El corazón del océano (22 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

—¡Soltadla o le diré al «padre» que queréis gozarla de balde! —chilló Aixa fuera de sí.

Los sicarios cruzaron una mirada. El «padre» era muy riguroso con los cobros y no merecía la pena meterse en un lío por aquella esmirriada, que ni siquiera tenía pechos.

—¡Calla ya, puta! ¡Y largaos todos de una vez antes de que me arrepienta! —gritó el del labio partido.

Alonso cogió a Fátima y a Aixa de la mano y las arrastró escaleras abajo, mientras los matones estallaban en carcajadas.

Cuando llegaron a la calle, Fátima se soltó de la mano de Alonso.

—¿Cómo alimentaré a mis hermanos cuando te hayas ido a las Indias?

—¿Trabajar en la mancebía te parece lo más apropiado?

—No tengo fuerzas para otro oficio. Ayer fui a la almona
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de jabón blanco de Triana y no me admitieron.

Alonso se percató de su cuerpo frágil y delgado, de niña.

Aixa intervino:

—¡Mejor! Las lavanderas y las tintoreras ganan menos de un real al día. En cambio, las pupilas de mancebía pueden sacar hasta tres ducados.

—¿Tanto…?

—Pues claro. Una iza, fresca y joven como tú, Fátima, bien puede ganar eso en una noche. Las rabizas ganan menos…

—¿Qué son las rabizas?

—Las izas ajadas.

—Con tres ducados, podré comprar comida ¡y hasta ahorrar!

—Esta misma noche conseguiré que te desvirguen —la animó Aixa— y mañana por la mañana el juez te dará el certificado.

—¡No la escuches, Fátima! ¿Es que no te das cuenta de adonde te lleva? ¿En lo que te convertirás?

Fátima estalló en sollozos.

—Mis hermanos tienen que comer, ¿es que no lo entiendes?

—Tengo unos cuantos escudos ahorrados.

—¿Y cuando se acaben…?

Alonso titubeó.

—Ven conmigo al Nuevo Mundo.

—No me darán permiso; soy morisca…

—Me casaré contigo. —Agachó la cabeza para no mirarla y que se diera cuenta de que no la quería como a una mujer sino como a una hermana—. Después tú y tus hermanos os bautizaréis y…

—¡Antes prefiero hacerme puta que volverme infiel!

—¡Ya eres una infiel!

—¡Tú eres el infiel! Alá es el único Dios verdadero.

Durante un instante se abrió un abismo entre los dos. Al fin, comprendió que Fátima tenía tanta fe en su Dios como él o el padre Xoán en el suyo.

—Me quedaré en Sevilla para cuidar de ti y de tus hermanos —musitó.

Fátima lo miró con gratitud.

—Debes ponerte a salvo y ayudar a tu madre.

Era cierto, pero no se resignaba a que aquella dulce muchacha, a la que quería como a una hermana, terminase en la mancebía.

—¿No es un pecado para tu Dios trabajar… en este lugar?

—Sí, como para el tuyo…

—¿Entonces…?

—Alá es misericordioso y me perdonará. Cuando mis hermanos puedan valerse, dedicaré el resto de mi vida a expiar esta culpa.

—Fátima, ha de haber otro modo de…

—Tarde o temprano tendré que hacerlo. Es preferible que comience hoy.

Dio media vuelta y entró en la mancebía seguida de Aixa.

Alonso notó que sus ojos palpitaban.

—¡Salvadla de esa infamia, Señor misericordioso! ¡Os lo ruego!

Esperó un rato en la puerta de la mancebía, con la esperanza de que sucediese un milagro. Pero Fátima no salió.

De pronto, le invadió una rabia infinita.

—¡Alá, Dios, Yahvé, sea cual sea Tu nombre! ¿Por qué permites que caigan tantas desgracias sobre nosotros? ¿Qué culpa tiene Fátima de su miseria? ¿Y sus hermanos? ¿Y mi madre? Y hasta la misma Aixa… ¿Por qué no proteges a los débiles? ¿Acaso somos tan insignificantes para ti como los pájaros o las hormigas, cuyo destino dejas en manos del azar?

Nadie le contestó. Se secó las lágrimas.

—¡No volveré a llorar! ¡Te prometo, madre, que esta es la última vez que lloro! —sollozó mientras se alejaba.

Dio un largo paseo por Triana para serenarse antes de regresar al corral. El portón estaba cerrado y tuvo que llamar para que le abrieran. Una vez en su cuarto se dejó caer en el lecho, amargado por los sucesos de aquella aciaga noche. Un bulto se movió a su lado.

—¿Eres tú, Said?

—No, soy Aixa.

—¿A qué has venido?

—A darte consuelo.

Alonso intentó resistirse. Pero ¡Aixa era tan hermosa y él llevaba tanto tiempo soñando con yacer con una mujer! Ella le desnudó y le fue diciendo lo que tenía que hacer.

Todo terminó muy deprisa, con menos placer del que se daba a sí mismo cuando cometía el pecado de Onán.

—¿Te ha gustado?

Se había metido en su cama para demostrarle que no era capaz de resistirse a la ignominia que le quería evitar a Fátima.

—Sí… claro.

—¿Ves?

—No se lo digas a Fátima —masculló, atormentado por la humillación.

—¿Por qué iba a hacerlo?

Se prometió a sí mismo que jamás volvería a yacer con una mujer a la que no amase. Aunque… ya había sucumbido una vez…

SEGUNDA PARTE

La travesía de la mar océana

I
LA CARGA

Puerto fluvial de Sevilla. Madrugada del 9 al 10 de abril del Año del Señor de 1550

D
esde mucho antes del amanecer, la tripulación de los tres buques que doña Mencía de Calderón conduciría a las Indias se afanaba por terminar de cargar las naves.

Alonso llevaba más de seis horas acarreando barriles y espuertas de paja desde el Arenal hasta las entrañas del
San Miguel
, el barco en el que viajaría a las Indias con doña Mencía, su protectora. Gracias a su intervención, lo habían enrolado como grumete a cambio del pasaje. El trabajo era agotador, pero Alonso, acostumbrado a trabajar de estibador, lo aguantaba bien. Le preocupaba más su seguridad. En Triana le había sido fácil pasar desapercibido, pero en el espacio limitado del barco, cualquiera que tuviese su descripción deduciría quién era. Y más ahora que había dejado de teñirse el pelo por falta de dinero. Por otro lado, la tripulación no lo aceptaba como uno de los suyos. Casi todos se conocían, bien por pertenecer a la misma cofradía, por haber nacido en el mismo pueblo o por ser parientes. Y se trataban con gran camaradería. Pero él era un intruso que había conseguido, sin que se explicaran cómo, un puesto de grumete que cualquiera de sus hijos o sobrinos, más avezados que él en el arte de marear, hubiera desempeñado mejor. Él se esforzaría por aprender, pero sospechaba que la hostilidad de sus compañeros no le facilitaría la tarea.

Cuando introdujo en la bodega el último barril, Alonso hizo una pausa para secarse el sudor que se le metía en los ojos. A su lado, un hombre grueso acomodaba con sumo cuidado los barriles de grano.

—¿Podrías ayudarme a encadenar estos barriles, mancebo?

—Sí, señor —replicó Alonso.

—No te conozco…

—Soy estibador.

—Ah, entonces tendrás que abandonar la nao. Zarparemos después del amanecer.

—También haré la travesía. Me he enrolado como grumete.

—Si vamos a viajar juntos, será mejor que nos presentemos. Mi nombre es Pedro. Soy el alguacil de agua, despensero y cocinero de a bordo —sonrió con simpatía.

—Yo me llamo Alonso, para serviros —contestó con una inclinación de cabeza.

—¿Queda algún barril en tierra?

—No, señor; ya los he subido todos.

—Ayúdame a encadenarlos.

—¿Qué he de hacer?

—Apretújalos todo lo que puedas contra el costado de la nave.

Alonso obedeció. El cocinero pasó una cadena por delante de los barriles y la sujetó a una argolla que había en el extremo opuesto.

—¿Me permitís una pregunta, señor?

—Por supuesto, grumete. —El cocinero se admiró de sus buenos modales.

—¿Por qué encadenáis los barriles?

—Si los dejase sueltos, podrían romperse al primer golpe de mar y el contenido se derramaría. Ya no queda nada que hacer aquí. ¿Subes?

Al llegar a cubierta, Alonso se detuvo un instante. El horizonte seguía oscuro, pero una lucecilla bailoteaba en el agua. Era la linterna con pértiga de un calafate que, colgado boca abajo, embadurnaba con brea el casco. Alonso se sentó en la borda para ver las cabriolas del calafate y en esa postura lo sorprendió el oficial de guardia.

—¡Eh, grumete!, ¿cuál es tu nombre?

—Alonso, para serviros.

—Veo que te has quedado sin tarea. ¿O acaso ya estás cansado de trabajar?

Había ironía en su voz y Alonso se apresuró a responder:

—¡Oh, no!… No, señor. ¿Qué manda vuestra merced?

—El capitán Salazar asegura que sabes leer y escribir.

—Así es, señor.

—Entonces, te encargarás de apuntar las horas en mi placa.

Alonso no entendió a qué se refería.

—¿Las horas… del día, señor?

—¡Y las de la noche! —respondió el oficial, amoscado—. Porque aún es de noche, como puedes ver.

—Sí, claro… Perdone vuestra merced, pero ¿cómo podré averiguar la hora sin ayuda del sol?

—¡Así que llevamos un gracioso a bordo! —Creía que el grumete fingía ignorancia para burlarse de él—. ¡Mereces una docena ele azotes por tu impertinencia!

Alonso seguía sin comprender qué quería que hiciese.

—Voy a darte un correctivo, por descarado. Apuntarás las horas hasta que zarpemos y, después, ¡empujarás la rueda del cabestrante! ¡Verás lo que se suda para levar el ancla!

Se alejó dejándolo mudo de estupor.

Un marinero se le acercó. Llevaba un gorro del que asomaban unas largas greñas aceitosas y tenía el rostro surcado de arrugas negras, por la suciedad que se acumulaba en ellas.

—Veo que no estás muy enterado de las tareas de a bordo, ¿acaso no conoces el mar?

—Sí…, aunque es la primera vez que embarco en una nao de este tamaño.

—Había al menos diez mancebos conocedores del oficio que pugnaban por tu puesto; no me explico cómo te lo han dado a ti.

—El capitán Salazar me lo ofreció a cambio del pasaje y la comida.

—=Si no cobras, el negocio es bueno… para él. ¿Cómo te llamas?

—Alonso… de Vizcaya.

—¿Eres vizcaíno…? ¡Pues ya es raro que no sepas navegar! Yo me llamo Tiburcio Rato, aunque todos me conocen como el Afeitarratas.

—Afeitarratas… qué apodo más chocante.

—Me lo pusieron por escrupuloso: ¡no me gusta la carne con pelos! En cambio, mi compadre come de todo. —Hizo una seña a un marinero desdentado que acababa de descender de las jarcias—. ¡Eh!, Troceamierdas, allégate, que tú tienes mucha labia y quiero que le expliques a este novato una cosa.

Troceamierdas se acercó chasqueando la lengua.

—¿Qué tengo que explicarle?

—Cómo ha de apuntar las horas.

—¡Dios nos asista! ¡Si toda la tripulación de este barco es tan ignorante como él, nos iremos a pique el primer día! ¿Le funciona bien el caletre? Porque las palabras son ruido si no penetra en su sentido.

—Aprenderé el oficio si vuestras mercedes me ayudan —terció Alonso, harto de sus burlas.

—¡Nos ha llamado mercedes! Este andrajoso sabihondo habla con más primor que un lindo
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. —Troceamierdas se volvió a Alonso—. Has de saber, mancebo, que en un barco se pone mucho cuidado en llevar la cuenta del tiempo. Un paje vigila, día y noche, un reloj de arena que tarda media hora en caer. Cuando eso ocurre, el paje canta la hora en voz alta para que el oficial, o su ayudante, la apunte.

—¡Ah! ¡Por eso durante la noche oía por todo el barco: las doosss, las doosss y media, las treesss….

—¡Menos mal que te has enterado, «bachiller de mareas»! —se burló el marinero—. Porque los que saben más, entienden menos. ¡Anda, apresúrate en obedecer al oficial!

Tras andar unos pasos, se volvió y preguntó:

—¿Qué ocurriría si el paje se retrasase en dar la vuelta al reloj? ¿Haríamos todo el viaje con la hora cambiada?

—A mediodía, cuando la sombra del sol es perpendicular, se comprueba la hora. Y si no es correcta, azotan al paje que la canta ¡y al que la apunta!

—¿Los azotan…?

Afeitarratas hizo un gesto afirmativo.

—En un barco, todo debe funcionar a la perfección.

Junto al camarote del capitán había una mesita y, sentado en un taburete, un muchachillo de unos once años se balanceaba sin apartar la vista del reloj de arena que estaba encima. Al lado, había también un cuaderno y recado de escribir.

—¿Eres tú el paje de las horas? —le preguntó Alonso.

El muchacho asintió.

—Me llamo Fernando.

—Y yo Alonso. Me han mandado apuntarlas pero no sé muy bien…

En ese instante, el último grano de arena cayó a la parte de abajo de la ampolleta. El paje le dio la vuelta y gritó:

—¡Las seiiiss! ¡La horaaa del albaaa! —se volvió a Alonso y, señalando el cuaderno, le dijo—: Tienes que apuntar ahí que son las seis.

A continuación, con voz limpia y melodiosa, entonó una cantinela que se escuchó en todo el barco:

Bendita sea la luz

y la Santa Veracruz,

y el Señor de la Verdad

y la Santa Trinidad;

bendita sea el alba

y el Señor que nos la manda;

bendito sea el día

y el Señor que nos lo envía.

Algunos marineros repitieron a coro la última estrofa, para saludar el amanecer.

Bendito sea el día

y el Señor que nos lo envía.

II
EMBARQUE DE DAMAS

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