—Entonces, déjalo ya, Álvaro. No lo hagas por papá, ni siquiera por mamá, hazlo por ti... Y hazlo por mí. Deja las cosas como están, porque ya no sirve de nada, nada sirve para nada. Papá está muerto pero nosotros estamos vivos y tenemos que seguir viviendo, tenemos que intentar ser felices, y mira lo que has conseguido, ahora Rafa te odia, acabará odiando a Julio por defenderte, Angélica está fatal, y yo...
Mi hermana volvió a llorar y la abracé, le pasé un brazo por los hombros, la atraje hacia mí, apoyé su cabeza sobre mi pecho y pensé en ella, en sus argumentos y en los míos, en algunas palabras importantes para los dos, generosidad, responsabilidad, egoísmo, y en otras que Clara jamás aprendería, tú tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente, a lo mejor me equivoco, pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor... Ella no me entendía a mí, pero yo sí la entendía, más allá de lo que me parecía bien o mal, justo o injusto, sano, razonable, imprescindible. Clara no quería saber, prefería ignorar la cantidad y la calidad de cuanto desconocía, se había empeñado en vivir, o en hacer como que vivía, dentro de su propio invernadero de paredes de cristal. No era muy original, pero tenía derecho a escoger ese camino, a unir el estrépito de sus labios sellados al clamoroso silencio de millones de voces que habían elegido callar antes que ella, cerrar sus oídos al estruendo de un silencio más ruidoso que cualquier grito. Yo también había dispuesto de esa opción. Desde el principio, siempre había sabido que también se puede no hacer nada, meter los pedazos de una bailarina de porcelana en una bolsa de plástico, cerrarla con un nudo bien apretado, tirarla al cubo de la basura, amontonar encima otros desperdicios y prensarlos con el pie. Ése era su sistema, y cuando era niña, la pillaban siempre. Por mucho que corriera ahora, el futuro la iba a pillar igual, porque antes o después, acabaría sabiendo sin querer saber, escuchando lo que no quería escuchar, y siempre podría pensar que todo era mentira pero no lo lograría del todo, ya no. Algún detalle de la verdad, ese enemigo del que pretendía escapar, se deslizaría sin remedio bajo su piel como una astilla, uno de esos diminutos fragmentos de madera que no abren una herida ni convocan el color de la sangre, que ni siquiera hacen daño, pero se van endureciendo con el tiempo hasta convertirse en un relieve calloso que forma parte del dedo donde se han clavado, igual que el cuerpo blando de un camarón abandonado sobre una roca se hace piedra con ella. Eso era lo que iba a pasar, yo lo sabía. Seguía siendo su hermano mayor y había pasado antes por todas las fases del mismo proceso, pero ella tenía derecho a elegir, y había elegido.
—No te preocupes, Clara —le dije sin dejar de abrazarla—. Si no quieres saber nada, no te lo voy a contar. Yo también te quiero mucho, y seguiré queriéndote mucho, siempre —ella no se movió, no dijo nada, y la estreché con más fuerza—. Ratita, ratita...
Entonces separó la cabeza de mi hombro, se volvió hacia mí, me sonrió. Volvimos a abrazarnos, a besarnos, y me levanté. Ella me imitó enseguida, y no hizo nada por disimular la luz de alarma que parpadeaba en sus ojos.
—Te dije que se te iba a arrugar la chaqueta... —dijo sin mirarme, mientras intentaba alisarla con los dedos.
—Sí —y ya sabía por dónde iba a salir.
—Por favor, Álvaro, no entres a ver a mamá —no tardó mucho en confirmar mis previsiones, y cerré los ojos para ahorrarme su mirada lastimera, suplicante, insufrible—. Hoy no, todavía no, espera un poco. Tiene setenta años, está llena de achaques, ya lo sabes, la muerte de papá fue un golpe muy duro para ella, y ahora esto, encima... —abrí los ojos, y comprobé que la condición de su mirada no había cambiado—. Por eso he venido, sólo por eso. Quería hablar contigo, saber cómo estabas, pero sobre todo quiero pedirte, rogarte, que no le des un disgusto a mamá, te lo pido por favor, por favor, Álvaro...
Cogí a mi hermana de las manos para liberarla de la inútil tarea de arreglar mi chaqueta, y respondí a sus súplicas con firmeza. Estaba muy tranquilo, porque lo único que había sabido desde el principio, desde mucho antes de llegar a La Moraleja, era que aquella mañana me tocaría escuchar esas palabras, que alguien se me adelantaría sólo para decírmelas, para servirme en bandeja la coartada perfecta, el argumento supremo, la excusa ideal.
—No he venido a darle un disgusto a mamá, Clara, he venido a hablar con ella, nada más —entonces fue mi hermana la que cerró los ojos—. Y no quiero que me cuente nada, sólo que me lo explique. Eso es lo único que quiero, escuchar su versión.
—Pero no corre prisa, ¿verdad? —volvió a mirarme, intentó sonreír, lo consiguió apenas—. No va a pasar nada porque esperes un poco, una semana, dos, el tiempo necesario para que te tranquilices, para que medites bien lo que vas a hacer, para que comprendas lo que estás haciendo... Todo esto es muy antiguo, Álvaro, pasó hace mucho tiempo, antes de que nosotros naciéramos, y no va a cambiar nada, tú lo sabes, no puede cambiar, las cosas son como son, mejores o peores, y así se van a quedar. Y no te pido que no hables con mamá, ¿cómo podría yo pedirte eso?, sólo que esperes un poco a que las cosas se calmen, tu situación con Mai, con esa chica, lo de Rafa, en fin...
—No puedo esperar, Clara —yo seguía estando tranquilo y ella estaba cada vez más nerviosa—, no puedo aguantar ni un día más con todo esto. Tengo que acabar de una vez, para poder seguir con mi vida, para volver a ser una persona normal... Esto ya no tiene nada que ver con mamá, ni contigo. Tiene que ver conmigo, con lo que yo soy, con lo que voy a ser cuando salga de aquí. A lo mejor no lo entiendes, y sin embargo... —lo que iba a decir era tan evidente que ni siquiera me paré a calcular sus consecuencias—. Tú tienes derecho a no saber, pero yo tengo el mismo derecho a saber.
—No, Álvaro —su voz se endureció, se endurecieron sus ojos, su gesto—. No tienes derecho a hacerla sufrir, no tienes derecho a estropearlo todo, a ir contando toda esa mierda sobre papá, a hacernos daño. Nos estás haciendo mucho daño, ¿sabes?, a todos, y para nada, sólo porque se te ha antojado, porque te has enconado con una y no se te ha ocurrido otra cosa mejor que convertirte en su héroe, no es más que eso, y no tienes derecho, no lo tienes...
—Lo que no tengo es la culpa de nada, Clara —y ni siquiera yo lo entendía, pero todavía estaba muy tranquilo—. Yo no he hecho nada malo, yo no he robado a nadie, no he entregado a nadie, no he traicionado...
—¡Tatatatatatatatatata! —apenas se detuvo a tomar aire antes de repetirlo—. ¡Tatatatatatatatatata!
Mi hermana chillaba, ¡tatatatatatatatatata!, con los párpados cerrados y los dedos en los oídos, las yemas blancas de apretar. Ésa era otra de sus estrategias clásicas, como sentarse en un escalón, ni dentro de casa ni fuera del todo, o quitar de en medio a toda prisa lo que acababa de romper. No quería escucharme, y yo tampoco tenía ningún interés en seguir hablando aunque todavía me quedaban algunas cosas que decir. La principal era que estaba seguro de que mi madre no se iba a venir abajo, de que no iba a derrumbarse, ni a deshacerse en llanto, y su corazón no se iba a parar por hablar conmigo. Pero Clara tampoco habría estado dispuesta a escuchar eso. Por eso la dejé atrás, y sin embargo, volví a escuchar su voz antes de alcanzar la puerta.
—Espérame, Álvaro —se peinó con los dedos, se estiró la ropa, se frotó los ojos y me abrazó, me estrechó con fuerza, me besó muchas veces—. Te quiero mucho, ¿sabes? Y si vas a entrar, quiero ir contigo.
La esperé y entramos juntos en la casa desierta, limpia, ordenada. El sol entraba hasta el centro del recibidor, y se alargaba sobre la reluciente tarima del pasillo hasta fundirse con la claridad que atravesaba las vidrieras entreabiertas que daban paso al salón. Al fondo, sentada en un sofá, de espaldas a la luz, en su sitio de siempre, mi madre nos miraba llegar. Tenía las piernas cruzadas, las manos descuidadas sobre la falda, y cuando nos acercamos a ella, suspiró.
—Déjanos solos, Clara.
El corazón de mi madre no se iba a parar por hablar conmigo. Lo sabía, estaba seguro de que ninguno de los dos corríamos ese peligro, pero no esperaba que me sonriera, ni que sonriera a mi hermana antes de repetir su última orden en un tono sereno, casi amable.
—Quiero hablar a solas con Álvaro, Clara.
—Pero, mamá...
—¿Por qué no esperas en el jardín? —señaló la dirección con el índice—. Lisette ha salido hace un momento, con los niños. Hace muy buen día, pero esto se acaba, ya estamos en octubre... —sonrió de nuevo—. Conviene aprovecharlo, ¿no te parece?
Mi hermana la miró, me miró a mí, se dio la vuelta sin decir nada.
—¿Quieres cerrar la puerta al salir, por favor, hija? —esperó a que estuviéramos solos de verdad para sonreír por tercera vez—. ¿Y tú, qué? ¿No me vas a dar un beso?
—Sí, claro, mamá...
Sabía que su corazón no se iba a parar, pero jamás habría podido imaginar que afrontara mi visita con tanta calma, aquella serenidad fronteriza con la indiferencia.
Al acercarme a ella, me fijé en sus joyas, en la suavidad brillante de su blusa de seda, la perfección casi geométrica con la que su falda larga se desparramaba sobre el sofá como una mascota bien adiestrada. Estaba tan peinada como si acabara de salir de la peluquería, y una sombra rojiza, terrosa, coloreaba las mejillas que besé con cuidado para recibir a cambio dos besos francos, rotundos. Mi madre se había vestido, se había pintado, se había arreglado para recibirme, pero esa actitud revelaba en ella algo muy distinto de lo que representaban mi traje y mi corbata, y al comprobarlo me sentí perplejo, perdido en la confusión de mis expectativas y mis esperanzas, mientras cedía por un instante a la conciencia de su autoridad con la misma pasiva confianza que nunca cuestioné cuando era un niño, y ella el ángel del bien y del mal, la dueña de mi vida.
—Te has puesto muy elegante para venir a verme —ya no sonreía, pero su rostro aún conservaba el gesto amable y relajado de las sonrisas—. Me gusta mucho verte así, ya lo sabes... —no dije nada, y me señaló con la mano la butaca que tenía más cerca—. Siéntate, anda. Te estaba esperando.
La miré, y me miró, nos miramos como si no nos conociéramos, como si necesitáramos medirnos mutuamente, adivinar las fuerzas del contrario antes de arriesgar las propias, y me pregunté quién era esa mujer, que siempre había sido mi madre, y qué podía pensar, sentir ella al mirarme a mí, que siempre sería su hijo. No logré responder a ninguna de esas preguntas pero atrapé sin querer una respuesta que no estaba buscando al advertir que la actitud de mi madre no se parecía a la mía, pero tampoco a la de ninguno de mis hermanos. Cuando me encontré con Clara en la escalera, no me había fijado mucho en su aspecto, pero podía recordarlo ahora, el pelo recogido con una goma, las botas sucias, salpicadas de barro, y la preocupación pintada en la cara como todo maquillaje. Nos estás haciendo mucho daño, me había dicho, y yo sabía que era verdad, que a Julio le había dolido hablar conmigo y a Rafa mucho más, que Angélica habría pasado la noche en blanco, que ella estaba sufriendo por mi culpa, sola en el jardín, y que ninguno había sufrido, ni llegaría a sufrir, tanto como yo. En una escala elemental, que todos sus hijos habíamos calculado al mismo tiempo y con datos semejantes, a ella, viuda y sola, anciana e indefensa, le correspondería el grado supremo del sufrimiento, pero todas las señales apuntaban a que los cinco hermanos Carrión Otero habíamos cometido el mismo error.
Yo no había asumido el dolor de mi madre, no había querido pensar en eso, no podía hacerlo. Había decidido dejarlo para el final, para ese momento vago, fabuloso, en el que pudiera decirme a mí mismo que todo se había acabado, que había llegado el momento de trazar una raya en el suelo y saltarla con los pies juntos para empezar de nuevo, al otro lado. No había querido calcular su desesperación, medirla con mi culpa, porque entonces no habría podido moverme, no habría sido capaz de hacer ni de decir nada. Yo iba a ser un hombre digno, bueno, valiente, y a lo mejor me equivocaba, pero sentía que estaba haciendo lo que tenía que hacer, y lo hacía por amor.
Sabía que mi madre era una mujer dura, fuerte, que no iba a venirse abajo, que no se derrumbaría ni se desharía en llanto, pero había presentido una escena muy distinta, una inquietud, una zozobra, una amargura cuya ausencia me impedía interpretar lo que estaba viendo. Su tranquilidad me parecía casi ofensiva, me desconcertaba, estuvo a punto de desorientarme del todo hasta que se me ocurrió pensar que a lo mejor no era sólo ella y no era sólo yo, que no éramos nosotros, porque no podía saber en cuántas casas se habían vivido ya o se vivirían aún escenas parecidas. Al comprenderlo, sospeché que ésa había sido mi verdadera equivocación, un gigantesco error de cálculo, porque las cosas no se conformaban con ser distintas de lo que parecían, sino que eran justo al revés, todo lo contrario, y ese fenómeno tenía que responder a algún principio, un elemento que yo no había sabido apreciar, valorar, colocar en el lugar adecuado. El tiempo no es una línea recta, nunca lo ha sido, y yo lo sabía muy bien, soy físico, pero no tan duro, tan fuerte como mi madre. Por eso, hasta aquel momento nunca había considerado que lo que para nosotros era una tragedia, para ella pudiera no ser más que un enojoso contratiempo.
La óptica es una ciencia paradójica pero las lentes no tienen corazón, carecen de sensibilidad, de memoria, de recursos para intervenir en las imágenes que distorsionan. A menudo, la distancia ayuda a enfocar, mejora la percepción de las formas, de los volúmenes de un objeto, y en la misma proporción, la proximidad puede representar un obstáculo para los ojos poco entrenados, pero sólo aplicamos esa regla a las cosas, no podemos invocarla cuando hay personas por medio, tantas personas con tanta tristeza a cuestas. Eso no puede ser, me dije, es imposible, imposible que nosotros, que ya estamos tan lejos, percibamos con claridad lo que no vimos, lo que no vivimos, y que ella, que estuvo allí, esté ahora tan tranquila, conmigo...
No tuve tiempo para madurar bien aquella idea, para apreciar del todo su catastrófica naturaleza, porque mi madre se me adelantó con la respuesta a una pregunta que no le había hecho todavía.
—Tu tía Teresa, la hermana de tu padre, vive en Alemania... —hizo una pausa para darme la oportunidad de decir algo, pero no pude aprovecharla, y siguió hablando con la misma naturalidad con la que había empezado—. Bueno, a lo mejor se ha muerto, porque no sabemos nada de ella desde el 78 o por ahí... Cuando acabó nuestra guerra, estaba en Argelia. Tu abuela consiguió meterla en uno de los barcos que iban a Oran, con una hermana del hombre con el que vivía, y allí se quedó. Luego, después de la guerra mundial, se casó con otro español que había estado preso en uno de los campos que tenían los nazis en el África francesa. Tuvieron varios hijos, no sé cuántos, y siguieron viviendo en Oran hasta la independencia de Argelia. Entonces se marcharon, pasaron una temporada corta en Francia, y a mediados de los años sesenta emigraron a Alemania. Se instalaron en una ciudad medio famosa, no sé, Stuttgart o Dusseldorff, algo así, su marido trabajaba en una fábrica de Volkswagen. Tu padre no sabía nada de ella desde que volvió de Rusia, pero después de la muerte de Franco, cuando empezaron a volver los exiliados, la localizó a través de una asociación de republicanos españoles que habían estado trabajando en un ferrocarril, en el desierto del Sahara o algo parecido, ya no me acuerdo bien...