El complejo de Di (25 page)

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Authors: Dai Sijie

De pronto, oye voces destempladas, mezcladas con el ruido de pasos, de movimientos bruscos, de pies que se arrastran. Pega la oreja a la puerta del retrete y escucha. Tres revisores hablan alzando el tono y la chica que sueña con besos de cine les responde con voz débil y llorosa. Viaja sin billete. El tono de los revisores sigue subiendo. La tratan como a una ladrona cogida in fraganti. Ella no sabe cómo defenderse. No tiene dinero. Farfulla que en sus veinte años de vida es la primera vez que hace algo así. Promete no reincidir. Los revisores le dicen que les dé las latas de cerveza en prenda. Con voz suplicante, ella les explica que son un regalo de cumpleaños para su padre, comprado con el sueldo de dos meses como chica de la limpieza. Pero los hombres no se dejan ablandar. Les han apetecido las cervezas. Uno de ellos intenta arrancárselas de las manos. La chica se resiste. Un grito de desesperación brota de su garganta y estalla, desgarrador, doloroso, estremecedoramente animal. (Durante mucho tiempo, cada vez que Muo se acuerde de la chica, el grito volverá a resonar en sus oídos y le producirá el mismo pavor.)

Muo abre la puerta y sale del retrete, decidido a intervenir en favor de la chica, pero sin saber cómo hacerlo. Ella lo interpela:

—Señor Muo, por favor, explíqueles lo que ha ocurrido hace un, rato, cuando estaba enredando con el billete. Usted es mi único testigo. Lo he dejado en el borde de la ventanilla y un golpe de viento se lo ha llevado.

Muo confirma sin vacilar, se saca tres billetes de diez yuans de la cartera y los reparte entre los tres revisores.

—Esto es para ustedes, señores —les dice—. Un billete para cada uno, y no se hable más.

Olas. Las voces de los viajeros parecen venir de muy lejos, de tan lejos como el
Narcissus
, el barco descrito por Conrad, o el que llevó a Marlow a través del Corazón de las tinieblas en su búsqueda de Kurtz. Voces confusas, somnolientas. Los hombres charlan, espigando en el vasto campo de las anécdotas. Sus voces flotan, se mezclan, tan pronto se alzan entre risas, toses y algún estornudo espectacular, como bajan, se alejan y mueren con un suspiro o un bostezo. Ya no se sabe quién cuenta y quién escucha.

Ola. El ruido de las ruedas que resuena en la cabeza de Muo, tumbado bajo uno de los bancos de madera, con una oreja pegada al suelo del coche. Cuando el tren inicia la ascensión de una larga pendiente montañosa, las oye patinar en los raíles y gruñir sordamente como un trueno que se apaga, o bien estalla con una violencia que amenaza con romperle los tímpanos, transformando su litera secreta en un nido de pájaro en el ojo del huracán. Casi puede ver las ruedas surcadas de ilegibles chispas. Pero cuando el tren desciende una montaña devorando la noche, el ruido de las ruedas es suave, aterciopelado, apenas perceptible. El eco de la montaña es lejano, confuso, como el rumor de una concha de nácar pegada a una oreja. Es un rumor de olas tranquilas, regulares, que lamen un lecho de lisos guijarros de un gris azulado a la luz del amanecer. Lo más bonito es cuando el tren se detiene en una estación. Se oye un suspiro que recorre las ruedas una tras otra, como la respiración de alguien que duerme. Es como si debajo viviera alguien. Es un hálito humano. Un aliento cálido.

Las conversaciones de los insomnes llegan a los oídos de Muo a retazos. Según uno de ellos, cuya voz baja recuerda a la de los contadores de cuentos de antaño, cada cadena de montañas, cada región montañosa engendra un pueblo distinto, como los océanos sus marinos. Los lolos de esta región están especialmente dotados para saltar de los trenes. Es un don físico, no el resultado de un entrenamiento. Una habilidad innata que, en algunos casos, raya en la genialidad, cuando ejecutan esos saltos espectaculares, acrobáticos, que les permiten subirse a un tren a priori inabordable, lanzado a toda velocidad, o bajar de él. Esa habilidad distingue a los lolos de cualquier otro pueblo. Lo más asombroso es verlos asaltar los trenes de mercancías, porque sus vagones, desprovistos de puertas y estribos, están cerrados con barras de hierro aseguradas con candados. Ves a los lolos andando por el arcén de la vía despreocupada, tranquilamente, con cara de cansancio o de haber bebido. Pasa el tren. Y, de pronto, uno de ellos echa a correr. Tras recorrer unos metros, toma impulso y salta. Un movimiento de enorme belleza, cuya curva, perfectamente calculada, finaliza en una de las barras de hierro, a la que el hombre se aferra con el cuerpo pegado a la pared del vagón y la gran capa negra restallando al viento. Luego, saca un martillo de un bolsillo, rompe el candado, retira la barra de hierro, descorre la pesada puerta y entra en el vagón. Al cabo de unos instantes, reaparece en la puerta con un televisor en los brazos. Otro salto, esta vez para bajar. Un salto en caída libre, o más bien un vuelo lírico, con la capa flotando en el aire y el botín en los brazos. Como un esquiador, toca tierra sin caerse, lo más lejos posible de su trampolín. Cuando sus compañeros llegan junto a él, les entrega el televisor. Ellos se lo atan a la espalda con cuerdas, y todo el mundo se va. A veces, la policía se lanza en su persecución y les dispara, pero cuando los lolos galopan por la montaña, incluso con un televisor a la espalda, no hay quien les dé alcance. Los fusiles disparan a ciegas o demasiado tarde, y yerran esos blancos móviles, zigzagueantes, mágicos como pájaros.

—¿Está usted ahí, señor Muo?

Está tan oscuro que Muo no ve nada. Su mente tarda dos segundos en reaccionar y luego reconoce la voz: es la chica de antes, la que sueña con besos de cine. Desaparición inmediata y total del sueño. Recordando su anterior descalabro, en otro tren nocturno de similares características, decide quedarse callado. Fugitivo, sí, pero virtuoso. Un asceta.

La chica repite su nombre dos o tres veces. Por miedo a despertar a los demás viajeros, lo hace en un susurro. Pero ni siquiera ese susurro puede enmascarar su alegría, su carácter afectuoso. Muo, el fugitivo-asceta, prueba a simular un ronquido, pero su respiración cambia de tono y ritmo demasiado a menudo. Aunque no la ve, sabe que está a punto de deslizarse a su litera secreta.

—No está mal este rinconcito —dice la chica.

La falta de altura y de espacio la obliga a avanzar a gatas. En la oscuridad, choca con Muo. Los dos gritan a la vez.

—¡Más bajo! —le susurra Muo.

—No se preocupe. Están todos dormidos.

—Podemos tuteamos. ¿Qué quieres? —le pregunta Muo con voz fría como el hielo.

—¿Te gustan las azufaifas? Te he traído un puñado.

—Mientes.

—¿Conoces Birmania? Ahí es a donde quiero ir. Un país formidable en el que te pasas la vida mascando nueces de areca y escupiendo al suelo el jugo, que es rojo como la sangre. Hay templos por todas partes. Entraré en uno y me haré monje. Allí, los monjes budistas pueden comer carne. Me encanta la carne.

—No me hagas reír. En un templo nunca admitirán a un intérprete de sueños como tú. Estas huyendo. Salta a la vista. Hace un rato, has llegado a negar que te llamas Muo. —La chica hace una pausa y cambia de tema— ¿Puedo echarme a tu lado? Estoy muerta.

—Adelante, pero coge un trozo de impermeable. El suelo está sucio.

Muo no dice nada más. En la oscuridad, la oye masticar azufaifas invisibles. Come como una niña o una campesina, haciendo un ruido tan fuerte con la boca que Muo está convencido de que se oye en la otra punta del coche. Poco a poco, el ruido de masticación se hace más lento y acaba dando paso a una respiración, prueba de que la chica se ha dormido. Ola, el ruido del tren, que corre en la noche. Olas, las voces de los viajeros que siguen charlando. Olas, los ronquidos. De pronto, Muo la despierta y le dice:

—Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Todo el mundo me llama la pequeña hermana Wang. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Vas a bajar?

—No. Voy a hacerte una pregunta, pero, si no quieres contestar, lo entenderé.

—Dime.

—¿Eres virgen?

—¿Cómo?

—Virgen. Si no has hecho nunca el amor con un hombre.

—Sí, soy virgen.

En la oscuridad, Muo la oye aguantar la risa.

—¿En serio?

—Por supuesto.

—Si aceptas salvarnos a mis amigas y a mí, te llevaré a Francia.

—¿Qué tengo que hacer?

—Un magistrado de Chengdu, el juez Di, ha metido a dos amigas mías en la cárcel, y ahora me busca a mí. Le ofrecí dinero, pero lo rechazó. Ya tiene mucho. Lo que le interesa es encontrar a una chica virgen.

Muo acaba la frase y espera —incluso cree oírlo— que la chica suelte un grito desgarrador, uno de esos gritos que te rompen los tímpanos, como hace un rato, ante los revisores. Un chillido horripilante, casi animal. Pero nada. Ni una palabra. Ni siquiera la oye respirar. Una tensión insoportable flota en el aire; Muo pierde la esperanza y, con una sonrisa forzada en las comisuras de los labios, se asombra de que la chica siga allí. De pronto, con voz dubitativa, ella le pregunta:

—¿De verdad me llevarás a Francia después?

—Sí.

—Acepto...

En la oscuridad, Muo teme desmayarse. Olvidándose del fugitivo-asceta, coge a la chica en sus brazos sin darle tiempo a acabar la frase.

—Gracias —farfulla en tono paternal—. Mil veces gracias. Te enseñaré francés.

En ese momento, versos de Hugo, Verlaine y Baudelaire que había olvidado hacía mucho tiempo le acuden a la boca y brotan de ella sin que pueda contenerlos. Muo deja que abandonen sus labios, que, a tientas, cubren de besos el pelo, los ojos y la nariz de la muchacha. Ella permanece cabizbaja en la oscuridad. Pero no lo rechaza. De pronto, Muo la besa en la boca con fogosidad. ¡Ah, qué azufaifa silvestre, rebosante de jugo!

—¿Qué es esto? —murmura ella—. Se me ha metido algo en la boca. Estaba en la tuya.

—¡Mi diente! —grita Muo tan fuerte que suelta un chorro de saliva por el hueco de la encía—. ¡No te lo tragues!

2
La cabeza del dragón

Chengdu, 5 de octubre

Mi muy querida Vieja Luna, mi espléndido Volcán:

¿Siguen gustándote los enigmas? ¿No te ha quitado la afición a ellos tu largo encarcelamiento? Mi querida campeona de adivinanzas de la 75ª promoción de nuestra universidad, la más inteligente de todas las estudiantes, la gran rival de Edipo, que en el concurso del primer año ganó —¿lo recuerdas?— una sandía de cinco kilos, roja y jugosa, que compartimos con tus ocho compañeras de habitación en vuestro dormitorio de ocho metros cuadrados. No teníamos cuchillo. Nos abalanzamos sobre la pobre sandía, empujándonos y riendo, con sendas cucharas en la mano. Al año siguiente ganaste un diccionario, que me regalaste, el diccionario de las palabras de argot en las novelas de la dinastía Ming, un libro raro que me encanta hojear, que he leído y releído tanto que podría escribir una novela a la manera de un autor de aquel período.

Aquí tienes un enigma para descifrar: ¿Por qué escribo esta carta —todavía ignoro qué longitud tendrá— en una lengua de la que su admirable destinataria no sabe una maldita palabra: el francés?

Un pequeño enigma que tintinea con el dulce sonido de la felicidad, claro como el de una moneda. Al ver que la primera palabra que trazaba mi entumecida mano estaba en francés, he dado un respingo; me he quedado estupefacto ante la ingeniosidad de ese gesto espontáneo, que me embriagaba, me hacía sentir respeto, casi admiración por mí mismo. No era para menos. Lamento que no se haya producido antes y me regocijo pensando en los gorilas de tu prisión encargados de censurar las cartas. ¿Qué cara pondrán ante la correspondencia en francés de un epistológrafo infatigable, amante loco y misterioso? Dado el reducido presupuesto y el creciente número de reclusos, estoy seguro de que no contratarán a un traductor para que descifre esta cabalística misiva. (En Chengdu, los tres o cuatro únicos profesores que conocen la lengua de Voltaire y Hugo están en la Universidad de Sichuan. «Dígame, señor profesor, ¿a cuánto es la página traducida?» «Entre cien y ciento veinte yuans. Es la tarifa.»)

Ahora, mi querida Vieja Luna, mi espléndido Volcán, una lengua extranjera nos une, nos reúne, nos ata con un nudo que, bajo sus mágicos dedos, se ensancha en dos alas de mariposa exótica. Una escritura alfabética del otro extremo del mundo. Sus signos ortográficos, apóstrofes, acentos agudos, graves y circunflejos le dan una dimensión esotérica. Imagino que tus compañeras de celda estarán celosas de ti, que te pasarás las horas muertas leyendo mis cartas de amor, intentando adivinar su significado. ¿Recuerdas aquellos momentos maravillosos de nuestra vida de estudiantes durante los que escuchábamos juntos a nuestros poetas favoritos: Eliot, Frost, Pound, Borges...? Sus voces, cada cual con su personalidad y su belleza sonora, nos envolvían, nos hacían soñar, nos transformaban, pese a que ni tú ni yo entendíamos una sola palabra de inglés ni de español. Esos acentos, esas frases incomprensibles siguen siendo para mí, todavía hoy, la música más hermosa del mundo. La música de las élites, de los románticos, de los melancólicos. Nuestra música.

Mientras escribo estas palabras, ¿sabes qué me bulle en la cabeza y me encoge el corazón? Un agudo pesar, no por haber aprendido esta lengua, sino por no saber otras, mucho más difíciles, que aún comprende mucha menos gente. El vietnamita, por ejemplo. Me inicié en el estudio de ese idioma, sus seis tonos, su gramática llena de ambigüedades y sutilezas. Supón que te mando cartas en vietnamita. Aun en el caso de que el juez Di estuviera dispuesto a pagar espléndidamente a un traductor, sencillamente le sería imposible encontrarlo, ni siquiera en la Universidad de Sichuan. U otra lengua aún más cabalística, el catalán. ¿Quién puede descifrar una carta en catalán en nuestra provincia de ciento cincuenta millones de habitantes? ¿Sabes lo que me gustaría hacer? Aprender lenguas famosas por su esoterismo: el tibetano, el mongol, el latín, el griego, el hebreo, el sánscrito, la escritura jeroglífica de los egipcios... Me gustaría penetrar en esos herméticos santuarios, arrodillarme con tres barritas de incienso encendidas y rezar por nosotros dos en esas lenguas del santo de los santos.

Ahora éramos dos, la pequeña hermana Wang, con sus cervezas en las manos, y yo, Muo, el fugitivo de sonrisa beatífica y dentadura mellada, buscado por el juez Di y la policía, Muo, que acababa de renunciar a su plan de huida a Birmania y que, tras varias horas de tren, había salido de su escondite, duro como la roca, para dar media vuelta con su nueva socia, su potencial salvadora, una virgen auténtica y estimabilísima.

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