El complejo de Di (14 page)

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Authors: Dai Sijie

«Gracias al juez Di —me dije—. Gracias a él, he conocido el corazón salvaje de la vida.»

No esperaba el recibimiento que me dispensaron en la calle del Gran Salto Adelante. Apenas llegué, fui acogido con una salva de chillidos agudos como cantos de grillo, y un torbellino de mujeres entusiasmadas —mis nuevas y fervientes admiradoras, alegres como mariposas— vino a mi encuentro para susurrarme al oído:

—La señora Thatcher está coja. Anoche, al bajar de la barca se torció el tobillo izquierdo.

Jueves 29 de junio
. Contra su costumbre, la picosa señora Thatcher no apareció ayer ni ha aparecido hoy. La causa de su esguince de tobillo está por aclarar. Probablemente se trata de la ley psicológica que yo llamo «contrasugestion», según la cual cuanto más se teme un hipotético peligro más prudente se es y menos posibilidades se tiene de escapar de él. En modo alguno prueba que yo sobresalga en el arte de la videncia, en el sentido popular del término.

No obstante, durante dos largos días, he disfrutado de un aura de leyenda y mi clientela ha aumentado considerablemente. De repente, todo el mundo tenía algún sueño que contarme. En pleno mediodía, tras comerse un sándwich, mis clientas soñaban durante su breve siesta, sentadas en el suelo de la calleja. Lo que más me ha gustado es que mis contactos con la población joven del mercado se han multiplicado. (El ojo del ladrón de vírgenes acecha, sin piedad ni descanso. ¿Quién será la víctima del juez Di?)

Ahora puedo comprender la alegría puramente física del botánico que explora un continente desconocido. Se olvida de su misión de descubrir plantas y se deja impregnar por los nuevos olores, agridulces, penetrantes, aromáticos o almizclados, y se recrea la vista con formas extrañas y exquisitas y colores nunca vistos. Yo, por mi parte, temía que mi memoria sucumbiera ante todos los objetos de los sueños de aquellas chicas, unos más sugerentes que otros: un espejo, una puerta de hierro, otra de madera gruesa, un anillo roñoso, una carta manchada de salsa de soja, un frasco de cristal mate que contiene un perfume nacarado, una pequeña pastilla de jabón de forma ovalada, presentada en una cajita negra, un expositor de lápices de labios que gira y gira en una tienda, un puente derrumbado, una escalera excavada en la roca, cuyos peldaños se mueven, se parten y se separan, un trozo de carbón machacado, la caída de una bicicleta con un sillín de franjas multicolores, un cinturón viejo, unas sandalias de charol rojo que caminan por el barro de un sendero... Aquellas pobres chicas, en su mayoría llegadas de las montañas, nunca soñaban con muñecas, osos o elefantes de peluche, y menos aún con trajes blancos o rosa pálido de novia.

—Mi sueño... —Risas—. Sueño lo mismo a menudo, con el cine. —Risas—. Salgo en una película. ¿Cuál? Ya no me acuerdo. ¿Una escena? Espere. Por ejemplo, he soñado que hacía de una chica a la que iban a besar, o que miraba cómo se besaban otros... Me da mucha vergüenza. Pero, incluso antes de despertarme, sé que es un sueño. ¿Comprende? Me digo que estoy soñando, pero sigo soñando...

Era una de las chicas más jóvenes del mercado, de apenas dieciséis años, con los pechos poco desarrollados, un pasador brillante en el pelo y los pies descalzos. (Tumbada en la silla de bambú, se frotaba, sin dejar de hablar, la pantorrilla derecha, cubierta de negro barro seco, con el empeine del pie izquierdo.) Recordaba haberla visto dos días antes a la orilla del río, peleándose con otras dos muchachas. Mientras la escuchaba, me fijé en ese «tenue vello diáfano y suave, que recuerda el del melocotón», que los poetas de la dinastía Tang cantaron tantas veces, y que cubría los muslos de la chica, cuya tersura saltaba a la vista. Supuse que era un signo evidente de su virginidad, y tuve que reprimir unas lágrimas de emoción.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—No te creo, pero da igual. Quiero volver sobre un punto que acabas de mencionar. En tu sueño, ves cómo se besan otros. ¿Ya has tenido personalmente la experiencia de besar a alguien?

—Señor, habla usted como un catedrático.

—Mi madre estuvo a punto de ser catedrática. Pero respóndeme, es importante para la interpretación de tu sueño. ¿Ya has besado a alguien?

—¡Qué vergüenza, señor! En la vida real, jamás. Pero una vez soñé que veía una película, en mi casa, en la televisión. Y salía yo. Un chico, un actor muy conocido, quería besarme. Era de noche. Estábamos en un puente. Se acercó a mí, pero, justo cuando iba a darme un beso en la boca, me desperté.

—Enhorabuena, muchacha, tu situación cambiará pronto. Eso es lo que presagia tu sueño.

—¿Usted cree? ¿Tendré trabajo?

—Más que eso, te lo aseguro.

El diagnóstico provocó el asombro, por no decir la envidia, de las espectadoras que nos rodeaban. Decidí dar por finalizada la sesión con ella y hablarle más tarde a solas. Otras muchachas la siguieron, algunas de las cuales intentaron arrancarme un diagnóstico esperanzador. Cuando terminé con ellas, la que soñaba con besos de película había desaparecido.

Viernes 30 de junio
. Esta mañana me he despertado completamente vestido y calzado, como un campeón de ajedrez que hubiera pasado la noche buscando una combinación ofensiva. He comprobado con consternación que mi pantalón estaba hecho un trapo, lo mismo que la camisa, y que tenía que cambiarme. Búsqueda frenética en el armario. No solamente no he encontrado nada decente que ponerme, sino que además me he pillado el índice de la mano derecha entre las dichosas hojas de la puerta y me ha salido sangre. Mis gritos de dolor han hecho aparecer el rostro de mi madre en el umbral de la habitación. En esos momentos, mis tres pantalones giraban alegremente en el tambor de la lavadora. Otra buena idea de mi virtuosa madre. Obligado a esperar a que acabara el lavado, he empezado a dar vueltas, furioso, en calzoncillos y con el torso desnudo, por el destartalado salón, en el que me ahogaba y cuyo implacable espejo no se ha privado de devolverme la imagen de mi escuchimizado cuerpo y mi incipiente barriga. En una de mis idas y venidas, un plato de porcelana que apenas he rozado se ha caído de la mesa y se ha hecho añicos en el suelo.

He acabado por ponerme un pantalón todavía húmedo. En la precipitación de mi partida, me he olvidado de tirar la bolsa de basura que mi madre me había pedido que bajara, y me he dado cuenta varias calles más allá, cuando un anciano que llevaba un brazalete de seguridad viaria y blandía una bandera me ha parado en un semáforo. Ha husmeado el aire, ha mirado a su alrededor y ha acabado posando los ojos en la bolsa de basura blanca que se balanceaba en el manillar de mi bicicleta. Se ha acercado con suspicacia y le ha dado un golpecito a la caña de pescar, enhiesta como siempre en el portaequipajes, mientras la bolsa de basura empezaba a soltar un hilillo de líquido negruzco. Por suerte, el semáforo se ha puesto verde, he dado una fuerte pedalada y he salido disparado.

Al llegar a las afueras, he hecho un alto para deshacerme de la bolsa. El viento soplaba con demasiada fuerza para izar la bandera. A medida que pedaleaba, iba sintiendo una sensación de calma y plenitud, y recuperaba la confianza en mí mismo. Me apetecía reducir el ritmo de las piernas y saborear, quizá por última vez, los apacibles paisajes del sur de China, las colinas brumosas, los arrozales del borde del camino, las aldeas ocultas tras bosquecillos de bambúes a lo largo del Yangtse. Con alivio, he pensado que, en el mercado, volvería a encontrar a la chica que soñaba con besos de película, de cuya virginidad no me cabía duda, y me he dicho que, si aceptaba mi proposición, mis excursiones psicoanalíticas habrían terminado. Pondría a buen recaudo mi bandera, como perenne testimonio de mi amor ferviente y eterno por Volcán de la Vieja Luna.

La barca motora esperaba mi llegada, y he subido a ella con mi bicicleta. Sin decir nada, el barquero me ha puesto un sobre en la mano.

—¿Una carta para mí? —le he preguntado, sorprendido—. ¿Quién te la ha dado?

—La mujer policía.

La barca se ha puesto en marcha y ha avanzado parsimoniosamente hacia la orilla opuesta y el mercado de las muchachas de servicio, mientras yo abría el sobre y echaba un vistazo a la carta. Lo que he leído me ha dejado helado. El destino volvía a jugarme una mala pasada.

Un escalofrío de repugnancia me ha recorrido la espina dorsal. He tenido que hacer un esfuerzo para contener el temblor de mis manos. Sin acabar de leerla, he roto la carta y he arrojado los pedazos al río.

—Da media vuelta, ya no voy al mercado —le he dicho al barquero. El hombre ha reducido la velocidad, ha cortado el contacto y se ha quedado quieto detrás del volante, mirándome fijamente—. ¿Qué estás esperando?

—¿Estás de acuerdo en pagar ida y vuelta?

He asentido con la cabeza, pensativo. Lentamente, he arriado la bandera, con la palabra «sueño» trazada en la más antigua de las escrituras chinas. Pese a la situación, he estado a punto de soltar la carcajada. Luego, he arrojado la bandera al río. Tras flotar unos instantes en el aire, ha aterrizado en el agua marrón oscuro, ha esquivado un remolino y se ha alejado girando sobre sí misma antes de hundirse en las profundidades.

Recuerdo esa espantosa carta, escrita con letra de colegiala aplicada y bolígrafo de punta gruesa y babeante, que empezaba con estas memorables frases: «No puedo creer que me haya enamorado a mi edad. ¡Pero así es! Ahora puedo confesarle que nunca he tenido esos sueños con perros disecados que le hice interpretar. Ni el primero ni el segundo. Me los inventé de cabo a rabo para conseguir que ejerciera su profesión conmigo. ¿Le enternece? Hágamelo saber. Si quiere casarse conmigo, venga enseguida, amor mío. La calle del Gran Salto Adelante es nuestra. Si no quiere sea bueno, márchese y no vuelva a poner los pies aquí. Déjeme tranquila, por favor.» (La continuación de la carta consistía en una página de información sobre sus hijos y sus nietos, y otra sobre sus padres...)

Antes que ser el marido de una abuela picada de viruelas, prefiero arrojarme al Yangtse. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho para merecer semejante honor, semejante amor, semejante castigo? Para colmo de la ironía, es la primera vez que una mujer me pide que me case con ella. Pero ¡qué mujer!

A las seis de la tarde, el día siguiente a la recepción de la carta de la señora Thatcher, que puso fin a sus interpretaciones de sueños en el mercado de las muchachas de servicio, Muo, el único psicoanalista chino, preparaba, en el rincón más alejado de su habitación, en casa de sus padres, un nuevo viaje que lo llevaría a Hainan, provincia declarada zona abierta por el gobierno y llamada «isla del deseo» por la población, debido a las numerosas jóvenes que acudían a ella desde todos los confines de China. Una isla situada a mil kilómetros de la alegre ciudad de los padres de Muo, del juez Di y de la prisión de Volcán de la Vieja Luna.

Muo metió en su Delsey azul pálido un transistor, un impermeable de plástico transparente, unas gafas de sol (en concreto, dos cristales oscuros enmarcados en flexibles hilos de metal dorado que se podían montar sobre sus gafas de ver a modo de quevedos una auténtica maravilla de la óptica francesa), ropa —camisetas, pantalones cortos y varias camisas—, unas sandalias y unas chancletas con las suelas tan planas como hojas de cartón. Luego los preparativos del viaje entraron en la fase más agradable: la elección de sus libros de cabecera, sus auténticos compañeros de viaje, obras que nunca se separaban de él (los alimentos de mis cotidianas comidas mentales, de los que no puedo prescindir durante más de veinticuatro horas sin caer enfermo): un grueso Larousse con letras doradas en las tapas de cartoné; dos tomos del Diccionario del psicoanálisis, en su estuche de cinco kilos;
Ma vie et la psychanalyse
, de Freud, en traducción de Marie Bonaparte revisada por el propio Freud, una de las primeras ediciones de la obra en Francia, publicada por Gallimard en 1928; un libro de la colección «Conocimiento del inconsciente», dirigida por J.B. Pontalis;
Journal psychanalytique d’une petite fill
e, traducido por la mujer de Malraux (donde Freud dice que «el secreto de la vida sexual emerge, confuso al principio, para acabar tomando entera posesión del alma infantil en muy poco tiempo»);
Subversión del sujeto y dialéctica del deseo
, de Lacan, el mejor texto, según Muo, sobre el placer femenino;
El secreto de la flor de oro
, un viejo tratado chino de alquimia que Jung se pasó la vida estudiando... De pronto, mientras duda entre
Un caso de neurosis obsesiva con eyaculaciones precoces
, de Andreas Embirikos, poeta y primer psicoanalista griego, y
Tristes Trópicos
, de Claude Lévi-Strauss,
La vida sexual en la antigua China
, de Robert Van Gulik, se escapa de la pila de libros, cae en la gastada alfombra que cubre el parquet y se abre por una página que muestra una xilografía de cinco siglos de antigüedad, de Lie-nu-chuan, que representa a cuatro mujeres desnudándose. Dos de ellas ya se han quitado la ropa, mientras que una tercera, guardando el equilibrio sobre la punta de un pie vendado y torcido, levanta la otra pierna para quitarse un pantalón con un bordado de flores minúsculas. Pero la mirada de Muo se posa en primer lugar sobre la deliciosa nuca de la cuarta, que se está desabrochando el sujetador. Sin pérdida de tiempo, Muo abre un cajón, saca una ficha y anota la referencia del dibujo diciéndose que un día, cuando vuelva de Hainan, irá a una biblioteca a comprobar si se trata de la primera representación de un sujetador chino.

La preparación de los alimentos destinados a sus festines mentales le proporcionaba un placer puro e inocente. Como un niño goloso, no podía evitar hojear las obras que dejaría en casa. Leía unos cuantos párrafos y luego cerraba el libro y acariciaba las tapas con la punta de los dedos, pensando en otra cosa. O recordaba haber leído la misma idea en otro sitio y decidido a comprobar la fuente, se lanzaba a una búsqueda frenética por los miles de páginas de sus cuadernos de notas. Y, si al cabo de un rato no conseguía encontrar lo que buscaba, otra idea le acudía a la mente: ¿no sería un profesor de la universidad quien había hablado de aquello? ¿Cómo comprobarlo? Entonces Muo empezaba a abrir cajas de cartón llenas de fichas de su época de estudiante. La felicidad de sus años universitarios al lado de Volcán de la Vieja Luna...

Sentado en la cama, sobre la que descansaba la maleta, ya casi llena, procedió a una última verificación. Los estores estaban bajados y había seis o siete lámparas encendidas. Siguiendo la lista preparada de antemano, añadió a la maleta el termo de viaje para su té cotidiano, un tarro de guindillas demasiado fuertes para los platos cocinados, otro de pimientos verdes en conserva para el desayuno, varias latas, varias bolsas de fideos instantáneos, un peine al que le faltaban dos o tres púas, cuadernos nuevos para tomar notas, tres o cuatro estilográficas cromadas, varios lápices de colores... En el fondo de un cajón, encontró un sacapuntas un poco oxidado pero bonito, que brillaba como una joya en la oscuridad. Lo probó con un lápiz: la madera tierna salió con un débil crujido y se enroscó en el aire.

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