Authors: Dai Sijie
—Baja los ojos —dijo Pequeño Camino remedando la voz de un anciano—. No la mires, es una tigresa, el animal más peligroso del mundo. No te acerques a ellas nunca, si no quieres que te devoren.
Esa noche, ya de vuelta en su montaña, el viejo monje advirtió que el novicio no conseguía conciliar el sueño; daba vueltas y más vueltas en su cama, como sobre un lecho de carbones al rojo. Era la primera vez que lo veía así. El anciano le preguntó qué lo atormentaba.
—Maestro —contestó el novicio—, no puedo dejar de pensar en esa tigresa que devora a los hombres.
Me eché a reír. La pequeña tenía sentido del humor. Pero nuestro dichoso príncipe de la Flecha Azul no reaccionó. Quiero decir que esta bonita historia no le produjo ningún efecto. Intenté prolongar mi risa, con la esperanza de que se le contagiara. Pero siguió impasible. Así que empecé a reír como un crío, dándole palmadas en la espalda. Ni por ésas. Al fin, el señor pronunció su veredicto:
—Es gracioso, pero demasiado vegetariano para mi gusto. A mí las historias me gustan más picantes.
Miré afuera. La anárquica radio volvió a difundir su programa musical. Estábamos a mucha altura. El río Meigou, que habíamos bordeado hasta hacía poco, discurría ahora por el fondo de la garganta y parecía una estrecha cinta amarilla, salpicada de minúsculos y espejeantes destellos. El camionero anunció que nos iba a contar una historia.
—Estoy seguro de que os morís de ganas de oír una de las mías.
Y ahí fue donde empezaron los problemas.
A través de las gafas, vi un montón de gruesas piedras, tan negras como las rocas de alrededor, justo en mitad del puerto hacia el que nos conducía la carretera. Era un montículo oscuro, que se recortaba contra el fondo azul del cielo y la tierra amarilla del camino.
—¡Mierda! —exclamó el camionero—. ¡Los lolos! ¡Cerrad la ventanilla, rápido!
Mientras Pequeño Camino ejecutaba su orden, él intentó subir el cristal de su lado, pero siempre quedaba una abertura de cinco centímetros.
A medida que la camioneta se aproximaba al puerto, las piedras negras, que veíamos en contrapicado, aumentaban de tamaño e iban haciéndose imponentes, soberbias, casi majestuosas; las enormes capas de los lolos flotaban en el aire como estandartes de antiguos guerreros.
—¿Son bandidos? —preguntó Pequeño Camino.
—Lolos puros y duros —le respondí.
—¿Duros? —rezongó el camionero—. Ahora veremos quién es más duro, si esos bárbaros primitivos o mi Flecha Azul.
¿Y qué hizo este representante de una potencia moderna? Pisó a fondo el acelerador haciendo sonar el claxon sin parar para obligar a los lolos a apartarse. Pero era imposible subir la cuesta a mucha velocidad; la cafetera era demasiado vieja, jadeaba, sufría... En el corazón de aquellos Montes del Gran Frío, los bocinazos del claxon, que resonaban en la lejanía, hacían pensar en los prolongados y quejumbrosos relinchos de un camello exhausto en el desierto del Takla-Makan, el desierto de la muerte, el desierto del infinito.
Ninguno de los bolos se movió. Sus estáticas sombras se recortaban sobre la tierra amarilla de un modo extraño. Cuando la camioneta se lanzó hacia ellos, se produjo un curioso efecto óptico: las sombras se alargaron bajo las ruedas. Le grité al camionero que frenara. Pequeño Camino, también. Pero parecía no escucharnos. Los lolos permanecían inmóviles. Como auténticas rocas negras. Momento crucial. Ciega embestida de la Flecha Azul. Violento traqueteo sobre el suelo desigual. Con un salto, la camioneta se lanzó como un tigre sobre los lolos. Los muelles de la banqueta nos lanzaron hacia el techo de la cabina.
Cerré los ojos. El camionero frenó. Alivio. La catástrofe se había evitado por muy poco. Los lolos eran una treintena, de entre dieciocho y treinta años, hombres jóvenes, altos, delgados, fibrosos, sin duda campeones del salto al tren. Se arrojaron sobre el parabrisas y las ventanillas de las puertas enseñando los puños, insultando al conductor que había puesto sus vidas en peligro con chorros de palabras en lolo, incomprensibles, pero también en chino, no en mandarín, sino en sichuanés, como «canalla», «te vamos a dar tu merecido», «te vamos a partir la cara», etc. Sus rostros se agitaban ante la furgoneta, unos rostros curtidos por el sol y el viento, tan rudos que parecían tallados en madera. Los pendientes relucían en sus orejas. Al fin, retrocedieron y se agruparon alrededor de un joven, que bebía cerveza del gollete de la botella y parecía ser el jefe. Tendió la botella a los otros, que la fueron pasando de mano en mano. Ya no se oía más que un murmullo vago.
Disimuladamente, el camionero se sacó la cartera del bolsillo y la deslizó bajo sus nalgas entre la borra y los muelles del desvencijado asiento. ¿Qué hacía yo con los dólares que llevaba escondidos en el calzoncillo? Estaba claro que era demasiado tarde.
El jefe de la tribu se acercó. Una larga cicatriz surcaba su anguloso rostro. Saltaba a la vista que tenía malas pulgas. Golpeó el parabrisas con la cerveza. La espuma blanca salió volando y chorreó por el cristal.
—¡En mi vida había visto un penco tan viejo y tan feo! —exclamó en sichuanés, y soltó una carcajada triunfal enseñando los dientes negros y el fondo de la garganta. Sus compinches empezaron a mofarse de la Flecha Azul—. ¿Qué pretendías, cabrón? ¿Atropellarnos? ¡Si tu camioneta llega a rozarnos un pelo, te hago una cara nueva! —Humillado, el camionero no abrió la boca, pero, bajo la tensión de su cuerpo, una vibración recorrió el asiento. Vi que ponía el pie en el acelerador. Aquel loco Consiguió asustarme—. ¿Sabes dónde estás? —siguió diciendo la Cicatriz—. En la montaña de la Cabeza del Dragón. Abre los ojos y mira a tu alrededor. Aquí es donde nosotros, los lolos, matamos a miles de soldados de la dinastía Qin. —Sobre el acelerador, el pie crispado del camionero tenía espasmos perceptibles, como si se resistiera a las órdenes del cerebro—. Queremos volver a nuestro pueblo —dijo la Cicatriz—. ¿Nos llevas?
—Vamos, subid a la caja —respondió el camionero sin atreverse a afrontar la negra mirada del lolo ni una sola vez.
La camioneta reanudó la marcha.
Como había dicho la Cicatriz, la montaña se llamaba la Cabeza del Dragón. Fuimos descubriéndola a medida que avanzábamos: tras el fatídico puerto, el terreno se elevaba y adquiría, a ojos vista, la forma de un animal prehistórico extraño, reptante, con un cuerpo enorme que se extendía de oeste a este y parecía moverse en la tenue bruma, como si estuviera al acecho. Bruscamente, este animal depredador que se alzaba ante nosotros levantó la cabeza —¿un efecto óptico?—, una cabeza orgullosa, espléndida, amenazadora, en la que se distinguía la rocosa cresta, la escamosa frente, el mentón, erizado de exuberantes helechos que crecían entre las rocas, se asomaban al vacío y ondeaban al viento. De lejos, parecía la gran barba del dragón de los tebeos de mi infancia, o del que mis padres tienen pegado en la puerta.
—¿Sabes lo que quiere decir «huir de la quema»? —le dije al camionero, que me miró como si me hubiera vuelto loco—. Da media vuelta en cuanto puedas y regresa a Meigou. Los lolos no pueden impedirnos que volvamos por donde hemos venido.
—Eres un maldito cagueta.
El dueño de la polvorienta cafetera rechazó mi sensata sugerencia. Si hay algo que no me gusta de la gente es que, en cuanto se pone al volante, la mayoría se vuelve arrogante, irritable, violenta. Ya no es sólo un volante lo que tienen en las manos, sino también una autoridad, un poder omnímodos. Hasta Pequeño Camino estaba inquieta; no paraba de taparse la boca con las manos. Debería haberle ofrecido un dinero extra al camionero para animarlo a cambiar de itinerario. Cada vez que pienso en esta historia, me reprocho no haberlo hecho. No fue por tacañería, te lo juro, sino porque necesitaba el dinero para más adelante. Puede que tuviera que huir a Birmania. ¿Quién sabe? Y, además, ya no me quedaba demasiado.
La Flecha Azul escalaba trabajosamente la Cabeza del Dragón y, antes de llegar a la cima, tuvo que detenerse varias veces para recuperar el resuello. Cuando la coronamos, nos quedamos boquiabiertos. Otras dos Cabezas de Dragón, ocultas tras la primera y de un parecido con el animal mítico que te dejaba pasmado, nos esperaban con el mismo implacable desprecio en lo alto de sendas paredes rocosas de varios cientos de metros de altura. ¡Ah, cuando pienso que los lolos se pasan la vida en estas montañas, no puedo evitar admirarlos! A mí me deprimiría. Con sólo mirarlas ya tenía mal cuerpo.
—¡Eh, vosotros dos! —dijo el rey de la Flecha Azul—. ¿A que no sabéis lo que me ha venido a la cabeza hace un momento, delante de esos bárbaros? —Nosotros no respondimos, y él insistió—: ¿En qué habríais pensado vosotros, en mi lugar? —Nuestro silencio no lo desanimó—. Os lo voy a decir: pensaba en una historia guarra de verdad. ¿Qué os parece? La historia que os quería Contar —aclaró mirándome como si me hubiera ganado seis a cero en un partido de fútbol—. Con todos esos bolos gritando como locos, me había olvidado siguió diciendo—. Eso era lo que estaba intentando recordar.
Me habría gustado fingir que roncaba, hacerme el sordo o cualquier otra cosa con tal de impedir que contara una de sus gilipolleces en ese preciso momento.
—Ahí atrás, los lolos están gritando —le advirtió Pequeño Camino—. Se diría que quieren bajar cuando lleguemos arriba.
En ese preciso instante, en la parte de atrás, un lolo golpeó el techo de la cabina con todas sus fuerzas. Pero al camionero, regocijado con la historia que nos iba a contar, le traía sin cuidado. Era una anécdota autobiográfica, de dos años antes, cuando estaba sirviendo en el ejército (en el que había permanecido ocho años) como conductor para el estado mayor de un regimiento de infantería. En una ocasión, llevó a un comandante comunista de unos cincuenta años a inspeccionar las tropas. El viaje duraría cuatro días. La segunda noche, se alojaron en un hotel cochambroso de una pequeña ciudad. El comandante, que era un hombre con temperamento, pasó la noche con la única puta del hotel, gorda y fea. Había que estar realmente necesitado para hacérselo con ella. Para el camionero fue una noche «vegetariana».
La voz del camionero, entrecortada por ataques de tos, estaba acompañada por los golpes procedentes de la parte de atrás, donde los lolos aporreaban con pies y manos la cabina. Cuando la camioneta se acercaba a la cima de la segunda Cabeza del Dragón, le dije que parara, porque los lolos querían bajar. El volvió la cabeza y me lanzó una mirada furibunda:
—Pero tú, ¿de qué vas? Eres un jodido miedica. Ese es el sitio que han elegido para atacarnos y quitarnos hasta los calzoncillos. Me han tomado por un idiota...
—rezongó pisando el acelerador. La Flecha Azul salió disparada por la pista, que bajaba en pronunciada pendiente, y él continuó con su historia—: Al día siguiente, durante el viaje, el comandante me explicó que la puta le había costado doscientos cincuenta yuans y que había que idear algo para cargar el polvo en la cuenta del ejército. En principio, parecía imposible. Pero él estaba tranquilo. Al rato va y me dice: «Tengo una idea. Contaremos, bajo palabra de honor, que hoy, en el Camino de la visita de inspección, hemos atropellado una cerda vieja y que hemos tenido que darle doscientos cincuenta yuans al dueño en concepto e indemnización.»
Y el camionero se echó a reír. Empezó alto, en falsete; luego, su voz subió y se alteró hasta hacerse insoportablemente aguda, entrecortada, como un llanto nervioso.
—Tienes un gran sentido del humor, ¿sabes? —le dije—. Pero ¡escucha! Hay alguien encima de nuestras cabezas. Lo estoy oyendo.
—¡Ah, no puedo más! ¡Me ahogo! —gritó él sin parar de reírse a mandíbula batiente. Echado sobre el respaldo del asiento, se llevaba una mano a las costillas y sujetaba el volante con la otra—. ¡Cuánta razón tenía! ¡Una cerda vieja! Estoy seguro de que la noche anterior, mientras se la estaba tirando, era eso lo que veía. ¡Una cerda vieja!
De pronto, la oscuridad invadió la cabina, como si se hubiera producido un eclipse de sol brutal, violento, maléfico. Un abrigo negro, no, la capa negra de un lolo, sostenida por una mano invisible, intentaba tapar el parabrisas. Aquella pantalla negra y móvil cortó en seco las risas del camionero y nos dejó sin respiración a nosotros dos.
—Ya te había dicho que había alguien andando sobre nuestras cabezas.
—Para la camioneta —suplicó Pequeño Camino tapándose la boca con la mano.
Pero el camionero no se dio por vencido. Al contrario. Farfulló una sarta de insultos sin reducir la velocidad y moviendo la cabeza para encontrar los ángulos que la capa no tapaba. He dicho que era un pirado, ¿recuerdas? Un pirado que había pasado ocho años en el ejército, ocho años de entrenamiento en guerra de guerrillas, conduciendo cacharros del año catapún por pistas llenas de baches.
En una de las innumerables sacudidas que nos lanzaban hacia el techo, la radio, que llevaba un rato callada, volvió a ponerse en marcha súbitamente, y el Bolero de Ravel sonó a todo volumen. Por desgracia para el ex militar y para nosotros, la pista ya no bajaba; ahora trepaba en zigzag hacia la tercera Cabeza del Dragón. La Flecha Azul, empezó a jadear y a perder velocidad. Era evidente que los lolos habían interpretado el cambio como la señal para un nuevo ataque. En lo alto del parabrisas apareció una cabeza. Aunque estaba del revés, era fácil reconocerla, gracias a la impresionante cicatriz que cruzaba el rostro. Era él, el jefe de la tribu, que se había subido al techo de la cabina para enredar con la capa. Sus compañeros, de pie en la caja de la camioneta, debían de sujetarlo por los pies.
La Cicatriz orientaba la capa a placer para tapar la vista al conductor. Un carácter endemoniado, un odio milenario, un desprecio racial, un acusado gusto por la violencia y la sangre alteraban su rostro y movían sus músculos de acero. Hasta cierto punto, me daba más miedo que el juez Di. Ravel lo acompañaba. ¡Qué música! Las trompetas de Jericó, las trompetas de los lolos, sonaban, ensordecedoras.
—¡No hagas tonterías!
Mi voz temblaba como una hoja al viento.
—¡Que te den, lolo de mierda! —le gritó el camionero a la Cicatriz por la ventanilla.
Como un boxeador esquivando puñetazos, aquel loco se inclinaba tan pronto a la izquierda como a la derecha. A veces, nos quedábamos completamente a oscuras; no se veía nada, y el camionero conducía a ciegas. Su cabeza se lanzaba hacia el sitio en que menos lo esperaba la Cicatriz, recuperaba la visibilidad y enderezaba la Flecha Azul en el último momento, al borde de la cuneta. Además, trataba de aprovechar cualquier bache de la pista terrón o pedrusco, para intentar provocar la fatal caída de su adversario mediante una fuerte sacudida.