Authors: Dai Sijie
Muo jamás hubiera imaginado que pudiera existir semejante lugar de ensueño, el país de las chicas. Cuando entró en el mercado de las muchachas de servicio, aunque su conciencia se rebelaba contra la injusticia social, su cuerpo entero vibró en aquella marea de mujeres jóvenes y olores femeninos. Hasta el sonido de sus voces era sensual. «Dios mío —se dijo—, lo que daría yo por quedarme en esta calleja, ayudar a estas chicas, amarlas, besar sus jóvenes pechos, acariciarles las nalgas por encima de los apretados vaqueros y ofrecerles un bien más valioso que el trabajo o el dinero: el cariño, el amor.» Le temblaban las piernas: nunca había estado tan cerca de su objetivo.
Situado al pie de una montaña rocosa, el mercado de las muchachas de servicio ocupaba toda una calleja pavimentada que descendía en suave pendiente y seguía llamándose como en la época de la Revolución: la calle del Gran Salto Adelante. Bordeaba el río Yangtse, a menudo envuelto en la niebla, que las amas de casa, procedentes de la ciudad en su mayoría, cruzaban en busca de domésticas. Tras aparcar el coche en la orilla opuesta, pasaban el río en pequeñas barcas motoras, llegaban a la calleja y como en un mercado de frutas y verduras, comparaban la mercancía y regateaban el precio. Media hora después, montaban con una muchacha en otra motora de vibrantes chapas y se alejaban por el célebre Yangtse, cuyos remolinos de agua marrón se enriquecen con las aportaciones de cloacas y vertederos industriales.
El mercado estaba bajo la férrea dirección de la señora Wang, una mujer policía de cincuenta años decidida y eficaz que de lejos no carecía de atractivo ni de cierta clase, con su esbelta figura, su pelo corto y sus gafas de montura fina. No costaba imaginar que había sido una jovencita de físico agradable, pero desgraciadamente durante la adolescencia su belleza había desaparecido víctima de la viruela, que le había dejado la cara como un colador. Su sentido de la economía, rayano en la avaricia, su pasión por el dinero y su rigurosa gestión, tan exacta que nadie podía presumir de haberle robado un yuan, le habían valido el sobrenombre de la «señora Thatcher picosa del mercado de las sirvientas». El apodo debía de haber llegado a sus oídos, porque cuando Muo fue a pedirle permiso para analizar sueños en el mercado, vio que en una estantería de su despacho, situado en el único edificio de dos pisos de la calleja, que dominaba como una fortaleza, bajo el retrato del actual presidente chino, había una biografía de Margaret Thatcher, entre los libros distribuidos por las autoridades y las recopilaciones de discursos de diversos dirigentes comunistas.
Tras escuchar durante tres minutos las laboriosas explicaciones de Muo, la mujer lo interrumpió con un gesto.
—Nosotros, los comunistas, somos ateos, como bien sabe.
—¿Qué tiene eso que ver con el psicoanálisis? —balbuceó Muo, desconcertado.
—Practicar el psicoanálisis es decir la buenaventura.
Una explosión. Esa mujer me daba miedo. Creía que nunca iba a concederme la puñetera autorización ¡Qué pena! Me había enamorado del mercado de las muchachas de servicio, que, según mis presentimientos Podía ser una mina de oro en mi búsqueda de una virgen.
Lunes 26 de junio
. Ya está. Mi cuaderno ha vuelto a la vida. La señora Thatcher me ha autorizado a ejercer. Constato con orgullo que todo se pliega a mi voluntad, se acomoda a mis previsiones: ayer por la tarde, inesperadamente, la invitaron a una cena oficial organizada por la dirección regional.
Esta tarde, mi bandera ha ondeado en medio del mercado. (Hasta ahora, la buena suerte del psicoanálisis jamás me ha abandonado.) Mi instalación oficial en la calle del Gran Salto Adelante significa, sin lugar a dudas, que la misión que debo cumplir para el juez Di entra en una fase determinante.
De pasada, constato con placer e interés que mi vida de intérprete de sueños comienza a divertirme, sobre todo cuando se trata de decir la buenaventura.
Martes 27 de junio
. A veces, la realidad se amolda tímidamente al sueño. La jornada resultó bastante decepcionante desde el punto de vista de mi búsqueda. Las mujeres que acudieron a consultarme pertenecían en su mayor parte a la minoría que podríamos llamar de las «semiviejas».
La caja de madera, procedente de la única tienda de alimentación de la calle, que me servía de asiento era bastante incómoda. Me sentaba en ella para conversar con mis dientas, a las que acomodaba a la sombra de la bandera, en una silla tradicional alquilada a un jubilado. Una silla baja de bambú, lo bastante larga para poder estirar las piernas encima de ella y vagamente parecida al diván de mis colegas occidentales.
Mis primeras clientas eran más ricas que las que tuve después. La tarifa de la consulta, que había fijado en tres yuans rayaba en la gratuidad, pero aun así pagarse una sesión de interpretación de sueños era un pequeño lujo burgués que distinguía a las «semiviejas» de las más jóvenes, principiantes en el oficio. La mayoría ya había trabajado en casa de presidentes de consejos de administración, médicos, abogados, catedráticos e incluso celebridades locales y gente del mundo del cine y el espectáculo. La silla de bambú crujía cuando se tumbaban en ella, a mi lado. Ninguna quería estar en esa postura mucho rato. «¡Oh, Dios mío! ¡Qué tortura!», decían entre risas. Preferían estar sentadas. Se esforzaban en conversar conmigo, sin conseguirlo. Querían contarme un sueño, pero se desviaban del tema constantemente. Sus sueños se les resistían. Cuanto más hablaban, más vago era lo que contaban. Animadas por mí, algunas querían abrir su corazón, hablar de sí mismas, pero no sabían hacerlo. A menudo, los detalles no casaban entre sí: un jarrón que se hacía añicos, la mitad de una manzana verde, el Gran Maestre de Falungong, un pescado reseco, cabellos que se caían a puñados o encanecían, una vela cuya llama vacilaba, una rata que chillaba en la oscuridad, la piel, que se les encogía o se les arrugaba como la de las serpientes...
Pese a la modestia de mis honorarios, me tomaba muy en serio mi actividad de psicoanalista. Cuando la memoria me lo permitía, nunca olvidaba rendir un homenaje casi ritual a mis queridos maestros, recitando un pasaje de Freud, Lacan o Jung, a propósito de los sueños que me contaban mis clientas. Hay que reconocer que el lenguaje psicoanalítico, con su terminología y sus giros propios, es casi intraducible. Cuando las recitaba en voz alta, no en mandarín, sino en sichuanés, dialecto bastante musical a menudo melodioso, las palabras cabalísticas adquirían un significado cómico que hacía estallar en carcajadas al grupo de mujeres, a menudo numeroso, que me rodeaba. Escuchándolas, cualquiera habría dicho que estaban ante un artista de variedades, ocupación que por lo general desprecio y condeno.
Mi primera clienta, una mujer de cincuenta años, llevaba permanente y un anillo de bisutería. Había soñado que pescaba un pez. Le pregunté si se trataba de un pez pequeño o de uno grande. Ya no se acordaba. Para hacerle entender la importancia de ese detalle, le traduje, lo mejor que pude, una larga frase de Freud, según la cual los peces pequeños simbolizan el esperma del hombre, y los grandes, los hijos; en cuanto a la caña de pescar, representa el falo. Por mucho que lo intentara, no podría describir el jolgorio, el risueño guirigay de gritos y exclamaciones que provocaron mis palabras. Mi analizada se sonrojó y escondió la cara entre las manos, mientras la muchedumbre de espectadoras no sólo reía a mandíbula batiente, sino que además nos dedicaba una salva de frenéticos y ensordecedores aplausos. Por unos instantes, el miedo al paro desapareció de sus rostros y tuve la impresión de que me habían adoptado, de que la calle del Gran Salto Adelante me aceptaba como humorista oficial.
En sus sueños aparecía a menudo un objeto: la plancha. Símbolo de conflictos y servidumbre. («Eso significa que quiere usted que su situación cambie», diagnóstico que no me cansaba de repetir a las que soñaban con planchas.) Una había soñado que bostezaba mientras estaba planchando (como en el cuadro de Degas, que testimonia su compasión por los pobres). Abría una boca de dos palmos y, al desperezarse, se daba cuenta de que llevaba la ropa de la hija de sus patrones, una niña de diez años.
Esa tarde, antes de recoger, recibí la visita de la señora Thatcher. A diferencia de las otras, se tumbó en el diván de bambú y apoyó la cabeza en el cojín de madera. Tenía el rostro tenso miraba hacia el suelo. Su cuerpo emanaba un extraño olor, que no era de un perfume ni del agua de colonia local. Hablaba con esfuerzo, en voz baja, casi tartamudeando. Me recordó a las histéricas descritas por Freud.
—Anoche volví a soñar con el perro disecado.
Intenté arrancarle algún detalle: ¿aparecía el perro en la misma posición? ¿Tenía el mismo tamaño? ¿Era de la misma raza que el otro? ¿Y de cuál? ¿La había mirado? ¿Le había ladrado? Pero nada. Había soñado con él, y eso era todo.
—Sorprendente, ¿no? —me preguntó ella.
—No. El retorno de lo ya conocido es un proceso típico de la expresión psíquica inconsciente. En los inicios de su carrera, Freud convirtió ese fenómeno en uno de los ejes de sus investigaciones. Y dijo: «La repetición de un hecho en el tiempo suele plasmarse en los sueños mediante la multiplicación de un objeto, que aparece otras tantas veces.»
La señora Thatcher parecía estupefacta. Supuse que no había oído el final de mi traducción, porque la gente soltó la carcajada en cuanto pronuncié el nombre del maestro. Algunas espectadoras jóvenes incluso lo canturrearon
—¿Quién es ese tal Freud?
—Ya se lo dije la otra vez, el renovador de la interpretación de los sueños.
—Pues no entiendo una palabra de lo que dice.
—Sencillamente, nos enseña a buscar en nuestra infancia el origen de las cosas con las que soñamos. ¿Cuándo fue la primera vez que vio un perro disecado?
—No me acuerdo.
—Inténtelo, se lo ruego. Uno de los grandes descubrimientos de Freud fue el papel destructivo de esa repetición. Ya no se trata de descifrar un sueño, de resolver un enigma, sino de descubrir el modo de atajar una repetición sistemática a la que está usted sometida, abriendo el camino a derivaciones...
Una vez más, las risas del público me obligaron a interrumpir la cita freudiana. La mujer policía tenía el entrecejo fruncido y los surcos nasogenianos más marcados que nunca.
—Lo que yo quiero saber es qué presagia ese perro disecado. El dichoso Freud me la refanfinfla.
De pronto, la señora Thatcher se incorporó en la silla, presa de tics nerviosos que se traducían en chasquidos de lengua. Su voz se había vuelto aguda, casi histérica.
—Ahora me acuerdo. Era un perro que despedía un olor... Apestaba a libro mohoso —dijo, y acercó su rostro al mío—. Un olor que se parece un poco al de usted.
—Ese perro disecado significa que dentro de poco se quedará coja.
No era ni un pensamiento ni una visión; simplemente, llevado por la cólera, quise insultarla. Todavía no me explico cómo se me escapó semejante barbaridad de la boca. Del inconsciente. Hay una expresión china para designar a los tullidos: «Los picosos, los cojos, los tiñosos...»
—En el silencio, se oían los crujidos de la silla de bambú, los chasquidos de la lengua de la mujer policía y los bisbiseos de las espectadoras. Luego, la señora Thatcher se echó a reír.
Cuando subí a la motora con mi bicicleta, el barquero me dijo que ese mismo día las mujeres del mercado habían hecho apuestas sobre el futuro de los pies de la señora Thatcher.
Las dos de la mañana. De pronto, me he despertado he intentado recordar el sueño que acababa de tener. Me he levantado para escribirlo, pero desgraciadamente ya era demasiado tarde. Lo esencial del sueño se me ha escapado entre los dedos. ¡Ah, qué espantosa pesadilla, a juzgar por el puñado de imágenes que he conservado! Una reunión política al aire libre, en la calle del Gran Salto Adelante... Una marea negra de cabezas femeninas... Hacía mucho calor, el altavoz aullaba, yo estaba arrodillado en el centro de una tribuna... Tenía una pancarta de cemento, que pesaba una tonelada, colgada del cuello mediante un alambre que se me clavaba en la carne. En ella se leían mi nombre y mi crimen: ladrón de vírgenes. La señora Thatcher hablaba por el micrófono; era evidente que me estaba acusando, aunque yo no conseguía entender lo que decía. Hacía tanto calor que las gotas de sudor que me caían de la frente formaban un charco a mi alrededor. De pronto, con la absurda brusquedad de los sueños, me ataban con cuerdas a la bicicleta de mi padre (la rueda delantera giraba, salpicada de barro), en cuya parte posterior se alzaba mi bandera de intérprete de sueños. En medio de un guirigay de voces y gritos airados, las chicas me arrojaban al Yangtse. El agua oscura y profunda formaba olas. En el fondo había plantas (o más bien hierba, o una especie de algas) que se movían. El agua, que al principio era negra, se volvía verde esmeralda, para volver a oscurecerse y adquirir un tono oliváceo. La bandera se soltaba de la bicicleta giraba ondulando a mi alrededor y luego se alejaba ondeando silenciosamente en las olas.
Miércoles 28 de junio
. El sueño siguió obsesionándome durante el largo y penoso camino hasta el mercado de las muchachas de servicio. Me decía: si la primera escena, la de la reunión política, podía encuadrarse en la categoría de sueños de juicio (acuérdate, Muo, del famoso comienzo del Proceso de Kafka, la frase más escalofriante de toda la historia de la literatura: «Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque una mañana, sin haber hecho nada malo, lo detuvieron»), la segunda, la del ahogamiento, representaba, de acuerdo con una lógica y una cronología incuestionables, la sentencia de ese juicio. No hacía falta ser psicoanalista para reconocer el símbolo de la amenaza inminente que se cernía sobre mi cabeza, de la catástrofe que se me venía encima. Ya veía la fatídica arma de la mujer policía encañonando mi pobre sien de intérprete de sueños. El instrumento del Destino. Traté de ahuyentar la angustia con un encogimiento de hombros, gesto de resignación mental, pero sentía que un sudor frío me empapaba la camisa.
Sin embargo, no estaba totalmente convencido. Me recreaba en mi congoja, estaba a punto de abandonar mi misión... Mi sentido de la lógica, el miedo y determinadas aseveraciones de mis venerados maestros seguían batallando en mi cabeza. Pero fue al llegar a la orilla del Yangtse, mientras esperaba la barca, cuando me acudió a la mente una frase de Jung a propósito del agua. ¡Revelación! Creí haber penetrado en la nebulosa de aquel extraño sueño: el juicio significaba que yo ocultaba un secreto (¿mi proyecto?, ¿mi plan?, ¿mi amor?); en cuanto al ahogamiento, era el agua la que desempeñaba el papel principal, pues, según Jung, es el símbolo primitivo de fuerzas a menudo caprichosas, pero fecundas. Por el momento, el título de la obra de Jung se me resiste, pero podría encontrarla en la biblioteca de cualquier universidad francesa. Recuerdo que me alegré tanto al pensar en esa nueva perspectiva que saqué mi termo de viaje y bebí varios sorbos de té verde, como se hace con un buen whisky. Me quité los zapatos, los até por los cordones, los coloqué en el manillar y, con el pantalón remangado y la bicicleta a la espalda, me metí en el agua. Los Zapatos se balanceaban del extremo de los cordones. Avancé con paso vacilante hacia la barca, que venía a mi encuentro, y subí a bordo. Miré a mi alrededor con un sentimiento de gozo y alivio. Las nubes se deslizaban en silencio y se fundían en el azul del cielo. El casco de la barca se mecía en la corriente. El agua del río murmuraba como para insuflarme una fuerza nueva en las venas.