El complejo de Di (29 page)

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Authors: Dai Sijie

Radiografías hechas en el mejor hospital de Sichuan: el Hospital de China del Oeste, famoso por su departamento de cirugía osteológica, que ocupa un edificio de diez pisos, con miles de camas y varios bloques quirúrgicos equipados con material estadounidense, alemán y japonés.

A quinientos metros en dirección norte, se encuentra el Palacio de Justicia. Desde la ventana de la habitación de Pequeño Camino, puede verse el castillo de cristal, a menudo envuelto en densa niebla, sobre todo por la mañana.

El juez Di no está allí. Según el yerno del alcalde, todos los grandes magistrados del país se encuentran en Pekín, celebrando un coloquio de dos semanas.

—A mi regreso —le dijo al yerno del alcalde por teléfono—, recibiré encantado el regalo de tu amigo psicoanalista.

(El juez Di estaba tan excitado —le contó el yerno del alcalde a Muo— que, al otro lado del hilo, noté que sus amorcillados dedos de tirador de élite hacían ejercicios de calentamiento, impacientes por verificar cuanto antes la virginidad de la chica.)

Con su pelo plateado, su impecable y almidonada bata blanca, y sus gafas de montura fina pendientes de una cadenilla, el doctor Xiu, jefe médico del departamento de cirugía osteológica, emana autoridad. Su éxito en el primer injerto de dedos, a finales de los años sesenta, le valió la fama nacional. Corre el rumor de que todavía hoy, a sus sesenta años, se entrena en casa (¿en la cocina?) reimplantando extremidades seccionadas a conejos muertos.

Seguido de un ejército de médicos y enfermeras, el doctor Xiu hace una visita matinal a una decena de habitaciones de la octava planta, precisamente la de Pequeño Camino. Es el día siguiente al de su hospitalización. El jefe médico saluda con un movimiento de cabeza casi imperceptible cuando le presentan a Muo, el padre adoptivo llegado de Francia. Examina las placas y emite un diagnóstico rápido, seguro y definitivo: fractura de tibia que requiere una intervención, con colocación de clavos, en los días inmediatamente posteriores. Luego, tablillas durante dos meses, y una segunda operación para retirar los clavos. Previsible acortamiento del hueso fracturado, que acarreará a la paciente una probable e irreversible cojera.

El rostro de Pequeño Camino se ensombrece, palidece y por último enrojece un poco. Pregunta al doctor Xiu si quiere decir que se quedará coja para toda la vida. El jefe médico evita una respuesta directa y, sin mirarla a los ojos, le tiende las radiografías:

—Mira, pequeña, está destrozada.

Muo tiene la sensación de que todo se paraliza a su alrededor. El doctor Xiu y su séquito desaparecen, dando paso a los condescendientes y fatalistas comentarios de los otros enfermos, sus familiares y la enfermera que ha entrado a tomar nota de los desayunos. Oyéndolos, Muo comprende lo que ha ocurrido y cuáles son sus consecuencias.

Muo corre hacia la puerta para dar alcance al doctor Xiu.

—Se lo suplico, doctor. Ayúdeme. Ya he comprado los billetes de avión para mi hija y para mí. Tenemos que estar en París dentro de dos semanas sin falta.

—Sea serio, caballero. Usted, que viene de Francia, conoce sin duda mejor que yo la obra de Flaubert titulada Madame Bovary. En ella, al doctor Bovary se le considera un excelente osteópata porque le compone la pierna a su futuro suegro, el padre de Emma, en cuarenta días. En nuestro campo, se han hecho grandes progresos. Pero la fractura del anciano francés era simple, sin complicaciones de ningún tipo. La de su hija es mucho más grave. El hueso está partido en dos. Lo más que puedo hacer por usted es encargarme yo mismo de la operación y poner todo de mi parte para que las secuelas sean lo menos visibles que se pueda.

Todas las noches, el yerno del alcalde regresa a la prisión provincial nº 2 y duerme en una habitación particular.

La prisión es un edificio de ladrillos renegridos construido en forma del ideograma chino «ri»=?

(el sol, o el día). Los trazos horizontales superior e inferior representan las alas sur y norte del edificio. La sur está totalmente ocupada por una imprenta en la que trabajan los presos que ya han sido juzgados. La norte, por una conservería en la que trabajan los detenidos en régimen preventivo. Los trazos verticales, el este y el oeste, representan los dormitorios de los tres mil internos. Cada ala tiene tres plantas. En cuanto a los espacios Vacíos, entre los talleres y los dormitorios, representan los patios de paseo. El trazo central sólo tiene planta baja. En ella se encuentran las celdas de los presos privilegiados, que, a diferencia de los demás, no tienen la cabeza afeitada ni número de registro. (Normalmente, cuando alguien entra en prisión, la administración le adjudica un número, el 28.543, por ejemplo. Este número es su única identificación hasta el final de pena. No se le llama por su nombre, sino «28.543». Cuando un guardia entra en su celda, grita: «28.543, a comer o «¡28.543, interrogatorio!».)

Esa noche de octubre, alrededor de las diez, en la celda 518 del quinto piso del ala este, el número 28.543, apodado «el Calmuco», está sentado en su camastro, absorto en la confección de un «calcetín volante», un recurso con el que todos los presos están familiarizados.

El Calmuco tiene el privilegio de trabajar dos días a la semana fuera de la prisión, en uno de los restaurantes que dirige el yerno del alcalde.

Con un bolígrafo, escribe el mensaje que su jefe y amigo le ha dictado: «El yerno del alcalde busca un médico capaz de componer una pierna rota en diez días.»

Introduce el papel en el calcetín y, a continuación, mete un tubo de dentífrico medio lleno para darle peso. Luego, ata un cordón alrededor del cuello del calcetín y aprieta el nudo para cerrarlo como si fuera una bolsa. Por último, ata otro cordón, más grueso y largo, al primero y comprueba su resistencia con los dientes.

Finalizada la operación, canta a grito pelado una canción de una ópera revolucionaria, «El bajo salario de mi marido no afecta en nada a mi fe en el Partido», código secreto que anuncia el lanzamiento de un calcetín volante.

Uno de sus compañeros de celda, que ha permanecido de pie junto a la puerta, vigilando el pasillo, le hace un gesto con la cabeza. Con el calcetín en la mano, el Calmuco se sube a los hombros del otro, el más fornido de la celda, que lo aúpa hasta la ventana enrejada, cuyos barrotes están tan juntos que apenas dejan espacio para pasar la mano. No obstante, con habilidad, centímetro a centímetro, el Calmuco consigue sacar la mano fuera, luego la muñeca y, por último, con enorme esfuerzo, todo el antebrazo. En su mano, al final del cordón, el calcetín pende sobre el vacío.

Sus dedos, como los de un marionetista, hacen oscilar el cordón lentamente. El calcetín se balancea ante las ventanas de las celdas de la cuarta planta, donde surge otra mano, que atrapa el calcetín al vuelo. El Calmuco espera. Con la mano inmóvil, canta otro himno revolucionario:

El amante comunista

se parece a los termos
:

frío y duro por fuera

pero ardiente por dentro.

Como un pescador de caña, el Calmuco siente vibrar el calcetín volante al final del cordón, lo que indica que el otro preso ha leído el mensaje. El Calmuco tira y lo recupera. Cuando lo abre, dentro no hay otra cosa que el tubo de dentífrico Y el mismo trozo de papel. Vuelve a cerrar el calcetín y lanzarlo al vacío, donde, una vez más, deja que se balancee, con la precisión de un metrónomo, en esta ocasión ante las ventanas de la tercera planta. Una más abajo. Ventana tras ventana... Vuelven a coger el calcetín. A veces, el viento interviene, y el calcetín empieza a agitarse anárquicamente y describir curvas irregulares, como un gorrión que revolotea y choca con una ventana. Otras veces, el calcetín (que es de nailon) se engancha en una reja o en las asperezas de un ladrillo, y no hay manera de soltarlo.

Pasa una hora. Al fin, el Calmuco vuelve a subir el calcetín y, al abrirlo, encuentra dentro otro mensaje: «El número 96.137, celda 251, conoce a uno. Cien yuans por la información.»

4
El Viejo Observador

Una radiografía cruje en la mano de un hombre, conocido como el Viejo Observador, que la levanta hacia la luz de la mañana. Una mano salvaje, de piel oscura, rugosa, despellejada, descarnada hasta el hueso, de dedos deformes, torcidos como raíces de árbol, de uñas gruesas, angulosas (¿cortadas con hoz?), de color ceniza, con tierra ¿o mierda?) en las puntas.

La luz atraviesa las manchas blancas que los huesos de Pequeño Camino han impreso en el negativo y disipa la sombra sobre el rostro del Viejo Observador. Los ojos de Muo escrutan sus arrugas, profundas como barrancos, surcos terribles de la vejez, su bigote blanco y ralo, sus labios delgados, su nariz aplastada... Espía el menor movimiento de los músculos de ese rostro, una expresión, un brillo en los ojos. Están sentados en un tronco de árbol, en el barro apenas seco, delante de la casa del viejo, encaramada en lo alto de una montaña de mil metros de altura, lejos del sendero principal, en un claro rodeado de bambúes gigantes. Encima de la puerta de dos hojas, hay una tabla pintada de blanco en la que puede leerse: «Observatorio de los excrementos de panda del Bosque de los Bambúes.»

El viejo herborista sigue observando la placa con mirada ausente, rayana en el embrutecimiento. La radiografía de una adolescente, futura estrella de la danza, que, según su padre adoptivo, debe participar en el concurso nacional de ballet dentro de diez días, se agita en el viento. Alrededor de los dos hombres, las hojas de bambú sisean.

El rostro de Muo se ensombrece cuando advierte que el viejo sostiene la placa del revés. Cruel revelación. Se la arranca de las manos, la pone del derecho y le señala con el dedo la cabeza de la tibia.

El viejo reanuda el examen con la misma mirada ausente, sin cambiar de expresión, como si no viera ninguna diferencia.

—¿Cómo llama usted al hueso grande partido en dos? —le pregunta Muo.

—No sé.

—Por favor, no me torne el pelo. He hecho quince horas de autobús para venir aquí. ¿No le suena la palabra «tibia»?

—No.

—Uno de sus antiguos compañeros de celda, el número 96.137, asegura que hace diez años, con una simple cataplasma, le compuso la tibia, que se había partido en la imprenta de la prisión.

—No me acuerdo.

—96.137... ¿No le dice nada? Un condenado a cadena perpetua. Puso usted una condición para curarlo: que su familia pagara los gastos de escolarización de su hija, que vivía con su madre, en su país natal.

—No recuerdo nada de eso.

Cuando, tras abandonar el Observatorio, Muo baja por el camino que lleva a la carretera provincial por la que el autobús pasa dos veces al día, llueve a cántaros. Se resguarda bajo una roca. Luego, como es tarde y está calado hasta los huesos, decide buscar refugio en el dormitorio colectivo de los obreros solteros de una fábrica de muebles de bambú.

La fábrica, de estilo medieval, no está muy alejada del Observatorio, y todo el mundo conoce al viejo, vecino solitario, taciturno, perseguido por su pasado, condenado a cinco años de prisión por intentar cruzar clandestinamente la frontera del país. Al parecer, trató de pasar a Hongkong, tras los acontecimientos de 1989. (Se pasó toda una noche nadando en el mar. Ya veía las luces de Hongkong. Pero fracasó.)

Según los obreros, su trabajo consiste en recorrer el bosque en el que vive el último panda de la región, uno de los últimos mil que quedan en todo el mundo. El animal, todavía más solitario que él, no se deja ver nunca. El viejo tiene que recoger los excrementos y hacerlos llegar a las autoridades regionales, que los analizan y deciden si hay que proporcionar ayuda alimentaria o médica al animal.

La lluvia ha cesado, pero de los árboles siguen cayendo gruesas gotas de agua sobre las chapas onduladas del tejado. Un riachuelo murmura detrás del dormitorio. Dentro, los obreros juegan a las cartas, las luces de las lámparas de petróleo palpitan, el aire está saturado de humo... Muo pone agua a hervir dentro de una abollada tetera de cobre, en un hogar excavado en la misma tierra. El fuego crepita. Con las rodillas pegadas al cuerpo, Muo se adormece en un banco de madera, junto a la tetera, que silba. Tiene un sueño en el que oye «Bei Le», un nombre muy antiguo con dos sílabas de brillante sonoridad, en un suntuoso palacio (¿La Ciudad Prohibida o el palacio de cristal de Chengdu?), donde el Emperador, vestido de amarillo en su trono, concede su audiencia matinal a sus ministros, generales y cortesanos. Bei Le es el mejor experto en caballos del país.

Como está en edad de retirarse de la corte, recomienda al Emperador como sustituto a un tal Ma.

—Es un genio, Excelencia —asegura Bei Le—. Sabe más de caballos que yo. No hay nadie más capacitado que él para reemplazarme.

Picado por la curiosidad, el Emperador hace venir al tal Ma a la capital y le ordena que se presente en las cuadras imperiales y seleccione la mejor montura entre los centenares, miles, de caballos que posee. El Emperador es un tirano violento, caprichoso e imprevisible. Para Ma (sus facciones, su cuerpo y su indumentaria recuerdan poderosamente a los del Viejo Observador de los excrementos del panda), el menor error sería fatal. Se presenta en las cuadras, examina los caballos y elige uno sin dudar. Cuando comunica su elección al Emperador, éste y toda su corte sueltan la carcajada: el animal en cuestión no sólo carece del famoso mechón de pelo blanco en la frente, signo clásico de la pureza de sangre y de la nobleza de la raza, sino que además es un jamelgo escuálido, oscuro y feo. El Emperador convoca a Bei Le y le dice:

—¿Cómo te has atrevido a engañarme, a mí, el soberano supremo del país? Tu crimen merece la muerte. El hombre que has recomendado ni siquiera sabe distinguir entre un penco y un semental.

Antes de ser ejecutado, el viejo Bei Le solicita ver el animal elegido por Ma. Cuando lo llevan ante él, suelta un profundo suspiro.

—Ma es realmente un genio. Yo no le llego a la suela de los zapatos —le dice al Emperador.

En efecto, dos años más tarde, muerto el tirano durante un alzamiento popular, su sucesor elige el jamelgo como montura y comprueba que es la más veloz del país, capaz de recorrer mil lis
[3]
al día, como el caballo alado de la leyenda.

Muo se despierta en el instante en que comprende que el Emperador no es otro que el juez Di; Bei Le, el yerno del alcalde, y Ma —el mayor experto en caballos de todos los tiempos—, el Viejo Observador de los excrementos del panda. El nuevo Emperador, rodeado de guardias con armadura, deja caer su disfraz y su falsa barba y resulta ser el propio Muo; el caballo alado, oculto bajo la piel del jamelgo, se confunde con la radiografía de la tibia fracturada.

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