Authors: Dai Sijie
Eran las tres de la madrugada cuando nos apeamos del tren en la estación de Meigou. El andén, de tierra batida, estaba cubierto de charcos dejados por un reciente chaparrón. Una estación miserable, encajonada entre dos montañas negras. Cuando el tren volvió a arrancar y desapareció en la noche, el largo eco de los pitidos del jefe de estación se prolongó durante unos instantes, rebotó entre las rocas y acabó muriendo en el viento, el rumor de las hojas de los árboles y el confuso chapoteo de un río invisible.
Lo más urgente era contactar con el yerno del alcalde de Chengdu, ya sabes, ese amigo del que te he hablado a menudo, con quien empezó la pesadilla de las vírgenes, hace unos meses. Sólo él podía llegar a un arreglo con el juez Di; pero había que esperar hasta la mañana siguiente para llamarlo, porque, aunque durante el día es restaurador, pasa las noches en la celda de una prisión, como tú, con el móvil apagado.
Meigou es el nombre del río que discurre al pie de las montañas y rodea la pequeña ciudad del mismo nombre, situada no muy lejos de la estación. Los gruesos y largos troncos de los árboles talados en los bosques de alta montaña que arrastra su corriente, se empujan y chocan entre sí produciendo extraños ruidos, un tanto ahogados, sobre un ritmo fantasmal. Cuando caminas por la orilla del río, tus pasos te parecen los de otro. Tu respiración, las frases que pronuncias, adquieren un ritmo diferente. Sientes miedo, como si estuvieras penetrando en un país desconocido poblado por sombras y ruidos hostiles, y tú mismo fueras un fantasma intruso. A la entrada de la ciudad, en el puente, hay una estela antigua cuyas inscripciones, en chino y en lolo, aún legibles, explican que la fuente de la que nace el río se encuentra en la cima de la montaña del mismo nombre, al norte de la ciudad. Una fuente muy profunda, de una limpidez sobrenatural. Durante las grandes sequías, basta con arrojar basura a ella para que llueva a cántaros de inmediato en toda la región.
Tuvimos suerte. En la calle principal, había un karaoke todavía abierto. Nunca hubiera pensado que en un pueblucho tan remoto, tan pequeño, tan pobre, pudiera encontrar un karaoke —el Sanghai Blues— abierto a las tres de la madrugada. Extraordinario. Me habría gustado que vieras cantar a la pequeña hermana Wang. De su hermoso rostro irradiaban tres luces: la juventud, la coquetería y el amor a la música. Allí dentro hacía calor. La sala era oscura y no se veía a los demás clientes. La chica se quitó la cazadora y avanzó hacia la pantalla, como una estrella moviéndose por el escenario. Para ser una campesina, no es nada tímida. Su frágil torso, que apenas llena la camiseta, su pecho liso, sus delicados brazos, todo su cuerpo deliciosamente delgado tiene una gracia adolescente que incluso mis ojos de miope saben apreciar. Cuanto más la miraba, más me hacía pensar en ti. No digo que se te parezca, pero en su perfil hay un eco tuyo, especialmente en la curva de su cabeza, en su frente despejada, sus ojos rasgados, su forma de rascarse la raíz del pelo, cortado a ras de oreja, como el tuyo. Su voz también tiene un eco de la tuya: baja, un poco ronca. Imitando a una cantante de blues negra, no tenéis igual. Conoce un montón de canciones de éxito, que habrá aprendido haciendo faenas en casa de gente con equipo de karaoke. La mayoría de las que cantó eran horribles, pero una estaba realmente bien: «No cojo este pequeño camino más que una vez cada mil años.» La melodía, la letra, su voz, todo me encantó. Con decirte que hasta yo, que desafino que es un gusto, cogí un micrófono y canturreé con ella... Por supuesto, destrocé la canción. La felicité. Estaba radiante. Sabe que tiene una voz bonita y que canta bien. Todavía bajo su hechizo, le dije que como nombre artístico «Pequeño Camino» le iba mucho más que «Pequeña Hermana». Que tenía más clase. Ella repitió las palabras «Pequeño Camino» varias veces.
—De acuerdo —dijo muy seria—. A partir de mañana me llamarás por ese sobrenombre.
Supersticioso como soy, cada vez que pienso en lo que pasó al día siguiente, me pregunto si la canción no sería premonitoria. Un camino rarísimo, que sólo se coge una vez en la vida, nunca dos.
El dueño del karaoke, un simpático treintañero, parecía haberle echado el ojo a Pequeño Camino. Cuando se fue todo el mundo, le preguntó si le gustaba bailar. Ella dijo que sabía bailar hip-hop; lo había aprendido trabajando en una casa cuyo balcón daba al patio de un instituto. Todos los días observaba a los chicos mientras bailaban hip-hop durante el recreo, así que había acabado aprendiendo los movimientos. El patrón se ofreció a hacer de disc-jockey para acompañarla. Puso en la platina un disco de Cui Jian, el rockero chino de los años ochenta: «No tengo nada en este mundo.» Los gritos roncos, desesperados de Cui Jan se modernizaron bajo los mágicos dedos del improvisado pinchadiscos y se volvieron más ásperos, más rítmicos. A decir verdad, es el mejor disc-jockey aficionado que he visto. Sus dedos no estaban moviendo los mandos constantemente; primero dejaba que Cui jan soltara sus desgarradores gritos y luego atacaba. Tocaba los mandos casi como un músico de jazz la batería. Animada por la música, con una sonrisa en los labios, Pequeño Camino atravesó la sala dando pasos cortos y girando graciosamente sobre sí misma. Primero hizo ondular los hombros; luego, súbitamente, los brazos, las piernas, las caderas, todas las partes de su cuerpo se desarticularon, se dislocaron y, una tras otra, como embrujadas, como si hubieran entrado en trance, fueron presa de movimientos convulsivos Cambio de disco. El pincha puso en la platina el de un rapero chino. Seguro que conoces el famoso poema de la novela Sueño en el pabellón rojo, que empieza diciendo:
«Todo el mundo adora el dinero.» En rap, es magnífico. Pequeño Camino dio una voltereta hacia atrás. Al saltar, la camiseta se le subió y le dejó al aire el estómago, tan plano que se le ven las costillas. Era la señal de que iba a producirse un cambio de ritmo y de movimientos. Haciendo el pino con la cabeza pegada al suelo, la chica giró sobre las manos. Con las piernas en el aire, estiradas o plegadas, giró y giró cada vez más deprisa, hasta que, ¡tatachán!, la cabeza sustituyó a las manos como pivote y el cuerpo, ¡qué cuerpo!, delgado pero vigoroso, se enderezó en el aire, totalmente recto y con los pies bien altos. Le aplaudí. Y, antes de que se pusiera a hacer más acrobacias, decidí divertirme con ellos.
—El abuelo os va a bailar una danza revolucionaria —les anuncié.
Y bailé algo que se remonta muy lejos; ya sabes, aquella danza que aprendíamos en la escuela, una danza casi grotesca, que interpreta el criado de un malvado terrateniente que va a exigir el alquiler a los campesinos pobres. (Seguramente debido a mi fealdad, durante toda la adolescencia siempre me tocó en suerte ese papel, que acabó convirtiéndose en mi imagen de marca, en mi emblema, y me sumió en una soledad tal que no me convertí en homosexual de milagro.) Con el cinturón a modo de látigo y el diente de menos en la boca, resolví la papeleta la mar de bien: andares de cangrejo, piruetas, saltos, chasquidos de látigo... Pero, al final, al ejecutar una cabriola, pisé mal y me pegué un trompazo. ¿Sabes con qué disco me acompañó el pincha? Con el ballet revolucionario
La muchacha del cabello blanco
. Te lo juro. En el Shanghai Blues tienen discos para todos los gustos: desde los Beatles, U2, Michael Jackson y Madonna hasta
Sol rojo de nuestro corazón
,
El Oriente Rojo
o discursos del presidente Mao cantados por estrellas de Hongkong con música electrónica.
Por suerte, conseguí dar con el yerno del alcalde a la primera llamada, justo después del desayuno. El príncipe de los condenados a muerte estaba en un taxi, cumpliendo su dura pena. Me dio la impresión de que le sorprendía volver a saber de mí, pero no lo demostró. Me dejó hablar sin interrumpirme. Al final, le pregunté si pensaba que un encuentro entre el juez Di y una segunda virgen —Pequeño Camino— podría cambiar la situación, o facilitaría al menos la liberación de la Embalsamadora.
Se produjo un momento de silencio. Supuse que estaba reflexionando.
De pronto, me soltó:
—¿Qué tal va tu vida sexual?
La pregunta me cogió desprevenido.
—Va tirando —le respondí con modestia—. He hecho algún progreso en ese terreno.
Se echó a reír. No fue una risa homérica, pero se rió.
—¡Bravo! Mira, según el viejo Sun, el preso más listo que haya conocido jamás, la vida se reduce a tres cosas: comer, cagar y joder. Si haces las tres cosas, todo va bien.
—Es una sentencia muy divertida.
—Ven con la chica en cuanto puedas. ¿Cómo se llama? ¿Pequeño Camino? Bonito nombre. Cuando lleguéis, llámame sin pérdida de tiempo. Entre tanto, yo arreglaré el asunto con el juez. —Luego añadió una frase, pero no en nuestro dialecto, sino en mandarín. Me dio la sensación de que imitaba a un compañero de la prisión—: Colega, realmente eres un jodido grano en el culo.
Y, sin más, colgó. El corazón me daba botes de alegría. Tenía ganas de gritar como un idiota. Sabía que mis padres ya estaban en el hospital, para las inyecciones de la mañana; pero, como no tenía a nadie más a quien llamar, les pegué un telefonazo. Por supuesto, no estaban. Pero eso bastó para tranquilizarme. Decidí concentrarme en el nuevo viaje. Y así fue como topamos con la Flecha Azul.
La Flecha Azul —ya sabes, la marca de camionetas chinas— estaba aparcada a la entrada de la ciudad, cubierta de barro y con la pintura tan descascarillada que más bien habría que llamarla «flecha amarilla», de puro irreconocible. Tras la cabina del conductor, la caja descubierta estaba tan abollada que habían tenido que atar la puerta trasera con cuerdas. Pequeño Camino y yo habíamos coincidido con el conductor en la tasca en la que habíamos desayunado: un sujeto de edad indefinida, que tanto podía tener treinta como cincuenta años, barbudo, o más bien mal afeitado, con la cara demacrada y el cuerpo encorvado y sacudido regularmente por ataques de tos. Cuando acababa de toser, se aclaraba la garganta, escupía sus cochinadas al suelo delante de uno y, por último, ponía el pie encima del escupitajo y lo restregaba contra el suelo con la suela del zapato, sin dejar de parlotear, Era una caricatura de camionero, que no se cansaba de poner en evidencia sus peores rasgos.
Como el único tren con destino a Chengdu no llegaba a Meigou hasta cinco o seis horas más tarde y cualquier retraso podría comprometer los planes del yerno del alcalde decidí viajar con la Flecha Azul. Tras una rápida negociación y un billete de veinte yuans, el camionero nos aceptó a bordo.
La cafetera avanzaba a trompicones por la carretera con más baches del mundo. En la vida olvidaré aquella travesía de los Montes del Gran Frío. El asiento estaba despanzurrado y parcheado en diversos sitios con cinta adhesiva. Uno tenía la sensación de estar sentado directamente sobre los muelles, que chirriaban como los de un colchón viejo y, a cada sacudida, te lanzaban hacia el techo de la cabina. Peor que una barca balanceándose entre las olas en medio del mar. Lo más cómico era la radio, de la que habían desaparecido todos los mandos y que llevaba fatal lo de las sacudidas. De repente, el sonido se interrumpía, volvía tímidamente, titubeante y tembloroso, se interrumpía de nuevo durante tanto rato que acababas olvidándote de él y, cuando menos te lo esperabas, aullaba a grito pelado, en la anarquía más total. La casualidad quiso que estuvieran radiando ese himno revolucionario titulado Pulvericemos a los enemigos americanos, ya sabes, el que cuenta la historia de un soldado gravemente herido que se lanza, metralleta en mano, hacia el frente estadounidense bajo una lluvia de balas que silban en sus oídos, entre impactos de obús que explotan a sus pies y en medio de un tiroteo y un ruido infernales. A veces, uno tenía la impresión de que había caído, alcanzado por una bala. La radio se callaba, y no se oía más que un siniestro chisporroteo, que tal vez simbolizaba su agonía. Pero, a la siguiente sacudida, el trasto volvía a la carga. Como si hubiera resucitado, el soldado seguía cantando, y la metralleta expulsando casquillos vacíos. ¡Grandioso! En determinado momento, advertí que la ventanilla de la puerta del lado izquierdo, la del conductor, no cerraba completamente; dejaba una abertura de unos cinco centímetros, por la que el viento se colaba en la cabina. Decidí no fumar, por miedo a que el humo o las cenizas fueran a parar al rostro de Pequeño Camino, que estaba sentada a mi derecha. No podía imaginar las graves consecuencias que tendría aquella rendija aparentemente inofensiva. Decididamente, la vida está llena de peligros.
El camionero me pidió que contara historias verdes, porque la noche anterior no había pegado ojo y, mecido por las sacudidas de aquella «mierda de carretera», corría el riesgo de dormirse al volante.
—Ya sabes, historias que te la pongan dura —dijo el muy pirado.
Le respondí, fríamente, que mi profesión me daba acceso a los sueños de la gente y que algunos tenían una fuerte coloración sexual, pero que en ningún caso podían considerarse historias verdes.
¡Si hubieras visto la cara que puso! Resignado, me esforcé en recordar las gilipolleces que se contaban en las duchas colectivas o en los vestuarios. Pero, por más que busqué en los rincones de mi cerebro, fue en vano.
—Esa clase de historias son un poco como el psicoanálisis —dije al fin.
—¿Y eso qué quiere decir? —me preguntó el camionero con desconfianza.
—Que hay que buscar en el inconsciente. En ese momento, en la ladera de enfrente aparecieron unas manchas de colores, azaleas y rododendros en flor, en medio de un bosque de abetos recientemente asolado por el fuego.
—¿Puedo intentarlo yo? —propuso Pequeño Camino.
—¿Qué puede contar una criatura como tú? ¿Una historia de la guardería? —rezongó el rey de la carretera con una sonrisa repulsiva que se creía seductora.
Para mi sorpresa, Pequeño Camino me preguntó si me quedaban cigarrillos. Quería uno para «refrescarse la memoria».
A decir verdad, no parece campesina. Nadie diría que procede de una familia pobre. Si hubieras visto con qué estilo fumaba... No aspiraba el humo a pleno pulmón, como yo, sino en pequeñas cantidades, que saboreaba y después expulsaba por la nariz lentamente, de una forma encantadora. Sus dedos, finos y con las uñas sin pintar, acercaban graciosamente el cigarrillo a «la flor entreabierta de sus labios».
Esta es la historia que contó: hace tiempo, mucho tiempo, un monje que vivía en una ermita, en una remota montaña, crió a un huérfano que le habían confiado a la edad de tres años. Pasaron los años. El niño creció sin contacto con el exterior. Cuando tenía dieciséis, su maestro lo llevó a ver cómo era el mundo de cerca. Bajaron de la montaña y, tras tres días de marcha, llegaron a una llanura. Como el muchacho no sabía nada, cuando veían un caballo, el monje le decía: «Eso es un caballo.» Y, de este modo, le mostró una mula, un búfalo, un perro... Al cabo de un rato, vieron a una mujer que avanzaba hacia ellos. El chico le preguntó al monje por el nombre de aquella criatura.