Read El compositor de tormentas Online

Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (19 page)

—No parece ser la mejor compañía…

—Louvois lleva años ocupando el ministerio de la Guerra y sabe que La Bouche es el único capitán que habría aceptado ir a Madagascar a una misión tan…

Se detuvo.

—Sé que no va a ser fácil.

—Te van a embarcar en una nave que está a punto de zarpar rumbo a Bengala.

Se frotó los ojos.

—¿Quién más irá con nosotros?

—Le han asignado un destacamento recién llegado de Austria. Todos sus hombres han dado muestras de bravura, por lo que no podrías tener mejor protección. La nave os dejará en Fort Dauphin y continuará su ruta. Dispondréis de tres meses para culminar la misión antes de que, de regreso a Francia, os recoja en el mismo lugar.

Aquello tampoco convenció a Matthiew.

—¿No podría fondear y esperarnos?

—No te preocupes por nada. El barco llenará sus bodegas de té y regresará a tiempo.

—Pero…

—Si fondeasen en la costa malgache el nuevo rey de los anosy se sentiría amenazado y la misión se estropearía antes de empezar —confesó—. Además, una nave anclada frente a la playa durante tanto tiempo sería una presa ideal para los piratas que pululan por las costas.

Matthieu hubiese preferido tener más tiempo para digerir todo aquello.

—¿De dónde partimos?

—De La Rochelle. En cuando lleguéis.

—De La Rochelle…

—Has de salir ya. Te espera un largo viaje.

Se salpicó la cara con el agua fría de una palangana y se enfundó las ropas que le había traído su tío.

—¡Mi violín! —se sobresaltó.

Charpentier salió a la sacristía y regresó con una bolsa de cuero en la que a su vez había metido la caja del instrumento.

—He pasado a recogerlo por la escuela. También he metido un buen montón de pliegos con pentagramas y carboncillo, para que puedas escribir borradores de la partitura sin preocuparte. ¡Ah!, y el salvoconducto que me han hecho llegar de Versalles, por si necesitas mostrarlo en algún momento.

Salieron al callejón. Charpentier pretendía estar calmado, pero su expresión traslucía angustia. No quería despedirse. Matthieu dejó la bolsa en el interior del carruaje.

—Si veis a Nathalie…

—¿La sobrina de Le Nótre?

—No le digáis que… —Prefirió no seguir—. ¡Voy a viajar hasta el otro lado del mundo! —exclamó recuperando su emoción habitual—. Espero no defraudaros.

Charpentier le sujetó ambos brazos con emoción.

—Hazme un único favor: olvida todo aquello que está más allá de la música, no pienses en lo que dejas en París ni en lo que ocurrirá cuando regreses. ¡Concéntrate en escuchar sin reserva, que tus oídos recuperen su inocencia! Capta el pulso de paraísos e infiernos y traslada a la partitura lo que Dios ha creado más allá del horizonte.

Matthieu hizo ademán de subir al carruaje, pero se detuvo en la escalerilla.

—Hay algo más, ¿verdad?

Los caballos relinchaban enérgicamente. El cochero trataba de controlarlos a base de voces escuetas.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué hay detrás de todo esto? Es como si de repente sintiese que este viaje me estaba esperando. Cuando Lully me robó la partitura pensé que ya nunca más volvería a componer, pero desde ayer noto una pulsión en las yemas de los dedos, como si necesitasen palpar una cuerda de violín para estallar y liberarse…

Charpentier estiró el brazo y le acarició la melena como quien consuela a un niño. No se atrevía a decirle que sólo el destino podía ser el artífice de aquel instante, que no había en todo el mundo otra persona, salvo él, capaz de acometer aquella empresa con éxito.

—Querido Matthieu, ¿de dónde proviene tanta sensibilidad? ¡De mí no la has heredado, eso está claro! —Ambos sonrieron—. Escúchame una última vez, porque cuando regreses de este viaje serás tú quien hayas de enseñarme a mí.

—¿Qué podría enseñaros yo? —dijo, sin poder eludir un brote de orgullo ante aquellas palabras, teniendo en cuenta de quién provenían.

—Detrás de cada uno de nuestros actos siempre hay algo, pero no podemos forzar las respuestas. Sólo nos queda creer que, si obramos como debemos, nos serán reveladas en el momento preciso. En eso consiste la fe que ilumina a los cristianos, o a los alquimistas que, como Isaac Newton, han buscado durante toda su vida la llave que les permita adentrarse en dimensiones desconocidas. Fíjate en él. Es el científico más grande de este planeta y sigue teniendo necesidad de creer. Quiere creer que el ser humano conseguirá limpiar su alma de plomo y que ésta resurgirá de entre sus limaduras, pura y brillante como el oro. Y el tiempo le ha premiado con la melodía original. Se trata de no desfallecer, de no salirse del camino que nos hemos trazado. Recuerda lo que decía Séneca: «No hay viento favorable…

—… para los barcos sin destino».

—No dejes nunca de creer en la música. Convierte la búsqueda de esta melodía en tu destino y el tiempo te dirá lo que te deparan sus notas.

—Tened mucho cuidado —le pidió Matthieu con cariño—. Y proteged a mis padres hasta que yo vuelva. ¿Verdad que lo haréis?

—¡Casi se me olvida! —Charpentier sacó de su bolsillo un papel doblado, el mismo que quiso devolverle a Newton el día que se despidieron en la cocina del palacete de la duquesa.

—¿Qué es?

—Un epigrama alquímico.

—¿Y qué quieres que haga con él?

—Aunque Newton no lo admita, estoy convencido de que es el último eslabón de la cadena.

—¿Crees que está relacionado con la melodía original?

—Y él también lo cree. Siempre ha dicho que de nada nos serviría transcribir la partitura correcta sin resolver al mismo tiempo el enigma que encierra este jeroglífico. El problema es que, aunque parecía ser la parte más sencilla del proyecto, no ha llegado a encontrar una respuesta que le satisfaga.

Matthieu se dio cuenta de que se había convertido en los ojos de Newton, de que sería él quien pronto contemplase las maravillas de la isla donde se conservaba la melodía que el inglés había desenterrado.

—¿De dónde proviene el epigrama?

—¿Crees que me lo ha dicho? Ni siquiera el propio Evans conoce las fuentes primigenias de sus descubrimientos. Quizá del
Libro del alma
de Avicena, o de
La fuga de Atalanta
de Michael Maier que analizábamos de la forma más ingenua en las reuniones del palacete de la duquesa. Newton almacena en su poderosa cabeza todos los textos que se han escrito desde el nacimiento de la alquimia.

Matthieu se dispuso a desplegar el pergamino. Charpentier se lo impidió.

—¿Qué ocurre?

—No lo leas hasta que llegues a Madagascar.

—¿Por qué?

—Quizá Newton no termine de comprenderlo porque el sentido del jeroglífico se adultera con el aire viciado que respiramos aquí…

Matthieu asintió y lo guardó en la bolsa de las partituras. Sin decir nada más, lanzó una mirada serena a su tío y se encerró tras la portezuela de bordes dorados al tiempo que el cochero espoleaba a los caballos.

SEGUNDO ACTO

1

Veinticuatro cascos tamborileando sobre el adoquinado…

D
esde que los caballos tiraron del carruaje en dirección a la ciudad rebelde, como se conocía en París a La Rochelle, Matthieu vivió cada kilómetro como una parte fundamental de su aventura. Orleans, Blois, Amboise, Tours, Poitiers… Durante las interminables jornadas que le separaban del mar no dejó de pensar en las historias que había leído sobre las penalidades que reservaba una singladura tan larga. Pero sobre todo no podía arrancarse de la boca del estómago aquel nudo de inesperada emoción. ¿Por qué sentía que había algo más detrás del viaje que iniciaba para salvar a sus padres y a su tío Charpentier? No podía imaginar lo que iba a descubrir, ni en la selva intacta de Madagascar, ni en lo más recóndito de su corazón. Quizá encontrase su origen, como Amadís de Gaula. El origen, la tierra virgen, la melodía que le dio vida, su propia melodía… ¿Y si la emoción provenía de dejar atrás todo por lo que había vivido hasta entonces?

Mientras pensaba en los albatros que conocía por los dibujos, en los delfines que se burlaban de la quilla de los barcos en los días de bonanza, o en si los peces voladores de las costas del sur serían una leyenda, el carruaje se adentró en La Rochelle. Matthieu estaba preso de semejante ansia por embarcarse que ni siquiera vio las murallas, ni la gente que iba y venía cargada de mercancías, ni las dos torres que soportaban la inmensa cadena que cerraba la bocana a piratas y enemigos. Ya sólo tenía ojos para el barco que habría de ser su suelo y su cielo, una nave enorme llamada
Aventure,
con forma de urca holandesa, castillos de popa y proa bajos y la obra muerta justa para mejorar su comportamiento en aguas difíciles.

Apenas había subido a cubierta comenzó la sinfonía de voces y tirones de trinquetes y foques.

—¡Desplegad las velas!

Allí estaba el capitán La Bouche. Matthieu lo había imaginado distinto. No parecía un hombre acabado. Muy al contrario, desprendía una sensación de fuerza colosal, tanta como para mover sin ayuda el gigante de madera que se balanceaba bajo sus pies. Su voz se apropió del embarcadero. Se acercó al músico, lo miró de arriba abajo y le dio la bienvenida de forma escueta antes de seguir con su tarea. No era su barco ni su tripulación, por lo que debía estar doblemente atento a cada movimiento. El ministro Louvois le había permitido llevar consigo como segundo a un contramaestre llamado Catroux que había sido su compañero en muchas travesías a lo largo de los años. Una vez que La Bouche, Matthieu y el destacamento de soldados de élite que los acompañaban desembarcasen en Madagascar, Catroux continuaría ruta hacia la India con los marineros de la Compañía para ocuparse de que el barco regresase a recogerlos en la fecha prevista. Matthieu dejó la bolsa en el camarote que le habían asignado y salió de nuevo a cubierta. Quería hacerse cargo de las dimensiones del barco. Se puso en pie y comenzó a girar sobre sí mismo, dejándose llevar a través de una espiral de tela y madera que le envolvía como si ya formase parte de aquella nave, como si la quilla fuese su propia columna vertebral y las cuadernas sus costillas.

—¡Terminad de aferrar los botes!

—¡Ya están trincados, capitán!

Los marineros se dedicaban a múltiples tareas tan rudas como precisas. Parecía imposible que dentro de aquel cascarón cupiese tal cantidad de hombres, los cañones y la munición, las provisiones y todas las herramientas, madera, cabos y paños que portaban para hacer reparaciones en alta mar o sustituir algún elemento dañado si era necesario. Incluso llevaban cabras y gallinas para disponer de leche y huevos frescos.

Matthieu se encogió en un rincón de la cubierta. Las poleas trazaban rápidas curvas en el aire. Las sacudidas de la vela al hincharse golpeaban el estómago del músico como los tambores que dan paso a la batalla.

—¡Llevad esos barriles a la bodega!

—¿Qué hacían todavía ahí? —se quejaba el contramaestre Catroux.

—¡Que alguien vaya abajo y compruebe si está sujeta la cañonería! ¡Esto se va a mover! —remarcó La Bouche, lanzando una mirada cómplice a las nubes amenazantes que se adivinaban en la lejanía, como si antes de salir de puerto ya ansiase bregar contra una tempestad.

Las órdenes se sucedían con una rítmica grandiosa. El barco parecía el escenario de una ópera. Matthieu habría querido lanzarse a tirar de cualquier cabo, ser el destinatario de las instrucciones que el capitán repartía al aire. Se acercó al bauprés.

—¡Despedíos de la patria, marineros! —oyó gritar tras de sí.

Descubrió el olor de la sal y una nueva brisa que le cortaba las mejillas. Necesitaba poner música a aquel cúmulo de nuevas sensaciones. Recordó el libreto de
Amadís de Gaula,
aquellos versos que narraban el inicio de la gesta del guerrero, cuando se adentra en un bosque cubierto de bruma tras el cual le espera la luminosidad radiante. De cara al océano, dedicó a su hermano unas palabras que el viento hizo retornar al puerto:

—Siempre estaré contigo, Jean-Claude, más allá del reino del sol.

2

E
l primer día de travesía Matthieu se dio cuenta de algo que le supuso una verdadera revelación: el sonido del mar igualaba al silencio. Por muy estruendoso que pudiera llegar a ser incitaba a pensar, a sentir, a crear. A cada momento el agua se arqueaba como para embestir, y a veces culminaba el ataque y se deshacía en siseos de espuma, mientras que otras se tranquilizaba y volvía a fundirse en la masa inmensa en cuyo interior todo eran murmullos de algas y miradas de peces que se acercaban al barco con enérgicas sacudidas de la cola.

El mar era silencio. Matthieu pellizcaba un par de cuerdas del violín y respiraba hondo. Tenía la sensación de que, para componer una nueva pieza, le bastaba con estirar el brazo y alcanzar las notas que ya estaban allí, esperándole desde el soplo divino al principio de los tiempos, aquel que llegó cargado de toda la música pasada y futura.

Por desgracia, aquel cúmulo de sensaciones idílicas se enturbió al poco. En cuanto bordearon la península Ibérica y se arrimaron a la costa africana, el barco se inundó de otro tipo de silencio: el de los marineros. Estaba armado con cuarenta cañones, por lo que a su abundante tripulación se sumaron un buen número de artilleros. Era una precaución poco habitual para un mercante, pero necesaria dada la importancia de la misión. Muchos de los piratas que durante décadas habían surcado el Caribe preferían ahora cruzar la ruta de las Indias Orientales y era probable que se encontrasen con alguna bandera negra. Había hombres de todas las edades, grumetes imberbes y lobos de mar con las marcas de cada naufragio en la frente, pero todos ellos, a medida que pasaban los días, se mostraban igualmente hoscos cuando el músico de París se les acercaba.

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