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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (24 page)

Y ése era el caso de aquellas tierras cuya entrada era el puerto de Marsella. Quetza supo que aquel conjunto de reinos, que se iniciaba en el Mediterráneo en
Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli
, se estaba desangrando luego de una larga guerra que había durado más de un siglo contra una poderosa Corona ubicada en una isla al Norte del continente: Inglaterra. Esa vieja disputa, sumada al temor que significaba la amenaza de las tropas de Catay, fue la cuña por donde entró en la Galia el ejército mexica. Si aquella guerra, cuyos rescoldos todavía crepitaban, volvía a encenderse, más valía que el reino de Aztlan estuviese a favor de Francia y no de Inglaterra, pensó el cacique de Marsella. Un ejército de millones de tropas mitad hombre, mitad animal lanzándose sobre las ciudades por asalto con la misma facilidad con que habían tomado el palacio, resultaba una idea escalofriante. De modo que ambos jefes dieron por superado aquel malentendido que llevó a la cárcel a los visitantes; dejaron atrás el percance que provocó unas pocas bajas en el palacio y, reconociendo al capitán extranjero como un dignatario, el cacique de Marsella lo invitó a conocer las ciudades más importantes de la Corona.

Así, Quetza y su avanzada iniciaron un viaje al interior de la Galia.

Lo primero que vio el capitán mexica antes aun de tocar tierra, fue un templo del Cristo Rey en lo alto de lo que creyó una pirámide. Más tarde, en su silenciosa incursión por la ciudad, había visto gran número de capillas, iglesias y monasterios e, incluso, dentro del palacio del cacique había gran profusión de imágenes del Cristo Rey y la María, Diosa de la Fertilidad, de manera que, supuso, esos nativos debían estar combatiendo contra las huestes de Mahoma. Pero supo Quetza que los moros habían sido derrotados hacía varios siglos. La expulsión de las huestes de Mahoma de Francia fue la razón por la cual se instalaron en la península ibérica. Los motivos de la guerra contra los anglos eran muy diferentes y tenían un origen territorial antes que religioso: dirimir el control y la propiedad de las vastas posesiones de los
tlatoani
ingleses en territorio galo desde tiempos remotos.

La rivalidad entre francos y anglos era tan antigua como salvaje. En su estancia en la Galia, Quetza supo que, en el pasado, un gran cacique del Norte de Francia, Guillermo de Normandía, llamado el Conquistador por unos y el Bastardo por otros, se había adueñado de Inglaterra. Los normandos pretendían que el rey de Francia reconociera a sus propios monarcas y les diera un trato acorde con su investidura. Desde luego, Francia no estaba dispuesta a semejante concesión. Los caciques Normandos, vasallos del
tlatoani
, consideraban que no tenían por qué cambiar su condición de súbditos de la Corona de París por el hecho de haber ascendido desde su cacicazgo hasta la cumbre del trono de la isla de los anglos.

Tiempo después, los caciques normandos fueron sucedidos por otra dinastía, los Anjou, señores poderosos y dueños de grandes territorios en el Oeste y Sudoeste de Francia. El
tlatoani
Anjou, Enrique II, era, paradójicamente, más rico que su señor, el rey de Francia, ya que regía sobre un imperio mucho más opulento. El sucesor de Enrique, su hijo menor Juan, era sumamente endeble e incapaz de mantener las heredades de su padre. Así, el
tlatoani
de Francia, Felipe II, tomó su reino por asalto: Francia invadió Normandía y en sus manos quedaron todas las posesiones inglesas en el continente, con la excepción de los territorios situados al Sur del río Loira.

El ascenso de Enrique III al trono de Inglaterra significó una verdadera catástrofe, cuyo corolario fue el Tratado de París. El nuevo
tlatoani
renunciaba a todos los dominios de sus ascendientes normandos, concluyendo en la pérdida de Normandía y Anjou.

El sucesor de Enrique, Eduardo, se rebeló a estas circunstancias patéticas, construyendo un ejército poderoso, a la vez que reforzaba la economía, factores ambos que consideraba imperiosos para volver a hacer pie en las tierras continentales. Con estas nuevas armas inició las hostilidades contra Francia. Pero la guerra contra los galos se vio interrumpida por un nuevo hecho: otro reino hostil a Inglaterra, el de Escocia, iba a lanzarse sobre los anglos, matando al sucesor de Eduardo, Eduardo II.

Las guerras sucesivas entre Inglaterra y Francia se prolongaron durante más de un siglo. Pero Quetza indagaba no sólo en los hechos históricos y políticos, sino también en las tácticas y estrategias de guerra de sus futuros enemigos. Los salvajes europeos eran guerreros terriblemente crueles; el rey Eduardo había aprendido de las sanguinarias técnicas de su adversario: lanzaba sus tropas sobre la campiña desguarnecida y tomaba los poblados rurales. Entonces asesinaba a todos los varones, fueran niños, jóvenes o ancianos. Luego quemaba y saqueaba las casas de los campesinos. Así, los vasallos cuya protección dependía de Felipe de Francia, se sentían abandonados por su
tlatoani
: no sólo dejaba el monarca que los despiadados extranjeros se apropiaran de sus tierras, sino que la autoridad del rey se veía socavada ante sus súbditos. La verde campiña por la que avanzaba el ejército mexica había sido tierra arrasada a manos de propios y extraños. Quetza descubrió que la táctica defensiva de los franceses era, acaso, más cruel que la de los anglos: para evitar que el enemigo se hiciera fuerte en la campiña, el propio ejército galo, antes de la llegada del enemigo, incendiaba campos, bosques y cosechas para que el extranjero no encontrase provisiones y así las tropas murieran de hambre y enfermedad. Las huestes mexicas debían estar preparadas para estas tácticas militares. Quetza se decía que los soldados de Tenochtitlan contaban con una enorme ventaja: el hecho de no tener hasta entonces carros ni caballos, paradójicamente, hacía que fuesen mucho más resistentes a las inclemencias del terreno; si habían podido atravesar cordilleras a pie, surcar desiertos sin la ayuda de la rueda, avanzar por el curso de los riachuelos sin el auxilio del caballo, una vez que aprendieran a montar, nada los detendría. Los ejércitos europeos sin su caballería no eran nada.

Quetza tomaba escrupulosa nota de todo lo que veía y escuchaba sobre las guerras entre aquellos pueblos salvajes, ya que sobre ellas habría de construir su estrategia de conquista. De inmediato advirtió que sus potenciales aliados debían ser, por una parte, aquellos pueblos sometidos por los
tlatoanis
de una y otra Corona, y, por otro, los caciques que siempre se mostraban dispuestos a traicionar a sus reyes.

La avanzada mexica, entusiasmada por la primera y exitosa operación militar sobre el palacio del cacique de
Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli
, estaba confiada en que las tropas de Tenochtitlan resultarían victoriosas en el futuro; de hecho, aquel puñado de hombres hubiese podido apoderarse de Marsella con absoluta facilidad, si su propósito hubiera sido ése.

Con el ánimo de los héroes, llegaron a su segundo punto en Francia, la mismísima sede del Cristo Rey, ciudad en la que habitaba el sacerdote mayor de la cristiandad. Estaban a las puertas de Aviñón.

20. LA CASA DEL DIOS AUSENTE

La avanzada mexica, acompañada de una cohorte diplomática, bordeó el Ródano y, sobre la margen izquierda del río, cortadas contra el fondo de un cerro, aparecieron de pronto las cúpulas más altas de la ciudad. Aviñón era propiedad del sumo sacerdote, o, como llamaban al máximo
teopixqui
los nativos, el «Papa». Por increíble que pudiese resultarle al capitán mexica, uno de los
teopixqui
, Clemente VI, había comprado la ciudad a una emperatriz de un reino vecino llamado Sicilia. Quetza supo que allí habían residido siete papas y otros dos, algo distraídos, permanecieron en la ciudad luego de que el papado volviera a su lugar de origen: Roma. Igual que las demás ciudades que había visitado desde su desembarco en Huelva, también Aviñón estaba amurallada. Por sobre las murallas sobresalía una construcción cuyas dimensiones la destacaba del resto: las altas paredes de piedra, las torres fortificadas, las cúpulas que se alzaban hacia el cielo, los minaretes y las angostas ventanas, la convertían en un bastión inexpugnable. El pequeño ejército mexica supo que era aquel el Palacio de los Papas. Sin embargo, tantas defensas parecían ahora inútiles, ya que desde que el máximo
teopixqui
había vuelto a Roma, aquella ciudadela no era más que una barraca repleta de frutas y vegetales desde donde se abastecía el mercado de la ciudad.

A juicio de Quetza, los franceses eran algo presumidos; el curioso modo de pronunciar desde el fondo de la garganta y cierta afectación en los gestos les confería a los galos un aire de superioridad contrastante con la alegre simpleza de los españoles. De hecho, la reina Isabel de España le resultó menos engreída que cualquier oscuro funcionario francés. Y, a juzgar por el modo en que los habían recibido en Marsella, a los mexicas no les faltaban razones para encontrar a sus anfitriones, al menos, poco hospitalarios. Todo el tiempo parecían querer diferenciarse de los ingleses, como si encontraran su propia esencia en oposición a los anglos. Este desvelo por sus antiguos adversarios, la exagerada animosidad que le dedicaban al enemigo, era propia de los pueblos que, en lo más recóndito de su alma, se sienten inferiores. Quetza se dijo que Francia jamás llegaría a ser un imperio o, peor aún, que siempre sería un imperio frustrado.

En su viaje hacia el Norte de la Galia, remontando el Ródano, las huestes de Tenochtitlan pasaron por Valence, Grenoble, Saint-Étienne y Lyon.

Quetza pudo ver que Lyon estaba dominada por dos colinas separadas por una hondonada. Era una ciudad de un trazado acogedor: podía llegarse de una calle a otra atravesando los patios de las casas. Y, a diferencia de Marsella, se diría que los moradores eran tan hospitalarios como sus calles y jardines. La hipotética delegación oriental fue recibida por el cacique de Lyon con sumo interés. Era una ciudad verdaderamente próspera, el centro comercial donde confluían mercaderías de toda Europa. A pesar de que las dimensiones del mercado no podían compararse con las del de Tenochtitlan, era quizás el más grande que había visto Quetza desde su llegada al Nuevo Mundo. De manera que significaba un acontecimiento ciertamente auspicioso para la ciudad establecer lazos comerciales con Catay. De hecho, la seda lionesa era una de las más codiciadas del mundo y podía serlo más aún si se manufacturaba en Francia el finísimo hilo traído de Oriente.

Y así, sellando tratados comerciales ilusorios, haciendo ver espejismos a los ambiciosos caciques de Francia, desplegando los oropeles de aquellas quiméricas rutas de la seda, el oro y las especias, Quetza llegó por fin a París.

A la reducida avanzada mexica, París le resultó una suerte de pequeña Tenochtitlan. Igual que en la capital de su patria, el templo principal estaba erigido en una isla, pero, en lugar de estar enclavada en un lago, quedaba abrazada por un río caudaloso. Semejante a Huey Teocalli, con sus tabernáculos gemelos en la cima, el templo mayor de París estaba rematado en dos altas torres idénticas. Tal fue la curiosidad que despertó la supuesta delegación de Catay, que el sacerdote los recibió a las puertas del templo y los invitó a conocerlo. Por primera vez Quetza tuvo la oportunidad de conversar con un sacerdote del Nuevo Mundo. El joven capitán mexica no podía evitar un molesto temor cada vez que estaba frente a un religioso, tal vez porque la historia de su vida era la de huir de su verdugo, el sacerdote Tapazolli. Lo cierto era que todos los sacerdotes, fueran de aquí o de allá, despertaban en él aquel antiguo terror infantil que sintió cuando a punto estuvo de perder la vida en la piedra de los sacrificios. A diferencia de los religiosos de su patria, que usaban el pelo largo y enmarañado, los de las nuevas tierras llevaban por lo general la cabeza rapada o, en algunos casos, afeitada sólo en la coronilla. Por otra parte, los ropajes de los sacerdotes mexicas eran sencillas túnicas que apenas cubrían sus partes pudendas, mientras los representantes del Cristo Rey llevaban vestidos bordados en hilo de oro, capas color púrpura, finísimas sedas y collares de piedras preciosas que formaban la consabida cruz que tanto había visto. Sin embargo, tenían la misma expresión solemne e idéntica manera de conducirse con los feligreses. Quetza no podía evitar un enorme desagrado en el modo afectadamente paternal con que se dirigía a él, como si todo el tiempo estuviese disculpándolo del hecho desgraciado de no haber nacido francés, de no tener la piel blanca y de hablar un idioma tan alejado del latín. Lo conducía por el centro del templo mostrando su grandeza y parecía compadecerse de que, en su patria, nunca alcanzarían aquel grado de majestuosidad para honrar a sus precarios ídolos. Quetza admiraba la belleza de la edificación, aunque, en términos de magnificencia, el templo bicéfalo de Huey Teocalli, construido en lo alto de la pirámide, no podía compararse con ninguna de las iglesias que el jefe mexica había visto en el Nuevo Mundo. Mientras el sacerdote hablaba con semejante presunción, Quetza se limitaba a asentir en silencio. Al joven capitán mexica lo invadió de pronto un grato sentimiento de sosiego al ver la luz, llena de colores, entrando a través de los cristales del gran rosetón que presidía el recinto. Aquella penumbra quebrada tenuemente por los haces violáceos y azulinos producía un efecto seráfico. Entre la multitud de cosas novedosas que había descubierto Quetza en su viaje, el vidrio fue uno de los elementos que más lo deslumbraron. Imaginaba los palacios de Tenochtitlan decorados con cristales de colores, las ventanas con vidrios que dejaran pasar la luz pero no el fuerte viento de la montaña, y se decía que su patria sería otra cuando llegara con sus barcos repletos de novedades. Fascinado con el rosetón circular, no podía dejar de ver en su circunferencia y en la disposición de los cristales, el calendario que él mismo había concebido.

El sacerdote lo condujo hasta las escaleras que se iniciaban al pie de la torre Sur y, luego de un largo ascenso por la ensortijada escalinata de piedra, llegaron por fin a la cima. Desde allí podían dominar toda la ciudad de París. Acodados en la balaustrada conversaron como lo harían dos jefes que representaran dioses enemigos.

El sacerdote le explicó a su invitado que la iglesia estaba erigida en honor de Santa María, Madre de Dios. Quetza, que ya había visto numerosas imágenes de aquella Diosa de la Fertilidad, no tardó en identificar a María con la Diosa Coaflique. El jefe mexica le dijo al sacerdote que, tanto María, madre del Cristo Rey, como Coatlique, madre de Quetzalcóatl, habían concebido sin perder la virginidad. María, la diosa virgen, había sido fecundada de manera milagrosa, igual que Coatlique y como ella había dado a luz al Dios hijo de Dios. El sacerdote sacudió la cabeza y, sonriendo con una mezcla de indulgencia y sofocada indignación, le contestó que no podía hacerse semejante comparación: había un solo Dios, pero ese único Dios Padre obró el milagro en la Virgen para encarnarse en hombre. Entonces se deshizo en explicaciones para hacerle comprender a Quetza que el Padre era el Hijo, que el Hijo era hombre, pero el Hijo de Hombre era el mismo Dios Padre. Quetza, que ya había escuchado acerca del misterio de la Trinidad, no entendía por qué los sacerdotes nativos ponían tanto énfasis en explicar, como si se tratara de un complejo cálculo matemático, la unicidad del Hijo, el Padre y el Espíritu Santo. A los mexicas, la Trinidad les resultaba un concepto tan sencillo como familiar; de hecho, su complejo panteón estaba construido con dioses coincidentes con distintos significados o, al contrario, distintos dioses podían representar la misma cosa según las circunstancias. Así, la diversidad de dioses y la pluralidad de atribuciones de un mismo dios les era por completo natural. En la concepción de un determinado dios podían confluir distintos aspectos relacionados. Quetzalcóatl, por ejemplo, podía ser Ehécatl, Dios del Viento; o bien Tlahuizcalpantecuchtli, Dios de la Vida; en ocasiones era también Ce Ácatl, Dios de la Mañana y, en otras, Xólotl, el planeta Venus. Sin embargo, nunca dejaba de ser Quetzalcóatl, la serpiente emplumada o el hombre blanco y barbado venido desde el otro lado del mar. De modo que no presentaba ninguna dificultad conceptual el simple hecho de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fuesen entidades diferentes e idénticas a la vez. Desde luego, Quetza no dijo hada de esto al sacerdote: se limitaba a asentir cada vez que él le hablaba. No solamente no podía revelarle sus deidades sin delatar su origen, sino que sabía que en Francia ardían también las hogueras de la Inquisición: por mucho menos que el hecho de poner en duda los dogmas de los libros sagrados, varios habían sido quemados vivos. Pero también sabía Quetza que los negocios estaban por delante de la fe; en España había podido comprobar que nadie se había escandalizado por su paganismo y ni siquiera los muy fervientes Reyes Católicos mostraban prurito alguno a la hora de establecer nexos comerciales con pueblos sacrílegos que ni siquiera conocían al Cristo Rey o, lisa y llanamente, lo habían repudiado. Incluso, había podido comprobar que el tan odiado enemigo musulmán dejaba de serlo cuando de negocios se trataba. Para mantener el control del comercio, las distintas coronas de Europa establecieron relaciones sumamente amistosas con los heréticos gobernantes mamelucos de Egipto y con los grandes señoríos turcos de las costas del Asia Menor. Más aún, cuando los cruzados del Cristo Rey se enfrentaban entre sí, no dudaban en aliarse con estados mahometanos como el reino Nazarí o el de los Mariníes. En su paso por Aviñón, Quetza supo que aun los mismos papas que allí habían residido estaban bajo la influencia de los reyes de Francia y de Nápoles, quienes tenían fluidos vínculos comerciales con los infieles. De manera que el religioso, sabiendo que por encima de su espíritu evangelizador estaban los negocios que, entre otras cosas, hicieron posible la construcción de la mismísima catedral desde cuya torre ahora admiraban la ciudad, prefirió no discutir con el visitante extranjero. Por su parte, el jefe mexica había aprendido que mientras pudiese prometer suculentos negocios y escudarse bajo la supuesta protección del enorme ejército de Catay, nada lo detendría para adentrarse en el Nuevo Mundo.

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