Authors: Dai Sijie
De la cocina occidental, el juez Di aprecia especialmente la charcutería. De vez en cuando, desayuna en el Holiday Inn, el mejor hotel de la ciudad. Su bufet está instalado en un jardín rectangular, en el que el magistrado come salchichón, al que es muy aficionado, a discreción, pero también jamón, costillas empanadas, pechuga ahumada, salami, longaniza... En su opinión, son aperitivos simpáticos, pero no lo bastante consistentes para una comida o una cena, sobre todo cuando se trata de saciar el apetito tanto físico como moral que le dan las sentencias que pronuncia. Esos momentos son aún más intensos, más excitantes que la ejecución de una condena a muerte, en la que el tirador se limita a cumplir las órdenes y la voluntad de otros. El placer de matar es único y muy masculino, pero durante las sesiones del tribunal, al goce masculino del poder, cuyas apuestas son la vida y la muerte, se suma el placer del juego, bastante femenino, lleno de inocente candor, de infantil crueldad, en el que Di es como un gato que tiene un ratón entre las patas: lo suelta un poco, no demasiado, sólo lo suficiente para darle una pizca de esperanza. El ratón, que no se atreve a creer en su suerte, tiembla y se encoge. El gato afloja un poco más, a modo de invitación. El roedor aprovecha para huir a un rincón de la pared. El gato espera, lo vigila y, en el último segundo, cuando el ratón empezaba a creer al fin en su libertad, le planta encima las despiadadas garras y, ¡paf!, se acabó el juego. Tras semejante estimulación, todo su cuerpo, sus órganos y sus músculos exigen ser saciados, como esos hombres que, después de hacer el amor, necesitan comer y se abalanzan sobre el frigorífico con ansia de bulímicos.
Precisamente por eso se ha convertido en un ferviente partidario de las entrañas de cerdo. Tras una sesión en el tribunal, o una interminable partida de
mah-jong
, se atiborra de corazones, pulmones, estómagos, riñones, hígados, intestinos, lenguas, colas, orejas, pies y sesos de cerdo. Con cargo al tribunal, incluso tiene contratado a un cocinero que puede prepararle, en cualquier momento del día o de la noche, una «cazuela de tripas al aguardiente», una especialidad de Shanghai —de donde es originario el cocinero—, guisada a fuego lento con jengibre picado, flores de helecho, anís estrellado, canela, tofu asado y enmohecido, vino turbio y arroz glutinoso del que normalmente se utiliza como fermento alcohólico. Ahora, en su habitación de hotel en Pekín, cree haber soñado con ese festín. Las paredes de la cazuela de barro, chorreantes de luminosa grasa, los informes trozos de entrañas, rojos, viscosos, grasientos, porosos, saturados de especias y hierbas de fortísimo sabor agridulce y fuerte olor a alcohol, cada uno de los cuales parece un enjambre en el que unos gusanos destilan moho, le hacen babear de hambre.
El cohombro de mar que le ha aconsejado el sexólogo pekinés está en las antípodas de su plato favorito: es un molusco invertebrado de la familia del erizo y la estrella de mar que vive en el fondo del océano, pegado a los arrecifes de coral. Es un plato raro, caro y exótico, puesto que procede fundamentalmente del Índico y el Pacífico oeste, donde los pescadores de coral descienden a profundidades submarinas y buscan a ciegas en los arbustos coralinos, en medio de los arrecifes, para arrancar de sus espinosas aristas esa falsa hortaliza de los mares. Luego, el buceador vuelve a subir a la superficie y la pone a secar en la playa. El cohombro de mar, que se parece a un ciempiés, tiembla al aire, se funde al sol y se transforma en una materia viscosa. El pescador debe espolvorearle sal sin pérdida de tiempo para que se solidifique y adquiera la forma de un miembro masculino de entre diez a quince centímetros, del color de la piel humana y cubierto de serpenteantes venas, surcos, arrugas y protuberancias. Para cocinarlo, se echa en una cacerola de agua hirviendo, en la que se hincha, con un extremo en forma de glande.
Debido a su aspecto fálico, la antigua farmacopea china situaba al cohombro de mar a una altura sublime, en un solitario trono. En la corte, los emperadores, agotados por sus miles de concubinas, lo utilizaban como vigorizante. Durante la dinastía Tang lo llamaban «virilidad marina» y, varios siglos más tarde, tomó el nombre oficial que se le da hoy: «ginseng de mar». El proceso de su democratización fue extremadamente largo. En el período dinástico, los emperadores lo regalaban a veces, en pequeñas cantidades, a ministros o generales de cuya fidelidad querían asegurarse en momentos de crisis políticas o conflictos militares. A principios del siglo XX, tras la caída de la última dinastía, He Gonggong, un eunuco cocinero (las malas lenguas afirmaban que era un eunuco peluquero) abrió el restaurante La Virtud Alegre, al lado de la puerta norte de la Ciudad Prohibida, y, por primera vez en la historia de los afrodisíacos chinos, el olor del ginseng de mar franqueó las murallas del palacio para flotar sobre Pekín. Pero aún habría que esperar cien años y la llegada del capitalismo a la china para que progresara su democratización y pudiera encontrarse ginseng de mar de pasable calidad en los banquetes de los nuevos ricos.
La única pega de este raro manjar, de este fabuloso remedio, es que no sabe a nada. Los esfuerzos de generaciones de cocineros imperiales, que probaron toda clase de especias, resultaron invariablemente fallidos. El cohombro de mar es soso, terriblemente soso, soso hasta la náusea. Es fácil imaginar lo mucho que debe de sufrir el juez Di siguiendo semejante dieta. Por las mañanas, un camarero del restaurante de enfrente se presenta en su habitación con un recipiente de metal cromado herméticamente cerrado que contiene un cuenco de caldo de arroz con ginseng de mar. El caldo, al que se añade agua regularmente, hierve durante horas, hasta que no se puede distinguir un solo grano de arroz, siguiendo la receta de los mejores restaurantes de Hongkong. Pero el ginseng de mar sigue igual de insípido. A mediodía, el mismo camarero llega con el mismo recipiente, que ahora contiene «ginseng de mar con aceite rojo», es decir, rodajas de cohombro de mar con jugo de zanahoria, uno de los platos imperiales que ya figuraban en la carta de La Virtud Alegre de He Gonggong. Pero el gusto no cambia: sigue siendo tristemente nulo. Por la noche, bajo el mismo recipiente, hay sopa de ginseng de mar con champiñones aromatizados y tallos de bambú. Insulso como para echarse a llorar.
Sin embargo, al cuarto día de régimen, se manifiestan los primeros síntomas positivos. El juez Di siente que su miembro, frío como un témpano desde el incidente del tanatorio, se anima tibiamente.
«Tengo que adelantar mi vuelta a Chengdu», se dice riendo de buena gana.
Aunque las cataplasmas elaboradas por el viejo herborista observador de los excrementos del panda están guardadas en una lata de conserva, un tarro de mermelada y un frasco herméticamente cerrados y tan insignificantes como botes de sal, pimienta o guindilla en polvo, su presencia en la mesilla de noche de Pequeño Camino desata las iras de los médicos y enfermeras del departamento de osteología del hospital de Chengdu. Adeptos de un dogma monoteísta cuyo dios supremo es el bisturí, advierten a la joven paciente y a Muo, su tutor, primero de palabra y después por escrito, de la elevada multa y la expulsión en que incurrirán si no se deshacen inmediatamente de esos dudosos, charlatanescos, escandalosos y anticientíficos productos.
La prohibición, la intolerancia y el apremio de tiempo, los llevan a instalarse en el Cosmopolitan, un hotel modesto, tranquilo, casi vacío, de la periferia sur. Una pareja de campesinos enriquecidos con el cultivo de flores de invernadero han transformado su casa en hotel de ocho habitaciones, con un altar dedicado al dios de la riqueza en el vestíbulo y relojes con la hora de Nueva York, Pekín, Tokio, Londres, París, Sidney y Berlín en las paredes. En el patio, entre la entrada y el edificio, hay una enorme jaula, pero no una de esas de madera que se cuelgan de la pared con un clavo, ni una de bambú de las que se suspenden de los árboles, sino una de hierro en forma de pagoda, de dos metros de alto y pintada de verde oscuro, en cuya percha dormita un pájaro. Es una oropéndola. De pronto, se despierta y, al ver a dos nuevos clientes cruzando el umbral del hotel y atravesando el patio, canta unas notas. La chica da saltitos sobre un pie ayudándose de unas muletas. El hombre de las gafas, cargado de maletas, se ofrece a ayudarla; pero ella rehúsa con un gesto de soberano desdén y salta más deprisa. Parece una jovencita noble accidentada, seguida por su viejo, miope y torpe criado.
Hace días que Muo ha notado los cambios de Pequeño Camino. Se ha vuelto caprichosa, irritable, picajosa. Y él paga sus cambios de humor. Cuando le pregunta:
«¿Qué quieres comer a mediodía?», ella responde: «¡Me trae sin cuidado!» Y no dice una palabra más. Se muerde los labios, se enrosca un mechón de pelo en un dedo y le lanza una mirada de rencor, por no decir de odio; una mirada de niña mimada. Muo acepta con paciencia el cambio radical de su relación. Todos los enfermos se vuelven irritables. El dolor cambia el humor. Con la pierna fracturada, no se le puede pedir que conserve su alegría, su vivacidad, su malicia, su inocente coquetería de muchacha que sueña con besos de cine, cuando el menor movimiento le provoca terribles punzadas de dolor.
La habitación de Pequeño Camino está en el primer piso y es tan oscura que hay que tener encendida la bombilla desnuda del techo todo el día. Las paredes rezuman debido a la insalubre falta de luminosidad.
La joven está tumbada en la cama, con la pierna izquierda destapada. Muo entra con una palangana de agua caliente, que deja en el suelo. Se agacha y le remanga cuidadosamente la pernera del pijama hasta la rodilla: tiene la pierna muy hinchada, y la piel, cubierta de manchas negras, reluce con un brillo extraño, casi fosforescente.
—Aún tengo más moretones que ayer —refunfuña Pequeño Camino—. Lo odio. Tengo la pierna que parece un mapamundi.
Muo sonríe. Es verdad que las manchas, que se ensanchan, se solapan, se confunden, se desperdigan y van del azul al negro pasando por toda la gama de violetas, cada cual con su particular configuración y unas más extensas que otras, adquieren a veces la topografía de un territorio.
—Voy a empezar por el África Negra —dice Muo.
Y vuelve a sonreír, contento de la frase, que le sirve para disimular su apuro ante esa pierna irreconocible, que lo hace sentir culpable. Desliza una toalla bajo la pantorrilla de Pequeño Camino, empapa una compresa en el agua caliente y limpia con sumo cuidado una mancha en medio del mapa, una mancha horriblemente negra, con vetas moradas, azules y rojas, que parece una tortuga muerta suspendida boca abajo, con el largo cuello estirado y la cabeza triangular sumergida en el agua.
En el corazón del tenebroso continente, hay una falla, una depresión claramente perceptible, con dos pliegues nítidos y escalonados. «Ahí es donde la tibia se ha partido en dos», se dice Muo. Como un consumado enfermero, evita el foco del dolor.
—Dicen que el Viejo Observador realizó su hazaña más espectacular con un cazador desfigurado. Se había fracturado el pómulo izquierdo y lo tenía tan hundido que formaba un hueco. El viejo no sólo consiguió que el hueso volviera a soldar, sino también hacerlo subir para que desapareciera el hoyo.
—¿Y cómo se hace eso, sin operar?
—Simplemente, utilizando la misma cataplasma que me dio para ti. Contiene hierbas magnéticas que actúan como imanes y atraen los fragmentos de hueso.
Tras lavar la pierna fracturada, Muo saca de un bolsillo un manojo de llaves del que también pende una navaja, que usa para levantar la tapa de la lata de conserva. Un hedor a cieno, fétido, pestilente, un tufo a moho, a lodo, a ciénaga, escapa a bocanadas de la lata y apesta la habitación.
—Eso huele fatal —protesta Pequeño Camino—. Es como si estuviéramos en el fondo del viejo pozo ciego de mi pueblo.
La lata de conserva, que perdió su etiqueta y el recuerdo de su contenido original hace mucho tiempo, está llena de un ungüento negro, pastoso, más bien blando.
—Es la primera etapa, según el viejo.
Utilizando la navaja, Muo coge un poco de ungüento y lo extiende sobre una compresa, que dobla varias veces. El lienzo pierde su inmaculada blancura de inmediato. Luego, con delicadeza, Muo coloca la compresa sobre la pierna de la muchacha y la sujeta con vendas de gasa.
Esa noche, Pequeño Camino lo despierta golpeando el tabique que separa sus habitaciones.
—¿Te duele? —le pregunta Muo acercándose tanto a la pared que roza la pintura con los labios.
—Sí, pero no demasiado. ¿Puedes dar de comer a ese pobre pájaro? Tiene hambre.
—¿Qué pájaro, mi princesita coja?
—La oropéndola de la jaula. —Muo aguza el oído. Una rata corretea por el piso de arriba. Una mariposa nocturna choca contra el cristal de la ventana. Croa una rana. Suena un claxon lejano. En el patio, los silbidos de la oropéndola, metálicos, agudos, angustiados, resuenan en la noche como el quejido de una sierra—. Se nota que es una oropéndola domesticada —dice Pequeño Camino al otro lado del tabique—. Las salvajes no se quejan así.
—¿Y cómo se quejan?
A modo de imitación, la chica emite unos silbidos que recuerdan el piar de un gorrión, lo que hace reír a Muo y lo despierta definitivamente. Se levanta, saca unas galletas de su bolso y baja al patio, donde las desmigaja para dárselas al pájaro. Pequeño Camino tenía razón, está muerto de hambre. Baja de la percha y se lanza hacia él con tal precipitación que parece una flecha de oro surgida de la oscuridad. De paso, lo salpica con el agua del bebedero. Tiene las plumas caídas, menos lustrosas en el cuerpo que en las alas. Con las garras aferradas a los barrotes de la jaula, se estremece de placer picoteando en la mano de Muo. Devora las galletas hasta la última miga y, luego, sin un gesto de gratitud, se aparta y vuelve a su percha. Saciado, se alisa las plumas de las alas, de las que al parecer está muy orgulloso, sin dignarse mirar a su benefactor. Decepcionado, Muo se dispone a marcharse, cuando oye una voz, remedo de la humana, procedente del interior de la jaula. Sorprendido, vuelve sobre sus pasos. El granuja narcisista repite lentamente palabras, incomprensibles, inarticuladas. La cosa no dura más de dos segundos, durante los que el pájaro emite una docena de elegante silabas, claras como un diamante.
A la mañana siguiente, Muo pregunta a los dueños del hotel. La mujer le dice que los padres de la oropéndola, pájaros de noble especie, pertenecían a un pastor cristiano. Numerosos aficionados acudían a verlo con sus propias oropéndolas y le ofrecían dinero y otros regalos sólo por poder colocar sus jaulas al lado de la suya, a fin de que sus volátiles oyeran a los del pastor, recibieran su influencia, fueran educados por ellos y llegaran a cantar igual. Pero el pastor siempre se negó. Cuando murió, los padres de la oropéndola no le sobrevivieron mucho tiempo. Ahora el joven huérfano ha crecido y, de vez en cuando, suelta una frase que le enseñaron sus progenitores. Una frase en latín, al parecer, que el pastor pronunciaba al final de cada misa. Según parece, fueron las últimas palabras de Cristo.