El complejo de Di (18 page)

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Authors: Dai Sijie

—No pienses más en él —le suplicó—. Olvídalo.

Ella asintió y puso las manos en los hombros de Muo. Sin duda, para hacer que se levantara. Muo sintió que la chica se abandonaba. Le habría gustado decirle: «Volcán de la Vieja Luna, soy miope, feo, bajo, soso y pobre, pero orgulloso, y te ofrezco todo lo que tengo, hasta mi último aliento.» Pero, paralizado por tan ardua tarea, no conseguía decir nada. Alzó la cara. Allí, a la altura de sus ojos, estaba su pecho, y dentro, latiendo, su desgraciado corazón. Cuando ella se inclinó hacia él para levantarlo, Muo consiguió murmurar su nombre.

—Levántate, nos va a ver —dijo la chica.

La frase quedó interrumpida a causa de sus esfuerzos por retener las lágrimas, que no obstante no tardaron en rebosar de los ojos y resbalarle por las mejillas y los labios. Muo quiso secárselas, pero tenía las manos demasiado sucias, demasiado tiznadas de ceniza y carbón. Así que dejándose llevar por un impulso, la besó en la boca. No fue un beso propiamente dicho, sino sólo un roce inocente, un breve contacto de sus labios. Muo probó el sabor amargo de sus lágrimas y, al ver que ella se apartaba, retrocedió. La chica se quedó inmóvil. No apartaba de él sus hinchados ojos; sin embargo, no lo veía, y Muo lo sabía. Parecía una enferma sentada entre extraños en la sala de espera de un hospital. Al fin, Volcán de la Vieja Luna se levantó, llena de gracia, y se marchó tras despedirse del profesor Li en el despacho inundado de humo.

Ahora, veinte años después, atravesando a pie la ciudad, o al menos todo un barrio, vestido de embalsamador, Muo rememora ese beso tan lejano en el tiempo, su primer beso, un beso de amor y deseo, un beso complejo con amargo sabor a lágrimas. Recuerda su chaqueta de pana negra, que contrastaba con la palidez de su hermoso rostro, su pantalón negro, sus zapatos negros y su jersey de cuello vuelto de una blancura que ofendía la vista. Ese día de noviembre fue un hito en su vida; Muo lo ha convertido en una especie de aniversario secreto, que celebra todos los años en una soledad conmovedora, poniéndose el abrigo azul marino que llevaba aquel día mayúsculo, ahora casi reducido a un guiñapo, y el mismo sombrero, hoy reluciente de grasa. (Ha llegado el momento de revelar el secreto de nuestro amigo psicoanalista: en términos vulgares, aún no se ha estrenado, pero tampoco parece tener prisa, como se advierte cuando se lo ve en presencia de mujeres.) Cargados de pesados recuerdos sentimentales, ese abrigo y ese sombrero de mendigo le proporcionan un calor romántico durante esas citas anuales del corazón, en el mes de noviembre, en China o en París.

Apenas se ve que llueve. Sin embargo, las gotas de agua caen de las hojas de los árboles sobre el uniforme de la Embalsamadora y empapan los cabellos de Muo, que lamenta que su mono, a diferencia de los de esquí, no tenga capucha. Un taxi se acerca por detrás, reduce la velocidad y se desliza junto a la acera, esperando que le haga una señal. Pero no se la hace. Sencillamente, no le apetece. Cree haber encontrado el camino, porque un punto de referencia infalible —los urinarios, antiguo paraíso secreto de los homosexuales— surge bruscamente detrás de una hilera de espectrales plátanos, casi sublimes en la lluviosa neblina, con las letras «W.C.» en tubos de neón encendidas en el tejado. Muo pasa por delante y, llevado por una curiosidad de historiador, entra en el edificio. En su interior, reina un ambiente irreal. Ahora, el lugar está al cuidado de un melancólico patriarca con bolsas debajo de los ojos y un uniforme parecido al del tanatorio, que permanece sentado tras una ventanilla acristalada, como un demacrado fantasma, bajo una lámpara de escasa potencia.

—Son dos yuans —le dice a Muo, como un vigilante de museo.

Al pasar ante la fábrica de caramelos, Muo saca el móvil del bolsillo, pero se limita a mirar con perplejidad el pequeño aparato, que brilla en la oscuridad, porque no sabe a quién llamar. Volcán de la Vieja Luna, la única persona con la que tiene ganas de hablar, está en la celda de una prisión. Piensa en Michel, su psicoanalista francés. Dada la diferencia horaria, sabe que estará despierto. Marca su número, protegiéndose de la lluvia bajo un haya de hojas temblorosas como su corazón y copa tan agitada como su mente. Oye un clic, seguido de un «sí» pronunciado por la remotísima voz de su antiguo mentor, un sí neutro, frío, como dicho con la punta de los labios. Michel, acosado demasiado a menudo por las llamadas de pacientes al borde del ataque de nervios, suele responder al teléfono con un «sí» lo más neutro posible y espera en un silencio defensivo. A Muo se le quitan las ganas de hablar con él. Corta la comunicación sin ni siquiera saludarlo. Pasados apenas unos segundos, oye el sonido en el bolsillo del mono.

—Perdona, Michel —farfulla Muo—. Siento haberte molestado, pero es que estoy de mierda hasta el cuello.

Pero lo que suena al otro lado del hilo es la voz de una mujer china. Muo da un respingo, como si lo hubieran despertado en mitad de un sueño, pero, en la confusión de su mente, cree reconocer a su madre.

—¿Dónde estás? ¿Te has vuelto loco, Muo? ¿Por qué me hablas en otro idioma?

Es la Embalsamadora. Sorprendido, Muo se pregunta cómo ha podido olvidarse totalmente de ella. Se deshace en excusas y le propone ir a verla de inmediato.

La Embalsamadora. Muo no sabría decir cuándo le adjudicaron ese mote a su vecina de arriba, ni quién lo hizo. Ahora todo el mundo se ha acostumbrado y la llama así, incluidos sus padres, el señor y la señora Liu, dos profesores de anatomía jubilados desde hace un decenio, que le han cedido su piso. Un modesto apartamento de dos habitaciones debajo mismo del tejado, en un edificio de seis plantas sin ascensor, un inmueble de hormigón enlucido y adornado con líneas de cemento en relieve y ventanas provistas de rejas antirrobo, como jaulas de zoo. Encima de la puerta de entrada al edificio, un obrero, un campesino y un soldado de estuco blanco rosa levantan Juntos una rueda dentada que parece una guirnalda. Ese es el inmueble de cuyo Sexto piso se arrojó el «marido» de esta viuda, aún virgen, la noche de su boda.

Tras apagar el móvil, Muo comprende que va a tener que hacer auténticos prodigios en la escalera para subir a casa de la Embalsamadora sin que lo oigan sus padres que viven en el tercer piso.

Imaginando posibles estratagemas, entra en el enorme complejo de la Universidad de Medicina. La calle de la Pequeña India, flanqueada de exuberantes plátanos que forman una bóveda verde de un kilómetro de longitud divide en dos la universidad: el sur está ocupado por los edificios de la facultad y el campus, y el norte, por las viviendas de los profesores y los empleados. (Las universidades chinas siempre han proporcionado alojamiento a sus asalariados, y siguen proporcionándoselo. Sus rectores gozan de un poder con el que sus colegas occidentales ni siquiera se atreverían a soñar. Desde la contratación, la remuneración y la promoción profesional, pasando por el reembolso de gastos médicos, las reparaciones de fontanería, electricidad y hasta los desatascamientos de váteres, los menús y precios de los numerosos comedores, la planificación de los embarazos programados y la inscripción de los niños en guarderías y escuelas primarias, hasta la distribución de los alojamientos, todo depende de ellos. Son auténticos reyes. Además, a principios de los años noventa, en la época de la ola de reformas, la universidad vendió las viviendas a sus ocupantes, lo que, sólo para la facultad de Medicina de Chengdu, supuso la venta de varios miles de pisos.)

Los edificios de viviendas están repartidos en cinco barriadas: el Jardín del Oeste, la Paz, la Luz, el Bambú y el Bosque de los Melocotoneros. Cada una de ellas comprende varias decenas de inmuebles prácticamente iguales, de entre cinco y siete plantas sin ascensor, agrupados en bloques. La travesía de ese reino dormido es larga y penosa. Muo camina bajo la lluvia por la calle de la Pequeña India durante al menos un cuarto de hora, cruza la barriada de la Paz y la del Bosque de los Melocotoneros y llega al fin a la de la Luz.

Pese a su hermoso nombre, el portón de entrada, herméticamente cerrado, está sumido en la penumbra. Muo lo aporrea y llama al vigilante con gritos que resuenan en la noche. Cuando empieza a quedarse sin voz, una lámpara se enciende sobre su cabeza y el portón aparece en toda su solemne grandeza: bajo el inclinado tejadillo de tejas barnizadas, decorado con capiteles y figuras mitológicas, la inmensa puerta alza sus dos hojas de madera, cubiertas por varias capas de pasquines multicolores que ocultan la descascarillada pintura roja: las horas de apertura y cierre, las prohibiciones, los reglamentos, las fotos de criminales en busca y captura, el programa de reuniones políticas de los residentes, autocríticas de ladrones, carteles de películas estadounidenses, anuncios publicitarios, peticiones de dinero para los enfermos de sida, pequeños anuncios, cartas de denuncia pública que datan de hace mucho tiempo pero que siguen siendo perfectamente legibles, artículos de periódico recientes o viejos que abarcan el mundo y abarcan el tiempo... De pronto, con un ruido pesado, el pequeño portillo practicado en una de las hojas gira sobre sus herrumbrosos goznes, y el vigilante, un joven que no conoce a Muo, aparece en el umbral arrebujado en un capote de soldado del Ejército Popular.

—Gracias por levantarse, es usted muy amable —le dice Muo al pasar poniéndole discretamente en la mano un billete de dos yuans.

El vigilante coge el dinero y vuelve a cerrar el portillo. Luego levanta el pesado madero que sirve de cerrojo y se vuelve hacia Muo.

—¿Se ha muerto alguien? —le pregunta con los ojos suspicazmente clavados en su mono.

—Sí, Liao, el cojo del edificio número once del tercer bloque —responde Muo, sorprendido de la frase que sale de su boca.

Liao
el Cojo
, antiguo vecino de rellano de la familia Muo, lleva muerto una década. Pero el vigilante nuevo asiente con la cabeza a modo de condolencia y exhala un largo suspiro de telenovela americana, como si el cojo fuera uno de sus mejores amigos.

—¿Cómo va a transportar el cuerpo? ¡No tiene coche! —grita hacia la espalda de Muo.

—¡No hace falta! ¡Vengo a recoger su alma!

Clavado al suelo por la enigmática respuesta, el vigilante sigue con la mirada la silueta de Muo, que se aleja bajo la lluvia como un fantasma. Avanza hacia el primer bloque y pasa ante la verja sin dedicar una sola mirada a los seis edificios de hormigón, de una similitud encomiable. Luego, cuando el camino se bifurca delante del segundo bloque, Muo toma el de la izquierda y sale del campo de visión del vigilante.

Otras dos verjas perforan sendos muros de ladrillos que se alzan frente a frente en perfecta simetría: las del tercero y cuarto bloque, ambas cerradas, con sus barrotes de acero cromado azotados por la lluvia, su cadena metálica pintada de verde, como una planta trepadora, y su chorreante candado de cobre, como si los edificios albergaran tesoros de incalculable valor.

Muo vuelve a barajar diversos guiones dialogados para el caso de que tope con sus padres, sobre todo con su madre. Mecánicamente, llama a la verja de la izquierda. Nadie responde. Grita y vuelve a llamar, pero esta vez menos fuerte, y trata de disfrazar la voz por miedo a que lo oiga su madre. No se atreve a levantar la vista hacia los edificios de hormigón, que se alzan ante él como perfectos dobles, con imprecisos contornos que se pierden en la lluviosa bruma. Desde niño, siempre que llega ante esa verja (entonces estaban oxidadas y se cerraban a las ocho y media de la tarde, en vez de a las once y media actuales), le asalta el mismo miedo a su madre.

El vigilante que llega a abrirle también es un joven con capote de soldado, pero más bajo y más delgado que el de la barriada de la Luz. Se guarda el billete de dos yuans sin mirar al donante ni la inscripción «Pompas fúnebres» impresa en su mono, cierra detrás de Muo y corre hacia su garita para seguir con lo suyo. La sombra de una duda atraviesa la mente de Muo. «Cuando he salido hacia el tanatorio, me ha abierto un vigilante de unos sesenta años, del estilo del de los urinarios de pago. Este debe de ser un hijo o un yerno, un joven que lo sustituye y todavía no ha aprendido a dar las gracias, pero quiere ganar unos yuans para redondear el fin de mes.»

A esa hora, todo el mundo sigue durmiendo. Los únicos testigos de su llegada son el obrero, el campesino y el soldado de estuco blanco y rosa de encima de la puerta de entrada. Muo se desliza en silencio al interior del vestíbulo, desierto e impregnado de un hedor familiar, como si alguien acabara de vomitar. Está tan empapado que tiene la sensación de que el agua le cae a litros por la cara, el cuello y el mono. Tiritando de frío, aguza el oído. No se oye una mosca.

Más tranquilo, empieza a subir la escalera de puntillas. Al llegar al segundo piso, al amante y miedoso hijo le fallan las fuerzas, la voluntad, los nervios. Ahora, en lugar de tiritar, suda de tal modo que el pecho vuelve a convertírsele en un estanque en época de deshielo. La transición del segundo al tercer piso es particularmente penosa. A medida que avanza, el olor del domicilio paterno le llega con más fuerza. Un olor que no sabría definir, pero que conoce perfectamente e identifica incluso en la total oscuridad.

Imaginemos que en el rellano del tercer piso hay dos puertas, como en los demás edificios: la de la familia de Muo a la izquierda y la de la familia del cojo muerto a la derecha. Muo sube de puntillas sin atreverse a mirar ni la una ni la otra. De todas formas, no ve nada y está condenado a no encender la luz. Avanza lentamente, procurando no dar ningún paso en falso. Con la punta del pie, comprueba que ha llegado al último peldaño. Confirmado Empieza a cruzar sigilosamente el rellano. Sabe que su padre no oye desde hace años, porque tiene un tímpano medio perforado. Cuando pone la televisión, sube el volumen al máximo. En cambio, su madre tiene el oído muy fino, sobre todo desde que perdió la vista por culpa de la diabetes; lo oye todo, incluso los estornudos del gato del edificio de enfrente y las carreras de las cucarachas encima del frigorífico. En el instante en que cree estar pasando ante su puerta, su tensión nerviosa alcanza el apogeo. Ya no se atreve ni a respirar. Pero, de pronto, tropieza y no se cae de milagro. Ha golpeado una bolsa de basura con el pie izquierdo. Los desperdicios se desparraman, con una lata de Coca-Cola en cabeza, que cae escalera abajo estrepitosamente, llega al segundo piso, golpea la puerta de los vecinos y rebota. Es una auténtica catástrofe, que lo deja sin respiración. Tiene el corazón a punto de estallar.

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