Authors: Dai Sijie
Desde hace algún tiempo, una espantosa pesadilla perturba el sueño de Muo cada dos o tres noches. Siempre empieza con una oscuridad total, un insoportable olor a agua inmunda y la jadeante voz de un hombre agotado por el esfuerzo: «Con lo estreñido que estoy, nunca conseguiré cagar en el cubo común.» Luego, se oye el ruido de unas heces al caer al agua, un ruido que llena la habitación a oscuras. La voz es la del antiguo director de la prisión de mujeres. Muo y él, el director K., comparten celda con un médico, que también trabajaba en la prisión de mujeres. El motivo es que una presa, la número 1.479.437, de la celda 5.005, encarcelada hace dos años, está de tres meses. Es Volcán de la Vieja Luna. Ellos tres son los únicos hombres que han tenido contacto con la interna en los últimos meses. El culpable de este crimen sin precedente en la historia de las prisiones chinas se encuentra forzosamente entre ellos. El director, que durante sus laboriosas defecaciones tiene la costumbre de embarcarse en largas confesiones, ha reconocido que estuvo en un tris de enamorarse de la chica, porque físicamente se parece a la señora Tian, la gran bailarina de los ballets revolucionarios chinos, ídolo de su juventud. K. la llamaba a su despacho y la obligaba a vestirse como la protagonista de La joven del pelo blanco y ponerse una peluca blanca hecha con crines de caballo, resultado de veinte años pasados en una montaña sin probar un grano de sal, para huir de un terrateniente deseoso de abusar de su virginidad. El director de la prisión ponía el disco del ballet, pero Volcán de la Vieja Luna era incapaz de bailar. «No tengo ni la voluntad ni los dedos de la señora Tian para aguantarme de puntillas.» La historia contada por el médico, que siempre estaba llorando en un rincón, era otra versión del eterno fantasma de la virginidad. Su interés por la 1.479.437 había despertado durante un examen ginecológico. Pese a tener treinta y dos años, seguía siendo virgen, situación que tiende a hacerse cada vez más rara en la China actual y que representaba un caso único en aquella prisión. Al principio, la joven sólo fue para él un objeto de curiosidad. Luego, cayó en sus manos la reedición de un libro antiguo, en la que leyó la receta secreta de la «píldora roja» que los alquimistas de la corte de los Ming elaboraban con sangre menstrual de muchachas vírgenes para prolongar la vida del Emperador. Ochocientos años después, el facultativo quiso repetir el experimento. Llamó a la prisionera y le ordenó que le proporcionara un frasco con sangre de sus menstruos, con el pretexto de haber visto algo extraño en la precedente exploración y de querer establecer un diagnóstico más preciso. El frasco nunca llegó a su despacho, porque la presa padecía amenorrea desde su encarcelamiento. Sin embargo, una buena mañana, como dice la primera frase del Proceso, el médico penitenciario fue detenido en su domicilio. Pero, pese a sus perversiones, ni el director ni el médico podían ser los causantes de aquel embarazo, puesto que, como virtuosos adeptos de la política del hijo único, hacía ya veinte años que habían respondido a la llamada del gobierno y se habían presentado en el hospital para que les pusieran un «preservativo eterno», es decir, para ligarse el canal deferente. Muo, aun más inocente que ellos, sólo había visto a su amiga en el locutorio, bajo la estricta vigilancia de las guardianas y en presencia de otras presas y sus familiares. La pesadilla siempre terminaba con el tintineo de un manojo de llaves, el chirrido de la puerta y la silenciosa entrada de un pelotón de tiradores, sombras de la muerte que portaban sobre la cabeza el emblema de China y cuyos ojos brillaban con el mismo destello frío que sus fusiles.
La primera vez que despertó de ese mal sueño, Muo sintió que la sangre se le subía a la cara. Se levantó y se asomó a la ventana. Estaba en el hotel Cosmopolitan. En el patio, la jaula en forma de pagoda. El lejano gemido de un coche. La mancha de luz amarilla en torno a la farola. Muo comprendía mejor que nadie que su inconsciente acababa de manifestarse y hacer, de forma onírica, una acusación contra Volcán de la Vieja Luna. Según la teoría de Freud, aquello era el «principio del fin de un amor». ¿Por qué ahora? ¿Provocado por qué? ¿Por la presencia de aquella chica que dormía al otro lado del tabique con una pierna vendada, aquella chica por la que velaba solícitamente las veinticuatro horas del día? Una corriente gélida —no, un presentimiento, un escalofrío premonitorio— le recorrió la columna vertebral.
En realidad, nadie puede comprender un sueño.
Ni siquiera Freud.
Una de las leyes del alma humana es la intermitencia. ¿Quién dijo eso? Proust. El autor de En busca del tiempo perdido (el equivalente francés de la novela china El sueño en el pabellón rojo). Los artistas, que son una raza aparte, tampoco comprenden los sueños, pero los crean, los viven y acaban convirtiéndose en el sueño de otros.
Muo el agnóstico. Muo el polígamo ficticio. Muo el políglota decide comprarle algo a Pequeño Camino al pasar ante el mercado al aire libre del Puente del Sur, que es un hervidero de olores, de voces, de colores... El cielo se oscurece. Gritos de los vendedores, que rebajan los precios, locos aleteos de las aves de corral, muertas de hambre en sus jaulas, saltos de los peces, que escapan de los lechos de hielo y se agitan en el suelo con las bocas muy abiertas... Canela. Anís estrellado. Absenta. Vermú. Guindillas. Frutas exóticas. Frutas transgénicas de Estados Unidos. Verduras de las granjas cercanas. ¿Qué hacer entrar por sorpresa en el corazón de Pequeño Camino?
Parece una gruesa gota de pintura negra que brilla en el agua como un renacuajo. Es la vesícula biliar de una serpiente de manchas blancas. El vendedor la ha puesto en una bolsa de plástico transparente llena de aguardiente chino. La vesícula se ha hundido en el fondo de la bolsa, ha rodado y ha girado sobre sí misma, pero ha conservado su forma en el aguardiente.
Muo no ha hecho esta elección a modo de eco de la vesícula de pavo real, mucho más valiosa y mortífera, sino debido a las virtudes de la vesícula de serpiente, bien conocidas por todos los chinos. Es un fortificante muy eficaz en caso de fractura ósea. Pero la leyenda según la cual este órgano proporciona un valor de kamikaze también ha influido en la elección. Desde ambos puntos de vista, como fortificante o estimulante del valor, la vesícula de la serpiente de manchas blancas pasa por ser lo mejor.
Pero Pequeño Camino, su destinataria, nunca la probará: media hora después de la compra, un mendigo ciego que camina por la acera percibe un delicioso olorcillo a alcohol. Centímetro a centímetro, rastrea las losas con su bastón hasta encontrar una bolsa de plástico abandonada en el suelo. Se agacha, la recoge y la husmea. El alcohol se ha salido, pero en el interior hay algo minúsculo. Con la bolsa en la mano, se acerca a una tienda cercana y pregunta a la dueña, que vende productos de alimentación, bebidas y tabaco, y ha hecho que le instalen líneas telefónicas nacionales e internacionales para redondear los fines de mes con una cabina pública.
—Debe de ser del señor de las gafas —dice la mujer, que ha reconocido la bolsa al primer vistazo—. Ha entrado a telefonear. Se le había acabado la batería del móvil y quería llamar a un hotel de la periferia. Le he dicho que las llamadas a la periferia se cobran según la tarifa provincial. Ha pagado. Me parece que le han dado una mala noticia. Se ha puesto muy pálido y ha gritado: «¡No puede ser! ¡Está usted bromeando! ¡Dígame que es una broma!» Al parecer, le han confirmado la noticia, porque ha soltado el teléfono y ha salido como una exhalación a parar un taxi. No lo han atropellado de milagro. El taxi estaba ocupado. Ha echado a correr, pero tenía tanta prisa que un poco más allá ha parado a un ciclista. Ha sacado dinero y le ha comprado la bicicleta. No he visto cuánto le daba. Debía de ser mucho, porque el hombre se miraba las manos llenas de billetes y no se lo podía creer. El hombrecillo de gafas se ha subido a la bicicleta de un salto y ha salido disparado. Se ha dejado un sobre con una radiografía al lado del teléfono. Cuando ha llegado, llevaba esa bolsa en la mano. Se le ha debido de caer sin darse cuenta.
—¿Qué hay dentro? Hace siglos que no veo.
—Déjeme ver... ¿Qué será esa manchita negra? Espere, que voy a buscar las gafas. Tampoco ando muy bien de la vista...
—Es usted demasiado modesta. Oyéndola, yo diría que tiene los ojos estupendamente.
—Creo que es una vesícula biliar de serpiente.
—¡Qué suerte! —El ciego vuelve a coger la bolsa, la pliega en forma de cono y aprisiona la punta entre los labios. Luego, levanta el cono y hace caer la vesícula al interior de su boca. La saborea con la punta de la lengua—. Es auténtica. ¡Cómo amarga!
La vesícula revienta entre sus amarillentos dientes y le llena la boca de jugo negro. Se pone a llover.
El agua resbala por los cristales de las gafas de Muo, que pedalea casi a ciegas. Apenas ve la rueda delantera, que se hunde en los charcos, salpica a la gente, deja atrás a un ciclista fantasmal y luego a otro, todavía más borroso. A toda velocidad, Muo enfila hacia la estación para dar alcance a Pequeño Camino, que, según el propietario del Cosmopolitan, se ha marchado hace un rato cojeando ligeramente.
—Llevaba unas gafas negras que acababa de comprar, y también un pack de cervezas. Me ha dicho que quería volver a casa y ver a sus padres. Antes de irse, nos ha comprado la oropéndola por cuarenta yuans, ha abierto la jaula, ha cogido al pájaro y lo ha soltado. Luego, se ha quedado mirando cómo alzaba el vuelo, hasta perderse de vista.
De momento, Muo no tiene tiempo para indagar en su memoria si ha habido signos premonitorios de la partida de Pequeño Camino. Cada segundo cuenta. El tren en dirección a la región natal de la muchacha, el mismo que cogió él hace dos semanas y en el que se encontraron, sale a las nueve.
Pero cuanto más cerca está de la estación, más admiración siente Muo por la fuerza de carácter de Pequeño Camino. Una decisión así, determinante para el resto de su vida, impone respeto.
«Yo en su lugar también huiría —se dice—. También me negaría a ser despojada de mi virginidad por el juez Di.»
Las piernas de Muo aflojan el ritmo. La lluvia se calma. Los cristales de las gafas se aclaran. Y, de pronto, para demostrarse a sí mismo que aún no se ha envilecido del todo, da media vuelta y empieza a pedalear en sentido contrario.
«¡Qué alivio! —se dice dando vueltas y más vueltas en la cama durante toda la noche—. Debe de ser la voluntad del cielo, que ha querido preservarme de mis inclinaciones polígamas. La moral del amor único está a salvo.»
En ese instante, cree oír la voz familiar de la oropéndola, huérfana de nobles padres, propiedad de un pastor cristiano. Sílabas elegantes, claras como un diamante.
«¡Qué pájaro! ¿Se habrá arrepentido por el camino? Tal vez anuncie otro regreso, el de su generosa liberadora...
La oropéndola y su misteriosa frase le recuerdan a Muo su plan de la joven virgen. («Lo bautizaré “el plan Helia” —se dice—, en honor a la diosa griega de la virginidad.») La cita con el juez Di está prevista para mañana; faltan menos de veinte horas.
Echa a correr escaleras abajo. La jaula en forma de pagoda se alza en medio del patio, solemne, solitaria, silenciosa y completamente vacía. Muo sonríe. Unos segundos espantosamente tranquilos y, después, la explosión de una crisis pueril: sacude la jaula con todas sus fuerzas, la golpea con la cabeza y los puños e intenta levantarla y volcarla, pero en vano. Salta en el aire, como en las películas de kung-fú, y le lanza patadas.
No puede desfogar su cólera durante mucho rato, porque la violencia de los golpes amenaza con desarticularle el pie y lo deja agotado. Así que Muo, el hombre maduro, con la sonrisa de beatitud de la infancia revisitada, abre la puerta de la jaula y se mete dentro.
—Soy un pájaro —dice, y suelta una carcajada.
Se golpea la cabeza en la percha violentamente y se le caen las gafas, que busca en vano. Se agacha y se queda en cuclillas, como una presa capturada.
Olores de otro mundo: barrotes metálicos helados, pintura descascarillada, excrementos, paja, bebedero, hojas muertas, granos de maíz...
—Mi noche de preparación, el simulacro de mi futura estancia en prisión. ¡La auténtica! ¡Ah, la cabeza me da vueltas! Tengo náuseas. ¿Por qué no me quito la vida esta misma noche? Si hace unos días me hubiera arrojado por la ventana de casa de la Embalsamadora, como su marido, me habría ahorrado nuevos y humillantes fracasos. Si Pequeño Camino llegara en este momento y me viera encerrado en la jaula, ¿me liberaría? ¿Dónde estará ahora ese demonio de cría? ¿En el tren? ¿Habrá sacado billete esta vez? Seguro que no. Viajar de gorra, el deporte de los pobres. ¿Y si no se ha marchado? Puede que en estos momentos esté paseando por la ciudad con algún chico, puede que haya encontrado trabajo como sirvienta o camarera en un restaurante. Volverá. Ciertos signos me dicen que está enamorada de mí. Puede que se haya ido porque me ama demasiado. Su amor es tan fuerte que todavía lo siento. Vuelve, por favor. ¿Quién viene a posarse en la percha de la jaula con sus alas de nacarado cristal? ¿Un saltamontes?
De repente, recuerda la frase que la memoria le niega desde hace días. La última frase de Cristo en la Cruz, la que repetía el pájaro: «Podéis iros, todo ha acabado.»
¡Qué pena no poder decirla en latín, como la oropéndola! Aprende latín, Muo. Ya lo aprenderé. En la cárcel. Incluso podré escribir poemas en latín, o mi testamento.
Al día siguiente, antes de ir a entregarse, Muo fue a pasar su último día de libertad con sus padres; pero, hacia las cuatro de la tarde, salieron de compras. Muo, solo en el piso, oye llamar a la puerta. Al principio desconfía. ¿Será una alucinación? Pero el ruido se repite. Abre la puerta. En el rellano hay una chica. Parece una campesina. Seguramente, una candidata para el puesto de asistenta que su madre al fin ha decidido contratar.
—Es un poco tarde —dice Muo.
Tímida, roja, la chica baja la cabeza. Con el pie derecho se restriega la pantorrilla izquierda.
—Mi padre me ha pedido que le diga...
—¿Quién es su padre?
—El Viejo Observador.
Como si a su lado hubiera explotado una bomba, Muo está a punto de derrumbarse sobre el parquet. No olvidará ese extraño momento mientras viva. Apurado, quiere hacerla pasar e invitarla a un té, pero la lengua lo traiciona, y se oye decir: