Authors: Dai Sijie
El ruidoso siseo de los raviolis, que han rebosado de la cacerola, pone fin al idílico preludio. La Embalsamadora se aparta y corre a la cocina. En la vitrina, las marionetas tiemblan al contacto de las febriles manos de Muo, que sigue de rodillas. Se balancean, vacilan, levantan graciosamente las largas mangas de sus vestidos, mueven las cabezas, tocadas con coronas o altos sombreros, y saludan a su único y arrobado espectador. Muo, que tiene las gafas empañadas, sólo ve manchas de colores, que danzan, se funden y se transforman en miles de estrellas, en una llama que se alza, en nubes de luciérnagas que revolotean en esa excitante noche.
A instancias de su anfitriona (perfeccionista de la cocción de los raviolis, considera que el desbordamiento de la cacerola ha echado a perder el sabor del delicado alimento y ha puesto a hervir otro paquete), Muo se dispone a cambiar su uniforme mojado por ropa seca.
Ante el armario empotrado, se pierde entre la multitud de perchas, de las que cuelgan, a un lado, los vestidos de la Embalsamadora: combinaciones de satén con el bajo festoneado, un abrigo con forro sintético, blusas, trajes, faldas, etc., y, al otro, la ropa de su marido, que despide un penetrante olor a alcanfor: una chaqueta azul de cuello mao, un traje negro con chaleco a juego, una camisa blanca con una pajarita de seda negra alrededor del cuello almidonado, pantalones, una vieja cazadora de cuero, cinturones y gorras de soldado, pero ni una prenda de verano. Ante toda aquella ropa impecablemente colgada, que evoca el aspecto exterior del muerto, Muo se queda paralizado. Abre el armario de espejo. En las pilas de ropa interior que contiene flota un olor a lejía y dominan tres colores: el blanco, el rosa y el azul. Muo elige un chándal, lo saca y lo despliega, con la sensación de tener algo vivo y palpitante en las manos. Vuelve a cerrar la puerta del armario va a cambiarse al cuarto de baño.
El fluorescente del techo difunde una reverberación luminosa cuya gélida claridad, unida a los reflejos blancos de la bañera esmaltada, de la taza del váter y el lavabo, da a la habitación un aspecto crepuscular. Encima del lavabo y de un estrecho estante de cristal, en el que descansan un cepillo de dientes, un estuche de maquillaje, unos tubos de crema y varios frascos de lociones, un espejo oval le devuelve su reflejo de falso empleado de pompas fúnebres transformado, merced al chándal del marido de la Embalsamadora, en estudiante de los años ochenta. (El chándal, de terciopelo azul cielo, tiene las costuras abiertas debajo de los brazos y una antorcha roja y el emblema amarillo de la Liga de la Juventud Comunista estampados en el pecho. Muo recuerda que era el uniforme del equipo universitario de baloncesto.) Contempla su imagen en el espejo, fascinado por la metamorfosis. Rememora algunas expresiones del propietario del chándal y las imita, por diversión. El parecido que percibe en su mirada y en la mueca de su boca lo deja estupefacto.
El examen tiene la virtud de reavivar en su ánimo la cruel angustia que lo atenaza desde el incidente del tanatorio. «El paso a la acción. ¡Eso es lo que te espera, Muo! —se dice—. Pero no puedes poner término a tu largo celibato por una simple obligación moral, en pago de una deuda de gratitud. Tienes que escapar. Aunque sea una ocasión de oro para hacer una demostración sensacional de tu virilidad, debes mantenerte fiel a tus principios. No le debes nada a nadie. ¡Absolutamente nada!»
Sale del baño y, con fingida despreocupación, tira de la puerta, que se cierra con un ¡clic! sordo y metálico. Inclina la cabeza y oye a su anfitriona, atareada en la cocina. Si quiere darse a la fuga, no cabe duda de que es el mejor momento. Pero una frase de Freud, o de algún otro maestro (en su mente reina tal caos que ya no puede precisar de memoria, la fuente exacta de la cita), resuena en su cabeza: «Muchos asesinos se esconden tras la máscara de héroes de guerra, del mismo modo que a menudo los impotentes se disfrazan de ascetas.»
—Yo no soy impotente, gracias a Dios. Ni me disfrazo de asceta, sino de estudiante aficionado al baloncesto —murmura Muo, y ríe por lo bajo lamentando ser el único testigo de tan ocurrente salida—. Pero ¿tan seguro estoy de mi virilidad?
Baja la cabeza y constata la indiscreta protuberancia de su miembro bajo el pantalón del chándal del difunto. «Espera, reflexiona. Tal vez sea hoy o nunca la ocasión de adquirir una destreza que un día te será muy útil», se dice. La verdad es que, aunque se ha llenado la mollera de libros de psicoanálisis, estudios de costumbres, historias de los pechos e historias de la sexualidad desde la Antigüedad hasta nuestros días, adolece de una lamentable falta de experiencia.
Regresa a la sala de estar. Para su sorpresa, los pies no se le van hacia la derecha, o sea, hacia la puerta de la calle; por el contrario, se dirigen, con paso firme e impaciente de marido que acaba de volver del trabajo y está muerto de hambre, hacia la izquierda, es decir, hacia la cocina.
—¿Están listos los raviolis? —pregunta el falso marido—. Huelen que alimentan.
De pie ante el quemador sobre el que descansa la cacerola, la Embalsamadora vuelve la cabeza. Ver la ropa de su marido sobre el cuerpo de otro hombre le parte el corazón. Deja escapar un gemido quejumbroso, aflautado, en el que se mezclan la aprensión y la alegría. Teme desmayarse. Cierra los párpados y siente que un escalofrío le recorre la espalda. Vuelve a abrir los ojos, contempla el traje de deporte de los años ochenta, roto y remendado en algunos sitios (reconoce su forma de zurcir), con su pequeño cuello alto y su escote en uve, en el que un botón pende de un hilo. Cuando Muo se acerca a ella, el botón se agranda en su campo de visión.
—Tendré que coserlo —murmura rozándolo con la mano, mientras la otra sigue removiendo los raviolis.
De pronto Muo la agarra por el talle y la besa, torpe pero tan apasionadamente que a punto está de derribarla sobre el aparador. Los flexibles músculos de la Embalsamadora ondulan y palpitan bajo sus manos. Su talle se cimbrea. Sus lenguas, primero con asombro cortés, un poco apurado, que se transforma rápidamente en cálida embriaguez, se mezclan, se acarician, se exploran, se entrelazan como dos delfines y pasan de una boca a otra. En su inocencia, Muo saborea el aroma a apio de los raviolis, el farmacéutico olor de la mascarilla de su amiga, el perfume de su boca, la dureza de sus dientes —escollos en el interior de una gruta—, el ronroneo de la nevera, el traqueteo del aparador, los gemidos que brotan de sus gargantas, el vapor que sale de la cacerola y envuelve sus cuerpos enlazados como un mosquitero de lechosa gasa, un velo flotante, una bruma paradisíaca... Con los ojos cerrados, la Embalsamadora gime voluptuosamente cuando Muo le acaricia los muslos. El se sorprende al verla en ese estado, casi irreconocible, con una expresión vaga y soñadora en el rostro, que emana una cándida lascivia, una felicidad que le da un encanto nuevo. Arden como dos trozos de madera seca en una hoguera. No les da tiempo a ir al dormitorio. La mano de la Embalsamadora se desliza al interior del pantalón del chándal, lo baja y lo hace caer al suelo, alrededor de los huesudos pies de Muo. Acto seguido, se quita el pantalón y las braguitas rosa, que arroja al aire de una patada. Hacen el amor de pie, contra el aparador, cuya puerta doble no resiste el seísmo, se abre y empieza a escupir puñados de palillos de bambú, cucharas y tenedores de plástico al ritmo de las sacudidas. Luego, la onda sísmica se propaga por la pared y agita el estrecho estante de madera que pende encima de sus cabezas. Una bolsa de harina se precipita, entre tarros apilados en vacilante pirámide, sobre la encimera, con un ruido sordo. El polvo blanco escapa a puñados (según la fuerza y el ritmo de los embates) y flota formando nubes, entre las que vuelan trozos de papel (¿notas?, ¿facturas pendientes?), que aterrizan en sus cabezas, sus hombros, sus caras y hasta sobre los raviolis en ebullición. Algunos se quedan pegados a la mascarilla hidratante de la Embalsamadora.
—Nieva —le susurra Muo.
Ella no responde. Muo vuelve a quedarse estupefacto al verla en semejante éxtasis. Sabe que no lo ha oído. En ese preciso instante cree captar la quintaesencia del arte contemporáneo. Por sí sola, su querida Embalsamadora encarna a todas esas mujeres pintadas con los dos ojos en un solo lado de la cara o el rostro fragmentado en planos curvados, angulares, rectilíneos, cuyos retratos se exponen en los grandes museos, y muy especialmente a la de un cuadro de Picasso del que ahora sabe que en adelante será un admirador incondicional: la Mujer con mandolina, con sus pechos que se funden y sus hombros que se dislocan con un frenesí, con una felicidad que sólo ahora comprende. Recuerda la cabeza, simplificada, depurada hasta no ser más que una minúscula forma cuadrada en cuyo centro un ojo inmenso brota de una mandolina de color oscuro. El primer acto sexual de Muo, que se desarrolla de forma tan ideal como en un manual, lleva camino de convertirse en tesis de doctorado sobre la obra de Picasso. Muo sueña en transformarse en el pintor, no por su genio o su fama sino por su mirada penetrante, cínica, descara. Con ojos de gran gozador, lanza una mirada picassiana a los raviolis, que borbotean en el agua cubierta de espuma, pecho blanco del caldo, oleaje, marea, cabellera de niveas crines que se encrespa, relincha, galopa... Cuando está todo a punto de derramarse, la Embalsamadora coge un cucharón y remueve el agua. Muo mira su mano y los raviolis, que vuelven a hundirse en el fondo de la cacerola, sorprendido por ese acto reflejo que tiende a probar que, pese a su apasionamiento su compañera sigue en contacto con el mundo exterior. Muo piensa en los cadáveres que ha tocado esa mano, esa mano pringosa de sudor y crema, esa mano reluciente, casi fosforescente, esa mano de virgen, empolvada de harina, a la que ha abandonado su sexo. La oye llamarlo «mi hombre» en un susurro jadeante y tórrido. La sensación es desconcertante y erótica a un tiempo. Muo descubre que está un poco enamorado de ella. Tiene ganas de decirle «te quiero», un gorgoteo brota del fondo de su garganta... De pronto, con la mirada fija y el cuerpo tenso, la Embalsamadora gime: «¡Marido mío!» Silencio total. Muo ya no oye ni el ronroneo del frigorífico ni el borboteo de los raviolis. Lo único que resuena en sus oídos es esa palabra sagrada.
No consigue decidir si el apelativo lo reviste de una futura responsabilidad de cabeza de familia, lo rebaja a la categoría de mero sustituto o bien lo reduce a la de víctima.
La mujer le quita las gafas, las deja en el aparador, le coge la cara entre las manos y lo cubre de besos.
—¡Abrázame fuerte, marido mío! —exclama con voz ahogada por la pasión—. ¡No vuelvas a abandonarme jamás!
Sin gafas, y sin dejar de moverse, Muo vuelve los ojos hacia el techo y el suelo repetidas veces, respira hondo y responde:
—Tu marido te manda recuerdos.
La frase es tan inesperada que, por unos instantes la Embalsamadora la considera con cara de desconcierto luego, echa atrás la cabeza y estalla en una carcajada que los sacude a ambos. La deliciosa sacudida resulta fatal para Muo y le provoca el espasmo definitivo.
—¿Ya? —le pregunta ella, sorprendida—. Los raviolis aún no están listos.
—Perdona —murmura Muo subiéndose el pantalón y buscando las gafas.
Su vista retorna a la vida. ¡Qué absurdo! Lo primero que contemplan sus ojos de recién desvirgado es un ravioli. Un ravioli agujereado que flota a la deriva como Una mariposa herida y desciende lentamente, en amplias espirales, al fondo de la cacerola, dejando tras sí una burbujeante estela de apio y carne cocida.
Muo se sienta en el suelo y se recuesta en el frigorífico, que sigue ronroneando. La Embalsamadora coge un trozo de papel de cocina, se inclina y se limpia un hilillo de sangre que le resbala por la pierna. Luego, con otro papel, seca unos restos de semen de la piel de Muo.
«Ya no soy virgen», se dice. Las lágrimas le resbalan por el rostro y trazan surcos en la costra azulada y salpicada de harina de la mascarilla hidratante.
—Ven —le dice Muo besándola en la mejilla—. Vamos a comer, tengo un hambre increíble.
—Espera, antes voy a lavarme.
Los raviolis tienen gusto a ceniza, pero la salsa que ha preparado la Embalsamadora con vinagre suave, cebolleta y ajo picados y unas gotas de aceite de sésamo está deliciosa. Sentados frente a frente a la mesita baja, cubierta con una hoja de periódico a modo de mantel, comen en silencio. Un silencio un tanto lúgubre. Muo se esfuerza por comer todo lo que ella le pone en el plato, por miedo a ofenderla. Afortunadamente, la Embalsamadora tiene la buena idea de sacar una botella de licor, un licor caro llamado «Fantasma de la ebriedad», famoso por su alta graduación, su exquisito aroma y su original presentación, un recipiente de cerámica dentro de una bolsa de papel arrugado. Unos cuantos sorbos bastan para levantar la moral del eyaculador precoz. El seminaufragio que acaba de sufrir su virilidad se difumina. Muo es así. No puede evitar desafiar peligros a los que ya ha sucumbido. Se ha pasado la vida encajando derrotas y volviendo a la carga, con idéntico resultado. Es su forma de ser. Con ojo picassiano acecha la ocasión de reanudar los retozos. Para lavar su honor y salvaguardar su amor propio.
Instintivamente, sabe que tiene dos o tres horas para recuperar el orgullo de su virilidad, antes de abandonar la vivienda y volver a enfrentarse al mundo exterior.
Para concentrar mejor la energía que le proporciona el «Fantasma de la embriaguez», se niega a compartir la sandía que la Embalsamadora saca del frigorífico y corta con un gran cuchillo de cocina. El jugo resbala por la afilada hoja y empapa el papel de periódico que hace las veces de mantel. La mujer escupe las pepitas en un cuenco de porcelana. Cada vez que clava los dientes en la raja de fruta, el jugo rojo le resbala hasta la barbilla. Muo se siente invadido por unas ganas de dormir como no ha tenido en la vida, una modorra plúmbea, en la que su mente se refugia con voluptuosidad, seguida por su cuerpo, que parece efectuar una caída vertical. Los párpados le pesan, las gafas le resbalan por la nariz y caen sobre las peladuras de sandía... Muo se esfuerza en no sucumbir a la somnolencia y, sonriendo, vuelve a ponerse las gafas sin limpiarlas, reprime un bostezo, se levanta y se dirige al lavabo con la botella de «Fantasma de la embriaguez» en la mano.
—Voy a darme un baño y vuelvo.
—Espera, no quiero quedarme sola.
Muo consigue espabilarse tras sumergir varias veces la cabeza en el agua caliente de la bañera. Duro combate el que ha entablado... Sigue teniendo el cuerpo aletarga do. Constata con angustia que el miembro se le sigue encogiendo, hasta desaparecer bajo una mata de pelos flotantes. Entretanto, sentada en una silla a su lado, con pies en el borde de la bañera, la Embalsamadora se pinta las uñas de los pies con un esmalte nacarado.