El corazón helado (72 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Mientras tanto, Ignacio Fernández Muñoz estudiaba. Él, que cuando era soldado había abominado, con una furia de hombre de acción desconocida para sí mismo, del meticuloso legalismo de las autoridades republicanas, hallaba ahora un placer alambicado, casi morboso, en enumerar ante el teniente Huguet, cada tarde, todos los artículos, preceptos, doctrinas y disposiciones de las leyes francesas que vulneraba su permanencia en aquel campo.

—¿Y qué quiere usted que haga, Ignacio? —se defendía el oficial—. ¿Qué se cree, que a mí me gusta esto, que me gusta estar aquí?

Él no contestaba y seguía estudiando. Cada mañana volvía a abrir los libros para no ver, para no escuchar, para no sentir, pero aun así sabía, como había sabido en el puerto de Alicante mientras miraba al mar. Hombres como torres llorando como niños, y los que se metían en el agua hasta que se les perdía de vista, y los que se desnudaban sin decir nada y se tiraban desnudos sobre la arena helada, los que dejaban de hablar, y los que dejaban de comer, y los que dejaban de moverse, y los que se levantaban de repente para despedirse de los demás con mucha ceremonia, la manta atravesada sobre un hombro y un discurso ambivalente, equívoco, bueno, adiós, que me vuelvo a casa. Algunos estaban tan locos como los otros, pero la mayoría volvía de verdad, porque eran demasiado jóvenes, demasiado fuertes, tenían demasiada vida por delante para seguir allí, encerrados sin razón y sin horizonte, pasando frío, mascando arena, lavándose en la orilla, bebiendo agua del mar desalinizada y mezclada con los residuos de sus propios excrementos.

A veces, la megafonía no paraba de atronar durante todo el día. Españoles, decían aquellas voces, volved a casa. Os esperan vuestras familias, vuestro pueblo, vuestro hogar. La patria os necesita para levantarse de nuevo. Los que no hayan cometido crímenes, nada tienen que temer de la justicia del Caudillo. Nadie se cree ya las patrañas de la represión... Ignacio llegó a conocer al propietario de una de aquellas voces. Huguet se lo presentó una tarde sin llegar a pronunciar su nombre. Tampoco reveló el de Ignacio.

—Éste es el Abogado —se limitó a informarle—, uno de los portavoces de los internos. Es un hombre respetado por todos y con mucha autoridad, especialmente entre los comunistas.

El recién llegado, manco, regordete, aseado, se acercó a él con pasos firmes, seguros.

—Yo he sido uno de los vuestros —dijo mientras le ofrecía la única mano que le quedaba—. Yo hice la guerra con los rojos, contra los nacionales.

—Vete a tomar por culo, cabrón —contestó él, mientras se guardaba la suya en un bolsillo.

Huguet nunca llegó a creer del todo la versión que le dio Ignacio de aquel encuentro, y él lo entendió, porque el descuido de los agentes de Franco, que ni siquiera se molestaban en adoptar la terminología de los hombres a quienes pretendían engañar, era inverosímil de puro escandaloso. Mucho más amargo resultaba que, así y todo, tuvieran éxito con algunos.

Otros decidían volver hasta sabiendo que era una trampa destinada a reclutar mano de obra presidiaria, gratuita, y sin embargo, cada día llegaban hombres nuevos, indocumentados que habían escapado de los gendarmes durante meses, pero también republicanos rezagados que acababan de cruzar la frontera por su cuenta sin la menor idea de lo que les esperaba. Estos últimos le dolían más, porque eran como un reflejo tardío e indefenso de Roque, de sí mismo. ¿Os queda dinero?, les preguntaban los veteranos con una sonrisa burlona, maliciosa. Sí, claro, solían responder, no hemos podido gastárnoslo, y la esperanza bailaba en sus ojos durante un instante brevísimo, ¿por qué, es que aquí se puede cambiar? Por supuesto, contestaban los otros, aquí lo cambiamos todo. Para que os vayáis haciendo una idea, las pesetas republicanas las usamos para limpiarnos el culo, y nos van a venir muy bien, porque a nosotros ya no nos queda ni un céntimo... Y se echaban a reír, todos menos los recién llegados, que miraban a su alrededor con una tristeza absoluta de la que aprenderían a desprenderse muy pronto, para volverse locos o asumir sin resistencia la estéril naturaleza de los supervivientes, sólo cuerpos secos, duros y vacíos como rocas huecas, destripadas, que no piensan, que no sienten, que no creen en nada y ni siquiera recuerdan cuándo renunciaron a desear.

El ejército de la desesperación reclutaba voluntarios cada día, y mientras tanto, Ignacio Fernández Muñoz estudiaba, para no ver, para no escuchar, para no saber, o quizás, sólo para hacerse digno de su nombre de torero, pero no lograba escapar del todo, camuflarse con éxito en los textos que memorizaba. La situación en el campo era cada vez peor, incluso para ellos, los comunistas, los únicos que habían logrado organizarse, y lo habían hecho tan pronto que, cuando él llegó, ya disponían de una estructura eficaz, estable, que enlazaba sin grandes dificultades con la organización de los camaradas franceses. Sólo eso les había permitido remontar el golpe siniestro, humillante, que representó para ellos la traición de Stalin, su perversa alianza con Hitler.

Para los que estaban en la calle, sería duro. Para los que estaban encerrados, fue una catástrofe que arruinó la superioridad moral de los traicionados en Madrid para convertirlos en cómplices de una traición ulterior, que les hizo más daño que a nadie. Para Ignacio Fernández Muñoz, recién llegado a Barcarès, víctima aún de las bromas de los veteranos, fue un amargo punto de partida, una nueva muesca en la escala del infortunio infinito, una versión personal de la suerte de Sísifo, y la piedra pesaba más, y más, y más, y cada día más. La traición es la ley, pensó entonces, la traición es el destino, el horizonte, la norma de nuestra vida, de mi vida, una vez, y otra, y otra más... Vivo, sobrevivo, respiro sólo para ser traicionado, dentro y fuera de España, por los amigos y por los enemigos, de frente y por la espalda, mientras duermo o cuando estoy despierto. La traición es la ley, la única realidad a mi alcance.

Esta guerra no es la nuestra, dictaminaron los dirigentes, es una guerra imperialista, entre potencias capitalistas, que no nos atañe. Eso dijeron, con la tranquilidad de quien disfruta de la vida en París con una documentación falsa o reside en una dacha de los alrededores de Moscú, con su pareja, con sus hijos, paseando por el jardín, durmiendo en una cama caliente y comiendo bien, varias veces al día. Eso dijeron, con la alegría que proporciona el bienestar, y que los franceses, los ingleses, traidores primeros y supremos a la causa de la democracia española, no se merecían nada mejor. Con esto último, Ignacio estaba de acuerdo, con lo demás no, y lo dijo en voz alta. Acababa de llegar a Barcarès, los veteranos le tomaban el pelo, aún no conocía al teniente Huguet, todavía no le habían cambiado el nombre, pero se atrevió a hablar porque no tenía nada que perder, y la impunidad que extraía de esa sensación de derrota total también se estaba convirtiendo en ley, la norma de su vida. Por eso habló, y dijo que para él los nazis seguían siendo el enemigo, que nunca dejarían de serlo.

Fuera, tal vez lo habrían expulsado del partido, pero él no estaba fuera y quienes lo escuchaban tampoco. No dormían en una cama caliente, no comían varias veces al día, no paseaban por ningún jardín, no vivían con su mujer, no veían a sus hijos, estaban muy lejos de París, carecían de cualquier protección y necesitaban escuchar algo así, necesitaban escuchar esas palabras de alguien como él, que había crecido en la alegría del bienestar, que había estudiado, y había escogido, y se había formado para mandar, y que sin embargo estaba allí, tan jodido como los demás, aguantando las goteras, y el frío, y el rancho, y la inmundicia, y las toses, y la soledad, y la amargura de una derrota completa, ahora más que antes, más que nunca. Fuera, tal vez le habrían expulsado del partido. Dentro, ascendió muy deprisa. Nunca preguntó, ni le pidió el carné a ningún recluso de los que se le acercaban para averiguar si él era uno de Madrid, que hablaba francés y al que decían el Abogado, y eso contribuyó a restablecer la armonía entre sus camaradas y el resto de los republicanos encerrados en aquel campo, pero tampoco hizo que se sintiera mejor.

La única satisfacción que Ignacio Fernández Muñoz conoció en el año y medio durante el que actuó como algo parecido a un dirigente político en la clandestinidad, se la dieron las fugas. Él no tenía ambiciones personales, no aspiraba a escalar puestos en la organización, y nunca pensaba en su futuro porque era muy consciente de que no lo tenía. Para él, esa palabra no abarcaba mucho más de veinticuatro horas, pero si alguna vez las cosas cambiaban, si alguna vez pudiera volver a elegir entre varias posibilidades, optar por una forma de vida, estaba seguro de que no emprendería una carrera política. Antes, sólo dos, tres años antes, que en su memoria representaban toda una eternidad, había llegado a pensar en quedarse en el ejército, en convertirse en un militar profesional cuando la República ganara la guerra. Ahora, aunque todo estuviera perdido, se daba cuenta de que aquel espíritu de hombre de acción que le había parecido tan extraño al principio, había arraigado en él más de lo que creía. Por eso le gustaban las fugas, planearlas, organizarlas, dirigirlas, contemplarlas. Las responsabilidades que había asumido le impedían participar en ellas, pero las promovía con entusiasmo.

—¿Y adónde voy a ir yo sin ti? —la noche en la que él también se marchó, Roque le dio un abrazo tan fuerte como el que les había fundido cuando los dos comprendieron que habían llegado a Francia, a principios del verano anterior—. ¿Cómo voy a entenderme yo con éstos?

Ignacio le miró, y se sintió orgulloso de él. Roque habría podido salir del campo muchos meses antes, con papeles y sin correr riesgos, pero no había querido. Las maniobras del gobierno francés, que a principios de 1940 y ante la perspectiva de una guerra inminente con Alemania, había empezado a considerar el desperdicio que representaba la inactividad de decenas de miles de presos españoles, se habían estrellado contra la firmeza de hombres como él. Muy pocos republicanos habían aceptado la oferta de alistarse en la Legión Extranjera, casi un insulto teniendo en cuenta sus similitudes con la Legión española, y muchos más habían preferido quedarse en el campo antes que integrarse en compañías de trabajadores que no les garantizaban ni siquiera la libertad de visitar a su familia. Para trabajar como esclavos, mejor seguir aquí, descansando como esclavos, decidieron entre todos. Pero eso era una cosa y fugarse otra, muy distinta. Por eso se echó a reír antes de contestar al amigo más antiguo que tenía en Francia.

—Ya te las arreglarás, eso seguro... Y por lo demás, en cualquier sitio vas a estar mejor que aquí, Roque.

Los camaradas de Perpiñán habían llegado, y estaban empezando a excavar al otro lado de la alambrada. Ignacio los veía sólo a rachas, cuando el resplandor de los relámpagos iluminaba una imagen memorable, aquella máquina de manos veloces, improvisada y diestra, espontánea y potente, dos mitades perfectamente sincronizadas trabajando a compás, los franceses fuera, los españoles dentro, desalojando arena a una velocidad tan constante que cuando se separó de Roque ya habían abierto la mitad del túnel. Para las fugas individuales no se tomaban tanto trabajo, pero aquella noche se iban a escapar muchos, más de quince, y por eso habían vigilado con atención el color de las nubes. Los soldados senegaleses sentían pánico de las tormentas eléctricas, y hundían la cabeza entre los hombros al escuchar el primer trueno. Después, y sin esperar a los rayos, a los relámpagos, echaban a correr con las manos encima de la cabeza, se encerraban en sus barracones y no salían hasta que había dejado de llover. Para entonces, los fugados ya estarían secos y tranquilos, durmiendo quizás en verdaderas camas, con verdaderas sábanas y almohadas de verdad, en casas con tejados impermeables y chimeneas encendidas, al amparo de ciertos ciudadanos franceses con conciencia, con corazón. Ignacio Fernández Muñoz se emocionaba al pensarlo, como si él también hallara cobijo en la sombra de esa felicidad, el bienestar elemental, una cama con sábanas y almohada en una casa caliente, sin goteras, que se había convertido en el símbolo esencial del lujo. Le pasaba lo mismo en todas las fugas, pero aquélla no la olvidaría jamás, y no sólo porque intuía que se estaba despidiendo de Roque para siempre. También porque aquella noche le acercó a Aurelio Perea, alias el Boquerón, que con el tiempo se convertiría en algo más que un amigo, casi un hermano.

—¿Quién es el Abogado?

Un muchacho francés que llevaba unos papeles en la mano derecha y se alumbraba con una linterna tan pequeña que parecía de juguete, estiró el cuello al otro lado de la alambrada.

—Soy yo —contestó él, acercándose.

Entonces empezó a llover, pero el chico, sin inmutarse, abrió el paraguas que llevaba enganchado en un brazo, encendió la linterna y empezó a leer.

—Ayer, 16 de mayo de 1940, el Comité Antifascista del Departamento de Rosellón, integrado por el Partido Comunista Francés, el Partido Socialista Francés, la Confederación General...

—Bueno, mira —Ignacio, tan conmovido como perplejo, le interrumpió cuando logró creer que aquella escena estaba sucediendo en realidad, que era cierto que aquel chico había traído consigo el acta de una reunión y pretendía leérsela de cabo a rabo, a oscuras, en medio de una fuga y de la lluvia—, esa parte sáltatela, que ya me hago cargo.

—Como quieras —el muchacho le miró y siguió leyendo—. Los miembros de este comité saludan a sus hermanos antifascistas españoles —entonces hizo una pausa para mirarle—. Aquí, en el primer borrador, ponía compañeros, pero yo propuse este cambio por lo de la fraternidad, ¿sabes? Bueno, sigo... A sus hermanos antifascistas españoles, encerrados de forma tan vil como ilegal en el campo de Barcarès por la incalificable cobardía del actual gobierno francés...

—¡Perea!

Domingo, aquel chico sevillano que había hecho la guerra en Santander y no había matado a nadie, empezó a chillar en español en aquel momento, pero ni siquiera eso desanimó al adolescente portavoz de la fraternidad.

—...y hacerles llegar su apoyo incondicional, como apoyaron sin condiciones la causa de la República Española frente a la criminal debilidad de los gobernantes franceses que se integraron en el Comité de No Intervención de Londres, favoreciendo así...

Ya no llovía. Diluviaba. Las gotas de agua sonaban como las ráfagas de una ametralladora al estrellarse contra la tela del paraguas, Roque le miró antes de deslizarse bajo la alambrada y le sonrió desde el otro lado, Domingo, jefe de la fuga, volvió a chillar en español, el muchacho de la linterna seguía leyendo en francés, Ignacio percibía ambas voces como si las estuviera escuchando dentro de un sueño enloquecido, amable y absurdo al mismo tiempo.

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