El corazón helado (147 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Dejó las fantasías para el final, y el domingo por la tarde, cuando todos los electrodomésticos funcionaban, la nevera había empezado a fabricar hielo, la cama estaba hecha y los ceniceros sucios, se puso una copa, se desnudó, abrió el grifo de la bañera y dejó caer encima un chorro de gel. Después colocó las velas, las encendió, sacó el consolador de su envase y se metió en el agua con él. Si no te apetece estrenarlo, que sería lo suyo, le había aconsejado Paco, lávalo bien, varias veces, para que no huela a nuevo. No lo estrenó, pero lo tuvo en remojo media hora, el tiempo que tardó en consumirse más o menos la mitad de la cera. Después, sopló las velas una por una, como si fuera su cumpleaños, contempló su obra y se felicitó a sí misma. Estaba segura de no haber cometido ningún error, pero antes de marcharse, volvió a comprobarlo todo.

El día siguiente, a primera hora, Paco Molinero pasó por su despacho de camino hacia el suyo.

—¿Cómo estás?

—Bien —le aseguró ella, pero se corrigió sobre la marcha después de mirarle con más atención—. No tan bien como tú, pero muy bien. Un poco nerviosa.

—Ya —él no quiso hacer comentarios sobre su fin de semana—. ¿Quieres que comamos juntos?

—No puedo. Voy a comer con Álvaro Carrión.

—¡Ah! —él se quedó muy sorprendido—. No sabía que hubierais quedado para comer.

—Él tampoco lo sabe, pero he pensado que es lo mejor, ¿no? —se rió—. No puedo decirle que soy la amante de su padre así como así, y además, si comemos juntos puedo sacarle información.

—Puede ser —aceptó él—. Bueno, llámame luego para contármelo, ¿vale?

Aquella mañana se había levantado antes de que se activara la alarma que encendía la radio del despertador, se había probado la mitad del armario antes de escoger el vestido que llevaba puesto y había ido a trabajar sin pintarse. Lo hizo antes de salir y no quiso analizar por qué, como se había negado a analizar por qué no le cogía el teléfono a Sebastián, que volvió a llamarla el sábado, y se disponía a comer dos días después con un hijo de Carrión, a pesar de que su compañía resultara infinitamente más peligrosa. Cuando le distinguió, de nuevo con vaqueros y sin corbata, al otro lado de las puertas de cristal, sus labios sonrieron solos y todo lo demás ocurrió de una manera parecida. No había previsto tutearle, pero al acercarse a él, comprendió que no podía seguir llamándole de usted. Y ésa fue la última decisión consciente que tomó hasta que sacó la llave del ático de su bolso para ponerla encima de la mesa.

Al salir del restaurante, podría haber concluido que hacía muchísimos años que un hombre no le gustaba tanto, pero la cabeza no le daba ni para eso. Creía que sus piernas tampoco podrían llevarla a casa, y al darse cuenta, estaba ya a la altura del metro de Noviciado. Después, se encerró en el dormitorio, bajó las persianas, se tiró en la cama y se rió. Tenía muchas ganas de reírse y ninguna de pensar en lo que le estaba pasando. Y hasta que sonó el teléfono no hizo nada más.

—¿Qué ha pasado? —Paco parecía asustado, eran las seis y cuarto—. No me has llamado.

—No, porque... Bueno, se me ha olvidado.

—¿Y qué tal?

—Muy mal —hizo una pausa, sonrió—. Y muy bien.

—¿Muy mal? —no entendía nada, y la perplejidad se asomó a su voz—. ¿Por qué?

Raquel se sentó en la cama, tomó aire, procuró ponerse seria.

—Álvaro Carrión es físico, Paco.

—¿Físico? —ahora entendía todavía menos—. ¿Por qué dices eso? ¿Tiene un gimnasio?

—No —y a pesar de sus buenos propósitos, volvió a echarse a reír—. Es físico, de la Física y Química, ¿te acuerdas de aquella asignatura del colegio? Es científico.

—¿Pero cómo va a ser...? —la sorpresa le impidió acabar la frase—. Con un padre empresario, millonario... ¿Es científico?

—Sí.

—Es lo más raro que he oído en mi vida.

—Pues sí —Raquel comprendía muy bien la reacción de su colega—, es muy raro pero es lo que hay —hizo una pausa que la estupefacción de Paco no acertó a llenar—. Sus hermanos mayores sí trabajaban con su padre, la típica dinastía empresarial, ya sabes, pero él no. Él es físico y da clase en la universidad. No tiene nada que ver con los negocios de su familia y no ha podido contarme nada de eso, claro. Tampoco ha reaccionado mal cuando le he dicho que su padre y yo éramos amantes, más bien no ha reaccionado en absoluto, y eso es una buena reacción, ¿no? Además parece progre, ¿sabes? Yo creo que por ese lado ha habido suerte.

—¿Y por el otro?

—¿Cuál es el otro? —ahora era ella la que no entendía.

—¿Pues cuál va a ser? El de la pasta.

—¡Ah! De eso no sé nada todavía. Tendré que esperar, ver por dónde respira... De momento no se ha indignado, no se ha ofendido, no me ha insultado ni me ha dicho que estaba mintiendo. Se ha quedado con la llave, eso sí. Me imagino que ahora irá por allí, y... No sé, tendrá que masticar todo esto.

—Ya, eso es lo normal, con eso ya contábamos, pero lo que no entiendo es por qué me has dicho que también ha ido todo muy bien.

—Pues... porque me he divertido mucho, la verdad.

—Pero, Raquel... —el asombro de Paco evolucionaba deprisa hacia la impaciencia—. Tú no has ido a comer con ese tío para divertirte.

—Pues no, tienes razón. ¿Pero qué quieres? Me he divertido.

No fue capaz de explicarlo mejor y dedicó el resto de la tarde a imaginar a Álvaro Carrión cayendo en todas sus trampas, un entretenimiento que la excitaba y la conmovía a partes iguales. Creía tenerlo todo bajo control, pero cuarenta y ocho horas después, ya lo había perdido. Eso no le preocupó. Lo más notable de todo fue que le trajo sin cuidado.

Rafael Carrión Otero la llamó el 6 de abril, miércoles, para informarla de que se había convertido en el presidente de las empresas de su familia. Antes de que ella tuviera tiempo de darse por enterada, le anunció que se había hecho cargo de la situación, que estaba ocupadísimo, que le gustaría ir a verla al día siguiente, por la mañana, eso sí, porque por la tarde todos los herederos estaban convocados a una reunión muy importante, que le agradecería mucho que tuviese la documentación preparada y que iba a liquidar los fondos porque ésa era la voluntad expresa de su madre. Nada de lo que me cuente me va a hacer cambiar de opinión, añadió al final, y ella ni siquiera lo intentó. Adiós a los fondos, se dijo, pues muy bien, y Paco Molinero no opinó nada distinto. A aquellas alturas, eso ya les daba lo mismo.

El hermano mayor de Álvaro no le gustó nada. Se le parecía tan poco que ni siquiera la deformación profesional la animó a retenerle. Alto y delgado, pero con barriga, tenía los hombros encorvados, la piel muy blanca y un pelo pobre, fino y ralo, al que quizás le sentaría mejor renunciar. Por lo demás, era arrogante, prepotente y tan áspero como si pretendiera resultar antipático a propósito.

—Creía que las inversiones de mi padre las llevaba un chico, Aguado, ¿no? —dijo antes de firmar.

—En efecto —contestó Raquel—, pero hace poco se hizo cargo de una operación muy delicada, muy complicada. Tiene mucho trabajo y me ha pedido que me encargue...

—Da lo mismo —firmó antes de que su interlocutora tuviera tiempo para terminar la frase que tenía preparada, miró el reloj, seleccionó los documentos—. Esto es para usted, ¿verdad?

Al despedirse de él, Raquel se dio cuenta de que la miraba igual que si fuera un mueble. En aquel momento, no le dio importancia, pero se encontró recordando la expresión de su rostro sin querer una semana más tarde, al compararla con la mirada concentrada, risueña pero más que levemente ansiosa, que le dirigió su hermano desde la barra de un restaurante japonés.

Ella ya había calculado que probablemente Álvaro la llamaría para devolverle la llave, pero, aparte de comprarse un vestido tan corto y escotado que parecía una combinación de las que se usaban en 1950, y una chaqueta de punto rosa que subrayaba en un grado admirable lo que aparentaba disimular, no planeó ninguna estrategia, ninguna otra ofensiva para aquella cita. Y aquella noche, todo empezó a venirse abajo.

Si quince días antes alguien le hubiera enseñado esa escena, si hubiera podido verse y mirarse, escuchar sus palabras y leer los pensamientos que las inspiraban, se hubiera echado a reír. Es imposible, habría dicho, ridículo, éste es el último hombre en el mundo con el que yo querría tener algo que ver en mi vida, el último, si naufragáramos juntos y fuéramos a parar a una isla desierta, construiría mi cabaña en el punto más alejado del que él escogiera para levantar la suya... Pero Álvaro Carrión sabía mirarla, y le pareció tan gracioso mientras señalaba en la carta los nombres del sushi con un dedo, y tan conmovedor al buscar las palabras justas para expresarse sin herirla, y tan encantador cuando confesó que había recogido todo lo que había en el ático para que su madre y sus hermanos no tuvieran que enterarse de nada, y tan inquietante en el momento que escogió para bajar la voz y mirarla a los ojos antes de preguntarle si había querido a su padre, y hacía tantos años que su cuerpo no crujía, y él lo lograba con tanta facilidad, que a la hora del postre se encontró pensando en el más inconveniente de todos los planes que el mundo era capaz de ofrecerle.

Él estaba pensando en lo mismo y ella se dio cuenta. Por eso pudo reaccionar, aquella noche sí, pero mientras miraba el reloj, fingía asustarse de lo tarde que era, y se recordaba en voz alta que tenía que madrugar al día siguiente, ya no estaba segura de nada, no sabía si iba a acertar o a equivocarse. Aquella noche, Álvaro Carrión ya era él, no la sombra de su padre, y Raquel Fernández Perea no podía seguir recurriendo a la debilidad de su tía Paloma para enmascarar su propia debilidad. Y sin embargo, se lo quitó de encima. Con suavidad y sin palabras, sin cerrar ninguna puerta ni despedirse hasta nunca, se lo quitó de encima y se dijo que había hecho bien, lo correcto, lo mejor, lo más sabio, lo más sensato, lo único que podía hacer. No quiso pensar que quizás nunca en su vida había tenido tantas ganas de acostarse con alguien, pero lo supo igual, hasta sin querer pensarlo. Y cuando entró en su casa estaba tan desmoralizada que ni siquiera tuvo fuerzas para pegarse a sí misma. Por imbécil.

Da lo mismo, mientras se metía sola en la cama se absolvió de sus pecados, se me pasará, y al levantarse por la mañana se consoló con el mismo pronóstico. Pero no dio lo mismo, porque no se le pasó. Pasaron los días, sí, uno, dos, tres, cuatro días, y el supuesto acierto de su renuncia empezó a diluirse en el ácido de los deseos insatisfechos, una sustancia tan irritante que es capaz de fabricar su propio antídoto.

¿Y qué?, ésa fue la primera dosis, ¿y si lo hiciera, qué?, yo no le voy a contar nada y en mi familia tampoco se va a enterar nadie... Aquella gota le sentó tan bien que empezó a tomar la misma medicina a cucharadas, y va a ser sólo una vez, ¿para qué más?, con un par de polvos lo arreglo todo, él está casado, así que, total, por una simple aventura sin importancia... Al final, comprobó que lo más eficaz era beber directamente de la botella, ¿y por qué me voy a enganchar, a ver?, si yo no me engancho nunca, si hace siglos que no me engancho con nadie, y además, lo más fácil es que no salga bien, ¿por qué va a salir bien?, lo normal es..., pues eso, que sea una cosa normal, agradable y punto, sobre todo la primera vez, y como no va a haber más, es que no sé ni para qué me preocupo... Lo preocupante sería no hacerlo, eso sí, porque si no me acuesto con él, me moriré pensando que era el hombre de mi vida, y eso no puede ser, pero, vamos, seguro que no, ¿por qué iba a ser el hombre de mi vida un hijo de Carrión, precisamente un hijo de Carrión?, no, es imposible... Y lo de los instintos, otra tontería, porque el instinto funciona, seguro que funciona, pero luego entran tantas cosas en juego, y no sé nada de él, no sé nada de su vida, yo me lo puedo permitir, sí, ¿pero él...? Igual está en plena luna de miel, igual se acaba de enamorar de otra, igual le van a despedir, o le van a ascender, o se va a ir a vivir al extranjero y no tiene el cuerpo para complicaciones, yo qué sé, lo más fácil es que me diga que no y con eso se acaba el problema... Yo le llamo, le digo que quiero devolverle un par de cosas de su padre, y a lo mejor hasta me pide que se las mande con un mensajero, que para eso están, y con eso, cumplo de sobra conmigo misma, ¿que no?, pues sí, claro que sí...

Raquel Fernández Perea nunca sabría que el 4 de abril de 1947, al bajarse de un tren en la estación del Norte, Julio Carrión González había celebrado consigo mismo una negociación similar, con un resultado muy diferente. Y sin embargo, se dio cuenta de que, al margen de lo que pudiera ocurrir después, Álvaro la había salvado, porque sólo después de aquella cena en la que empezó a ser él mismo, Raquel comprendió que estaba tratando con un hombre, un ser vivo, delicado, indefenso, tan inocente de las culpas de un fantasma como la propia Paloma en el instante en que Julio la traicionó. A pesar de todo, aunque Carrión ya estuviera muerto y la historia demasiado lejos de la derrota, de la victoria, ella nunca podría cambiar de bando, seguir con alegría los pasos del traidor. Y eso era lo que había hecho hasta que las palabras, las sonrisas, las miradas de Álvaro la convencieron de que estaba tratando con él, no con su padre. Al pensarlo, sintió un escalofrío, y entonces todo se esfumó, sus planes, su ambición, su proyecto de venganza. En el hueco que dejó libre la sombra de un número de seis cifras, no halló sólo el resplandor rojizo y denso de su deseo, sino también el eco de las palabras de su abuelo, lo que es mejor para vivir aquí, y la memoria de todas las promesas que no había querido cumplir.

—No le he dicho nada —en la mañana que sucedió a aquella cena, Paco Molinero recibió sus noticias con una mirada estupefacta en la que ella no quiso detenerse—. No encontré el momento, ni la manera, y además... Da igual, ésa es la verdad, que ya me da igual. Creo que esto ha llegado demasiado lejos. He perdido el impulso, las ganas que tenía al principio, y ahora me parece que ha sido una locura. Me acuerdo mucho de mi abuelo, ¿sabes? Estoy segura de que es lo que habría preferido él, y de repente lo entiendo, entiendo muy bien sus razones...

Se las explicó y no logró convencerle, pero tampoco se dejó arrastrar por la vehemencia con la que él defendió los criterios opuestos.

—¿Pero cómo te va a dar igual un millón de euros, Raquel? Eso no puede ser, es imposible, a nadie le da igual un millón de euros...

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