El contrato social (19 page)

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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

La religión, considerada en relación con la sociedad, que es o general o particular, puede también dividirse en dos clases, a saber: la religión del hombre y la del ciudadano. La primera, sin templos, sin altares, sin ritos, limitada al culto puramente interior del Dios supremo y a los deberes eternos de la Moral, es la pura y simple religión del Evangelio, el verdadero teísmo y lo que se puede llamar el derecho divino natural. La otra, inscrita en un solo país, le da sus dioses, sus patronos propios y tutelares; tiene sus dogmas, sus ritos y su culto exterior, prescrito por leyes. Fuera de la nación que la sigue, todo es para ella infiel, extraño, bárbaro; no entiende los deberes y los derechos del hombre sino hasta donde llegan sus altares. Tales fueron las religiones de los primeros pueblos, a las cuales se puede dar el nombre de derecho divino, civil o positivo.

Existe una tercera clase de religión, más rara, que dando a los hombres dos legislaciones, dos jefes, dos patrias, los somete a deberes contradictorios y les impide poder ser a la vez devotos y ciudadanos. Tal es la religión de los lamas, la de los japoneses y el cristianismo romano. Se puede llamar a esto la religión del sacerdote, y resulta de ella una clase de derecho mixto e insociable que no tiene nombre.

Considerando políticamente estas tres clases de religiones, se encuentran en ellas todos los defectos de éstas. La tercera es tan evidentemente mala, que es perder el tiempo distraerse en demostrarlo; todo lo que rompe la unidad social no tiene valor ninguno; todas las instituciones que ponen al hombre en contradicción consigo mismo, tampoco tienen valor alguno.

La segunda es buena en cuanto reúne el culto divino y el amor de las leyes, y, haciendo a la patria objeto de la adoración de los ciudadanos, les enseña que servir al Estado es servir al dios tutelar. Es una especie de teocracia, en la cual no se debe tener otro pontífice que el príncipe ni otros sacerdotes más que los magistrados. Entonces, morir por la patria es ir al martirio; violar las leyes es ser impío, y someter a un culpable a la execración pública es dedicarlo a la cólera de los dioses:
Sacer esto
. Pero es mala porque, estando fundada sobre el error y la mentira, engaña a los hombres, los hace crédulos, supersticiosos y ahoga el verdadero culto de la Divinidad en un vano ceremonial.

Pero es mala, además, porque al ser exclusiva y tiránica hace a un pueblo sanguinario e intolerante, de modo que no respira sino ambiente de asesinatos y matanzas, y cree hacer una acción santa matando a cualquiera que no admite sus dioses. Esto coloca a un pueblo semejante en un estado natural de guerra con todos los demás, muy perjudicial para su propia seguridad.

Queda, pues, la religión del Hombre, o el cristianismo, no el de hoy, sino el del Evangelio, que es completamente diferente. Por esta religión santa, sublime, verdadera, los hombres, hijos del mismo dios, se reconocen todos hermanos, y la sociedad que los une no se disuelve ni siquiera con la muerte.

Mas no teniendo esta religión ninguna relación con el cuerpo político, deja que las leyes saquen la fuerza de sí mismas, sin añadirle ninguna otra, y de aquí que uno de los grandes lazos de la sociedad particular quede sin efecto. Más aún; lejos de unir los corazones de los ciudadanos al Estado, los separa de él como de todas las cosas de la tierra. No conozco nada más contrario al espíritu social.

Se nos dice que un pueblo de verdaderos cristianos formaría la más perfecta sociedad que se puede imaginar. No veo en esta suposición más que una dificultad: que una sociedad de verdaderos cristianos no sería una sociedad de hombres.

Digo más: que esta supuesta sociedad no sería, con toda esta perfección, ni la más fuerte ni la más durable; a fuerza de ser perfecta, carecería de unión, y su vicio destructor radicaría en su perfección misma.

Cada cual cumpliría su deber el pueblo estaría sometido a las leyes; los jefes serían justos y moderados; los magistrados, íntegros, incorruptibles; los soldados despreciarían la muerte; no habría ni vanidad ni lujo. Todo esto está muy bien; pero miremos más lejos.

El cristianismo es una religión completamente espiritual, que se ocupa únicamente de las cosas del cielo; la patria del cristianismo no es de este mundo. Cumple con su deber, es cierto; pero lo cumple con una profunda indiferencia sobre el buen o mal éxito. Con tal que no haya nada que reprocharle, nada le importa que vaya bien o mal aquí abajo. Si el Estado es floreciente, apenas si se atreve a gozar de la felicidad pública; teme enorgullecerse de la gloria de su país; si el Estado decae, bendice la mano de Dios, que se deja sentir sobre su pueblo.

Para que la sociedad fuese pacífica y la armonía se mantuviese, sería preciso que todos los ciudadanos, sin excepción, fuesen igualmente buenos cristianos; pero si, desgraciadamente, surge un solo ambicioso, un solo hipócrita, un Catilina o, por ejemplo, un Cromwell, seguramente daría al traste con sus piadosos compatriotas. La caridad cristiana no permite fácilmente pensar mal en el prójimo. Así pues, desde el momento en que encuentre, mediante alguna astucia, el arte de imponerse y apoderarse de una parte de la autoridad pública, nos hallaremos ante un hombre constituido en dignidad. Dios quiere que se le respete: en seguida se convierte, por tanto, en un poder; Dios quiere que se le obedezca. Si el depositario de este poder abusa de él, es la vara con que Dios castiga a sus hijos. Si se convenciesen de que había que echar al usurpador, sería preciso turbar el reposo público, usar de violencia, verter la sangre; pero todo ello concuerda mal con la dulzura del cristianismo, y, después de todo, ¿qué importa que sea libre o esclavo en este valle de miserias? Lo esencial es ir al paraíso, y la resignación no es sino un medio más para conseguirlo.

Si sobreviene alguna guerra extranjera, los ciudadanos marchan sin trabajo al combate; ninguno de ellos piensa huir; cumplen con su deber, pero sin pasión por la victoria; saben morir mejor que vencer. Que sean vencedores o vencidos, ¿qué importa? ¿No sabe la Providencia mejor que ellos lo que les conviene? Imagínese qué partido puede sacar de su estoicismo un enemigo soberbio, impetuoso, apasionado. Poned frente a ellos estos pueblos generosos, a quienes devora el ardiente amor de la gloria y de la patria; suponed vuestra república cristiana frente a Esparta o a Roma: los piadosos cristianos serán derrotados, aplastados, destruidos, antes de haber tenido tiempo de reconocerse, o no deberán su salvación sino al desprecio que su enemigo conciba por ellos. Era un buen juramento, a mi juicio, el de los soldados de Fabio: no juraron morir o vencer; juraron volver vencedores, y mantuvieron su juramento. Nunca hubiesen hecho los cristianos nada semejante; hubiesen creído tentar a Dios.

Pero me equivoco al hablar de una república cristiana; cada una de estas palabras excluye a la otra. El cristianismo no predica sino sumisión y dependencia. Su espíritu es harto favorable a la tiranía para que ella no se aproveche de ello siempre. Los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos; lo saben, y no se conmueven demasiado: esta corta vida ofrece poco valor a sus ojos.

Se nos dice que las tropas cristianas son excelentes; yo lo niego: que se me muestre alguna. Por lo que a mí toca, no conozco tropas cristianas. Se me citarán las Cruzadas. Sin discutir el valor de las Cruzadas, haré notar que, lejos de ser cristianos, eran soldados del sacerdote, eran ciudadanos de la Iglesia, se batían por su país espiritual, que él había convertido en temporal no se sabe cómo. Interpretándolo como es debido, esto cae dentro del paganismo; puesto que el Evangelio no establece en parte alguna una religión nacional, toda guerra sagrada se hace imposible entre los cristianos.

Bajo los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes; todos los autores cristianos lo afirman, y yo lo creo; se trataba de una emulación de honor contra las tropas paganas. Desde que los emperadores fueron cristianos, esta emulación desapareció, y cuando la cruz hubo desterrado al águila, todo el valor romano dejó de existir.

Pues poniendo a un lado las consideraciones políticas, volvamos al derecho y fijemos los principios sobre este punto importante. El derecho que el pacto social da al soberano sobre los súbditos no traspasa, como he dicho, los límites de la utilidad pública
[57]
. Los súbditos no tienen, pues, que dar cuenta al soberano de sus opiniones sino en tanto que estas opiniones importan a la comunidad. Ahora bien; importa al Estado que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes; pero los dogmas de esta religión no le interesan ni al Estado ni a sus miembros sino en tanto que estos dogmas se refieren a la moral y a los deberes que aquel que la profesa está obligado a cumplir respecto de los demás. Cada cual puede tener, por lo demás, las opiniones que le plazca, sin que necesite enterarse de ello el soberano; porque como no tiene ninguna competencia en el otro mundo, cualquiera que sea la suerte de los súbditos en una vida postrera, no es asunto que a él competa, con tal que sean buenos ciudadanos en ésta.

Hay, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel
[58]
, No puede obligar a nadie a creerles, pero puede desterrar del Estado a cualquiera que no los crea; puede desterrarlos, no por impíos, sino por insociables, por incapaces de amar sinceramente a las leyes, la justicia, e inmolar la vida, en caso de necesidad, ante el deber. Si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, se conduce como si no los creyese, sea condenado a muerte; ha cometido el mayor de los crímenes: ha mentido ante las leyes.

Los dogmas de la religión civil deben ser sencillos, en pequeño número, enunciados con precisión, sin explicación ni comentarios. La existencia de la Divinidad poderosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente; la vida, por venir, la felicidad de los justos, el castigo de los malos, la santidad del contrato social y de las leyes; he aquí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los reduzco a uno solo: la intolerancia; ésta entra en los cultos que hemos excluido.

Los que distinguen la intolerancia civil de la teológica, se equivocan en mi opinión. Estas dos intolerancias son inseparables. Es imposible vivir en paz con gentes a quienes se cree condenadas; amarlas, sería odiar a Dios, que las castiga; es absolutamente preciso rechazarlas o atormentarlas. Dondequiera que la intolerancia teológica está admitida, es imposible que no tenga algún efecto civil
[59]
, y tan pronto como lo tiene, el soberano deja de serlo, hasta en lo temporal; desde entonces los sacerdotes son los verdaderos amos; los reyes, sus subordinados.

Hoy, que ya no hay ni puede haber una religión nacional exclusiva, se deben tolerar todas las que sean tolerantes con las demás, con tal que sus dogmas no contengan principios contrarios a los deberes del ciudadano. Pero el que se atreva a decir, «
fuera de la Iglesia no hay salvación
», debe ser desterrado del Estado, a no ser que el Estado sea la Iglesia y el príncipe el pontífice. Semejante dogma sólo es bueno en un gobierno teocrático; en cualquier otro, es pernicioso. El motivo por el cual, según dicen, Enrique IV abrazó la religión romana, debería hacerla abandonar a todo hombre de bien, y sobre todo a un príncipe que sepa razonar
[60]
.

Capítulo IX
Conclusión

Después de haber establecido los verdaderos principios del derecho político y de haber procurado fundar el Estado sobre su base, faltaría apoyarlo por medio de sus relaciones exteriores; lo que comprendería el derecho de gentes, el comercio, el derecho de hacer la guerra y las conquistas, el derecho público, las alianzas, las negociaciones, los tratados, etc. Pero todo esto forma un nuevo tema, demasiado vasto para mi corta capacidad, y reconozco que hubiera debido fijar mi vista más cerca de mí.

JEAN-JACQUES ROUSSEAU, nació en junio de 1712, en Ginebra, como hijo de un modesto relojero que formaba parte de un grupo de artesanos del barrio de Saint-Gervais. Su madre, Suzanne Bernard, murió pocos días después del parto.

A los doce años abandona la escuela. Es un niño tímido y orgulloso. Se coloca de aprendiz en el taller del grabador Ducommun quien lo hace objeto de un trato tan brutal que consigue convertirlo en un auténtico granuja. Un domingo, cuando regresaba demasiado tarde de un paseo, el joven Rousseau halla cerradas las puertas de la ciudad y, temeroso de la paliza que le esperaba de su amo, decide huir y alejarse de Ginebra. A dos leguas de la población, en Saboya, un abate compasivo se hace cargo del muchacho y Rousseau, por consejo del abad y quizás atraído simplemente por la posibilidad de comer todos los días, opta por convertirse al catolicismo.

El abate le conduce a Annecy, a la casa de la señora de Warens, una mujer viuda, católica conversa. "
Me había imaginado una vieja y ceñuda mojigata…
" escribirá más tarde Juan Jacobo. Pero el Domingo de Ramos de 1728 se encontró con un "
semblante agraciado, bellos ojos llenos de dulzura, una tez brillante y un busto encantador
". El efecto del busto de la buena señora resultó quizás decisivo y el hecho es que, poco después, Madame Warens envió a su protegido al hospicio de los catecúmenos de Turín para recibir el bautismo "
No podía apartar de mi mente que el sagrado acto que iba a realizar era en realidad el acto de un bandido
". La verdad es que la nueva fe le sirvió de bien poco. Desempeñó diferentes trabajos de apenas unos días y durante algún tiempo vivió pobremente en distintas ciudades alojándose esporádicamente en la casa de la señora de Warens.

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