El corazón helado (146 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Era arriesgado, era complejo, y barroco, y elaborado, pero también, y sobre todo, era perfecto. Raquel recordó su propia intuición —es mejor complicar las cosas, dar información de más y retorcerla, porque parece más verdadero y además despista—, aquel juicio que había formulado para Paco Molinero sin comprender todavía su verdadera calidad, y comprendió que no iba a encontrar una solución mejor. Ella había ido al entierro de Julio Carrión para observar a su familia y sacar conclusiones, y a pesar de todo, había hecho bien su trabajo. Aquella mañana luminosa y fría se había fijado en que el hijo que estaba aparte no llevaba un traje azul o gris, ni siquiera una corbata. Y al verlo en su despacho, había vuelto a fijarse en sus vaqueros y en su chaqueta de ante, tan impropios del estilo que unifica en la teoría a los herederos de los millonarios. Pero incluso si existiera una secta católica ultrarreaccionaria que se caracterizara por el estilo progresista en el vestir, e incluso si Álvaro Carrión perteneciera a ella, ninguna dosis de cólera, ningún acceso de rabia o de indignación, le permitirían hacerle daño a la última amante de su padre. Le gustara o no, tendría que tragárselo todo sin masticar, porque detrás de la llave de aquel ático sólo encontraría las escrituras de una donación tal vez demasiado generosa, pero al mismo tiempo escrupulosamente legal. Los motivos que hubieran llevado a un anciano con todas sus facultades mentales intactas a firmarlas poco antes de morir nunca podrían invalidarlas. Los muertos no hablan, no hablan, no hablan. No era muy probable que la familia Carrión optara por el escándalo, porque el valor del ático representaría muy poco en comparación con lo que iban a recibir, pero hasta en ese caso, los jefes de Raquel Fernández Perea jamás podrían desmentir su versión. Y ella estaba segura de que Julio Carrión había hecho las cosas bien y de que, siguiendo sus instrucciones, Sebastián habría borrado todas las huellas del camino que la había llevado desde la calle Ávila a la calle Jorge Juan.

Cuando se acostó, pensó que no lograría dormirse, y sin embargo, dio pocas vueltas en la cama, las justas. Después de repasar sus argumentos con atención, comprendió que la mayor virtud de su plan consistía en su capacidad para resolver sus problemas a corto plazo, sin eliminar sus expectativas de futuro. Ahora, todo dependía de la reacción de Álvaro. Si sus revelaciones le indignaban o le ponían furioso, sería complicado llegar hasta su madre, pero si su espíritu entonaba con la ropa que le gustaba llevar, lo más probable era que se guardara el secreto para sí mismo, y entonces Angélica volvería a ocupar sin complicaciones el lugar que ella misma le había asignado hasta que su hijo irrumpió por sorpresa en su despacho. Tendría que encontrar alguna manera de estar al tanto de los movimientos de su interlocutor y esperar algún tiempo antes de dar el siguiente paso, pero el lunes no iba a suceder nada más grave. Por eso durmió bien, de un tirón, y a la mañana siguiente se levantó con sus fuerzas intactas.

Eso fue todo. Después, cuando aquella mentira echó a rodar, cuando creció para hacerse más, y más, todavía más grande, y acertó a cambiar de forma para enredarse en todo, para infiltrarlo todo y suspenderlo de un hilo tan fino como su propia y quebradiza naturaleza, a Raquel llegaría a parecerle increíble que su impostura hubiera surgido de aquellos sucesivos viajes al cuarto de baño, en los que no creía haber hecho nada más grave que mojarse la cara para seguir pensando. Después, cuando empezó a sentirse presa de aquella mentira, se preguntó adónde habrían ido a parar sus reservas, sus temores, cuándo empezaría a gustarle aquella locura, o mejor dicho, cuándo dejó de disgustarla, y cómo logró desarmarse con tanta facilidad a sí misma del instinto que había hecho saltar todas las alarmas ante la perspectiva de convertirse en la amante de Julio Carrión incluso en una ficción inofensiva, estratégica. Después, nunca llegaría a explicárselo del todo, pero tampoco llegaría a ser completamente injusta, y siempre recordaría a tiempo que no la había movido sólo la ambición, la avaricia. Sobre todo, la había empujado el miedo, una pasión española, tan familiar. Quizás también el tiempo, que corría deprisa y no le permitió detenerse, estudiar sus movimientos, planificarlos bien, pensar dos veces en lo que iba a hacer.

Su plan no sólo era arriesgado, complejo, barroco, elaborado y perfecto. Mientras desayunaba, comprendió que además iba a ser trabajoso. El ático de Jorge Juan era la clave de la partida, la pieza que iba a lograr el jaque mate en el tablero imaginario sobre el que jugaba contra los Carrión desde la tarde anterior, pero sólo sería eficaz si conseguía convertir aquel piso piloto en un escenario convincente. Tenía que llenarlo de cosas, sembrarlo de minas, pistas falsas y auténticas como cebos vivos ensartados en un anzuelo. Quizás lo único que pasó fue eso, que no tuvo tiempo para pensar dos veces en lo que iba a hacer, pero se entregó con entusiasmo a aquella tarea y la verdad, aunque eso tampoco podría creerlo después, fue que se divirtió.

—¿Qué tal?

Aquel día, Paco llegó tarde a trabajar, pero lo primero que hizo al sentarse en su mesa fue llamarla.

—Mucho mejor, porque lo he perfeccionado todo.

—¿Sí? —había logrado sorprenderle—. ¿Todo qué?

—Pues todo —y se echó a reír—. Se acabó el escándalo financiero.

—¿Y entonces?

—¡Uf! Es largo de contar. ¿Tienes algo que hacer esta tarde? Si te parece, comemos algo rápido y te lo explico. Es que después me gustaría que me acompañaras a un sitio...

—¿A un sitio? —ya parecía más que sorprendido—. No entiendo nada. Me estás asustando, Raquel.

—Pues no te asustes porque no es precisamente de miedo —y volvió a reírse—. Tampoco es peligroso. Quiero que me acompañes a un sex-shop. Podría ir yo sola, pero...

—¿A un sex-shop?

—Sí. Ya me imagino que no entiendes nada, pero todavía no sabes lo mejor. Estás hablando con la última amante de Julio Carrión González —esperó una respuesta, cualquier comentario, pero su amigo se había quedado mudo—. ¿No me dijiste tú que lo que tenía que hacer era atacar? Pues más que esto...

Y sin embargo, cuando se reunió con él estaba más nerviosa de lo que había calculado, y le miró un buen rato a los ojos antes de empezar a hablar. Le conocía muy bien, y sabía que si formaban un buen equipo era porque cada uno de los dos tenía la virtud de suplir con sus capacidades las deficiencias del otro. Raquel era más imaginativa, más valiente y mucho más audaz. Paco era peor pensado, más astuto y mucho más realista. Por eso, la autora del plan esperaba dudas, preguntas e incluso críticas, la respuesta habitual a los saltos mortales que sólo ella era capaz de concebir. Pero cuando llegó al final, Paco no se contentó con echarse a reír. También aplaudió.

—¡De puta madre, tía! —y siguió riéndose—. Pero de puta madre, es que es buenísimo, en serio...

Raquel celebró tanto su entusiasmo que cuando entraron juntos en un sex-shop inmenso de la calle Atocha sintió una efervescencia rejuvenecedora, la clase de impaciencia mezclada con temeridad, mezclada con emoción, mezclada con una risa intermitente, tonta y desbocada, que había sido siempre el preámbulo de sus travesuras infantiles, sus gamberradas adolescentes. Quizás el dependiente se dio cuenta, porque se acercó a ella enseguida, y sonrió antes de preguntarle qué deseaba.

—Pues, mira, quiero como... —y se paró a pensarlo—. No sé, unas doce o quince películas, pornográficas, desde luego, pero normalitas. O sea, hombres y mujeres follando, y ya. Sin travestís, sin animales, sin menores, sin sadomaso... Todo legal, ya sabes.

—Puedes elegirlas tú misma —le dijo él—. Están justo detrás de ti, en esos dos pasillos.

—Ya, pero es que yo no controlo mucho, e igual meto la pata. Si fuera una sola, sí, pero tantas... Me puedo tirar la tarde entera. Por eso he pensado que, si no te importa, me las podrías escoger tú.

—Bueno —parecía perplejo—, eso suele ser muy personal, pero si lo prefieres...

Salió de detrás del mostrador y ella le siguió con una cesta de plástico en la mano y la misma actitud con la que se habría prestado a probar un queso nuevo en un supermercado. Estaba sola, porque Paco le había dicho que iba a darse una vuelta, a ver qué encontraba, pero no le necesitó para responder a las preguntas de su nuevo mentor.

—Lesbianas sí, ¿no? ¿Y tríos? ¿Sexo en grupo?

—Claro, eso es muy clásico. Lo único es que sean tranquilas, porque son para un señor muy mayor, y... No sé, no quiero que se me asuste.

—También tenemos ofertas. Son más antiguas, pero igual te interesan.

—No, es mejor que sean caras. Normalitas, pero de calidad, digamos. Quiero decir, nada casposo, gente elegante, jóvenes, guapos, en fin...

—Ya, ya, te había entendido. Aunque te advierto que las raritas cuestan más o menos lo mismo.

—Sí, pero... Yo sé lo que me digo.

Tenía su cesta casi llena cuando vio entrar a Paco por el pasillo con otra por el estilo.

—Escoge uno —le enseñó lo que traía y a ella le dio la risa—. Yo creo que los metálicos son más serios, a don Julio le pegan más —entonces se rió él también—. Pero los de colorines son mucho más bonitos y te pegan más a ti.

—Pero, Paco, de verdad... —estudió un momento los consoladores, uno plateado, otro de plástico blanco, el tercero de una especie de goma de color morado, el cuarto igual, pero verde pistacho—. ¿Tú crees que esto hace falta?

—Hombre, con un novio de ochenta y tres años... —y aquello ya eran carcajadas—, tú me dirás... Yo creo que lo que se dice sobrar, no sobra, eso desde luego.

—Entonces, el morado, que es más republicano.

—Estaba pensando... —pero el dependiente, que había abierto mucho los ojos al escuchar la edad del novio de su clienta, no quiso revelar aún su pensamiento.

—¿Qué? —le preguntó Raquel, que había anotado aquel gesto, mientras pasaba el consolador a su cesta.

—No, nada —el chico negó con la cabeza—. Se me había olvidado lo que me habías dicho antes —Raquel frunció las cejas y él bajó la voz—. Todo legal, ¿no?

—Bueno, en un momento dado... —se acercó a él y susurró cerca de su oído—, eso es sólo una manera de hablar, ya sabes.

Él asintió con la cabeza, avanzó hasta el fondo del pasillo, se colocó detrás de la estantería, y ellos le siguieron.

—Tengo un colega aquí al lado —dijo, dirigiéndose sólo a Raquel—, que pasa viagra. En las farmacias sólo la venden con receta, ya sabes. Yo tengo aquí otras cosas, pero no hay color, la verdad. Y por eso he pensado que, a lo mejor...

—Me interesa muchísimo. Pero muchísimo, en serio.

—¿Cuántas quieres? —preguntó él, marcando un número en el móvil.

—De momento, dos... —se paró a pensarlo y no cambió de opinión—. Con eso tengo bastante.

En aquel instante, Raquel Fernández Perea comprendió que todo iba a salir bien, porque la suerte estaba de su parte. Al salir a la calle, cargada con dos bolsas de plástico verde oscuro, opaco y sin marcas de ninguna clase, volvió a pensarlo. Paco la acompañó al bar donde les estaba esperando el camello, pero se despidió enseguida.

—He quedado con una tía y se me ha hecho tarde... —y miró al suelo, como si estuviera avergonzado de no haberlo dicho antes—. Seguramente pasaré el fin de semana fuera de Madrid, pero si pasa algo, lo que sea, me puedes localizar en el móvil, ¿vale?

—Vale —ella le dio un abrazo—. No sabes cómo te agradezco todo esto, en serio, no puedo decirte...

Pero él distinguió en aquel momento una luz verde, la soltó deprisa, levantó la mano para detener un taxi.

—Lo siento, Raquel, me tengo que ir, de verdad, me van a matar, el lunes hablamos... —y se marchó justo en el momento en el que ella había calculado que tendría que ceder, dejarse invitar a cenar, luego a tomar una copa en su casa, por fin acabar en la cama con él.

Estaba tan segura de que eso era lo que iba a pasar que hasta le apetecía, no mucho, desde luego, pero lo suficiente como para dejarse hacer con alegría. Mientras pagaba, la presión del ambiente la había animado a hacer cálculos, y acababa de darse cuenta de que no se acostaba con nadie desde Nochevieja, cuando Berta la arrastró a una fiesta donde se encontraron con un actor que le gustó mucho de repente, pero sólo de repente. Su particular campaña de resistencia, la negociación con Sebastián López Parra, el reencuentro con Julio Carrión González, los secretos de su abuela, sus visitas a la sede del Grupo Carrión, el entierro y sus consecuencias, la habían mantenido demasiado ocupada como para pensar en el sexo. Y sin embargo, el sorprendente desinterés de Paco también era un signo de la complicidad del azar, porque si hubiera pasado la noche con él, ya no habría podido quitárselo de encima hasta el lunes por la mañana, y prefería trabajar sola. A partir de aquel momento, ya no necesitaba a nadie y, extinguidos el miedo y el peligro, confiaba más en sus propias capacidades que en las ventajas de cualquier asociación.

Lo hizo todo sola y lo hizo muy bien. No tuvo que recurrir a nadie más con la única excepción de su hermano Ignacio, que el día siguiente, a la hora de comer, le explicó que las pastillas blancas muy pequeñitas que se ponen debajo de la lengua se llaman cafinitrina y previenen los infartos, y otras un poco más grandes y también blancas podrían ser estatinas, para combatir el colesterol.

—¿Quieres verlas? —le dijo su abuela, sacando un pastillero del bolso, y añadió que naturalmente podía quedárselas—. En casa tengo un arsenal, pues sí, bueno es tu hermano, ahora, que lo que no sé es para qué las quieres...

—Pues sí, para nada, tienes razón —concedió ella—. Era sólo curiosidad... —y volvió a meter el pastillero en el bolso de su abuela con tres unidades menos, una pequeña y dos grandes que guardó enseguida en su paquete de tabaco.

Aquella mañana había comprado una cajita cuadrada de plata con la tapa rayada, muy parecida a la que Julio Carrión había volcado sobre la mesa en su última entrevista, y un portaminas de acero semejante al que había visto enganchado, siempre el mismo y en el mismo sitio, en el bolsillo de su chaqueta. También había hecho la compra más caprichosa de su vida, queso, foie-gras, frutos secos, galletas saladas y dulces, bombones, una botella de whisky y otra de ginebra, cocacolas, tónicas, servilletas de papel... Todo eso estaba ya en Jorge Juan, pero había llevado a su casa lo que había comprado para el baño porque el efecto sería mejor si se quedaba con los envases nuevos y llevaba al ático los que tenía a medio usar. La única concesión que se hizo a sí misma fue un viaje al chino de la esquina, donde encontró vasos, cuencos y cubiertos mucho más baratos que los que podría ofrecerle el barrio de Salamanca. Para escoger un DVD había seguido la misma filosofía, porque la operación picadero le estaba costando una pasta, por más que supiera que todo lo que fuera a parar a Jorge Juan volvería a sus manos antes o después, pero el azar recompensó su vocación de virgen sabia al ponerle delante dos docenas de velas pequeñas metidas en fanales de plástico transparente, que parecían fabricadas a propósito para decorar el borde del jacuzzi.

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