El complejo de Di (30 page)

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Authors: Dai Sijie

«Si para Ma las apariencias no tienen ninguna importancia —se dice Muo—, ¿qué pretendía ver el Viejo Observador en una radiografía puesta del revés?»

Al amanecer vuelve a subir el sendero hasta el Observatorio. El viejo está a punto de iniciar su ronda, con un cesto a la espalda.

—¿Puedo acompañarlo? Será mi oportunidad de ver un panda en estado salvaje, en vez de en el zoo.

—¿Para hacer fotos idiotas?

—No, no tengo cámara.

—Le advierto que perderá el tiempo.

Muo ya no recuerda dónde ha leído esta frase: todos los hombres de acción son taciturnos. Desde ese punto de vista, el Viejo Observador de los excrementos del panda es un gran hombre de acción. Cuando le habla, Muo tiene la sensación de que al viejo le gustaría taparse los oídos con las manos. Al principio, interpreta su actitud como una muestra de desprecio. Pero, a medida que se adentran en el Bosque de los Bambúes, tan denso que el sol apenas penetra en él y para avanzar es necesario que el viejo corte las ramas que les cierran el paso, comprende que ese silencio le viene impuesto por su trabajo. Todo lo que no se ve, el viejo lo oye. Sus orejas, grandes y llenas de pelo, son extraordinariamente finas. De pronto, se detiene, escucha y dice que el panda está en un bosque de pinos. Los dos hombres se dirigen allí y, tras veinte minutos de marcha rápida, llegan a un pinar, en el que descubren las huellas del animal, frescas y nítidas en el suelo, mojado y blando, entre agujas rojizas y piñas podridas de olor húmedo y perfumado. Huellas del tamaño de la palma de una mano, con el pulgar separado de los demás dedos y orientado en otra dirección. En algunas, mejor dibujadas, se distinguen las formas del talón y las uñas.

—¿Lo ha oído andar desde la otra ladera de la montaña, a más de un kilómetro de distancia? —Como el viejo permanece impasible ante el testimonio de admiración, Muo añade—: Ya estoy medio ciego, pero hoy, gracias a usted, me he enterado de que también estoy sordo. —Sin responder, el Viejo Observador se agacha, saca un metro de su cesto, se inclina hacia el suelo y, como un sastre midiendo una tela, determina la longitud y anchura de una huella. Muo vuelve a romper el silencio—: Usted no quiere curar a la gente porque carece de título de médico y tiene miedo de pagar caro el menor error. Pero le garantizo, le juro y, si quiere, se lo pongo por escrito, que si no consigue componerle la pierna a la futura estrella de la danza, no se lo echaré en cara.

Como quien oye llover, el Viejo Observador desenrolla el metro y mide escrupulosamente la distancia entre dos huellas. Es un paso corto, lo que hace pensar que el animal estaba corriendo. Finalizada la operación, el viejo se levanta y sigue las huellas impresas en el barro.

Muo intenta ponerse a su paso, pero el viejo camina deprisa, como si quisiera darle esquinazo y dejarlo solo en el bosque, para castigarlo. Cruza riachuelos, salta entre las rocas o franquea precipicios con una habilidad que a Muo le recuerda la de los lolos. Le cuesta seguirlo. A veces, lo pierde de vista y se ve obligado a buscar también él el rastro del panda en el suelo húmedo. De vez en cuando, las pisadas se multiplican caóticamente, como si, inquieto a causa del hambre u otro motivo, el animal no supiera qué camino tomar o se hubiera puesto a jugar al escondite, para fastidiar. Puede que el panda se burle del Viejo Observador, su único compañero, dejando esas huellas que se bifurcan, giran en redondo bruscamente, desandan lo andado con toda intención, vagan, se dividen y desaparecen a la orilla de un torrente. Muo acaba encontrando al viejo junto a un árbol. Parece estar examinando algo. Un humilde abedul. Corriente y moliente. Alrededor, se ven lianas mordidas y hojas pisoteadas. La lisa y plateada corteza de la base del árbol está arañada, descortezada, parcialmente arrancada. Su olor anisado flota en el aire.

—No es tan fácil darme esquinazo —dice Muo jadeando ruidosamente—. Pero no se preocupe. Tengo que decirle una última cosa, y después lo dejo tranquilo. —Sin dignarse mirarlo, el Viejo Observador acerca la nariz a la corteza. Con las fosas nasales dilatadas, olfatea el acidulado aroma de la savia—. Voy a hacerle una confesión.

—Muo se interrumpe y reprime el impulso que lo anima a contar la verdad: que la curación de la pierna rota puede cambiar la vida de varias personas, incluida la suya. Se lo calla, convencido de que para el ex convicto la palabra «juez» es sinónimo de espantosa desesperación, tortura, hierro, sangre y fuego—. Hace diez años que estudio psicoanálisis en Francia —empieza a decir—. Voy a proponerle un trato. Si en diez días le ha curado la pierna a la chica, le enseñaré de la A a la Z esta nueva ciencia que ha revolucionado el mundo. —Por primera vez, el viejo vuelve la cabeza y le lanza una mirada que parece enjuiciarlo—. Una ciencia fundada por Freud, que revela el secreto del mundo.

—¿Y qué secreto es ése?

—El sexo.

—¿Puede repetir?

—EL SEXO.

El viejo suelta una carcajada. Intenta aguantarse, pero la risa estalla, lo sacude, se apodera totalmente de él y a punto está de hacerlo caer al pie del abedul.

—Habría que hacer venir al señor Freud —dice señalando el tronco descortezado—. El nos explicaría por qué se restriega el panda contra este árbol.

—Puede que tenga hambre. Freud nos diría que padece una frustración material.

—De eso nada, joven. Lo único que quería el panda era arrancarse los cojones. Atónito, casi patidifuso, Muo se queda petrificado ante aquella prueba de autocastración, noción que sólo conoce por los libros. El sol dispara sus rayos, que proyectan manchas de leopardo sobre el silencioso, radiante, encantado tronco. Muo se siente decepcionado al constatar que, como de costumbre, su interpretación era errónea. Mientras se lo reprocha, el Viejo Observador se aleja por el sendero.

Una hora más tarde, se produce otro hecho asombroso. Las innumerables mariposas, de diferentes especies, a cual más hermosa, que han ido viendo por el camino desde esa mañana no han despertado el menor interés en el Viejo Observador; pero, de pronto, se detiene en seco e indica a Muo que haga lo propio y permanezca en silencio. En el embarrado sendero flanqueado de bambúes, ha visto una mariposa insignificante, minúscula, sobre unas matas de centauras negras y de tanacetos amarillos, plantas que suelen crecer en el agua y el barro. Con la sonrisa satisfecha del entomólogo que al fin ha dado con la especie que buscaba, el viejo anuncia:

—Hoy voy a volver pronto a casa.

Muo desconfía y se pregunta qué nueva sorpresa le prepara el viejo, mientras procura concentrar toda su atención, con el fin de mostrarse digno y brillante discípulo de Freud. Los dos hombres siguen silenciosamente a la mariposa, que es azul y negra con rayas grises tirando a blancas. Vuela bajo, a menudo a ras de los hierbajos, las setas venenosas y los haces de fibras que cruzan el sendero tachonado de sol y cubierto de barro, en el que Muo se hunde a veces hasta los tobillos. De tanto mirar a la mariposa, acaba por no verla. Sus manchas y franjas se confunden con los helechos, que posan sus dientes sobre las blancas, retorcidas y nudosas raíces de los bambúes y los líquenes verde oscuro.

De pronto, la mariposa acelera los movimientos de las alas y empieza a girar y planear, más hermosa, más feliz, como embriagada por algo. ¿Un olor exquisito? ¿El perfume de una hembra? Justo cuando Muo va a hacer un comentario freudiano al respecto, el insecto, para su gran decepción, desciende hacia una zanja y se posa en un montón de excrementos. Está excitado, sus alas se agitan nerviosamente.

—¡Qué suerte! —exclama el viejo saltando a la zanja. Luego, observa a la frágil criatura y le murmura dulcemente—: Que aproveche, pequeña. Ya sé que te encanta la mierda de panda.

La escena, apenas creíble, sacude a Muo en lo más profundo. Los excrementos de un animal, una mariposa, un viejo ex convicto... Esa trinidad fuera del tiempo tiene algo de sublime, de casi eterno. Su vida, sus libros, sus diccionarios, sus cuadernos de notas, sus emociones, sus angustias, le parecen fútiles y superficiales. Y otro tanto puede decir de su traición sexual, de su tacañería en la montaña de los lolos y, sobre todo, de su pretensión de volver a China en plan salvador.

El vapor húmedo que flota en el bosque deposita un barniz parduzco sobre los excrementos. Finalizado el banquete de la mariposa, el Viejo Observador saca sus útiles, recoge los excrementos y los guarda en una bolsa de plástico. Muo lo observa mientras lo coloca todo en el interior del cesto.

Los dos hombres recorren el camino inverso hasta el Observatorio. En cuanto llegan, el viejo saca una esterilla de bambú trenzado, la extiende en el suelo delante de la casa y vierte en ella los excrementos recogidos, para exponerlos al sol. Luego, regresa al interior de la vivienda y vuelve a salir con más sacos llenos de materias fecales, cada uno con su fecha.

—Mi casa es demasiado húmeda. Tengo que ponerlos a secar constantemente —explica el viejo—. El centro no manda a alguien a buscarlos más que cada quince días.

Los excrementos del panda están extendidos sobre la esterilla. El viejo los separa y los coloca por orden cronológico. Todavía conservan su color, pero debido a la humedad se han esponjado e incluso permiten distinguir restos de hojas de bambú mal digeridas. Tras separar las muestras, el Viejo Observador le espeta:

—¿Estaría dispuesto a pasar el resto de su vida con una campesina?

—¿De qué me habla? No entiendo qué quiere decir.

—Si consigo componerle la pierna a la bailarina en un plazo de diez días, ¿aceptaría casarse con mi hija?

5
El cohombro de mar

Desde su llegada a Pekín, al hotel de cuatro estrellas La Nueva Capital, en el que se celebra el coloquio de juristas y magistrados chinos, el juez Di hace una vida austera, casi ascética, y sigue el estricto régimen a base de cohombros de mar que le ha prescrito un sexólogo, con vistas al festín sexual que el psicoanalista Muo le ofrecerá a su regreso.

Para un tragaldabas sin modales como el juez Di, la privación del placer cotidiano que constituye la ingestión ilimitada de alimentos acaba convirtiéndose en un suplicio cruel e insoportable, que lo consume a fuego lento, tanto en el plano físico como en el metafísico. Siendo niño, ya tenía fama de tragón. Antes de las comidas, su madre apartaba un huevo, un trozo de carne y un muslo de pollo, que escondía para dárselos posteriormente a su hija más enclenque, que, incapaz de disputar los alimentos al ogro de su hermano, tenía graves problemas de crecimiento. En esa época, el gran talento del futuro juez Di residía en el índice y el corazón de su mano derecha, que manejaban los palillos divinamente (se trata del mismo índice de hierro que, años más tarde, apretará gatillos de fusil sin desfallecer jamás). Hundiendo los palillos en una cacerola, era capaz de pescar de una sola tacada una libra de fideos, sin dejar ni uno para los demás. De una sola vez, jamás de dos. Un auténtico genio. Como la suya era una familia modesta y poco cultivada, no utilizaban platos. La madre dejaba la comida en las cazuelas, sartenes o cacerolas, que ponía directamente en la mesa y de las que comía todo el mundo. Cuando los palillos del futuro juez Di se paseaban por encima de los grasientos y ennegrecidos cacharros, que dejaban escapar un delicioso humillo, sus hermanos y hermanas, con el corazón en un puño, se precipitaban a presentarle feroz batalla, sin piedad ni tregua. Pero siempre perdían. Convertido en adulto y tirador de élite en los pelotones de ejecución, Di conservó la misma supremacía en los cuarteles, donde los soldados comían acuclillados alrededor de una palangana colectiva llena de rancho de mala calidad.

En esa época, le gustaba pasearse solo por la ciudad y hacer una visita a La Cazuela del Asno. Iba derecho a la cocina, en la que invariablemente un enorme cuarto de asno cocía en una inmensa cazuela. El cocinero conocía sus gustos: sin decir palabra, cogía un gancho, lo sumergía en la cazuela y sacaba un trozo de carne grasienta, espumosa, humeante. Luego, con un enorme y pesado cuchillo, lo cortaba en pedazos sobre un cuenco lleno de caldo, al que añadía cebolleta bien picada, sal y pimienta, tras lo cual formulaba la pregunta ritual, una especie de código entre los dos hombres:

—¿Añado sangre del asno hoy?

Si el juez Di respondía afirmativamente, significaba que había ejecutado a uno o varios condenados a muerte. El cocinero cogía el cuenco, salía de la cocina y, sentado en un taburete bajo, cortaba trozos de sangre coagulada, que flotaban en el caldo como pedazos de gelatina roja. Al juez le encantaba —y le sigue encantando— saborear esos tiernos coágulos de sangre, que se funden en la boca. Luego, se comía la carne, se tragaba el cartílago sin masticarlo, como si estuviera muerto de hambre, partía una costilla y chupaba la médula, antes de beberse la sopa a tragos haciendo mucho ruido. Años más tarde, cuando su vida resplandecía bajo el sol (no de Mao, como dice la canción más popular que han cantado mil millones de chinos durante medio siglo: «El rojo se extiende por el cielo, al este. Es él, Mao, nuestro presidente...», sino de Occidente, el del capitalismo al estilo comunista), se puso la toga de juez y, aureolado con el halo del poder, del dinero, del indiscreto encanto de la burguesía, se inició en la gastronomía occidental, servilleta blanca al cuello, en medio del tintineo de tenedores, cuchillos, cucharas y platos cambiados innumerables veces, con una escrupulosa atención a la etiqueta. Conejo a la cazadora, col rizada a la duquesa, riñones al Madeira, salmón a la crema... Para él, esta exótica cocina es un espectáculo, una película, un show (sabe un poco de inglés y le encanta la palabra show, que pronuncia «su», con marcado acento dialectal). Ha descubierto que en la cocina de los occidentales todo es «su», lo mismo que en su civilización; incluso cuando declaran la guerra es ante todo para hacer un «su». El es todo lo contrario. Le gusta lo concreto, no el «su»; condena a la gente. Todas las noches, al volver a casa, piensa que ha vuelto a destrozar vidas, familias enteras, y se siente rejuvenecido. Camina con más decisión. Cuando entra en su chalet y sube la escalera, sus pies golpean con tanta fuerza los peldaños que parece que todo un ejército hubiera invadido la casa. Al oírlo subir, su mujer sale de su habitación, se arroja a sus brazos y, arrastrando la voz como en las óperas chinas, exclama:

—¿Ya ha vuelto su señoría?

(Nota del autor para las lectoras chinas que están a punto de casarse: en el presente caso, llamar al marido utilizando el tratamiento de respeto me parece excesivo y atípico, incluso en la intimidad. En cambio, la pregunta formulada es particularmente ingeniosa. Esa es la clave del arte conyugal que permite preservar la solidez de nuestras familias desde hace miles de años: nunca hagáis preguntas incómodas. Jamás preguntéis a un hombre de dónde viene ni qué ha hecho. Jamás. Limitaos a constatar el hecho en forma de pregunta, mostrando, no sólo vuestra solicitud hacia él, sino también que su vuelta a casa es una especie de maravilloso milagro que no acabáis de creeros. Embargadas por la emoción, apenas os quedan fuerzas para constatar, con la punta de los labios, un hecho a tal punto maravilloso. Y lo mismo vale para la vida social. Si os dirigís a una persona que está almorzando, no le preguntéis qué come; si ha elegido un menú barato, la pregunta podría hacer que se sintiera incómoda. Limitaos a decir: «¿Está comiendo?» Es muy sutil, y es perfecto.)

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