Authors: Dai Sijie
Con la espalda contra la pared y la cabeza echada hacia atrás, cerró los ojos y permaneció así durante unos instantes; parecía que estuviera oyendo música, pero en realidad se había quedado sin aliento y algo (¿la mina del lápiz?) se le estaba clavando en el estómago.
«... nunca he tenido esos sueños con perros disecados que le hice interpretar. Ni el primero ni el segundo. .»
Las frases de la policía picada de viruela acudieron a su mente sin que pudiera evitarlo.
Muo se levantó, salió de la habitación, fue al cuarto de baño y se desnudó sin encender la luz. Sólo se dejó puestas las gafas. La bañera blanca relucía en la penumbra. Envuelto en vapor, el chorro de agua brotó del chirriante grifo con un gruñido caprichoso. Muo se tumbó en la bañera y dejó que el agua se llevara las gafas. Barco hundido. Una vez más, rumió la humillación que le había infligido la mujer policía, y le entraron ganas de vomitar. ¿Debí sospechar algo cuando me contó sus sueños? Ciertamente no. Aunque... Su mirada ausente dirigida al suelo, su voz baja, en el límite del tartamudeo... Muo se dijo, no sin pesar, que el psicoanálisis, el mejor sistema de pensamiento capaz de penetrar en el alma humana, mostraba sus limitaciones ante una comunista, aunque fuera una vulgar comunista de base, una inculta, capaz de pagar por el placer no sólo de inventarse sueños, sino de hacer trampas sobre las consecuencias previstas por un intérprete profesional. Muo se tendió en la bañera y, con el agua hasta el cuello, maldijo a la falsa señora Thatcher, a la falsa coja. Volvió a sentir náuseas. «Esto no puede quedar así», se dijo, haciendo rebosar el agua al salir de la bañera.
«Señora agente de policía —escribió con una letra más legible pero más apretada que de costumbre—: tengo el honor de comunicarle que nadie puede eludir las verdades del psicoanálisis ni siquiera una representante legal del poder administrativo y el orden público. Permítame decirle que, desde el punto de vista psicoanalítico, un sueño que no se ha producido realmente mientras estaba dormida, sino que es una invención de su mente dictada por su inconsciente, no difiere en nada de un sueño que hubiera tenido realmente en estado inconsciente. Tienen el mismo valor psíquico. Es decir, que uno y otro son una manifestación de su angustia, del rechazo de sus deseos, de sus complejos, de su amor impuro, seco, sórdido, infantil... »
Mientras escribía, una vez más de forma totalmente involuntaria, se acordó de la chica que soñaba con besos de película y que resumía, por sí sola, todas sus alegrías físicas y profesionales de intérprete de sueños. Recordó la expresión de la muchacha mientras le contaba que había interpretado, en sueños, el papel de una chica que esperaba que la besaran. Con una mezcla de placer y amargura, Muo rememoró sus pies desnudos y el modo en que se frotaba la pantorrilla de la pierna derecha, cubierta de barro negro, con el empeine del pie izquierdo. ¡Ah, qué soñadora! Una auténtica virgen, una Alicia oriental en el País de las Maravillas del cine... ¡Qué cerca estuve de mi objetivo!
Muo no acabó la carta a la señora Thatcher por miedo a que le contestara y aquello se convirtiera en una larga y mezquina polémica sobre el valor de un sueño inventado, o en una relación epistolar interminable. Guardó el borrador en una carpeta, que metió en la maleta.
Unos días después, la carta desapareció en un tren nocturno con destino a la isla de Hainan, junto Con la Delsey azul pálido, inútilmente sujeta al portaequipajes mediante una cadena de hierro forrada de plástico rosa. Era el 6 de julio.
En cuanto al desarrollo de los acontecimientos posteriores, ya son conocidos: durante varias semanas, Muo recorrió en vano la inmensa isla, pero a principios de septiembre, durante una conversación telefónica puramente casual con una antigua vecina de Chengdu, encontró al fin a una chica (si puede llamarse chica a una embalsamadora de cadáveres de cierta edad) cuya virginidad seguía intacta.
Aproximadamente una semana después de su regreso de Hainan, hacia la una de la mañana, el teléfono suena en el piso de los padres de Muo.
Al otro lado del hilo, se oye la voz de su vecina, la Embalsamadora.
—Se ha muerto. Acabo de llegar de su chalet.
—¿Quién se ha muerto?
—El juez Di. Se acabó. ¡Qué locura!
(En ese instante, lo único que siente es un picor por todo el cuerpo. Un sudor frío que brota de todos los poros de su piel. Tiene miedo. « ¿El juez Di? ¿Habrá muerto haciendo el amor, le habrá fallado el corazón durante el encuentro erótico que le he organizado? ¿Me detendrán, no como corruptor, sino como instigador de un asesinato premeditado? Seguro. Un momento, recuerdo haber leído algo que trataba de una situación más o menos parecida. ¿Una novela? No. Un relato. Pero ya no recuerdo ni el título ni el nombre del autor. ¿Qué me pasará? ¿Cómo liberar a Volcán de la Vieja Luna? Ahora, lo que debo hacer es escuchar la historia de la Embalsamadora. Pero tengo la cabeza como un suelo poroso, como el techo de una cueva Cada una de sus palabras me pone los pelos de punta; pero tomadas en su conjunto, se filtran por los minúsculos intersticios de mi cerebro como un líquido invisible, caen de cabeza en mi interior, dan saltos mortales en mis tímpanos, mi pulso, mi cráneo... Me llegan como una extraña mezcla: el alivio del final de una misión imposible y la escalofriante sombra de una amenaza de detención. Una voz interior resuena en mi cabeza: «¡Ve a entregarte a la policía!»
—Escucha —sigue diciendo la voz de la Embalsamadora al otro lado del hilo—. Me habías dicho que, hacia las ocho de la tarde, vendría alguien a buscarme; pero a las siete se presentó un hombre en el tanatorio. Afirmó ser el sexto secretario del juez Di. Un hombre bajito y nervioso. Dijo que debíamos irnos enseguida, que el juez tenía prisa. No tuve tiempo de cambiarme ni darme una ducha. «¡Qué más da! —me dije—. El viejo juez Di no espera una estrella de cine. Cuando antes acabemos, antes se quedará tranquilo Muo.» Nos fuimos de inmediato. Sólo me pinté un poco con el pintalabios Chanel que me regalaste por mi cumpleaños. Bajamos del edificio de embalsamamientos y, en la puerta de entrada, el secretario llamó un taxi. No paró de hablar por el móvil durante diez minutos, pero del taxi, nada. El hombre tenía un miedo increíble. ¿Y de quién? Del juez Di. ¡Pobre diablo! Acaba de volver a China, después de estudiar Derecho en Estados Unidos, y hace todo lo posible por que se sepa. Tiene la manía de meter palabras en inglés en cada frase que dice. Es realmente penoso. Para sacarlo del apuro, le propuse que cogiéramos una de las furgonetas del tanatorio, ya sabes, esas que se emplean para transportar los cadáveres. Lo dije más que nada para bromear, porque casualmente había una aparcada delante de la puerta. Se la señalé y le dije que se parecía a los furgones blindados del tribunal en los que llevan a los condenados a muerte, con sus faros independientes como dos grandes ojos desorbitados. Era una vieja furgoneta con el parabrisas dividido en dos por un listón metálico. El yanqui de pacotilla se lo tomó en serio. Llamó al hotel en el que Di estaba jugando al
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con sus amigos para pedirle autorización, pero le dijeron que el juez había vuelto a casa. Lo llamó al chalet, pero curiosamente no cogieron el teléfono. Eran las siete y media. Para tomar una decisión, se sacó del bolsillo una moneda de cinco yuans, la lanzó al aire. La moneda cayó al suelo de cemento, rebotó r volvió a caer. Salió cruz, así que cogimos la furgoneta. Cuando ahora lo pienso, se me ponen los pelos de punta. ¡Qué presagio! ¿Te das cuenta? Si la moneda del secretario hubiera caído del otro lado, o si en ese momento hubiera aparecido un taxi, o si simplemente no le hubiera hablado de la furgoneta o no hubiera tenido la llave, puede que el juez Di todavía estuviera vivo. Me siento culpable. Y eres tú quien me ha metido en este berenjenal.
(La voz de la Embalsamadora zumba y zumba... Pugna con la imagen de una sala de proyección y de un pantalón mojado que surgen en la aterrada mente de Muo: una proyección privada para Stalin en el Kremlin, en los años cincuenta, de una película titulada Lenin en octubre. El director estaba sentado varias filas detrás de Stalin. Durante la proyección, vio que el Padrecito de los Pueblos volvía la cabeza hacia su vecino y le murmuraba algo que, según se supo más tarde, era: «Esta película es una mierda.» La sala ya estaba a oscuras, pero, de pronto, ante los ojos del director la oscuridad se hizo total. Se desmayó, se deslizó de la butaca y cayó al suelo. Cuando los guardias lo sacaron de la sala, vieron que tenía el pantalón mojado de pis. Muo se asombra al recordar esa anécdota en esos momentos y se alegra de que a él la muerte del juez Di no le haya provocado más que sudor frío.)
—En cuanto arranqué la furgoneta, fui yo la que empecé a ponerme nerviosa y de mal humor. Estaba tensa ante la idea de lo que me esperaba en el chalet del juez Di. Tú no me lo habías explicado todo, pero no soy idiota, lo había comprendido. Muo, me gustaría decirte una cosa...
—Adelante.
—Estoy dolida. Durante el trayecto, sentí odio hacia ti, no puedes imaginar cuánto. En el fondo, eres duro, cruel. Para ser feliz, tú eres capaz de cualquier cosa.
—No sé qué decir para defenderme. Puede que tengas razón, no sé.
—¡Cerdo! Continúo. Mientras yo conducía, el secretario del juez iba recobrando el aplomo. No paraba de darme órdenes, de elegir el itinerario, de contarme chismes sobre el juez Di... ¿Sabes cuánto tiempo estuvo jugando al
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? Adivina.
—¿Antes de volver al chalet?
—Sí.
—Veinticuatro horas.
—Tres días con sus noches. Setenta y dos horas. Llevaba pegado a la mesa de la habitación del hotel, con sus compañeros de partida, desde el jueves por la noche. El hotel Holiday Inn, no sé si lo conoces; un hotel de Cinco estrellas, con columnas griegas de mármol falso, que está en el centro. Es un hotel impresionante, con dos alas de veinticinco plantas cada una, un jardín con una fuente en medio y un césped primoroso. Tiene un aspecto pulcro, ero frio, impersonal, con su puerta giratoria en la entrada. El secretario me dijo que, en el vestíbulo y en las plantas, hay mostradores de granito negro y que los ascensores son de bronce pulido. Pero lo más alucinante, según él, es cuando llegas a la puerta de la habitación. El número no figura en ella; es una luz tamizada que llega del techo y proyecta la sombra negra de una cifra en la gruesa moqueta del pasillo. Es como si estuvieras en una película policíaca. El secretario dijo que no había visto nada parecido ni en Estados Unidos. Hace tres o cuatro años, cuando inauguraron el hotel, el juez Di fije uno de los invitados de honor. En esa ocasión, estuvo veinticuatro horas en la mesa de juego, sin comer ni beber. Estaba loco de atar. Lo que buscaba era una excitación semejante a la que sentía en otros tiempos, cuando apuntaba con el fusil a un condenado, con el índice en el gatillo. Tú lo sabías, y aun así me arrojaste a las garras de ese pervertido.
(Mientras la escucha, Muo busca a tientas en la oscuridad, pero no consigue dar con el interruptor de la lámpara de cabecera. Se pone el pantalón y la chaqueta. Tiene que ir a comisaría, o al menos estar preparado para ir. Está empapado en sudor. ¿Debe cambiarse de camisa? Oye algo que se le cae de un bolsillo de la chaqueta y golpea el parquet. En ese instante, se acuerda de lo que no conseguía recordar hace un rato: ¡Singer! El autor del relato que cuenta una situación igual de angustiosa es Isaac Bashevis Singer. Muo recuerda la trama principal, pero no los nombres de los personajes. La historia transcurre en un país comunista. ¿Polonia? ¿Hungría? Da igual. Un joven encantador, seductor, vividor, multiplica las conquistas femeninas. Un día, por piedad, se acuesta con una institutriz de cincuenta años, delgada como un palo de escoba, frágil, delicada, que lo admira apasionadamente. La mujer lo espera en casa de él hasta medianoche; luego, saca un pijama y un par de zapatillas del bolso, se ducha y se mete en la cama con él. Pero, en pleno coito, su cuerpo se tensa y, tras un violento espasmo, la mujer muere. El seductor sumido en un abismo de angustia, teme que lo detengan por asesinato. Una situación muy parecida a la suya. Muo recuerda que la continuación del relato describe los intentos del joven por deshacerse del cadáver de la institutriz en mitad de la noche, en las calles desiertas de una gran ciudad. Rumores confusos, ruido de pasos, coches patrulla, vagabundos, borrachos sedientos de alcohol, prostitutas... Llega a la orilla de un estanque en pleno deshielo, junto al que un perro rebusca entre la basura... Lo que tiene que hacer es eso, desembarazarse del cuerpo del juez Di, se dice Muo jadeando en la oscuridad. Pero vuelve a prestar atención a la Embalsamadora, que parece hablar para no volverse loca después de haber tenido a un juez muerto entre los brazos.)
—¿Sabes, Muo? Hace un momento te he dicho que, mientras iba al volante de la furgoneta, te odiaba a muerte. No es del todo cierto. Durante todo el trayecto, no he parado de preguntarme: «¿Consiste en esto la locura? ¿Pasar mi “primera noche”, a los cuarenta años, con un juez loco por el
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? ¿En qué historia me he metido?» No he gritado ni llorado, como quien pierde la cabeza, pero he tenido alucinaciones. Me parecía que las farolas de la calle arrojaban una luz de un amarillo anormal, fantasmagórico. Los toques de claxon de los otros vehículos se me antojaban extrañamente lejanos, como si estuviera soñando; o, más bien, tenía la sensación de recordar un paseo en coche que ya había dado en sueños. Por otra parte, ahora mismo tampoco estoy segura de no estar soñando. Mientras conducía, acunada por mi tranquila y muda locura, la voz del sexto secretario me zumbaba en los oídos. Estaba de excelente humor, y me ha hecho un numerito que siempre le ha brindado muchos éxitos en las reuniones y con el que se ganó la simpatía del juez Di: con movimientos de la boca, los labios y la lengua, sabe imitar los ruidos de una partida de
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. La verdad es que es increíble. Por momentos, crees estar oyendo las ensordecedoras olas de un río y, en otros, parece el ruido de dos o tres fichas de
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que se encuentran, que se emparejan con una suavidad taimada, un ruido que aumenta, se queda en suspenso y luego estalla con una alegría que es puro éxtasis, o se hunde en una negrura desesperada. Tenía la sensación de estar viendo las fichas blancas, que se separaban, se juntaban, se atacaban... Ha sido extraño. Ese tío ha conseguido que me relajara. Todavía estaba un poco tensa, pero no con la misma tensión. Era como cuando alguien tiene un dolor insufrible y le ponen una inyección de morfina. Eso no elimina la causa del dolor, pero ¡qué alivio!