Authors: Dai Sijie
—¿Puedo ayudarle a bajarse la bragueta? —le preguntó la chica con la naturalidad de una vieja prostituta
—No, gracias —respondió Muo, azorado.
—Lo que cobro no es nada para alguien rico como usted, señor profesor
—¡Fuera! —le gritó Muo— Estás completamente loca. Además ¿de dónde has sacado que soy profesor?
La chica salió dócilmente volvió a ocupar su puesto detrás del mostrador. Si hubiera insistido, en nombre de su negocio o su familia, o se hubiera hecho la huérfana desesperada, Muo no sabía cómo hubiera acabado aquel sainete.
¡Muo el incorruptible! ¡Muo el fiel! Muo el caballero. Como don Quijote, invocó el nombre de Volcán de la Vieja Luna y evocó su imagen, mientras pedaleaba por el camino lleno de baches, con la bandera del ideograma del sueño izada a su espalda.
Aún no veía la carretera, pero ya oía los frenéticos bocinazos de los camiones. A lo lejos, se distinguían dos puntos negros en medio del camino de tierra, a la altura de una vieja casa de madera. La bicicleta chirriaba, el portaequipajes traqueteaba, el manillar temblaba y la cadena amenazaba con partirse a la siguiente pedalada. Tengo sed. Me conformaría con darle un lametón a un helado. Los dos puntos negros se cruzaban y cambiaban de posición, con movimientos claramente perceptibles. Muo inició la ascensión de una cuesta. La rueda delantera dejó de avanzar y el tiempo se detuvo; luego, con una sacudida, volvió a girar. ¡Ay, sorbete helado! ¿Dónde estás?
Por un instante, los dos puntos negros desaparecieron de su campo de visión, para volver a aparecer, todavía indistintos pero más grandes a medida que se acercaba a ellos, hasta adquirir la forma de las dos hechiceras, que le cerraban el paso. Su sola presencia bastó para hacerle bajar de la bicicleta. Estaba empapado en sudor, pero era sudor frío. No había sudado de aquella manera desde el comienzo de su excursión psicoanalítica.
Sin embargo, las dos hermanas le dispensaron una acogida la mar de calurosa. Le pidieron disculpas y le aseguraron que confiaban en él, incluso admitieron sentir interés por el psicoanálisis. Muo no acababa de creer aquel cambio tan radical y quiso seguir su camino, pero las viejas no lo escucharon. Le hicieron aparcar la bicicleta y lo invitaron a entrar en su casa y sentarse a su mesa. El comedor era una sala de techo bajo empapelada con hojas de periódico. Entre dos ventanas cerradas, había una foto enmarcada de un anciano, seguramente el difunto padre. La casa olía a incienso, a incienso tibetano. Dos arcos impresionantes de color ocre rojizo, que debían de utilizar para ahuyentar a los demonios, pendían sobre un hogar excavado en la tierra en medio de la habitación. El fuego estaba encendido. El agua empezó a hervir. El té no tardó en estar listo.
Muo tuvo que concederles una cosa: sus fideos, su sopa picante de carpa y sus riñones de cerdo con cebolletas eran dignos de ser vistos, olidos y comidos. Mientras saboreaba aquel auténtico regalo, que aunaba las artes de hervir, freír y estofar, las dos hechiceras le hablaron de un sueño que nunca habían conseguido entender. Su difunto padre no les había enseñado a interpretar los sueños. (No se puede encontrar una sola mujer iniciada en este arte en todos los anales chinos, pese a ser tan vastos como el océano.)
El sueño en cuestión lo había tenido el hijo de la hermana mayor, fallecido hacía dos meses, a la edad de treinta y cinco años. De muerte natural, probablemente por asfixia. No había indicios de violencia. El fallecido trabajaba desde hacía años en la ciudad de Chongqing, a quinientos kilómetros de allí, en una cantera de mármol. Al hacerle una radiografía los médicos le detectaron una sombra en el pulmón derecho, cosa bastante frecuente entre los canteros. Con motivo del 1 de mayo, la empresa le dio cinco días de permiso, que aprovechó para ir a ver a su mujer y a su familia. El año anterior se había hecho una casa, una de las más bonitas del pueblo, de dos pisos, con los balcones y las fachadas decorados con miles de azulejos blancos que su madre y su tía habían colocado a mano subidas a andamios de bambú. Al pobre no le dio tiempo a admirar su vivienda, pagada hasta el último yuan con su sangre y su sudor de pedrero. Llegó más tarde de lo previsto; ya era de noche, y estaba tan cansado del viaje que no quiso ni comer ni bañarse. Su mujer llenó de agua templada una palangana de madera y le lavó los pies. Luego, aproximadamente en este orden, se desnudó, su esposa le ayudó a ponerse una camiseta y un calzón limpios, tras lo cual él salió a orinar y volvió a la habitación. Le dijo a su mujer que quería rezar antes de acostarse. Era adepto de Falungong, la secta prohibida por el gobierno. La mujer salió de la habitación. Lo oyó rezar. Cuando volvió junto a él, tras fregar los platos, estaba dormido. Al día siguiente, se despertó a las siete y se lo encontró muerto a su lado. Como su marido pertenecía a Falungong, no pidió que le practicaran la autopsia, para evitar que interviniera la policía.
Antes de ir a su casa, el hombre había pasado por la de su madre y su tía. Estuvo con ellas poco más de un cuarto de hora. Comprobó el estado de los ataúdes y les contó el sueño que había tenido la noche anterior al viaje. Iba conduciendo una potente moto por la orilla del río Yangtse. De pronto, al bajar la vista, advirtió que la arena y los guijarros se separaban en dos partes al paso de su vehículo: la de la derecha era blanca y estaba seca, mientras que la de la izquierda era negra y estaba húmeda.
Un auténtico enigma. Muo escuchaba a las dos hermanas con los ojos clavados en la polvorienta foto de su padre, el médium especialista en interpretar sueños. Tenía la vaga sensación de que le inspiraba reflexiones genuinamente chinas. Pero la solución no se le ocurrió de inmediato. Pidió a las dos hermanas que le concedieran unos días y volvió a casa de sus padres. No conseguía dormir más que dos o tres horas por noche. Fumaba más cigarrillos de los que toleraban sus pulmones. A menudo, pensaba en el famoso detective inglés capaz de reconocer que unas huellas de pasos estaban invertidas. Siguió con sus excursiones, pero se volvió distraído. Un día, a la orilla de un camino por el que nunca pasaba un autobús, un anciano le pidió que lo llevara. Apiadado del viejo, tan escuálido que parecía no tener más que huesos bajo la pálida piel, Muo aceptó. En cuanto subió al portaequipajes y Muo reanudó la marcha, el anciano se quedó dormido. Absorto en sus reflexiones sobre el enigmático sueño, Muo siguió pedaleando durante una hora, sin que el cicloestopista abriera la boca. Acabó olvidándose de él. Hasta el momento en que decidió hacer un alto bajo un gran ginkgo. Redujo la velocidad y volvió la cabeza. El anciano había desaparecido. Lo había dejado por el camino.
Al final, Muo intentó dormir varios días y varias noches seguidos, con la esperanza de desentrañar el misterio de aquel sueño con sus propios sueños. Un amanecer, cuando la pálida luz azul empezaba a colarse por su ventana, se despertó tras haber soñado que Volcán de la Vieja Luna, vestida con el uniforme a rayas de presidiaria, le reprochaba haberla olvidado. En ese instante, todo le pareció claro. Volvió a casa de las hechiceras y les desveló la clave del enigma: el sueño del difunto era premonitorio mostraba sus sospechas de que su mujer lo engañaba con otro hombre, tal vez un vecino de apellido Fong y nombre Chang, que iba a ser su asesino. (El carácter Fong se compone de dos partes: la izquierda representa el agua y la derecha, el caballo: la moto. Dos soles simbolizan dos hombres —que comparten a la misma mujer y dos soles superpuestos componen precisamente la palabra Chang...)
La hermana mayor —la madre— se echó a llorar. La pequeña a reír. En el pueblo había un vecino con ese nombre. Unos días después, las dos hechiceras consiguieron convencer a la policía para que lo detuviera. Fong Chang confesó el crimen tras diez minutos de interrogatorio.
Muo pagó caro haber soñado el sueño de otro. Por la noche, y a veces también por el día, la moto se le aparecía, conducida por el propio Muo: circulaba rugiendo por la orilla del Yangtse. Era negra, y el río, verde botella. La arena estaba seca a la izquierda y mojada a la derecha. Una bandada de gaviotas se abatían sobre el motorizado Muo y le azotaban la cara con sus blancas alas. La vela de la barca de un pescador, o un niño que orinaba desde la cubierta de una gabarra, añadían profundidad de campo a la imagen.
Otro sueño, relatado por el vigilante nocturno de una obra, merece igualmente ser mencionado. Muo todavía se acuerda de aquella caseta, con su tejado de chapa ondulada, cuya negra y solitaria silueta iluminaba de vez en cuando los faros de los camiones que pasaban por la carretera. Muo conoció al vigilante en una casa de té, a última hora de la tarde. El hombre lo invitó a acompañarlo a la obra. «Ya verá como esta noche nos divertimos con las chicas de la obra...» Promesa de un hombre de treinta años tan escuchimizado como Muo, aunque más enérgico y muy bebido. El vigilante lo llevó a su barraca, que tenía la puerta asegurada con una cadena. Cuando se dio cuenta de que había perdido la llave, fue haciendo eses a buscar una barra de hierro oxidada y la introdujo entre las hojas de la puerta, que no tardó en ceder con un estrépito indescriptible. Después de que Muo entrara, la chapa ondulada siguió vibrando sobre su cabeza.
El interior era una auténtica leonera. Pero el frigorífico no estaba vacío. El vigilante le sirvió una cerveza. Acto seguido, le preguntó si quería pagar a dos putas.
—Nos divertiremos los cuatro juntos.
—¿Dos putas? ¡No! ¡Qué manía con las putas, estoy harto! —gritó Muo tras un momento de silencio. Luego, decidió abandonar su anterior estrategia y, aunque no le gustaba enseñar sus cartas, se obligó a formular una pregunta directa—. ¿No conocerás chicas vírgenes, por casualidad? —dijo con voz desenvuelta.
—Chicas, ¿qué?
El vigilante se acercó y le dio una palmadita en la espalda.
—Chicas vírgenes. Chicas puras e inocentes, que todavía no hayan... Vírgenes —repitió Muo, como si se tratara de una palabra pasada de moda, saboreando su extraño sonido.
El vigilante soltó una carcajada irritante. De pronto, Muo se sintió casi sucio. El borracho puso fin a su extemporánea hilaridad, lo cogió del brazo, lo acompañó a la desgoznada puerta y le pidió que se marchara, como si fuera un loco peligroso.
Sin perder la dignidad, Muo enderezó su estandarte y se alejó lentamente a pie, empujando la bicicleta por el sendero de tierra y gravilla. Pasó ante un edificio en construcción casi acabado. Levantó la cabeza y contemplo los andamios de bambú, que se alzaban ante él como un inmenso damero. «La vida se parece a una partida de ajedrez —se dijo—. Y mi búsqueda de una virgen no escapa a esa regla. ¿En qué momento he dado un paso en falso? ¿Estará perdida ya la partida?»
La risa del vigilante nocturno volvió a resonar en su cabeza y le reveló, como un veredicto, lo absurdo de su empresa.
Muo se fijó en una escalerilla de hierro que ascendía en espiral por el interior de los andamios. Le entraron ganas de fumar. ¿Por qué no en lo alto de aquel gran edificio inacabado? La idea le gustó. Inició la nocturna y solitaria ascensión. Como le faltaba práctica y la escalerilla era estrecha, resbaló y estuvo en un tris de caerse. Eso le hizo reír. Se sintió un poco menos deprimido. Se acordó de la bicicleta. Perspectiva del colmo de la desgracia: cuando Muo baje, habrá desaparecido y tendrá que andar durante horas para volver a casa. Miró hacia abajo. Afortunadamente, la bicicleta seguía en su sitio. Bajó, se la echó a la espalda y reinició la ascensión.
El tejado era una inmensa azotea alquitranada, más o menos acabada. Cuando el vigilante nocturno lo encontró, Muo, encorvado sobre el manillar, pedaleaba con una energía exuberante junto a una valla de tela metálica. Sin aliento, se irguió en el sillín y dejó que la bicicleta lo llevara hasta el centro de la azotea, donde apoyó un pie en un rodillo apisonador. Sin bajar de la bicicleta, encendió un pitillo, soltó una gran bocanada, saboreó el humo de sus fantasías y la embriaguez de su depresión y, luego, con una fuerte pedalada, volvió a esprintar.
Temiendo un accidente, si no un suicidio, el vigilante nocturno, cuyo sentido de la responsabilidad se manifestaba quizá por primera vez, le exigió que bajara inmediatamente. Pero Muo siguió con su numerito gritando a pleno pulmón esta frase del más ilustre poeta inglés: «Soy el ladrón de la luna, del mar, de las estrellas...» A la que añadió: «El ladrón de vírgenes.»
Erguido contra el viento en el portaequipajes el estandarte con el ideograma del sueño restallaba a sus espaldas. Muo tan pronto tenía la sensación de que la bandera lo llevaba en volandas para alzarlo a las alturas, como creía que lo iba a precipitar al vacío haciéndolo pasar por encima de la valla. Estaba chorreando sudor. El viento se levantó de pronto gruñendo y maullando, y sopló como si quisiera romper mástil de la bandera. Pero se calmó enseguida con un gemido. El aire se volvió tan manso como el agua. El cielo parecía más bajo que de costumbre. Muo tenía la sensación de ser un gigante, de que le bastaría extender la mano para tocar el cielo. Algunas estrellas brillaban con tal fuerza que lo deslumbraban.
La voz del vigilante nocturno llegó a sus oídos, pero en lugar de exhortado a bajar, le contó un sueño:
—Este sueño no lo tuve yo, ni tampoco mi mujer, sino un vecino de cuando vivíamos en el sur de Chengdu, un médico tradicional jubilado. De vez en cuando, nos daba hierbas o plantas a los vecinos. Era un acupuntor excelente. Un día me contó que había soñado con mi mujer. Era por la mañana, muy temprano. Ella estaba delante de una tienda. No había nadie más en toda la calle. Mi mujer estaba arrodillada en la acera y recogía del suelo su propia cabeza, volvía a ponérsela en el cuello, se levantaba y echaba a correr por la calle desierta agarrándose la cabeza. Pasaba delante de él sin verlo.
Muo, que se sentía inspirado y en inmejorable forma, le quitó la palabra de la boca.
—¿Quiere saber lo que significa ese sueño?
—Si, por favor.
—Su mujer estaba a punto de morir, probablemente de una enfermedad de pecho. Un cáncer.
Apenas dejó escapar de su boca esas audaces palabras el vigilante se arrodillo a sus pies, le pidió disculpas por su brutalidad y le confesó que, efectivamente, su mujer había muerto un mes después de que el vecino tuviera aquel sueño.
Pese a su adoración por nuestro psicoanalista, el vigilante nocturno no consiguió encontrarle una muchacha virgen, pues entre las «chicas de la obra» y entre sus conocidas la virginidad había caído en desuso hacía mucho tiempo. Lo único que podía hacer por él era acompañarlo al día siguiente al mercado donde se reclutaba a las muchachas de servicio. Seguro que Muo tendría allí más oportunidades.