El corazón helado (145 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Ella se había presentado como la asesora de inversiones de su padre y no lo era. Le había dicho a Aguado que Clara y ella habían sido compañeras en el colegio y eso también era mentira. Cualquiera de esos dos detalles, que en el momento de escogerlos le habían parecido tan triviales, tan insignificantes como darse una vuelta por el cementerio de Torrelodones, bastarían para hundirla, para dejarla sin trabajo, para que su despido fuera procedente y hasta para que ingresara en una lista negra de asesores financieros en quienes no se puede confiar y a quienes, por tanto, ninguna empresa estará jamás interesada en contratar. Si sus mentiras llegaban a salir a la luz, su propia empresa estaría muy interesada en saber por qué había mentido, y ella sólo podría contestar que un cliente tan importante para Caja Madrid como don Julio Carrión González era en realidad un ladrón, un estafador y un hijo de puta, es decir, la clase de persona a cuyo entierro nadie tiene interés en ir. No podía escoger una parte de la verdad sin contarla entera, y eso era lo mismo que confesar algo que tal vez no fuera un delito, pero se le parecía bastante. Aparte de eso, llevaba más de cuatro horas dándole vueltas a su situación y hasta entonces sólo había visto las dificultades, ¿pero yo me he vuelto loca o qué?, y ningún agujero por donde escapar.

—¡Qué horror! —resumió entonces, en voz alta—. No sé cómo voy a salir de ésta.

No esperaba una respuesta, pero Paco se la ofreció con tanta rotundidad como si fuera evidente.

—Hacia delante —le dijo—. Siempre hacia delante. No puedes retroceder ni un milímetro, Raquel. No pienses en defenderte, sino en atacar. Eso es lo que has hecho hasta ahora y lo has hecho muy bien. Tienes que seguir así.

—¿Sí? —y por lo menos pudo volver a sonreír—. ¿Y cómo?

—No lo sé —reconoció él, pero enseguida levantó en el aire el índice de las puntualizaciones—. Todavía no lo sé, pero ya se nos ocurrirá algo. Tenemos tres días, cuatro en realidad, medio hoy, y otro medio el lunes. Ahí has estado brillante, ¿ves? No quiero ni pensar en cómo estaríamos si le hubieras dejado volver mañana...

Después, Paco quiso pagar la cuenta y ella no le dejó, pero le agradeció que la llevara a casa en taxi.

Cuando se quedó sola, se preguntó por dónde empezar y no supo qué contestarse. Por eso, aunque ella nunca trabajaba así, decidió adoptar el método de su amigo, y se sentó delante del escritorio con un paquete de folios y una pluma, pero después de llenar media docena de hojas muy deprisa, comprendió al mismo tiempo que no se le ocurría por dónde seguir y que no lograba mantener los ojos abiertos. Había bebido mucho vino y se quedó dormida un instante después de acostarse. Se despertó tres cuartos de hora más tarde con la cabeza embotada y la lengua seca, pero no estaba en condiciones de concederse una tregua. Se lavó la cara con agua fría, bebió agua, cogió los folios que había escrito antes y se los llevó a la cama.

Siempre había pensado mejor tumbada, y volvió a comprobarlo al leer lo que había escrito antes, un montón de tonterías que habría podido recitar de memoria sin tomarse la molestia de apuntarlas primero. Era obvio que un entierro es una ceremonia íntima, obvio que le interesaba fijar la atención de los hijos de Carrión lo más lejos de su trabajo que pudiera, obvio que no le convenía revelar su parentesco hasta el momento oportuno, y obvio que lo mejor sería inventarse alguna clase de relación personal con el difunto o, mejor aún, con alguno de sus deudos, pero no había encontrado la manera de integrar esas obviedades en otra ficticia y ventajosa, de rango superior. Había pensado en sus abuelos, en sus padres, en los hijos de Carrión, en sus parejas, en viejas encomiendas, en encargos difíciles de explicar, en amores platónicos, en celos insostenibles, y el resultado daba vergüenza. Yo siempre he estado enamorada de su cuñado y pretendía verle, sólo eso, y él no me conoce, claro, pero es que yo me enamoré de él sólo de vista, ni siquiera sé cómo se llama... Mi abuelo conocía a su padre de toda la vida, ¿sabe?, mi familia es de Madrid pero veraneaba en Torrelodones, y en una ocasión su padre le prestó dinero a mi abuelo, fui a devolvérselo y... A mí me caía muy bien su padre, aunque le vi pocas veces, siempre me sacaba caramelos de las orejas y le cogí mucho cariño, por eso fui al entierro, y me hubiera gustado acercarme a saludarles, pero se me hizo tarde y tuve que volverme a Madrid corriendo... Me equivoqué de entierro, ¿sabe?, yo iba a otro, en Guadarrama, pero me hice un lío con los nombres y, ¡fíjese qué casualidad!, resultó que a quien enterraban allí era a su padre, cliente mío, por cierto...

Podría haber seguido inventando excusas nefastas toda la noche, pero la sobriedad le devolvió un dato que la borrachera le había arrebatado. Las anécdotas triviales no servían, porque el hijo de Carrión había conseguido acorralarla, empujarla contra las cuerdas de su propio despacho. Ella no había podido ofrecerle otra respuesta que un silencio impregnado de nerviosismo y un sonrojo impropio de una profesional experta, y él lo recordaría. Tenía que pensar en otra dirección, aplicar toda la contundencia del verbo atacar y concentrarse en Álvaro, elaborar una invención que desbordara sus expectativas. Sólo cuando se esforzó por desprenderse de su propia memoria para contemplar lo que había sucedido a través de los ojos de aquel hombre, logró recuperar la calma y componer una escena diferente, mucho más audaz, más arriesgada y digna de ella.

Parecía tan cinematográfica que ni siquiera descartaba haberla visto en una película, pero era lo mejor que se le había ocurrido en toda la tarde, y estaba a la altura de su talento. Al fin y al cabo, he sido actriz, se dijo, al imaginar que él la estaría esperando en la puerta del banco, que ella le arrastraría hasta un bar, que se sentaría al otro lado de una mesa pequeña y le miraría a los ojos. No me haga preguntas, le diría entonces, hágame caso. Yo no puedo hablar y a usted no le conviene saber. Su padre estaba metido en un buen lío, y aparte de él, sólo lo sabíamos dos personas. Una era yo, y temía que la otra fuera a su entierro, que hablara con ustedes, que armara un escándalo. Por eso fui a Torrelodones, pero al ver que él no aparecía, me marché sin decir nada, porque no quería preocuparles sin necesidad. Y es mejor que todo siga igual, por lo menos de momento, y que no hable con nadie de esto, se lo digo por su bien. Si en los próximos meses, algún inspector de Hacienda con un apellido compuesto se pone en contacto con ustedes a propósito de las operaciones financieras que su padre haya realizado con nuestra entidad, llámeme. De lo contrario, y ojalá que sea así, olvídese de esta entrevista. Yo no puedo decirle nada más, estoy obligada a ser discreta en su propio interés, y en el de otros clientes que también están involucrados. Adiós, señor Carrión, ha sido un placer...

—Suena bien —dijo en voz alta, y volvió a pensarlo, suena bien.

Entonces sonó el teléfono.

—¿Sí?

—Creo que lo tengo —era Paco Molinero.

—Yo también —y sentía un alivio tan grande, tan cercano a la euforia, que se echó a reír—. Bueno, hay que perfeccionarlo un poco, pero...

—A ver, cuéntamelo.

Ella recitó el parlamento que se acababa de inventar y al hacerlo fue detectando, uno por uno, todos los defectos que no le había encontrado antes, pero él silbó al final.

—No está nada mal —reconoció—. Lo del apellido compuesto del inspector de Hacienda suena de lo más real.

—¿Tú crees? —pero ella ya no estaba segura de nada—. No sé, me ha parecido que era mejor complicar las cosas, dar información de más y retorcerla. Parece más verdadero, y además despista.

—Claro —Paco estaba de acuerdo—. Lo que se me ha ocurrido a mí es muy parecido.

—¿Sí? Pues... —y la euforia se había desvanecido ya como un globo pinchado—. El caso es que al contártelo no me lo he creído, ¿sabes? Porque para salir del paso no está mal, pero es una historia que tiene continuación, ¿no? Quiero decir, que él puede darse por satisfecho o no, y si es que no...

—Seguirá haciendo preguntas.

—Claro.

—Bueno, mira, de momento es mejor que nada, ¿no? —Paco seguía estando animado, o al menos empeñado en parecerlo—. Piensa en las pegas que veas y mañana lo vemos juntos...

Al colgar el teléfono, volvió a la cama y se tumbó boca arriba, muy estirada, con las manos cruzadas y encima del pecho igual que un cadáver. Era su postura de pensar, y no le defraudó. La dama misteriosa estaba muy bien, sí, eso desde luego, pero el hombre dócil y prudente... Raquel recordó a Álvaro Carrión, sus ojos, sus cejas, el perfil que había heredado de un tipo duro de pelar y su propia dureza, el tono primero ambiguo, hasta meloso, y luego áspero, progresivamente terminante, en el que se había dirigido a ella después de volver a su despacho. Eso era lo único que sabía de él, y era demasiado poco para prever su actuación en una escena como la que acababa de plantear. Había dado por sentado que el hijo de Carrión iba a entrar en su juego, que no iba a hacer preguntas, que se iba a asustar, pero eso era mucho suponer. No hable de esto con nadie, se lo digo por su bien... Si su parlamento no le impresionaba y se liaba a hacer preguntas, antes o después tendría que inventarse un escándalo financiero. Para ella, eso no era muy difícil, pero fabricar las pruebas ya era otra cosa. No tenía ni idea de dónde iba a sacar el dinero, y eso sin contar con que Aguado seguía estando por medio. Si había aprendido algo en todos los años que llevaba trabajando, era que en los escándalos financieros siempre hay demasiada gente implicada.

Y fue entonces, ni un segundo antes, ni un segundo después, cuando sintió que se iluminaba un foco en el centro de su cerebro y de repente vio todo el tablero, sus piezas y las del adversario, colocadas con una asombrosa precisión sobre la cuadrícula blanca y negra.

—No —dijo en voz alta mientras se incorporaba, y después de sentarse en el borde de la cama, volvió a repetirlo—. No, no...

La asociación de ideas había sido impecable. Los escándalos financieros son multitudinarios casi por definición, y a ella le interesaba una relación más íntima. No hay una relación más íntima que la que sucede en una cama. La cama eliminaba a Aguado, y por cierto, en su despacho, antes de que llegara él, trabajaba aquella chica tan sosa que se llamaba Regla y parecía una mosquita muerta. Regla ya no trabajaba en ningún sitio, porque tuvo una relación íntima en una cama con un superaccionista de Unión Fenosa que tenía edad para ser su abuelo, y se casó con él.

—Ni hablar.

Se levantó de un salto, se fue al baño, se mojó la cara con agua fría y se volvió a la cama dispuesta a pensar con más sensatez, pero su cerebro había empezado a funcionar y ya no encontró la manera de pararlo.

Las ideas se ordenaban solas para avanzar con tanta armonía como los peones del campeón del mundo en una simultánea contra los alumnos de un colegio de primaria. Acostarse con los clientes puede no ser elegante, pero no es un delito. Todo el mundo lo hace, sobre todo las mujeres, porque disponen de más oportunidades, pero también los hombres cuando tienen ocasión. La relación de un millonario con la persona que gestiona su fortuna es lo suficientemente íntima como para desembocar con naturalidad en un colchón de un metro y medio por dos. A nadie le echan del trabajo por acostarse con un cliente, sobre todo porque nadie se entera a tiempo. La clandestinidad forma parte de la tradición tanto como el sexo en sí mismo. Con tantos ceros de por medio, los profesionales del dinero saben que no les conviene andarse con tonterías. Y si los vivos no hablan, los muertos mucho menos. Si nadie se entera nunca de que una asesora de inversiones se ha acostado con un cliente vivo, menos se va a enterar de que se ha acostado con uno muerto. Sería su palabra contra la de nadie, pero no solamente su palabra. Álvaro Carrión no iba a tener ni tiempo ni oportunidad para sospechar que le estaba mintiendo, si ella sacaba a tiempo la llave que abría la puerta de un ático situado en un edificio de la calle Jorge Juan.

—Que no, que no, que no puede ser.

Volvió a levantarse, se fue otra vez al baño, se mojó la cara, y al mirarse en el espejo, se dio cuenta de que no iba a obtener un resultado distinto del que había cosechado unos minutos antes.

—Total, que como se entere mi abuela, la mato a ella también, de otro disgusto... —concluyó, porque cada vez lo veía más claro, y lo veía mejor.

Parecía demasiado arriesgado, demasiado complejo, y barroco, y elaborado, en comparación con el hecho que pretendía justificar, su simple asistencia a un entierro donde no pintaba nada, pero acababa con todos sus problemas de una vez. Seguramente, a Álvaro Carrión no le gustaría que su padre tuviera una amante, era incluso probable que le extrañara mucho, pero nunca podría descartar esa posibilidad. Todos los seres humanos se parecen porque son criaturas vulgares, muy sencillas al fin y al cabo. Y entre las cosas que tienen en común, no está solamente el sexo. También, desde la estricta antigüedad de la Biblia hasta las portadas de las revistas del corazón de aquella misma semana, la ambición de burlar a la decrepitud, de despistar a la muerte. Julio Carrión tenía ochenta y tres años, pero no los aparentaba. Era un anciano fuerte, vigoroso y hasta atractivo, el desarrollo natural de un muchacho encantador que siempre había tenido mucho éxito con las mujeres. Álvaro tenía que saber todo eso, y quizás no le gustaría encontrarse con que su padre había tenido una amante que podría haber sido su hija, incluso su nieta, pero él también era un hombre, ya no tan joven y, si los instintos de una asesora de inversiones acostumbrada a catalogar a los desconocidos de un vistazo, y a no equivocarse, servían para algo, con una indiscutible inclinación por las mujeres. Por lo tanto era razonable calcular que, aparte de disgustado, pudiera sentirse cómplice de la última aventura de su padre.

—Es una locura... —Raquel volvió a regañarse a sí misma, pero ya no consiguió prestarse mucha atención—. Un disparate es, todo esto...

Y sin embargo, se fue a la cocina, hizo un huevo de mayonesa, que era el alimento que más la consolaba, abrió una lata de espárragos buenos, otra de atún aún mejor, sacó de la nevera un paquete de pan de molde, lo puso todo en una bandeja y se la llevó a la mesa que estaba delante de la televisión. Hizo trabajar el mando a distancia hasta que encontró una vieja y buena película en blanco y negro. Era española y ella habría preferido que fuera americana, de gánsters, pero se rió mucho con Pepe Isbert vestido de esquimal en pleno verano, con la manifestación que organiza el alcalde de aquel pueblo donde había un niño enfermo, un maestro sabio y un cura estupendo, José Luis Ozores desmayándose todo el rato, y cuando los dos gordos de la pensión, obedientes siempre a las indicaciones de la pareja de locutores que hacen cada mañana un programa de gimnasia, se abrazan y, estupefactos, escuchan que lo que tienen que hacer ahora es besarse, ya estaba de mucho mejor humor.

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