El corazón del océano (41 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

—Comprendo… Y así el gobernador me sigue teniendo a su merced.

—Podría ser peor, señora.

—¿Peor…?

—También he conseguido que os levante el arresto. Podréis moveros con total libertad por la ciudad de Santos, aunque no abandonarla.

—Ya se cuidará él de que no lo haga… ¿Qué le habéis prometido a cambio? —preguntó con sequedad.

—Que no escribiréis a España ni intentaréis huir.

—Capitán Salazar, no pienso cumplir una promesa que no he hecho. Y que tampoco vos deberíais haber hecho en mi nombre.

—¿Qué alternativa os queda?

—¡Buscaré el modo de escapar a San Francisco y resistir allí hasta que nos llegue ayuda de España!

—Tomé de Souza está dispuesto a impedirlo por el medio que sea. Si le desobedecéis, os hará desaparecer.

—¡No se atreverá! ¡Sería un escándalo!

—Nadie, salvo los portugueses, sabe que estamos aquí.

—Vos enviasteis un mensaje a Irala, anunciándole nuestra llegada.

—No sabemos si llegó. Y aunque lo hubiera hecho, a estas alturas nos habrán dado por muertos. Recordad que en el mensaje pedíamos que nos esperaran en San Gabriel con un bergantín y no acudimos.

Doña Mencía agachó la cabeza, abrumada.

—Nuestra supuesta muerte no habrá disgustado a Irala, sino más bien al contrario. Al fin y al cabo íbamos a quitarle el puesto.

—Señora, creedme, es mejor llevarse bien con los portugueses hasta que…

—¿Hayan colonizado estas tierras y no nos consideren peligrosos? —masculló la dama con acritud.

El capitán Salazar se encogió de hombros y abandonó el bohío.

Doña Isabel y sus hijas lo siguieron con un hatillo de ropa cada una.

VI
OTROS DESTINOS

Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. Mes de noviembre del Año del Señor de 1553

T
al como se temía la Adelantada, los expedicionarios más humildes comenzaron a pasar hambre en cuanto se les acabaron los víveres que el gobernador les había proporcionado a su llegada.

Las mujeres, aunque vivían miserablemente, al menos tenían qué comer.

Los hidalgos de la expedición echaron mano de todos sus recursos para sortear la hambruna, como vender sus ropas, o pedir préstamos, o hacerse invitar por los caballeros portugueses. Pero al poco tiempo su situación se volvió tanto o más desesperada que la de los villanos, pues su dignidad de hidalgos les impedía ejercer cualquier clase de trabajo para ganarse la vida.

En cambio, doña Isabel y sus hijas gozaban de una situación privilegiada. Habían regresado a las casas de los hacendados que las acogieron a su llegada gracias a la mediación de don Juan de Salazar, que seguía manteniendo una cordial relación con el gobernador.

Doña Mencía y doña Isabel se habían reconciliado —no en vano eran amigas desde la infancia y se profesaban gran cariño—, pero Ana notaba que las relaciones entre ambas eran aún algo tensas.

Una calurosa mañana en la que doña Isabel fue a visitar a su amiga, esta se arrimó a la pared de cañas para disfrutar del poco aire que se filtraba entre ellas.

—¡Qué calor hace! —exclamó abanicándose con la mano.

—Es natural, Mencía, estamos casi en diciembre.

—Aquí no sirve el refrán de «diciembre, mes de la Pascua, pásalo junto al ascua».

—¡Pues no! —rio Isabel.

Ana se alegró de oírlas conversar tan amigablemente.

—Nunca me acostumbraré a que el verano comience en Navidad, Isabel.

—En el Nuevo Mundo todo es al revés, Mencía.

—Soñaba con que celebraríamos esta Navidad en Asunción con mi hijo y…

Menciíta, que volvía de misa acompañada de Elvira, la interrumpió.

—¡Madre, acabo de ver al criado de Sánchez Vizcaya mendigando comida entre los esclavos! Ni él ni su amo tienen qué comer.

—¡Dios nos asista!

—¡Hemos de socorrerlos!

—Casi no nos queda dinero, hija. Gasté más del que era prudente en auxiliar a los más pobres. Si me desprendo de un solo maravedí más, estas jóvenes pasarían hambre. ¿Imaginas lo que sería de ellas en esta ciudad de depravados?

Doña Isabel se revolvió inquieta en su asiento.

—¿Por qué no le pides perdón al gobernador, Mencía? Todo volvería a ser como antes si le prometes que no fundarás ninguna colonia en estos territorios.

—¡Eso jamás, Isabel!

Siguió un tenso silencio, que rompió Ana.

—Quizá al capitán Salazar se le ocurra algún medio de socorrer a nuestras gentes… sin que vos tengáis que humillaros —dijo.

—Es una idea acertada. ¿No te parece?

Doña Mencía guardó silencio.

—¿Queréis que vaya a hablar con él? —sugirió Ana—. Quiero decir que… puedo ir a su casa y pedirle que venga a veros.

—Será mejor que lo haga yo, al fin y al cabo somos vecinos —doña Isabel se puso en pie y, muy seria, se dirigió hacia la salida.

—Sí, claro —masculló Ana desilusionada. Había perdido la ocasión de hablar a solas con el capitán.

Juan de Salazar se hizo cargo de la situación y fue a interceder ante el gobernador —dejando claro que lo hacía en su nombre— por los hidalgos españoles.

—Es una situación muy penosa para ellos, excelencia, ya sabéis que un hidalgo tiene que mantener cierto…

—No os preocupéis, don Juan —le interrumpió Tomé de Souza—. Me ocuparé de que los expedicionarios de esa dama tan tozuda no se mueran de hambre.

—Y yo os estaré eternamente agradecido por ello, excelencia.

Tomé de Souza cumplió su palabra. Ordenó que a los hidalgos más influyentes de la expedición se les cedieran tierras y esclavos indios para su cultivo. A los soldados les dio permiso para participar en expediciones que tenían como objetivo conquistar nuevos territorios para la Corona de Portugal. Y a los más humildes les dio su beneplácito para que se buscasen la vida en Santos, lo que venía a ser lo mismo que abandonarlos a su suerte.

Así, el gobernador consiguió su objetivo: que muchos españoles —casi todas las familias que viajaron en la nao de Becerra— decidieran establecerse en San Vicente y abandonaran la idea de mudar colonias para España.

Estas deserciones desesperaban a doña Mencía, pues temía que los portugueses terminaran por asimilarlos a todos, y desbaratar así la misión que la Casa de Contratación le había encomendado de establecer al menos una colonia en San Francisco para frenar el avance de los portugueses hacia el sur.

Por aquellos días, la situación de Alonso era desesperada. Se le había acabado el dinero y tan solo en muy contadas ocasiones encontraba trabajo como estibador. Bien es verdad que si hubiera tenido menos escrúpulos no le hubiera faltado quehacer. Era alto, de anchas espaldas y músculos poderosos, y un físico como el suyo estaba muy solicitado en aquella ciudad. Los hacendados empleaban a
bandeirantes
, bravucones, picaros y toda clase de gentes de mal vivir para que los protegieran de sus enemigos —y amigos envidiosos—. O para capturar indios en las costas cercanas, pues después de la recogida de la caña muchos esclavos morían y era necesario reemplazarlos.

Un día, Alonso, que no había comido, tomó la decisión de dejar de lado sus escrúpulos y entrar a trabajar al servicio de algún hacendado.

Casualmente se encontró con el padre Juan Fernández Carrillo, a quien ya solo veía de cuando en cuando, pues el sacerdote se había trasladado con doña Isabel y sus hijas a la casa del hacendado donde vivían. Según le contó a Alonso, para poder ejercer su ministerio con más sosiego.

—Yo no voy a tener más remedio que emplearme en una hacienda, padre Juan.

—En las haciendas trabajan rufianes de la peor calaña, ¿no te da miedo mezclarte con ellos?

—Más peligrosa es el hambre.

—Tú no eres un hombre de armas, Alonso.

—Llevo meses practicando con el maestro armero. Aún no manejo la espada con la destreza de un hidalgo, pero me las apaño bastante bien.

—Esos granujas son más de tajo y cuchillada que de espada.

—El cuchillo se me da mejor que la espada.

—Nunca imaginé que te atrajeran las armas. —Alonso notó cierta censura en sus palabras.

—Doña Mencía me prometió un permiso para explorar nuevas tierras…

—Y quieres convertirte en un conquistador… Bien, esa es una tarea noble, pero… no te imagino entre esos hampones de las haciendas…

—Tengo que comer.

El sacerdote pareció contrariado. Metió la mano en su faltriquera y sacó un real.

—Toma. Para que te alivies hasta que encuentres un trabajo honrado.

—Pero a vos no os sobra el dinero…

—A ti te hace más falta, hijo.

—¡Gracias, padre Juan! Sois el mejor hombre que conozco…

—Nunca se conoce del todo a las personas, Alonso. Dios te guarde.

—¡Y a vos también, padre!

Pocos días después, Brás de Cubas regresó de tierra firme, donde, se decía, poseía plantaciones de una extensión aún superior a las que tenía en la isla de San Vicente, donde estaba la capital de la Capitanía.

Alonso se acercó al puerto por ver si podía ganar algún dinero con la descarga del bergantín de don Brás. De camino se encontró con maese Juan Bernal, el maestro carpintero del
San Miguel
.

—Acabo de conseguir trabajo en la hacienda que don Brás tiene cerca de San Vicente —le contó.

—¿Como carpintero?

—Sí, necesita muchos oficiales. Para construir un acueducto de madera que llevará el agua desde el río hasta un ingenio que está montando.

—¿Qué es un ingenio?

—Una especie de trapiche o molino para refinar el azúcar.

—¿Creéis que habrá trabajo para mí?

—¿Sabes algo de albañilería?

—No.

—Entonces… Espera, maese Pedro me comentó en una ocasión que sabes leer y escribir portugués, ¿es cierto?

—Sí.

—En ese caso, busca trabajo de asentador de esclavos. He oído decir que están trayendo muchos de África y del Caribe… y necesitan nuevos asentadores para registrarlos.

—¿También compran esclavos en el Caribe?

—Sí. Los hacendados quieren incrementar los cultivos y cada día necesitan más. No les basta con los que traen directamente de África. No dan abasto para registrar a tantos esclavos como compran.

—¿Y por qué tanto empeño en registrarlos? Les importan menos que sus mulas.

—Tienen miedo de que se escapen a la selva sin que se enteren. Todos los hacendados de San Vicente se han puesto de acuerdo en llevar un registro de los esclavos que tienen y de los que adquieren.

—¿Y de los que se mueren?

—No son peligrosos.

—¿Peligrosos…?

—En algunas colonias, como Venezuela y La Española, los esclavos huidos a la selva se han rebelado. ¿No lo sabías?

—Si los tratan como aquí, no me extraña.

—En Santos ya nos triplican en número. Da miedo…

—A mí me producen compasión.

—Y pensando así, ¿te ves capaz de tratar con esclavos, Alonso?

—Sí.

—No te veo con agallas. Ni siquiera sé si yo sería capaz…

—Necesito un trabajo, el que sea.

—Bueno… conozco a uno de los capataces de la plantación de don Brás en San Vicente; un español llamado Lope. ¿Quieres que le hable de ti?

—Sí, te lo ruego.

El primer día de trabajo Alonso fue enviado al puerto a recibir un barco cargado de esclavos. Cuando los sacaron de la bodega, Alonso advirtió con pesar que eran más jóvenes que él. Los muchachos, de no más de catorce años; y ellas, de doce o trece. Estaban exhaustos, desnutridos y muy asustados. Les costaba acostumbrarse a la luz después de la negrura en la que habían vivido durante más de un mes. Según descendían por la pasarela, un par de hombres los baldeaban con agua de mar para mitigar el hedor que despedían.

—¡Ya los lavaréis luego, que ahora tenemos prisa! ¡Y la roña no se les nota! —gritó el capataz. Y sus hombres rieron la broma.

Los esclavos llevaban los pies encadenados y se caían cada dos por tres al bajar la pasarela, lo que provocaba nuevas risas de los guardianes.

—¡Diogo, diles que los lleven a la atarazana lo más aprisa posible, que hay que registrarlos antes del mediodía! —ordenó el capitán al que parecía su hombre de confianza.

—¿Les quitamos las cadenas de los pies para que vayan más rápido?

—¡No! ¡Emplead el látigo! ¡Ya veréis si apuran!

Los guardias empezaron a repartir latigazos. A Alonso se le hizo un nudo en el estómago al oír los gemidos de los jóvenes y ver sus esfuerzos por correr.

—Tienen los miembros entumecidos, no pueden apurar más —murmuró, espantado.

El capataz se volvió.

—¿Eres el nuevo? —le preguntó.

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Alonso, para serviros.

—Yo soy Lope, el que te recomendó.

—Gracias…, señor.

—Dáselas a maese Bernal. ¡Y no seas blando! Tenemos que
carimbar
a todos estos esclavos antes de que se ponga el sol, y son muchos.

Alonso no se atrevió a preguntar qué era
carimbar
, pero tuvo ocasión de averiguarlo minutos después, cuando entraron en la enorme atarazana de caña.

Cerca de la mesa de registro había una estufa de metal en cuyas brasas se calentaban varias marquillas, como las que Alonso había visto que se usaban en España para marcar a las bestias.

—¿Vais a herrarlos? —preguntó espantado.

—Sí. Y tú estate atento a la letra que le pongamos a cada uno para escribirla correctamente en el libro de registro.

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