El corazón helado (74 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Paloma la miró y no dijo nada. No le resultó fácil digerir aquella historia increíble, demasiado dura, demasiado trágica, demasiado barroca, y elaborada, y patética para estar sucediendo de verdad y sucediéndole a una chica de quince años. Para nadie habría sido fácil aceptar aquel melodrama que parecía armado con los mismos mimbres que urdían los folletines que Carlos leía en voz alta desde los escalones de la puerta de la cocina, para las criadas y para ella misma, durante las viejas tardes de verano en Torrelodones, esos dramones de huerfanitas de cuyos excesos argumentales se reían luego, juntos, cuando lograban perderse por el jardín, y se tumbaban en la hierba, y se acariciaban muy despacio, con mucho cuidado, durante mucho tiempo. La historia de Anita era muy semejante a aquellas despiadadas crónicas del infortunio, y sin embargo era cierta. Paloma no lo dudó ni por un momento, y se limitó a preguntarse, ¿qué hemos hecho? ¿Cómo es posible que nos sucedan cada día estas tragedias que parecen inventadas? ¿Por qué los folletines saltan desde las páginas de los periódicos a la vida real de una cría como ésta? ¿Qué ha hecho ella para merecer un destino tan enorme, tan desmedido para sus fuerzas? Entonces todavía tenía ánimo para hacerse estas preguntas, pero nunca encontró una respuesta.

—Tengo que ir al hospital —añadió Anita, sin acusar el silencio de su interlocutora—. Es la hora de la visita.

—Bueno, ve, pero vuelve luego a buscarme —y Paloma ya sabía lo que tenía que hacer—. Salgo a las ocho, que no se te olvide.

Aquella noche llevó a Anita a su casa, la animó a contar otra vez su historia con sus propias palabras, y vio cómo miraba su madre a su padre, cómo decía él que sí con la cabeza.

—Mira —fue María la que habló—, aquí no nos sobra sitio. Sólo hay dos dormitorios pequeños, ¿sabes?, y somos cuatro, pero al lado de la cocina tenemos una despensa, un cuarto largo y estrecho, con una ventanita que da al patio. Si tú quieres, podemos vaciarlo, limpiarlo, y poner una cama. No va a caber nada más, pero allí por lo menos tu madre estará tranquila, y entre todos podemos ayudarte a cuidarla. Yo doy clases de canto, aquí, en casa, y no suelo salir por las mañanas, así que, si pasa algo mientras estás trabajando... Lo que ya no sé es dónde vas a dormir tú, aunque...

María Muñoz no llegó a terminar esa frase. Antes de darle a escoger entre el único sofá del diminuto gabinete al que llamaban salón o la posibilidad de poner un colchón en la cocina, al lado del fogón, para dormir cerca de la enferma, Anita Salgado le cogió de las manos e intentó besárselas. Ella no se lo consintió.

—No, hija, no, eso sí que no... Estamos todos en el mismo barco, ¿comprendes? Hoy te ayudo yo a ti, y mañana, a lo peor, tienes que ayudarme tú a mí.

Mucho antes de que ese día llegara, Anita se convirtió en la tercera hija de Mateo Fernández y María Muñoz, y siguió viviendo con ellos, como una más, tras la muerte de su madre, que no notificó en ninguna oficina para librarse de volver a un campo. Dos días después del entierro, mientras limpiaba la cocina, escuchó un alarido de dolor y el ruido de un golpe seco, como si un objeto pesado se hubiera caído desde un armario. Entonces salió corriendo y se encontró a Paloma en medio del pasillo y un barullo de papeles revueltos, arrodillada en el suelo, dándole puñetazos a las baldosas.

Aquella tarde, sus padres habían salido a dar un paseo y María había quedado con unas amigas. Estaban las dos solas en casa y Anita adivinó lo que había pasado, lo intuyó, lo supo, y se quedó inmóvil, paralizada por el susto, sin saber qué hacer, por dónde empezar a remediar lo irremediable. Comprendió que lo primero que tenía que hacer era levantarla, lo logró con tanto esfuerzo como si estuviera moviendo un cadáver, y mientras la arrastraba hasta la silla más cercana, vio que tenía sangre en los nudillos de las dos manos y en la rodilla izquierda. Luego volvió a recoger los papeles que se habían quedado desparramados por el suelo, unas cuartillas escritas a mano en renglones rectos, apretados, con una letra bonita y elegante, letra de señor, se dijo Anita, que no sabía leer ni ésa ni ninguna otra. María le explicó luego que era una carta de su marido, y que no empezaba diciendo querida Paloma, como ella pensaba que era lo normal, sino amor mío, y después, enseguida, el Sapo me ha entregado. Pero eso sólo lo averiguó después de curar a la herida, y consolarla, y sostenerla hasta que llegaron los demás. Y aquella noche, sin consultarlo con nadie, levantó el colchón de la cama donde había muerto su madre y colocó en su lugar, sobre el somier que ocupaba casi por entero el espacio de la antigua despensa, su propio colchón. Fue una manera de poner fin a su duelo para ceder el espacio que dejaba libre a la viuda enamorada. Y una manera de seguir viviendo.

Anita Salgado Pérez no sabía leer ni escribir, pero en septiembre de 1939 estaba a punto de cumplir dieciséis años, y era una chica lista, muy fantasiosa. Por eso, cuando María la leyó en voz alta por primera vez, se aprendió de memoria algunos trozos de la carta que Carlos Rodríguez Arce le había escrito a su mujer desde la cárcel y los repetía para sí misma todas las noches, antes de dormirse. Cuando me fusilen, gritaré ¡viva la República!, como los demás, pero moriré pensando algo distinto. Cuando me maten, estaré pensando, yo amo a Paloma... ¡Qué bonito!, se decía Anita a sí misma, ¡pero qué bonito!, y le entraban ganas de llorar, como cuando se acordaba de esa otra parte que decía, te he querido hasta el límite de mis fuerzas, te sigo queriendo con todo lo que soy, con todo lo que tengo, incluso ahora, a un paso de la muerte, te quiero así, recuerda siempre eso y olvídate de mí... ¡Hay que ver!, pensaba ella, lo que tiene que ser que le escriban a una estas cosas, qué barbaridad, qué pena, pero qué gusto también, ¿no...? El condenado a muerte le pedía a su mujer que viviera por él, que viviera sin él, que encontrara a otro hombre, que siguiera adelante, y ojalá te quiera la décima parte de lo que yo te he querido, amor, y ojalá te haga la mitad de feliz que he sido yo contigo... Anita se dormía con una sonrisa triste y alegre a la vez, enganchada a la dulzura balsámica de esas palabras y al horror de la ejecución que había puesto fin a una pasión semejante, y jamás se cansaba de evocar el testimonio de aquel amor trágico y purísimo cuya esencia sólo alcanzaba a definir de una manera, qué bonito, para terminar igual que había empezado, hay que ver, qué pena pero qué bonito, caray, qué bonito...

Casi tres años después, a las puertas del verano de 1942, ella tendría su propia carta de amor, una despedida provisional, menos dramática pero mucho más breve, y ya sería capaz de leerla sola. Delante de
p
y de
b
se escribe siempre
m,
empezaba aquella hoja, y debajo, con rasgos más apresurados, descuidados de la redonda obligación de la caligrafía, pero en la misma letra, de la misma mano, te quiero, Anita. Entonces sería ella quien lloraría, ella quien se desesperaría, ella quien aprendería a pagar por sí misma el verdadero precio de las cosas hermosas.

—Si quieres, puedes dormir en mi cama —le dijo por la noche, cuando le vio entrar en la cocina y era todavía un desconocido—. Te lo digo en serio, yo soy muy bajita. Quepo de sobra en el sofá.

—No, no hace falta —Ignacio, recién bañado y afeitado, vestido con uno de sus antiguos pijamas, que su madre había traído consigo desde Madrid por una pura y feliz superstición, sonrió—. Estoy acostumbrado a dormir en el suelo, así que con un colchón tengo de sobra. Mamá me ha dicho que tú sabes dónde hay uno.

—Claro. Ahora mismo te lo traigo. ¿Dónde quieres que lo ponga?

Ignacio Fernández Muñoz se quedó mirando a Anita Salgado Pérez, y se asombró de cuánto le gustaba mirarla con aquel camisón blanco que asomaba bajo una vieja y sedosa bata de María, el tejido brillante, estampado con dragones chinos, los pies descalzos, para que ella, interpretando a su manera aquella mirada, se llevara la mano derecha a la cabeza, desprendiera la última horquilla de su moño y consintiera que su melena oscura, rizada, se desparramase en un armonioso desorden sobre su espalda.

—¿Dónde dormías tú? —preguntó él, disfrutando de esa imagen que daba calor, la promesa de un bienestar antiguo, risueño, que aplacaba los sobresaltos de su ánimo erizado, traspasado por una confusión de alfileres tristes y alegres.

—Yo aquí —y se volvió para señalar el fogón—. Es el sitio más calentito...

Él se limitó a asentir con un gesto, y Anita le hizo la cama en el mismo lugar donde la hacía al principio para sí misma. Después, se quedó mirándole mientras se acostaba, y sonrió a la extrañeza con la que movía el cuerpo sobre el colchón de lana, como si no encontrara una buena postura.

—¿Qué, estás cómodo?

—Sí —pero entonces la miró, se echó a reír—. No, la verdad es que no. Pero es que hace años que no duermo en un colchón. Hace años que no me baño con agua caliente, hace años que no me pongo un pijama, hace muchos años de todo y, no sé... No te lo vas a creer, pero no puedo calcular la de veces que he soñado despierto con este momento, dormir en una cama de verdad, desnudo, con sábanas, con almohada... Me parecía el lujo más grande del mundo, y ahora la encuentro demasiado blanda. En fin, así es la vida... —se quedó mirándola, sonrió—. Pero no te preocupes por mí, vete a dormir. Buenas noches.

A la mañana siguiente, cuando Anita se levantó, Ignacio dormía con el abandono plácido y goloso de los niños pequeños, mientras su hermana menor, la otra madrugadora de la casa, le miraba con una sonrisa igual de infantil. Las dos desayunaron de pie, sin hacer ruido, para no despertarle, y María le fue contando historias de Ignacio por el camino, pero ninguna, ni siquiera la apasionada crónica de una valentía que su madre identificaba con la inconsciencia, le impresionó tanto como las palabras que él había repetido varias veces antes de despedirse, hace muchos años de todo. Anita las recordó durante todo el día, y las siguió escuchando por la noche, cuando los dos se quedaron solos en la cocina y él dijo que no tenía sueño.

—¡Ah! Pues... —se quedó pensando—. Si no vas a acostarte, ¿te importa que me lave el pelo? Es que en el lavabo no me apaño, como tengo tanto, y esta pila es más grande.

Él negó con la cabeza, no le importaba porque aún no sabía cuánto le iba a importar. Se sentó en una silla, se sirvió un vaso del vino malo, pero vino, que bebía su padre, encendió un cigarrillo, la miró.

—Joder, hacía años que no bebía vino... —dijo, como para sí mismo, pero se dio cuenta de que ella se volvía para mirarle, advirtió la cualidad conmovida, hasta levemente ansiosa, de su mirada, y obedeció al impulso travieso de insistir, para comprobar que sus palabras tenían el poder de agrandar aquellos ojos enormes—. Y hacía años que no encendía dos pitillos tan seguidos.

Anita respondió con la misma técnica a la que había recurrido la noche anterior. Se quitó las horquillas una por una, muy despacio, con los brazos bien estirados sobre la cabeza, hasta que los rizos cubrieron por completo sus hombros y la mitad superior de su espalda. Luego, sin hablar, vertió en la pila la cacerola de agua caliente que tenía preparada, abrió el grifo para templarla y probó la temperatura con la mano. Cuando le pareció bien, se echó todo el pelo hacia delante y sumergió en el agua la cabeza, su nuca desnuda, los brazos al aire.

Ignacio tampoco abrió los labios mientras la miraba, porque no podía hablar. Tampoco habría sabido qué decir, sólo que hacía años que no veía nada tan hermoso. En aquel momento, no fue capaz de interpretar la belleza de aquella escena sublime, tan corriente, una muchacha que se lava la cabeza, las gotas de agua que viajan sobre su nuca, que recorren su espalda, que se secan en la tela de su camisón blanco. No habría encontrado la manera de explicar que podría seguir mirándola toda la vida, que le haría falta una vida entera para admirar su gracia, la armonía de sus movimientos, esa belleza tranquila que era tiempo, y era paz, y era alegría, y era serenidad, y era placer, una expectativa de felicidad, la cordura, la fe y la capacidad de desear. Aquella imagen condensaba todo lo que él no tenía, todo lo que había perdido, lo que había olvidado, lo que ya no existía y sin embargo volvió a nacer en aquel instante, Una muchacha se lavaba la cabeza, y una cáscara dura, seca, consciente de su propia torpeza, caía al suelo sin hacer ruido, inservible ante el poder de unos brazos desnudos, armados con su sola desnudez.

Ignacio Fernández Muñoz se dio cuenta. Sintió un inexplicable escozor en los párpados, notó la ternura crujiente y pálida de su piel recién nacida, vio los colores, aspiró los aromas, escuchó los sonidos fervientes del Madrid al que nunca volvería, y se dio cuenta. Percibió en silencio su propia metamorfosis mientras se reconocía vivo otra vez, vivo y sensible, inerme, expuesto, frágil, delicado, vulnerable como los hombres vivos. Entonces, Anita devolvió a su lugar el pelo húmedo, escurrido como una sábana recién lavada, lo recogió en un turbante improvisado con una toalla y le miró. Él contempló su piel brillante, salpicada de agua, la tela blanca como un velo transparente pegado a sus pechos redondos y elásticos, los pezones oscuros, fruncidos, y volvió a sentirse capaz de sufrir, y se dio cuenta.

—Bueno, pues ya te dejo tranquilo... —ella recogió la mirada de Ignacio, concentrada y profunda, casi feroz, y se puso seria de repente mientras tiraba del camisón mojado para despegarlo de su cuerpo, como si hubiera cobrado una conciencia repentina del grado de su desnudez, o se hubiera arrepentido de su ingenua pero no del todo involuntaria provocación—. Buenas noches.

Él contestó con un gesto, pero cuando pasó a su lado no pudo reprimir el impulso de agarrarla de la falda. Su mano derecha la sujetó sólo un instante, y ella respondió quedándose quieta, a su lado. Estaba temblando. Al advertirlo, él la soltó.

—Buenas noches —correspondió por fin.

Anita entró en la despensa, cerró la puerta sin volver la cabeza, y al día siguiente, cuando se vieron de nuevo, por la tarde, se saludaron como si no hubiera pasado nada.

—¿Qué tal?

—Muy bien. Hacía muchos años que no dormía la siesta.

Ella se echó a reír, y desde entonces fue como un juego. Hacía años que no leía una novela, hacía años que no comía tan bien, hacía años que no me bebía una cerveza fría, hacía años que no escribía con una estilográfica, hacía años que no jugaba al ajedrez, hacía años que no hacía un crucigrama, hacía años que no perdía el tiempo, hacía años de esto, de lo otro, y de lo de más allá, de las cosas más vulgares y de las más extrañas, y Anita le escuchaba, le sonreía, se despertaba y se acostaba con esas palabras, y ya no pensaba en la carta de Carlos Rodríguez Arce, ni en ninguna otra cosa que no fuera el margen cada vez más estrecho, más preciso, de lo único que le quedaba por escuchar.

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