó al interior tras él. Un enjambre de moscas azules zumbaba y revoloteaba en el reducido espacio.