Authors: Dai Sijie
Como sus colegas occidentales, Muo ha estudiado la Biblia, pero en esos momentos no consigue recordar la última frase de Cristo. Toma nota, muy serio, en un cuaderno nuevo y se promete indagar el origen secreto del enigma. Pero lo olvida.
Pese al espesor de las vendas de gasa, el hedor a cieno no desaparece de la habitación de la princesa coja en tres días. Cuando quiere darse una ducha, arrodillado a sus pies, su fiel, servicial y miope enfermero le envuelve la pierna mala con un plástico transparente, que sujeta con gruesas gomas de color rosa. La cataplasma apesta de tal modo que tiene que volver la cabeza.
Al cuarto día, cuando Muo retira las vendas ennegrecidas y lava la pierna para volver a aplicarle el ungüento, comprueba que los moretones son menos oscuros. África ya no es negra, sino de un gris relativamente oscuro con zonas más lívidas, y su superficie, como la de los otros continentes, ha menguado considerablemente. La tortuga colgada boca abajo se ha quedado sin cuello. Sólo queda la cabeza, que forma un islote triangular en el océano.
La emoción y la alegría se apoderan de la paciente mientras Muo abre el tarro de mermelada: segunda etapa del tratamiento. El cristal esmerilado del viejo tarro ha perdido todo el lustre. El nuevo ungüento, de color marrón oscuro, despide un olor extraño, que sorprende por su heterogeneidad. Es una caótica mezcla de olor a grasa, opio, cera, incienso, corteza de árbol, raíces, hierba, setas venenosas, tinta, éter y resina, con ligeros efluvios de estiércol. Al extender la pasta por la compresa, Muo descubre trocitos de hojas de árbol y de tallos de hongo.
—¿Es cierto que tu viejo recogedor de mierda arregló un pómulo roto que formaba un hoyo en una cara?
—Sí. ¿Y sabes cuál fue la clave de su éxito? La radiografía, me dijo. Descubrió que existía un hilo de tejido casi invisible que no se había partido y seguía uniendo los trozos de hueso rotos. Su ungüento consiguió aspirar (ésa es la palabra que usó él, «aspirar») los huesos, para volver a soldarlos.
—¿Lo de mi tibia es parecido?
—Creo que sí.
—¿Dónde aprendió todo eso? ¿Te lo ha contado?
—De joven, durante su aprendizaje de herborista, frecuentaba a un médico tradicional de la ciudad. Aquel hombre era único para curar las cataratas clavando una aguja de acupuntura en determinado punto de las encías.
Le propuso revelarle su secreto a cambio de que se casara con su hija. El aprendiz aceptó y heredó el preciado secreto. Años más tarde, durante la Revolución Cultural, se refugió en los montes Emei. Un día, mientras buscaba plantas medicinales, se cayó a una zanja y se rompió una pierna. Un monje budista se la compuso en diez días. Se hicieron amigos, y él le reveló al monje su secreto de acupuntor a cambio de que éste le revelara el suyo de osteópata.
Pasaron otros dos días. Al tercero, el yerno del alcalde dio la voz de alarma: el juez Di había decidido adelantar la vuelta. Una catástrofe. Afortunadamente, unas horas después anuló la alerta, y todo volvió a la normalidad.
El estado de la pierna de la princesa coja mejora de hora en hora.
—Me sale una corriente de aire de la tibia, la noto en cada poro —asegura Pequeño Camino—. Hace un momento tenía la sensación de que un gusano se arrastraba bajo las vendas, desde el tobillo hasta la rodilla. Y ahora vuelve a deslizarse muy despacio pierna abajo.
La aplicación de la tercera y última cataplasma se efectúa el sexto día, conforme a las indicaciones del Viejo Observador. Tras el lavado de los restos del anterior ungüento (ahora el enfermero Muo conoce la pierna hasta el último detalle), llega la colocación de las toallas bajo la pantorrilla y la apertura del frasco (la muchacha quiere quitar el corcho con los dientes, pero el enfermero se lo prohíbe tajantemente: «El viejo me dijo que contiene vesícula de pavo real en polvo; es un ingrediente esencial, pero tóxico, si no letal. Antaño, los nobles mongoles y manchúes se suicidaban tomándolo»).
El frasco, prudentemente descorchado con una navaja, despide un olor a explosivo intenso, salvaje, picante. La pasta, de color verde oscuro, es más consistente, más compacta, más difícil de extender sobre las compresas que las otras dos.
—¿Cómo dices que se llama ese veneno?
—Vesícula biliar de pavo real.
—Qué bonito... Los pavos reales lo tienen todo bonito, aunque no sé qué es la vesícula biliar.
—Un saquito negro que se encuentra en el hígado. Si le has sacado las tripas a algún pollo, lo habrás visto.
—Me gustan los pavos reales. Son auténticos reyes...
—Parece ser que la muerte causada por el polvo de vesícula de pavo real es dulce, plácida, indolora. Eso me recuerda un verso de un viejo poema: «Muerto en el tachonado abanico de una enorme cola de pavo real.»
Aparece una cabeza de hombre, alargada, angulosa, oscura como un fusil.
¿El juez Di? La luz del patio está apagada. Imposible identificarlo. Puede que estas gafas ya no me sirvan. Puede que haya seguido perdiendo vista. Si la cosa sigue así, al final de esta aventura estaré ciego.
El cuero de unos zapatos cruje sobre la gravilla del patio. ¿Unos zapatos italianos nuevos que se ha comprado en Pekín? ¿O un regalo de una de sus víctimas, más afortunada que yo?
Los pasos hacen temblar la escalera como si por ella subiera un ejército vencedor. El hombre no anda, levanta un pie, hace una pausa y lo deja caer en el peldaño con todas sus fuerzas. Las pisadas resuenan en el pasillo y se detienen ante la habitación de Pequeño Camino. Golpes de nudillo en la puerta, que se abre con un chirrido. Un chirrido prolongado, agudo, acompañado por la voz del juez, que habla de sí mismo en tercera persona.
—Señorita, tiene ante usted al juez Di.
—Entre, por favor. Siéntese, señor juez.
—¿No habrá algún micrófono o cámara oculta?
—(Ruido de pasos que recorren la habitación y luego se acercan a la cama. Aparentemente, el juez se arrodilla y mira debajo)—. ¿Sabes de dónde acaba de llegar el juez Di? De Pekín. Quería volver antes. Pero no hubo manera.
—(El ruido de una silla de madera, en la que se sienta)—. Los organizadores del coloquio le pidieron que pronunciara un discurso. Todos los juristas y magistrados de China querían que contara cómo fingió estar muerto para dilucidar un asunto criminal en el tanatorio de Chengdu. Una historia apasionante, que al parecer van a convertir en telefilm.
—¿Hará usted de sí mismo en él, señor?
—¿Por qué no? Si quieren llevar el realismo hasta el final... Pero, dime, pequeña... No tienes muy buena cara...
—Es verdad. No estoy muy en forma. Acabo de pasar por una operación.
—Ya ves lo penetrantes que son los ojos del juez Di. No se les escapa nada. ¿Cómo te llamas?
—Pequeño Camino.
—No me gusta. Hoy nuestra patria es rica y próspera, ya no vamos por pequeños caminos. Avanzamos con paso orgulloso, decidido, por el gran camino soleado del socialismo. Cámbiate el nombre. A partir de ahora, el juez Di te llamará Gran Camino.
(Silencio. Hace bien en no responder. Pero ¿dónde está? ¿Sentada en la cama? ¿De pie contra la pared? El tirano se levanta.)
—Ven, Gran Camino. Toma mi chaqueta. Ponla en una percha y cuélgala en el armario.
—No hay armario. La colgaré en la puerta.
(Por primera vez, los pasos de Pequeño Camino se alejan del tabique y se dirigen lentamente hacia la puerta.)
—Pero ¿a qué juegas? Andas como una viejecita con los pies vendados. Acércate, que... —De pronto, la chica suelta un gemido prolongado, que interrumpe la voz del juez—: ¡Ah! ¿Ves el efecto que te causa el hermoso, viril y seductor juez Di? ¿Tanto te impresiona?
—Perdone, es que los lolos...
—¡Increíble! ¡Una lolo! Gran Camino de los Lolos, ése será tu nombre completo. Me encanta ver bailar a las muchachas lolo. Siempre tan llenas de brío, de ritmo, de alegría... ¡Venga, baila!
—No puedo.
—¡No te hagas la vergonzosa! Todas las lolo saben hacer eso, con un brazo echado hacia delante. Ven, vamos a bailar juntos, como los enamorados en la fiesta de las antorchas, en tu tierra. ¿Qué es ese olor? ¿Hueles a explosivos? Ven, vamos a bailar La montaña de oro de Pekín.
(El juez entona las primeras notas de la canción revolucionaria, pero la muchacha, traicionada por la pierna convaleciente, se cae al suelo.)
—¿Qué pasa ahora? ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Acabas de echar a perder la oportunidad de bailar con el juez Di. Está empezando a perder la paciencia. Ve a darte una ducha y vuelve aquí para meterte en la cama con él.
(La chica se levanta, sin duda con dificultad, a juzgar por sus gemidos. El ruido de sus pasos. Chirridos de la cama, en la que debe de haberse echado el juez Di. Bisbiseos. Luego, otro porrazo, y los quejidos de la chica, que ha vuelto a caerse.)
—No hagas comedia con el juez Di. No le gusta.
—No es comedia. Me rompí la pierna izquierda en un accidente.
—¿Qué? ¿Ese cabrón de psicoanalista se ha atrevido a endilgarme una coja? ¡Qué humillación! ¡El juez Di no se acuesta con cojas!
(El magistrado se levanta de un salto y suelta una ristra de juramentos e insultos. Luego, sale de la habitación dando un portazo que hace temblar las paredes. Sus furibundos pasos se alejan por el pasillo, y Muo se despierta del sueño.)
Durante unos instantes, todavía medio atontado y con la mente embarullada, se pregunta si realmente se trata de un sueño. Los chillidos de la oropéndola, que se desgañita en la jaula-pagoda, lo tranquilizan. Pega la oreja al tabique y oye la acompasada respiración de Pequeño Camino al otro lado. Qué alivio. Era una pesadilla.
«¡Qué imagen tan hermosa!», piensa Muo contemplando una radiografía en la que los dos fragmentos de tibia aparecen al fin reunidos en una sola mancha luminosa, cuya fuerza, cuya potencial rebeldía, salvaje y mítica a un tiempo, evoca una bandera pirata.
A primera hora de la tarde, ha acompañado a Pequeño Camino al hospital para que le hicieran una placa. Como había que esperar tres horas para tener el resultado, la chica se ha ido la primera, con doscientos yuans que le ha dado Muo.
—Vete de tiendas y cómprate lo que te guste. Será mi regalo.
«¿Dónde estará ahora? —se pregunta Muo saliendo del hospital radiografía en mano—. ¿Todavía de tiendas? ¿Qué se habrá comprado? ¿Un lápiz de labios? ¿Unos pendientes? ¿Un vestido? ¿Un par de zapatos?»
Durante unos instantes, camina por la calle sin tener conciencia de que sus pies pisan el suelo. Flota. Vuela. Planea. Baja por la avenida más importante de la ciudad, el Camino del Pueblo, y luego gira a la izquierda y bordea el río de la Seda Satinada hasta el viejo Puente del Sur. Sonríe a la gente con la que se cruza, a hombres, mujeres, niños, viejos e incluso a los policías, que tanto le han hecho temblar. Le entran ganas de pararlos a todos para enseñarles la placa que prueba la hazaña del Viejo Observador, un auténtico milagro.
«Si me caso algún día... (¿Con quién? ¿Con Volcán de la Vieja Luna? ¿Con mi vecina la Embalsamadora? ¿Con Pequeño Camino? Ahora mismo, en este momento de euforia, estoy enamorado de las tres, o mejor dicho de las cuatro, si contamos a la hija del Viejo Observador, a la que todavía no conozco. Si ellas están de acuerdo, me casaré con todas, pese a la debilidad de mi constitución y sus muchas deficiencias.) Pero volvamos a nuestro asunto: si me caso algún día, colgaré esta placa en el salón de nuestro domicilio conyugal. La haré enmarcar y cubrir con un cristal, y la iluminaré con una luz discreta, suave, tamizada, para que todo el mundo admire esta obra maestra.»
Final de una tarde tibia. Sol velado. De las aguas contaminadas, turbias, enlodadas del río asciende una brisa cálida, que trae un olor confuso. Qué estrecho es ahora este río de la Seda Satinada de su infancia, antaño tan limpio, espejeante y ancho que nunca consiguió cruzarlo a nado... Cuántos buenos momentos pasados con los amigos, tumbado con ellos en el islote, ahora medio sumergido en el centro del cauce... Hoy es otro Muo, el fruto maduro de la semilla de un adolescente miope, torpe, que no paraba de hacer conquistas imaginarias. Ya de niño, en sus sueños recurrentes e ingenuamente eróticos, se enamoraba de varias chicas a la vez: una prima, su maestra, la hija de la criada, una compañera de clase... La lista de sus conquistas ficticias era muy larga. El destino ha querido que el juez Di le echara una mano, lo empujara a progresar, a acercarse a sus antiguos sueños, a convertirlos en realidades tangibles, consiguiendo de ese modo que, como deseaba Mao, romanticismo revolucionario y realismo proletario marchen de la mano. ¡Qué gran salto adelante! Con los comunistas, siempre se dan grandes saltos, pero esta vez por fin es realmente un salto adelante. Si al juez Di no le hubiera dado por buscar una virgen, seguramente él seguiría ídem y se pasaría el resto de su vida masturbándose intelectualmente con libros de psicoanálisis en versión francesa. Y, en cambio, ahí está, enamorado de cuatro mujeres la mar de reales y a cual más admirable. Cuando observa los rostros de los hombres de Chengdu que se cruzan con él en bicicleta o a pie, no puede evitar preguntarse si habrá alguno tan afortunado como él. No lo cree. Se les nota en la cara. Para la gente normal, querer a dos personas al mismo tiempo ya es un tremendo quebradero de cabeza. Cuatro amores en perfecta sincronía debe de ser un caso único. Mientras camina, Muo se recrea en esa idea, que hasta ahora no se había ofrecido a su mente bajo esa forma.
«Qué lástima que Volcán de la Vieja Luna no esté en el mismo centro penitenciario que el yerno del alcalde... (La Embalsamadora tampoco, pero ella abandona mi mente de vez en cuando, cosa que jamás hace Vieja Luna.) A lo mejor él conoce a alguna interna en la prisión de mujeres que podría hacer de intermediaria y poner en movimiento un “calcetín volador” para mí. Un pequeño calcetín de algodón azul —o de otro color—, todavía tibio con el calor de un pie anónimo, gastado en el talón y en la punta del dedo gordo, en cuyo interior irá esta nota: “Mensaje para la 1.479.437 de la celda 5.005. El juez Di vuelve mañana. Tú sales pasado mañana.” O bien, para no desvelar el asunto con palabras, dibujaría a una chica, mi Volcán de la Pequeña Luna, alcanzando el punto culminante de un salto con pértiga y pasando por encima de un muro coronado con alambre de espino. Debajo, añadiría simplemente: “J-2.” Cuando estudiábamos, Volcán formaba parte del equipo de atletismo de la universidad, con el que llegó a ganar tres medallas de bronce en los juegos universitarios. Todavía me acuerdo de sus carreras preparatorias, de las nubes de polvo alrededor de sus pies y sus pantorrillas, de su camiseta, que acentuaba la forma de sus caderas y sus nalgas, y de la larga pértiga, que se clavaba en la pista y se flexionaba como un arco debido a la tensión nerviosa, la feroz voluntad que electrizaba su cuerpo y la alzaba en el aire. Siempre esperaba verla quedarse suspendida en el aire, diluirse en una voluta de humo o convertirse en golondrina.»