El corazón helado (131 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Bueno, pues entonces podemos comer juntas mañana. Te invito a un restaurante chino, ¿te apetece?

Le apetecía, siempre le apetecía. La debilidad de sus dos abuelas por la comida china había sido uno de los grandes hallazgos de Raquel, y su éxito le divertía tanto que nunca se cansaba de fomentarlo. Anita había sido la primera y seguía siendo la más incondicional. Es que es todo tan mono, decía, ¿a que sí? Las bandejitas, y los cuencos, estas cucharas de porcelana a juego, y los colores, el rosa anaranjado de la salsa, que hasta dan ganas de hacerse un vestido con él, ¿verdad? Y comer como los pajaritos, un poco de esto, un poco de lo otro, sin abusar de nada y tan a gusto... Su nieta sonreía y le daba la razón aunque no la tuviera, porque Anita se ponía tan morada que, al terminar, se la quedaba mirando y le decía, lo de hoy, a tu hermano no se lo contamos, ¿vale?

Ignacio, el médico de la familia, estaba muy preocupado por el sobrepeso de su abuela, que era hipertensa y se saltaba a la torera todos los regímenes que él iba fijando, con cuatro imanes y una paciencia infinita, en la puerta de su nevera. Raquel no dudaba de que tuviera razón, pero le daba más miedo que Anita, al borde ya de los ochenta años, volviera a tirar la toalla, como hizo cuando se quedó viuda y dejó de teñirse el pelo, y de pintarse las uñas, y de salir a la calle, hasta que le dio por pasarse el día entero en la cama y les asustó tanto que empezaron a repartirse su tiempo entre todos. Desde entonces, su hija, su nuera, o las dos juntas, la llevaban al teatro todas las semanas, su hijo a los toros cuando había corridas, y sus nietos iban a verla los sábados o los domingos, Mateo con sus hijos e Ignacio con la suya y el tensiómetro escondido para pillarla a traición. Pero Raquel, que no tenía niños ni trabajaba por las tardes, era quien más se ocupaba de ella. Todas las semanas quedaban un par de veces para ir al cine, a la peluquería, y de vez en cuando, sin que se enterara nadie, a comer en un buen restaurante chino.

Aquel sábado reservó mesa en uno de los mejores antes de ir a recogerla con el coche. Ella la estaba esperando en el portal, y al verla, le dedicó una sonrisa tan radiante que Raquel se arrepintió antes de tiempo de ir a echarla a perder.

—A ver que te bese, eso lo primero.

Y le estampó a su nieta en las mejillas dos largas series de besos sonoros, breves y rápidos, tan repetidos como ráfagas de ametralladora e imposibles de devolver, antes de aceptar el brazo que le ofrecía para acompañarla hasta el coche, que estaba a dos pasos. El sobrepeso, que tanto preocupaba al tercer Ignacio Fernández consecutivo de la familia, no había restado agilidad a su cuerpo hasta hacía algunos meses, cuando sus piernas acusaron de golpe todos los años que aún no lograba reflejar su rostro, redondo y vivo gracias a los enormes ojos oscuros, siempre brillantes, que aún sabían reflejar a la sonrosada manzanita de antaño.

—¡Ay, hija mía, qué contenta estoy! —y después de proclamarlo, inició una compleja maniobra que le permitió acomodarse sola en el asiento del copiloto, mientras Raquel mantenía la puerta abierta sin hacer el menor ademán de prestarle una ayuda que la habría ofendido.

—¿Ya? —le preguntó entonces.

—¡Pues claro! —su abuela la miró como si no entendiera qué estaba haciendo ahí fuera, de pie, mirándola—. ¿A qué esperas? —y sólo cuando la tuvo sentada a su lado, el motor en marcha, se animó a explicarle los motivos de su alegría—. He estado hablando con todos de lo de la casa, ¿sabes? Primero con Jacques, que estaba en Babia, como siempre, y ni siquiera sabía de lo que le estaba hablando. ¡Pero si yo ahora vivo en Milán, abuela!, me dijo, ¿para qué quiero yo una casa en Madrid? Total, que por ese lado... Y Annette se puso contentísima, fíjate, porque como a ella le gusta mucho venir, no como al descastado de su hermano, y estar siempre en medio del follón, pues me dijo, ¡qué bien, abuela! Así cuando vaya, en vez de quedarme en vuestra casa, que está en el quinto pino, pues me quedo en la de Ra, que está en un sitio buenísimo, y le sobra sitio y no creo que le importe. Y yo le dije que seguro que no, porque como os lleváis tan bien... ¿No habré metido la pata, verdad?

—Claro que no, abuela. Yo quiero mucho a Annette, ya lo sabes, somos muy amigas, y me va a sobrar sitio, desde luego.

—Pues eso. Total, que luego hablé con tus hermanos, que eran los que más me preocupaban, porque como Mateo siempre dice que tú has sido la niña bonita y la nieta preferida, y que por eso te regalé la pulsera de la abuela María, y que a él no nos lo llevábamos a dormir los sábados cuando era pequeño...

—Pero lo dice en broma, abuela —Raquel aparcó, salió del coche, abrió la puerta y esperó a que Anita bajara tan sola como había subido—. Ya sabes lo miedoso que era. Nunca se atrevía a dormir fuera de casa.

—Bueno, bueno, pero por si acaso hablé con él, me puse muy seria, le dije, Mateo, por favor, si te molesta que le venda la casa a tu hermana, si la quieres para ti, lo que sea, dímelo... Y me mandó a paseo. Lo de Ignacio fue mucho mejor, no te lo pierdas. Mira, abuela, tú lo que tienes que hacer es venderle el piso a Ra de una vez y luego darme a mí el dinero sin que se entere nadie, eso sí, y nos vamos tú y yo juntos a Las Vegas y nos lo fundimos todo en cuatro días... Eso me dijo, ¿qué te parece? ¡Es tan gracioso! Mira que se pone pesado con lo de que estoy gorda, pero por lo demás, me parto de risa con él, la verdad. Y sin embargo no le gusta vivir en el centro, a nadie le gusta, sólo a ti. Tú eres igual que tu abuelo, y por eso... Por eso, creo que es bueno que te quedes tú con la casa, porque... A él le encantaba, y él te quería tanto, tanto... Te adoraba, ya lo sabes, para él tú siempre fuiste su niña, la única que... Bueno, qué te voy a contar.

Raquel creyó que había sido capaz de pasar por encima de todos aquellos puntos suspensivos, pero cuando miró a su abuela, la vio borrosa.

—No vamos a llorar, ¿verdad? —dijo entonces, mientras movía los párpados muy deprisa.

—No —Anita no llegó a tiempo para eso, pero se secó dos lágrimas con los dedos y sonrió—. Claro que no. Oye, por cierto, y qué bien que hayamos venido aquí, ¿no? ¿No es aquí donde hacen ese arroz que está como pegado y que me gusta a mí tanto? ¿Y el pato ese que se come en unas tortitas?

—Sí, ése también lo hacen.

—Uy... —y sonrió todo lo que sus labios daban de sí—. ¡Cómo nos vamos a poner!

Luego, mientras el camarero las acompañaba a su mesa, apretó el brazo de su nieta con los dedos de pura excitación, y antes de mirar la carta, anunció que no sabía si empezar con una sopa o con un rollito, sólo para que ella le dijera que, si quería, podía tomar las dos cosas. Raquel le consultó el menú antes de pedir la comida y escogió un vino bueno, tinto, que su abuela no quiso probar sin brindar primero.

—Por tu casa —dijo.

—Por la tuya —y las dos se echaron a reír.

—Bueno, ¿y de qué querías hablar conmigo? —preguntó Anita después.

—Verás, es que... —te voy a estropear la comida, abuela, pensó Raquel, y no quiero—. Mira, mejor hablamos luego de eso, ¿vale? Ahora cuéntame qué obra fuiste a ver ayer, quién la hacía, si el protagonista era guapo, si te gustó el argumento...

Así salvaron las entradas, las gambas, los fideos, el arroz y el pato con sus tortitas, pero antes de pedir el postre, Anita Salgado se quedó mirando a su nieta como cuando era niña y estaban las dos solas en la cocina de su casa de París.

—Muchas gracias, estaba todo muy bueno. Y ahora, ¿me vas a decir por qué estás tan nerviosa?

—No estoy nerviosa, abuela.

—Claro que lo estás —y entonces sonrió—. Yo soy vieja, no ando bien, me estoy quedando sorda y de vez en cuando me falla la memoria, ya lo sabes, pero no soy tonta, nunca lo he sido.

—No, eso no.

—¿Y entonces?

Raquel hizo una pausa, la miró, rellenó su copa de vino y la vació de un trago.

—La inmobiliaria que quiere comprarme la casa se llama Promociones del Noroeste, Sociedad Anónima. ¿Te suena? —ella negó con un gesto y su nieta tomó aire antes de seguir—. Su dueño se llama Julio Carrión González.

—No puede ser —Anita Salgado volvió a decir que no con la cabeza varias veces, como si así pudiera eliminar aquel nombre de todas las conversaciones presentes y futuras——. Será otro, seguro, es una coincidencia, hay hasta unas bodegas...

—Ya, ya lo sé —la interrumpió su nieta—. Yo también pensé en las bodegas. Pero luego entré en Internet y...

—¡Ja, Internet! —y enfatizó su escepticismo con grandes aspavientos—. Como para fiarse, ya te digo, vete tú a saber las tonterías que saldrán por ahí...

—Abuela —Raquel se puso seria y consiguió que Anita se callara, que la mirara, y comprobar que de pronto se había convertido en la más nerviosa de las dos—. Es él. Lo vi en la página de su propia inmobiliaria, Julio Carrión González, nacido en Torrelodones, en 1922, que fundó su primera constructora en 1947. Es él, ¿lo entiendes?, el mismo.

—1922... —Anita dejó de mirarla y su voz descendió hasta rozar los límites de un susurro mientras se dedicaba a perseguir una miga imaginaria sobre el mantel con la punta de los dedos—. Sí, porque estaba entre Ignacio y yo. Yo soy del 24, así que...

—Es él, abuela —Raquel la cogió de la mano y se la apretó hasta que logró que volviera a mirarla—. En la página también había una foto y le reconocí. Se conserva muy bien.

—Pero tú... —y el estupor agrandó un poco más sus ojos negros y enormes—. ¿Cómo vas a haberle reconocido tú, criatura, si no le has visto nunca? Bueno, a lo mejor en alguna foto de París, eso sí puede ser, pero entonces era casi un niño, no puedes estar segura...

—Sí, abuela. Estoy segura porque yo le vi, le conocí. Muchos años después, en 1977. El abuelo me llevó a su casa un sábado por la tarde. Me dijo que íbamos de visita a casa de un amigo, y el amigo era él.

—¿El abuelo...? —Anita Salgado, a dos meses de cumplir ochenta años, se abismó en su propio asombro, y miró a su nieta como una niña pequeña miraría un colador, sin comprender por qué no puede retener el agua que acaba de echarle encima—. ¿Mi marido? ¿Ignacio fue a ver a Carrión...? ¿En 1977? ¿El año que volvimos...?

Raquel asintió con un gesto, y eso bastó para que su abuela se viniera abajo. El silencio se hizo largo, y tan espeso como si el ruido de los cubiertos, los gritos de los niños, las palabras y las risas de las personas que las rodeaban, no tuvieran otro objeto que subrayar la desolación de una anciana que se había tapado la cara con las manos y apretaba fuerte, como si pretendiera hundir su rostro en sí misma o desaparecer del todo. Pero a su alrededor, el mundo seguía existiendo, y en él, su nieta la miraba sin saber qué hacer, qué decir, cómo consolarla.

Me lo prometió —antes de hablar se destapó la cara para permitir que Raquel viera sus ojos encendidos, las mejillas más tersas de repente—. Me lo prometió muchas veces, yo le obligué, le dije que no volvería si no me lo prometía y me lo prometió. Me juró que no iría a verle, que no le buscaría, que no... Por tus hijos, le dije, por mis hijos te lo juro, y luego, ya ves... Y encima, te llevó a ti, tuvo que llevarte, porque... ¡Qué hombre más cabezón! El más terco, el más imprudente, el más chulo y el que más narices tenía que tener, siempre, siempre igual...

La rabia desembocó en la pena muy deprisa y Anita empezó a llorar, pero esta vez ya no quiso taparse la cara, y a Raquel le dolió tanto verla así, tan pequeña, tan sola, tan mayor y tan triste, que fue su propio dolor el que la levantó, el que la sentó en la silla contigua a la de su abuela y la impulsó a abrazarla, a mantenerla pegada contra sí hasta que colocó en sus labios algo que decir.

—Perdóname, abuela, por favor... Perdóname. Lo siento, lo siento mucho, de verdad.

—¿Y por qué vas a pedirme tú perdón? —aquellas palabras por fin la hicieron reaccionar—. Si tú no tienes la culpa de nada, hija mía... —entonces volvió a sentarse derecha en su silla, se secó la cara con el pico de la servilleta, miró a Raquel, la cogió de la mano y tomó aire, como si quisiera darse fuerzas a sí misma—. ¿Y qué pasó? No iría armado, ¿verdad?

—¿Armado? —y Raquel, estremecida todavía por el llanto de su abuela, la estrepitosa consecuencia de su revelación, no supo si asustarse más de esa palabra o de la naturalidad con la que la había sugerido—. Pues no, por supuesto que no, pero ¿qué dices? ¿Cómo iba a ir armado, abuela?

—No, claro, en el 77 ya... —y volvió a parecerle increíble el tono pacífico, casi dulce, de aquella reflexión—. ¿Y entonces? ¿Para qué fue allí?

—Pues... —y Raquel tuvo que pararse a pensar en una pregunta que incomprensiblemente nunca se había hecho antes a sí misma—. No lo sé. La verdad es que no lo sé, abuela. Llevaba una carpeta de piel castaña, muy vieja, con papeles, me dijo, y... No sé nada más. La mujer de Carrión me llevó a la cocina a merendar con sus hijos y estuve jugando con ellos todo el rato. A él sólo lo vi una vez, cuando volvió de la calle, porque vino primero a ver a los niños, y me pareció un hombre muy simpático. Me hizo un truco de magia, me sacó...

—Caramelos de detrás de las orejas.

—Sí, más o menos —confirmó Raquel, mientras Anita asentía con un gesto sabio y amargo a la vez—. Eran chupa-chups. Luego su mujer vino a buscarle, se fue, y debió de estar hablando con el abuelo un buen rato, pero no le volví a ver. Cuando nos fuimos, él... —Raquel la miró, y pensó que ya había llorado bastante—. Él me pidió que no te contara nada, abuela. Me obligó a prometérselo, y después, cuando le pregunté qué había pasado, me dijo que era una historia muy larga y muy antigua, que no la iba a entender y que no me convenía saberla porque yo ya iba a vivir siempre aquí, y para vivir aquí, había cosas que era mejor no saber.

—Menos mal —y la viuda de Ignacio Fernández Muñoz sonrió por fin.

—Ya —Raquel no esperaba otra cosa, y sin embargo no estaba dispuesta a rendirse—. Pero yo tengo que saberlo, abuela. Necesito que me cuentes esa historia, aunque sea larga y antigua. Ahora me conviene saberla, y ya no tengo ocho años.

—¿Y por qué? —ella le dedicó una mirada de asombro limpia y sin dobleces—. ¿De qué te va a servir saber eso?

Pero su nieta ya tenía preparadas sus propias preguntas.

—¿Y de qué me sirve saber cómo me llamo, abuela? ¿De qué me sirve saber cómo te llamas tú, y cómo se llamaban tus padres, y por qué no comes nunca albaricoques? ¿De qué me sirve no haberte escuchado decir nunca en mi vida, ni una sola vez, el nombre de tu pueblo? ¿De qué me sirve eso, abuela? De nada, ¿no? No me sirve de nada, para nada, excepto para saber quién soy yo, y por qué me llamo como me llamo. ¿Te parece poco?

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