Authors: Dai Sijie
Inmóvil en la oscuridad, espera a que el ruido cese durante unos instantes que se le hacen eternos. Cuando vuelve el silencio, se queda sorprendido y aliviado al ver que nadie, ni siquiera su madre, se ha despertado. ¡Es un milagro! Deben de estar demasiado acostumbrados a las correrías nocturnas de las ratas.
—En casa, en el edificio de mis padres —le confió un día a su psicoanalista—, hay ejércitos de ratas. Y le aseguro que son las más grandes del mundo.
Se desliza hasta el cuarto piso y en el quinto, exultante, ebrio, en el estado de ligereza física de quien acude a una cita amorosa, acelera el paso. Se pasa los dedos por el pelo se peina como puede, ahueca la mano delante de la boca para olerse el aliento y se seca los cristales de las gafas.
En la sexta planta hay cuatro pisos de dos habitaciones. El de la Embalsamadora está a la derecha, al final del pasillo junto a una ventana por la que penetra el resplandor de una farola. La débil luz proyecta sobre la puerta un discreto reflejo que detiene la mano de Muo cuando está a punto de llamar y la deja suspendida en el aire. Es un reflejo extraño, una tenue mancha amarillenta que brilla con una claridad nacarada y cristalina. Muo toca la puerta con la punta de los dedos. ¡Está acristalada! El día anterior, cuando vino a proponerle a la Embalsamadora la cita con el juez Di, esa puerta, blindada como todas las demás, era de metal, con sus goznes, su picaporte, su cerradura y su mirilla.
«¿Me habré vuelto loco por culpa de la resurrección del juez?», se pregunta Muo.
El encendedor desechable suelta una chispa y prende con una débil llama, que se acerca a la puerta, tímida pero suficientemente. No sólo está acristalada, sino que además tiene al lado un pequeño rectángulo de cartón clavado en la pared que lleva el nombre del señor y la señora Wang, no el de la Embalsamadora.
Muo se lleva tal sorpresa que retrocede en la oscuridad y vuelve a bajar varios peldaños.
«¡Estoy listo! —se dice—. Médicamente hablando, he perdido la razón.»
Sin pérdida de tiempo, Muo comprueba el funcionamiento de su cerebro. Lo más simple y lo más eficaz, le parece a él, es empezar con un test de memoria, como por ejemplo buscar palabras en francés. Ni por un segundo se atreve a imaginar que sus conocimientos de lengua francesa, tan difícil de aprender, hayan podido desvanecerse en el aire. Ruega a Dios que no lo abandone.
La primera palabra francesa que le acude a la cabeza es «merde». Recuerda Los miserables y recita: «Un general inglés les gritó: «¡Bravos franceses, rendíos!” A lo que Cambronne respondió: “¡M...!” Dado que a los lectores franceses les gusta que los respeten, la respuesta quizá más hermosa que un francés haya dado nunca no se les puede repetir. »
¡Qué alivio! Saboreando esta hermosa demostración de su memoria, Muo piensa en otra palabra que le encanta, una palabra que cambia de significado según las circunstancias y que le ha traído a la mente Victor Hugo: «Hélas. » Recuerda la conocida discusión entre Paul Valéry (su poeta francés preferido) y André Gide. Al afirmar éste que el poeta francés más grande de todos los tiempos era Hugo, Valéry respondió: «Hélas!» Hay otra palabra, entre tantas, que a Muo le parece más bonita, más tierna que su equivalente en chino o en inglés: «L’amour.» Una vez, durante una de sus visitas semanales a la prisión de Volcán de la Vieja Luna, a través del cristal que los separaba, Muo le había confesado esa preferencia lingüística personal, y ella había repetido la palabra varias veces. Como no conseguía distinguir la ene de la ele, suprimió el artículo y dijo solamente «amour», primero con la punta de los labios, luego cada vez más fuerte, hasta que la gracia y la magia de la palabra resonaron como una nota musical en el locutorio abarrotado de presos y familiares, que se quedaron todos encantados, del más joven al más viejo. ¡Qué embriagador y voluptuoso perfume emanaba de aquella palabra extranjera! Fue necesario que intervinieran los gorilas para que la gente no la repitiera a coro.
Verificada su memoria, Muo vuelve sobre sus pasos para desentrañar el misterio. Por segunda vez, ilumina el cartón clavado al lado de la puerta con el nombre de los señores Wang. Se imagina el efecto que les causaría verlo con el mono del tanatorio y como no quiere provocarles una parada cardíaca, saca el móvil y llama a la Embalsamadora. Al otro lado del hilo, la voz de la mujer denota pánico.
—¿Dónde estás? ¡No! ¡Pues claro que conozco a los Wang! Enseñan Educación Física. ¿Que estás delante de su puerta?... Pero ¡si viven en el cuarto bloque, y nosotros, tus padres y yo, en el tercero! ¡Pues sí que estás bueno! ¡Ya no eres capaz ni de encontrar tu casa!
Muo baja los escalones de tres en tres, pasa como una exhalación delante de la puerta del que creía era su piso, se para, se echa a reír y le pega una vengativa patada a la bolsa de basura, que yace, medio vacía, en medio del rellano. El resto de los desperdicios sale volando y se desparrama por la escalera. Fuera sigue lloviendo. Cuando, al fin, Muo llega a su edificio, está otra vez empapado: las gotas de agua le resbalan por la nariz y hacen que parezca una nutria que ha salido de una madriguera, se ha zambullido en un lago y ha reaparecido delante de otra madriguera.
Todo tiene un aspecto submarino. No sólo le cuesta respirar, sino que para colmo los peldaños de hormigón, que no devuelven el ruido de sus pasos, ceden bajo sus pies, se encogen, vuelven a dilatarse y recuperan su forma inicial, como si fueran de goma, de modo que Muo tiene la sensación de caminar por un terreno pantanoso, blando, feraz y pestilente, como en aquel sueño en el que avanzaba por un suelo de mármol veteado de gris y negro que iba ablandándose bajo sus largas zancadas y acababa convirtiéndose en un inmenso pedazo de queso curado.
Es la Embalsamadora quien ha dejado a nuestro sutil y sensible psicoanalista en ese estado: sube la escalera con él, llevándolo de la mano.
Al entrar en el edificio, hace apenas unos minutos, Muo ha buscado a tientas el interruptor y, al no encontrarlo, se ha visto obligado, como anteriormente, a subir a oscuras, con el sigilo de un ladrón. Pero, cuando estaba llegando al primero, alguien ha encendido la luz en uno de los pisos de arriba, y Muo ha oído el traqueteo de unas chancletas de plástico que bajaban en su dirección. Un escalofrío de temor le ha recorrido la espalda.
Conteniendo la respiración, ha intentado identificar el ruido, para esconderse en caso de que fuera su madre. Pero, lleva tanto tiempo viviendo fuera de China, que ya no es capaz de reconocer, por el ruido que hacen en los peldaños de una escalera, el material del que están fabricadas las chancletas (¿plástico?, ¿cuero?, caucho?, ¿látex?), a quién pertenecen (¿un hombre?, ¿una mujer?, ¿un tímido?, ¿un violento?, ¿un sensible?, ¿un severo?) y, a veces, incluso el estado anímico de su propietario. Cuando alguien era admitido en el Partido Comunista, su chancleteo cambiaba de tono, de resonancia, casi de significado, y durante mucho tiempo parecían cantar el himno nacional.
Las chancletas que bajaban hacia él hacían pensar en una curiosa mezcla de fogosidad y desgana. Las luces de la escalera volvieron a apagarse, pero la oscuridad no alteró el ritmo de los pasos, que recorrieron el rellano del tercer piso a la misma velocidad. Muo reemprendió tímidamente la ascensión, y el ruido de sus zapatos, de timbre grave y apagada sonoridad, acabó uniéndose al de las chancletas, de tono más agudo y cristalina crepitación para formar juntos una serenata de una discreción que parecía concertada.
La escalera subía, giraba tras una veintena de escalones y seguía subiendo. Muo oyó preguntar a la Embalsamadora:
—¿Eres tú?
—Baja la voz —respondió él haciendo lo propio—. Vas a despertar a mi madre.
A apenas unos metros, en el rellano del tercero, Muo vio destacar una sombra, ligeramente pálida en la negrura inhabitualmente densa de la escalera. El chancleteo no aminoró ni aceleró; la tenue silueta descendía, sin vacilar, aquel tramo de la empinada escalera. Mantenía el mismo ritmo, las mismas zancadas regulares. Sin entender por qué, se oyó decir con voz ahogada:
—Cuidado, mi madre tiene el oído muy fino...
No le dio tiempo a acabar la frase. El traqueteo de las chancletas cesó. En el silencio, Muo percibió una sorda resonancia en el interior de su cabeza. La mano de la Embalsamadora cogió la suya. Su palma, tersa y caliente, se estremeció y sus dedos apretaron nerviosamente los de Muo, que notó algo duro, y comprendió que era una alianza. El rostro de la Embalsamadora, pegado al suyo, olía a producto farmacéutico. Muo se lo tocó.
—¿Qué perfume llevas? —susurró.
—Ninguno. Debo de oler a formol.
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Mejor. No me gusta oler a formol después del trabajo.
—Parece tintura de yodo. ¿Te has hecho una herida?
—No. Sólo me he puesto una mascarilla hidratante. Tu amigo el juez Di me ha dado tal susto que, cuando he llegado a casa, todavía estaba temblando. Así que me he puesto una mascarilla. Quema un poco la piel, pero me calma, no sabes cómo me calma. La prueba es que ya no tiemblo. La horrible historia de esta noche se me ha ido de la cabeza.
—Yo casi me muero del susto.
Escalada vacilante, con las manos cogidas, en la oscuridad, extrañamente impenetrable. Hablando en un susurro, avanzan a tientas o dando traspiés, como dos bailarines de comedia. Cuando pasan por delante de la puerta de Muo, advierte que está cerrada y no se ve luz, pero Muo cree oír toser a su madre.
—Pobrecito, qué fría tienes la mano... No consigo calentártela.
—Estoy empapado. ¿Has visto mi mono? Llevo el uniforme oficial del tanatorio. Puede que sea el tuyo, porque es demasiado pequeño. Me aprieta.
—Ya te cambiarás en mi casa. Aún conservo la ropa de mi marido, como recuerdo. Debíais de tener la misma talla.
Minutos más tarde, los pies de Muo están calzados con un par de pantuflas de ante azul oscuro adornadas tres florecillas bordadas de tres tonos malva distintos: una a agrimonia una estatice y una escabiosa. Pantuflas viejas, con suelas que chapalean.
Al entrar en casa, como todos los asiáticos, la Embalsamadora ha dejado los zapatos en la estantería de un pequeño mueble. Sentado en un taburete de plástico en el diminuto vestíbulo, Muo se ha quitado los suyos, destaconados, hinchados por la lluvia y cubiertos de barro, y los ha alineado junto a unas zapatillas de baloncesto rojas y negras, unas alpargatas, unas chancletas de suela plana, unos botines blancos de tacón alto con cordones... Todos son de la misma talla, bastante más pequeños que las pantuflas de ante, propiedad del difunto marido de la Embalsamadora y también demasiado grandes para Muo. Cuando cruza las piernas, la pantufla correspondiente cuelga en el aire del dedo gordo de su pie desnudo. No le gustan, pero no puede elegir.
—No están mal, esas pantuflas —le dice la Embalsamadora—. Las compramos unas semanas antes de la boda, en el Centro Comercial del Pueblo. Cinco yuans y cinco fens, todavía me acuerdo. Las guardo en el zapatero desde que murió. De vez en cuando, las cepillo y me las pongo, pero me quedan demasiado grandes.
Casi como ocurría en la sala de embalsamamiento, el salón está iluminado por cinco o seis lámparas de escasa potencia, que forman otras tantas manchas luminosas, halos informes de un blanco mate, y crean un ambiente claustrofóbico, casi subterráneo. Con el rostro cubierto por la cremosa máscara, la Embalsamadora cruza la habitación con la levedad de un pájaro y la alegría de la juventud recuperada. (Lleva una bata corta de seda rosa que tiene bordado un paisaje dorado, con flores azules y pájaros blancos.)
—¿Qué quieres comer? En la nevera tengo raviolis rellenos de apio y cordero congelados. ¿Te apetecen? —le pregunta a Muo y, sin esperar respuesta, desaparece tras la puerta de la cocina—. Al fin un hombre en casa —suspira una vez sola.
Una fría y triste melancolía de solterona sin hijos flota en el aire del piso como fino humo, polvo en suspensión o el olor a incienso. El suelo está protegido con una enorme esterilla de bambú finamente trenzado. En algunos sitios, ante el sofá, el televisor y los dos sillones de cuero, la esterilla está cubierta con trozos de moqueta de distintos colores. No hay mesa donde comer. ¿Comerá en la cocina? El tresillo conserva aún el envoltorio de plástico del fabricante. El televisor, colocado sobre un velador, está cubierto con una funda de terciopelo púrpura, y el mando a distancia, envuelto en papel de celofán que cruje al tocarlo. En cuanto al teléfono, está tapado con una toalla de felpa de color rosa pálido. Una foto familiar en color, ampliada y enmarcada, cuelga de una pared. No se ve ningún retrato individual de ella ni de su marido, aunque sí varias siluetas de él en papel recortado. La pareja aparece junta en una sola foto: él, pedaleando en su bicicleta con el viento de cara, los faldones del impermeable levantados y el cuerpo encorvado sobre el manillar, y ella, sentada detrás, en el portaequipajes, tejiendo un jersey que flota en el aire.
La Embalsamadora posee un tesoro, una colección de marionetas, por la que Muo siente una admiración sin límites. Se queda prácticamente alelado cada vez que ve los pequeños personajes, ataviados con sus trajes de satén o seda de colores: emperadores en túnicas con dragones bordados, emperatrices adornadas con joyas, cortesanos sosteniendo abanicos, generales armados con espadas y lanzas, mendigos, etc., lo miran a través del cristal mate de una vitrina que ocupa la parte alta de un mueble de cajones. Fue un regalo de su marido, que heredó la colección de uno de sus tíos abuelos. Son veinte, a cual más graciosa, «de una belleza que deja sin respiración». Muo podría pasarse horas contemplándolas. Poco antes de morir, el marido instaló luces tamizadas dentro de la vitrina. En un lado, disimulados en los pliegues del terciopelo que tapiza el fondo y las paredes del mueble, hay varios botones que accionan otras tantas bombillas diminutas. Muo se acerca y abre la vitrina. Casi de rodillas, literalmente extasiado, enciende una tras otra las bombillas, que, como los focos de un escenario teatral, proyectan haces de luz sobre las marionetas. La Embalsamadora se acerca a él y hace funcionar un ronroneante secador de pelo sobre su cabeza. La corriente de aire agita los vestidos de las marionetas, mueve los abanicos de los cortesanos y hace tintinear las joyas de las emperatrices. Muo, en un estado de puro embeleso, no puede evitar que su mano acaricie las chancletas de la Embalsamadora y, a continuación, su pie izquierdo, particularmente suave, cuyo huesudo empeine vibra bajo sus dedos.