El complejo de Di (21 page)

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Authors: Dai Sijie

—Esta noche, en el tanatorio —le dice—, estaba muerta de miedo, con tu dichoso juez Di. En mis muchos años de profesión, es la primera vez que me pasa algo así. ¡Un muerto que resucita! Hasta ahora, sólo lo había visto en una película hongkonesa de terror. ¡Qué miedo!

Como un grifo abierto del que no para de salir agua, la Embalsamadora habla y habla, entregada a ese placer, viejo como el mundo, que sucede al amor: la confesión. No es consciente de que su monólogo no evoca más que a su difunto marido, sin conceder el menor espacio al pobre Muo. Ni una frase sobre él. Consternado por semejante transferencia de identidad, Muo se siente como si, tras la bofetada de su fracaso sexual, siguieran dándole mamporros. «¡Qué cruel es la mujer! ¡Qué maravillosa criatura!», se dice el desventurado suplente hundiéndose en el fondo de la bañera para que el agua sumerja el parloteo e inunde sus oídos.

—De todos los embalsamamientos que he efectuado, el que no olvidaré jamás es el de mi marido. Por lo general, en nuestra profesión, nunca tocamos el cuerpo de alguien próximo a nosotros, tanto si es un familiar como un conocido, o incluso un vecino. Es la regla de oro. El trabajo iban a hacerlo mis cuatro compañeros. Yo me quedé abajo. Esperando. Empezaron con el lavado del cuerpo y continuaron con el masaje. Como se había arrojado de un sexto piso las venas habían reventado. Hacía falta mucha paciencia y pericia para conseguir que la sangre coagulada volviera a fluir. Pero, de pronto, me dio por subir. Les pedí que se fueran y me dejaran continuar sola y hacer lo más difícil: reconstruir el cráneo. Se alegraron de poder evitarse ese trabajo, pesado y, sobre todo, difícil. Lo Comprendí perfectamente sabían que, por más que se esforzaran, el resultado nunca me satisfaría. Tenía el cráneo casi partido en dos, como una sandía cortada con un hacha. La sangre ennegrecida, el cerebro reseco y sobre todo, las numerosas fisuras que presentaba la cabeza hacían problemática su reconstrucción. Era como caminar por el filo de la navaja. Al primer paso en falso, el cráneo se desharía en pedazos. Y nadie podría volver a unirlos. Ni siquiera yo. Una auténtica pesadilla... Contuve la respiración y las lágrimas, y puse manos a la obra con el corazón en un puño. Cogí la aguja más fina. El hilo, importado de Japón, era el mismo que utilizan los cirujanos. Lo mordí, y no conseguí partirlo. Realmente era de buena calidad. El cráneo tenía una fisura de unos veinte centímetros, con una separación entre los bordes de al menos cinco. Empecé a coser por la parte más estrecha. En la planta baja, mis compañeros ensayaban pasos de baile con un magnetófono en el que sonaba un vals triste tocado al piano. (No sé si recuerdas que en esa época el vals se había puesto de moda. Lo bailaban millones de chinos. Eso fue antes de la locura del
mah-jong
.) Yo nunca había oído un vals tan triste, aún más triste que esos réquiem que cantan los occidentales en televisión, con velas en la mano y mujeres cubiertas con velos...

En un estado de semiinconsciencia, vencido por el sueño y el alcohol, Muo escucha la confesión de la Embalsamadora, pronunciada por una voz que parece venir de otro mundo y tiene menos de lenguaje humano que de vaga presencia sonora que flota en el aire. ¿Será así la voz de los fantasmas? Muo ya no sabe si está en un lugar real o imaginario, si la Embalsamadora habla realmente o si está soñando que habla. Por casualidad, abre los ojos y, a través de las ondulaciones del agua, ve una pequeña y ágil serpiente que culebrea entre sus muslos. Extiende lentamente la mano para sorprenderla. Pero falla. La serpiente consigue escapar y desaparece en el agua. Muo no atrapa más que un puñado de pelos negros, lo que le hace reír. Vuelve a coger la botella de «Fantasma de la ebriedad» y bebe a gollete, mientras su otra mano reanuda el juego del escondite con el misterioso animalejo.

—Las suturas craneanas fueron largas y laboriosas. Un auténtico maratón. Iba cosiéndole el cráneo puntada a puntada, milímetro a milímetro... Los huesos eran duros y el pelo estaba enmarañado, así que tuve que cambiar de aguja dos veces para poder acabar la operación. A continuación, le apliqué una capa de cera en el rostro. En esos momentos, el vals triste y lento que sonaba en el magnetófono dio paso a un tango, más animado. No obstante, aquella música, e incluso el ruido de los pasos de baile de mis compañeros, tenía algo de doloroso. Me eché a llorar mientras seguía trabajando. Imagina lo que lloraría, que la cera con la que le había cubierto el rostro, que debía resistir al tiempo y las variaciones climáticas, pero que de momento seguía estando blanda, quedó salpicada de agujeros (y eso que tenía dos milímetros de espesor) debido a las lágrimas que me rebosaban de los ojos y le caían encima gota a gota. Fue espantoso. Tuve que empezar de nuevo, procurando serenarme. Luego, lo maquillé. Le pinté los ojos para que los párpados tuvieran su color habitual. Lo peiné. Pero lo peor estaba por venir. Cuando me disponía a abandonar la sala, caí en un detalle y volví sobre mis pasos. Miré a mi marido y comprendí lo que le faltaba: la sonrisa. Me incliné sobre él y, con la punta de los dedos, le masajeé con suavidad las comisuras de los labios. Pero, en el instante en que empezaba a dibujarse una sonrisa, oí un ruido en el cráneo. Un crujido muy fuerte, lento y seguido, como el ruido de una vieja puerta vieja al abrirse. Di un respingo. Al mirar, vi que la fisura, negra, enorme, se había vuelto a abrir; todos los puntos de sutura se habían partido. Le cogí la cabeza entre las manos y me puse a gritar como una loca. Pero la música estaba demasiado alta para que me oyeran. Alguien había subido el volumen al máximo. La música del tango entraba en su fase romántica, adquiría tintes oníricos... Intenté recobrar la calma. Sólo Dios sabe cuánto me costó. Con un esfuerzo sobrehumano, volví a empezar de cero y, por segunda vez, cosí la fisura, que se negaba a cerrarse, que se empeñaba en... ¿Qué te pasa, Muo? ¿Estás llorando? Espera, dame las gafas. Cálmate... Dime por qué lloras. ¿Por mí? Pero ¡si estás empalmado! ¿Has visto? ¡Empalmado en el agua! Espera, ¿adónde me llevas? ¿Te has vuelto loco? ¡Mi ropa! (Ruido de las olas que provoca su entrada en la bañera.) Estamos locos los dos... Sí, tócamelas... ¿Te gusta? Quítame el sujetador, está empapado, se me pega... ¡Ay, me haces daño! No muerdas... Chúpalas con suavidad. Soy una loba. Tu loba. Sigue, sigue, ahora la otra... Qué bien me siento contigo... ¿No te peso demasiado? Tengo miedo de aplastarte con mi peso. Estoy un poco fuerte. Si no, no podría hacer mi trabajo. Para mover los cadáveres, hay que tener fuerza. Espera, déjame a mí... No es fácil de quitar. ¿Todavía tienes la cabeza clara? Porque yo ya no sé ni lo que hago... No sé ni dónde estamos...

No te muevas. Yo lo hago todo. Así, así me gusta. Hum, ya lo creo que me gusta... Eres mi hombre. Levántate un poco... Despacio, despacio... Sigue, por favor. Me muero de gusto. Me muero, me muero, me muero...

* * *

La ventana de la sala de estar, protegida con un mosquitero —un armazón de madera cubierto con gasa Oscura—, es lo bastante ancha para que Muo, vencido terrestre y héroe acuático, pueda sentarse en el alféizar sin dificultad, a pesar de estar bebido. Se inclina hacia el exterior tanto como le permite el mosquitero, pero sólo ve un oscuro y misterioso espejeo a sus pies.

Presa del vértigo, decide sentarse a horcajadas y, Con una pierna en el interior del piso, se divierte balanceando despreocupadamente la otra sobre el misterioso vacío y la penumbra fosforescente, casi movediza del abismo, que lo atrae. Ha dejado de llover. Un pinzón invisible gorjea alegremente y un canario le responde con voz cristalina. A lo lejos, a la altura de un foco encaramado en la torre de la televisión, surge un haz de luz, que barre la oscuridad con su lechoso cono. Muo está seguro de haber visto esa imagen con anterioridad, pero no sabe dónde. ¿En la habitación de un hotel? ¿En casa de un amigo? ¿En una película?

¡Qué fuerte es ese «Fantasma de la ebriedad»! Muo tiene la garganta abrasada, y un hipo que apesta a alcohol le sacude el pecho a intervalos regulares.

«Ya está —se dice—. Me he vuelto loco.»

Lamenta no haber traído consigo el cuaderno. No ha apuntado nada sobre lo ocurrido en ese día tan agitado, ni una sola palabra, ni una simple idea. ¡Qué pérdida! Sabe que, por culpa del «Fantasma de la ebriedad», lo olvidará todo y mañana ya no se acordará de nada. Baja del alféizar, vuelve a ponerse las pantuflas del difunto y busca un bolígrafo y un papel por todas partes. La Embalsamadora, que sigue en el cuarto de baño, se lava la ropa interior —vestigios de su castidad— en la pila del lavabo, canturreando.

Muo regresa a la Ventana y vuelve a sentarse a horcajadas en el alféizar, en precario equilibrio. Esta vez se olvida de quitarse las pantuflas. En una de las enormes cajas de cerillas que ha encontrado en la cocina, garrapatea: «Yo no soy Fan Jing. Pero, desde luego, me he vuelto loco. No obstante, en este mundo, en el que el éxito pasa por virtud cardinal, mi locura no tiene nada que ver con mis éxitos sexuales, sino todo lo contrario.»

(Fan Jing, el individuo al que ha aludido Muo, es un viejo estudiante de pelo cano, famoso personaje de las Historias secretas de los funcionarios chinos, que año tras año, hasta cumplir los sesenta, intenta sin éxito aprobar el examen anual de mandarín. El día en que, al fin, le comunican que ha pasado con éxito los exámenes, a los sesenta y un años, siente tal alegría, tal emoción, que pierde la razón de inmediato.)

Muo alza la vista. Aunque el olor a lluvia sigue flotando en el aire, el cielo está despejado y cubierto de estrellas cuyo nombre ignora, pero que, sin embargo, parecen estar al alcance de su mano. La pintura blanca del armazón del mosquitero, descascarillada o roída por las ratas, se cae a trocitos. Muo contempla el reflejo de su rostro en el cristal. Tiene los pelos erizados como hierbas silvestres. Dos puntos luminosos, reflejos concentrados de las dos lámparas del salón, bailan en los cristales de sus gafas como dos minúsculos fuegos fatuos, ascienden hacia su frente, vuelven a descender hacia su nariz y desaparecen cuando baja la cabeza. Relee lo que ha escrito en la primera caja de cerillas, y se siente invadido por un sentimiento de orgullo que, como un bálsamo calmante, le refresca la ardiente cabeza y el embarullado corazón. Coge la segunda caja y escribe: «S.O.S. Me he vuelto loco. S.O.S.»

«Qué terrible es descubrir mi auténtica naturaleza amo a todas las mujeres con las que tengo ganas de hacer el amor. El reinado absoluto de Volcán de la Vieja Luna se ha venido abajo, el amor único es un campo de minas. Dentro de mí hay otro Muo, más joven, más vital, una especie de monstruo acuático... Acabo de asistir a uno de sus momentos culminantes. ¿Cuál de los dos es el auténtico?»

Un mosquito del tamaño de un moscardón revolotea a su alrededor zumbando como un reactor, choca con los cristales de sus gafas y acaba aterrizando sobre las gruesas venas de su muñeca izquierda.

—¿Qué quieres, pequeñín mío? —le pregunta Muo al mosquito.

Suave, muy suavemente, con la punta de los dedos de la mano derecha, se estira la piel de la muñeca, en la que el pobre insecto se dispone a succionarle la sangre. De pronto, se relaja, los poros se le cierran y el mosquito, con la trompa atrapada, pugna por escapar. Durante unos segundos, Muo se divierte viéndolo plegar las alas y encogerse hasta que se vuelve tan minúsculo como los poros de su piel. Al fin, con un violento aleteo, alza el vuelo como un helicóptero, se eleva hasta las gafas de Muo, le pica en la nariz, desciende en picado y desaparece bajo sus pies.

Tras pensarlo un momento, Muo se dice que debería tomar ejemplo del juicioso mosquito y huir como él.

Siente por instinto y sabe por cinismo que la Embalsamadora, que tiene cuarenta años como él, no busca una simple aventura, sino otro marido. Lo que, en sí mismo, es totalmente legítimo y humano. Quiere fundar una familia. Ser la mujer del primer psicoanalista chino. ¡Sabia elección! En el fondo, si le hizo el enorme favor de aceptar la cita con el juez Di, fue con esa idea.

«¿Cómo escapar a estas complicaciones? —se pregunta Muo temblando de frío en el alféizar de la ventana—. ¿Cómo contarle todo esto a Volcán de la Vieja Luna?»

En ese instante, le entran ganas de atarse las cajas de cerillas alrededor del cuerpo, pegarles fuego como al detonador de una bomba, lanzarse de cabeza al vacío y, cual avión en llamas, dar volteretas en el aire y atravesar nubes y niebla dejando tras de sí una estela de humo negro.

Pero, a través de ese humo imaginario, Muo ve al «otro» —el monstruo acuático— pegando cabezazos contra una ventanilla y gritando que quiere salir.

A Muo se le pasa por la cabeza la idea de rezar.

No lo ha hecho nunca. ¿Cómo se hace? Duda. ¿Elegirá el budismo? ¿El taoísmo? En ambas religiones, los fieles utilizan los mismos gestos para rezar: se arrodillan y juntan las manos a la altura del pecho. En cuanto al cristianismo, no está muy seguro. Cuando era niño, la religión estaba tan estrictamente prohibida que sus padres nunca lo llevaron a un templo o una iglesia. La primera vez que vio rezar a alguien tenía siete años. Fue en plena Revolución Cultural. Un día, los guardias rojos se llevaron a su madre para someterla a interrogatorio. A medianoche, todavía no había vuelto. En aquella época, sus abuelos vivían con ellos, en el mismo piso. Aquella noche, Muo no pudo dormir. Se levantó y, al pasar ante la habitación de los dos ancianos, vio una extraña luz que lo sorprendió. Sus abuelos estaban arrodillados en la cama, rezando ante una vela (¿no se atrevían a dar la luz?). Nadie le había explicado en qué consistía rezar. Pero Muo comprendió enseguida que era precisamente aquello, aunque habría sido incapaz de decir de qué religión se trataba. Los gestos de sus abuelos se han borrado de su memoria, pero Muo recuerda bien aquella llama pálida y vacilante de la que emanaba una luz sagrada que aureolaba a los dos ancianos. Sus rostros, arrugados, tensos, dolorosos, desesperados, habían adquirido una expresión de apasionado interés, de veneración y de dignidad. Eran hermosos, los dos.

«¿Qué puedo pedirle al Cielo? —pensó Muo— ¿Que se interese por mí? ¿Que me ayude a huir? ¿Que me libre de esta mujer? ¿No es demasiado pretencioso creer que el Cielo o Dios, se ocupan de nosotros? Si me suicido ahora mismo, ¿le importará? ¿Le llegará el hedor que mi cuerpo esparcirá por el patio, como a todos los vecinos del edificio? ¿O se alegrará de mi liberación, del final de mis problemas, de esa purga total y radical?

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