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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (25 page)

21. SÓLO EN LA TIERRA

Quetza y su comitiva salieron de Francia con la convicción de que la conquista era una posibilidad cierta y no ya una quimera; de hecho, aquel puñado de hombres mal armados llegaron a adueñarse por unas horas del palacio del cacique de Marsella. Si con sus escasos recursos, pensaban, pudieron doblegar primero a los soldados de la cárcel, escapar y luego tomar el control del castillo, provistos en el futuro de caballos, armas de fuego, una flamante armada y numerosas tropas bien pertrechadas, ningún ejército podría detenerlos.

La escuadra mexica zarpó del puerto de
Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli
con rumbo Sur Sureste. Navegaron a través del estrecho formado entre Génova y la isla de Córcega, bordearon las costas de Módena y llegaron a la península itálica. Según puede inferirse de las esporádicas notas de Quetza, recorrieron los diversos reinos y ciudades diseminados en todo su perímetro costero y, ocasionalmente, se aventuraban tierra adentro. Navegaron de Norte a Sur por la costa Oeste, y luego ascendieron por la costa Este. Muchos de los reinos de la península tenían ya un fluido comercio con Oriente Medio y una frondosa historia de relaciones con el Oriente Lejano; de modo que aquellos príncipes y comerciantes que conocían el beneficio del rentable negocio con las Indias querían profundizar los lazos, y los que aún no habían rubricado convenios comerciales estaban desesperados por reunirse con la delegación. Quetza otorgaba audiencias a los mercaderes como si fuese un verdadero dignatario. Así, vendiendo sueños de prosperidad eterna, estuvo en Liguria, Toscana y Umbría. Prometió montañas de oro a su paso por Lazio, Campania y Basilicata. Endulzó los oídos de los príncipes de Nápóles, Calabria y Sicilia. Encandiló con los fulgores de las piedras preciosas a los comerciantes de Palermo, Catania y Messina. Hizo sentir los perfumes de las especias a los gobernantes de Bari, Foggia y Pescara. Se comprometió a proveer tanta seda como para tapizar las paredes de todos los palacios de los nobles de Perugia, Ancona y Rímini e ilusionó con la blancura del marfil a los mercaderes de Bologna, Verona y Trieste.

Pero tampoco Quetza pudo escapar a la fascinación que produjeron en su espíritu las ciudades de la península. Los reinos de Italia competían entre sí en belleza, prosperidad y florecimiento de las artes. Dos ciudades iban a quedar impresas para siempre en su memoria y en su corazón: Florencia y Venecia. Si hasta entonces la avanzada mexica supo de la capacidad bélica, política y comercial del Nuevo Mundo, en estas tierras podía proyectar hacia Tenochtitlan el potencial de la pintura, la escultura y la arquitectura. Si en España y Francia la palabra que imperaba era Inquisición, en los reinos de la península el verbo era renacer. El Renacimiento iluminaba cada rincón que la Congregación para la Doctrina de la Fe se empeñaba en oscurecer. La Inquisición era para Quetza obra de Huitzilopotchtli, Dios de los Sacrificios; el Renacimiento, en cambio, estaba bajo la protección de Quetzalcóatl, Dios de la Vida.

Pero lo que más impresionó de Italia a los mexicas fueron los italianos. Los españoles eran hospitalarios, sencillos y, en ocasiones, algo inocentes. Los franceses, engreídos, belicosos y malhumorados; sin embargo, tanto unos como otros eran profundamente devotos, disciplinados y obedientes de las normas del Estado y la comunidad. Los italianos, en cambio, hacían un verdadero culto del individuo. Cada quien parecía darse su propia ley y hacerse su destino; eran creyentes, sí, pero no de la forma ciega de aquel que sigue in-condicionalmente a un sacerdote como la oveja al pastor. Creían fervientemente en sus dioses, pero querían prescindir de intermediarios en su relación personal con ellos. Aunque buenos trabajadores y sumamente imaginativos, eran algo indolentes y poco metódicos. Las notas de Quetza se llenaban de adjetivos, muchas veces antagónicos, para describir a los habitantes de los reinos de la península: alegres, holgazanes, embrollados, apasionados, lascivos, vulgares, exquisitos. Su lengua, llena de musicalidad, estaba hecha con los despojos del «volgare», jerga del latín. Lo que más sorprendía a los mexicas era que el resultado de tantos atributos banales, pedestres y ramplones fuese tan sublime. Se dejaban llevar por la intuición antes que por la reflexión sistemática, ponían manos a la obra antes de sentarse a desplegar teorías. Se indignaban con sus dioses y llegaban a maldecirlos elevando los puños amenazantes hacia el cielo. Pero también les rendían los homenajes más sinceros y sentidos sin arreglo a protocolo ni a liturgia. Se atrevían a mirar a sus dioses a los ojos, de igual a igual. Se animaban, incluso, a intentar imitar sus obras. Eran, ante todo, artistas. Los mexicas entendieron por qué aquel renacer del hombre no podía originarse en otro lugar.

Tal vez la fascinación de los mexicas surgiera del hecho de que los italianos eran su exacto opuesto. El hombre común de Tenochtitlan era el último eslabón de la cadena; su sangre servia para aplacar el hambre de los dioses y la ira de los reyes, para regar las tierras de los nobles y permitir, en fin, el funcionamiento de la maquinaria de Estado. Era un sistema que se nutría, sin metáforas, de sangre. En Italia, en cambio, todo parecía estar animado por la alegre vitalidad del vino. Los mexicas aborrecían el licor; sin embargo, Quetza y su avanzada se reencontraron con el fruto de la tierra y lo celebraron como lo hacían sus anfitriones. Aquella primavera era la celebración de la vida, la ruptura con las convenciones y los dogmas, la reafirmación de la existencia del hombre por delante de los dioses. Los mexicas vivían y morían para servir a sus dioses; los italianos vivían para que sus dioses los sirvieran.

Toda la poética mexica podía resumirse en una frase, por momentos formulada como pregunta y, por otros, como amarga afirmación: «Sólo se vive en la Tierra». Aquel lamento por la brevedad de la existencia, el desconsuelo por la fugacidad del paso por el mundo, la incredulidad en un más allá que los condenaba a la intrascendencia, era un puñal doloroso en el corazón de los mexicas. Así lo expresaba su poesía:

¿Es verdad, es verdad que se vive en la Tierra?

¡No para siempre aquí: un momento en la Tierra!

Si es jade, se hace astillas, si es oro, se destruye;

si es un plumaje de quetzal, se rasga.

¡No para siempre aquí: un momento en la Tierra!
(2)

El Renacimiento ofrecía a los mexicas, si no una respuesta a la pregunta por la trascendencia, al menos un modo de sobrellevar la angustia de la insignificancia de la vida en este mundo y del misterio de la muerte.

¿A dónde iremos que muerte no haya?

Por eso llora mi corazón.

¡Tened esfuerzo: nadie va a vivir aquí!

Aun los príncipes son llevados a la muerte:

así desolado está mi corazón.

¡Tened esfuerzo: nadie va a vivir aquí!
(3)

La pequeña avanzada mexica encontraba en aquel alegre espíritu de los italianos el llamado al goce, a disfrutar, al menos el breve tiempo que durase la existencia en la Tierra. Así lo reclamaban, tímidamente, los versos anónimos nacidos en los
calpullis
pobres de los
macehuates
:

¡Oh flores que portamos, oh cantos que llevamos,

nos vamos al Reino del Misterio!

¡Al menos por un día estemos juntos, amigos míos!

¡Debemos dejar nuestras flores,

tenemos que dejar nuestros cantos:

y con todo la Tierra seguirá permanente!

¡Amigos míos, gocemos: gocémonos, amigos!
(4)

Si la existencia era una efímera llama entre dos eternidades hechas de nada, de pura nada: una antes de nacer y la otra luego de la muerte, entonces sobraban motivos para celebrar la vida y mantener el fuego encendido. Eso era el Renacimiento: la renuncia a la nada y la entrega apasionada a la vida, por breve que ésta fuera. Los mexicas compartían este punto de vista con los italianos, sólo que invertían la duración del festejo y el duelo: los unos penaban la mayor parte del año y celebraban en contadas ocasiones; para los otros, festejar era la regla y la pena, la excepción.

Encandilados por los frescos que adornaban los templos de Florencia, se llevaron grabada en la memoria aquellos murales cuyas figuras parecían querer despegarse de las paredes y cobrar vida.

Quetza definió a Venecia como la ciudad de las chinampas doradas; aquellos canales, tan semejantes a los de su patria, los palacios y los puentes, las barcazas y los mercados flotantes, hacían de Venecia la ciudad melliza de Tenochtitlan, como si ambas hubiesen sido concebidas por un mismo Dios.

La avanzada mexica dejó atrás la península itálica con el corazón renacido y la convicción de que, cuando llegara la hora de la conquista, Venecia sería la capital del nuevo Imperio Mexica de Oriente.

22. EL LIBRO DE LAS MARAVILLAS

Era una decisión tomada: pese a la urgencia del regreso, Quetza determinó que no habrían de volver por la misma ruta que habían seguido para llegar al Nuevo Mundo, sino navegando siempre hacia el Levante. De acuerdo con sus cálculos y según los mapas que había trazado junto a Keiko, el camino de las Indias era mucho más extenso y plagado de obstáculos; sin embargo, era tan imperativo conocer los pueblos del Oriente como anticiparse al seguro arribo de los europeos a Tenochtitlan. Y, sobre todas las cosas, alcanzar las tierras de Aztlan.

Los comerciantes de Venecia guardaban una larga aunque muchas veces interrumpida relación con Oriente. A su paso por la ciudad de los canales, Quetza obtuvo algunas de las cartas que había establecido un célebre mercader, acaso uno de los primeros en recorrer los caminos entre las tierras de los tártaros y el extremo de Catay.

Muy pocos apuntes quedaron del viaje de la avanzada mexica por Oriente. Sin embargo, pueden deducirse los puntos que fueron uniendo a su paso y las maravillas que descubrieron en cada reino. La piel amarilla de los mexicas y el origen y apariencia de Keiko por momentos facilitaron la travesía y, por otros, fue un obstáculo casi insalvable. A diferencia de Marco Polo, quien se vio forzado a viajar hacia el Oriente por tierra, ya que las rutas marítimas estaban cerradas para los venecianos, la escuadra mexica necesitaba de sus barcos, por cuanto no existía forma de regresar a Tenochtitlan si no era por mar.

Así, partieron de Venecia y navegaron por el mar Adriático hasta llegar a la isla de Negroponte, también llamada Eubea. Allí Quetza conoció el origen de los dioses que crearon no ya a los hombres, sino a los propios dioses que se expandieron en Europa, convertidos en diferentes entidades. Y, en efecto, aquellas tierras fabulosas en medio de un mar turquesa nunca visto, parecía la morada de las deidades. Los libros de los poetas decían que en esa isla Zeus, el Dios de los Dioses, se había casado con su tercera esposa, Hera, y que allí, de la divina unión, habían nacido Hefesto, Ares, Ilitía y Hebe. Así, la escuadra mexica descubrió que las epopeyas de los dioses que habían creado el Valle de Anáhuac no eran diferentes de aquellos dioses a los que cantaban los griegos. Luego de unir las islas que, como gemas preciosas, formaban un collar en el mar Egeo, llegaron a Turcomania a través del mar de Mármara y, por fin, quedaron a las puertas mismas del Oriente: el Bósforo, la estrecha antesala que conducía a la magnífica Constantinopla.

Supo Quetza que aquella ciudad, también llamada Bizancio, en la que los minaretes y las angostas agujas de los palacios competían por alcanzar el cielo, había sido la capital de aquel mundo que acababan de descubrir. O, más bien, había sido el centro de los imperios más grandes del Nuevo Mundo: el Imperio Romano, el Bizantino y, por aquellos días, el Turco. Constantinopla era la puerta entre Oriente y Occidente y, por entonces, los mahometanos se ocupaban de que permaneciera bien cerrada para los pueblos infieles. El templo mayor, Ayasofia o Santa Sofía, según quien estuviese en el poder, era no sólo el emblema de la ciudad, sino que sus ladrillos eran el testimonio mudo de su historia: el Cristo Rey y Mahoma se la habían disputado desde su construcción; fue iglesia, luego mezquita y, se dijo Quetza, terminaría siendo el templo de Quetzalcóatl. La avanzada mexica supo que Constantinopla, o Necoc, tal como la bautizaron, término este que significaba «Ambos lados», era, acaso, el punto más importante; de hecho, quien tenía la llave de aquella puerta privilegiada tenía el dominio del mundo.

La escuadra mexica se internó en el Ponto Euxino, conocido en las cartas venecianas como Mar Mayor, a cuyo Norte se extendía la temible Provincia de la Oscuridad. Pasaron por el puerto de Samsun y tocaron tierra en Trebisonda. En Turcomania, Quetza recibió como obsequio de uno de los grandes caciques mahometanos un caballo y una yegua que superaban en hermosura y pureza a los que traían de España; de hecho, allí se criaban los mejores caballos de la Tierra.

A su paso por la Gran Armenia, le regalaron las más bellas telas que jamás hubiese visto y conoció las fabulosas minas de plata que, otrora, proveían del metal a los europeos. Pudo ver con sus ojos la gigantesca montaña que mencionaban los libros sagrados como el lugar donde descansaban los restos de la gran barca que, según los nativos, salvó la vida de la faz de la Tierra cuando un diluvio asoló al Nuevo Mundo.

Resulta un verdadero enigma el modo en que la flota capitaneada por Quetza pudo llegar con sus barcos desde el Ponto Euxino hasta el río Eufrates; pero lo cierto es que las notas dejaban constancia de que estuvo tanto en uno como en otro, siendo que no había curso de agua conocido que uniera el gran mar interior con el río mesopotámico. Navegaron las aguas que los libros sagrados de los nativos señalaban como uno de los ríos del Paraíso y, en su curso, visitaron Mosul, donde fueron obsequiados con finas sedas, especias y perlas. Estuvieron en Muss, en Meredin y llegaron a la gran Baudac.

La ciudad de Baudac, llamada en los libros Susa, estaba habitada por un sinnúmero de pueblos: judíos, paganos y sarracenos convivían en paz. Allí le fue obsequiada una pareja de camellos. Quetza y su comitiva quedaron maravillados con esas bestias: no sólo eran capaces de llevar en su lomo a un jinete con sus pertrechos igual que los caballos, sino que podían atravesar desiertos enteros con el agua que cargaban en sus gibas. Con esos animales fuertes, ágiles y nobles podrían franquear las barreras desérticas que existían más allá de Tenochtitlan y serían un gran instrumento a la hora de conquistar el Nuevo Mundo.

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