El corazón helado (35 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Tu hermano mayor, en cambio, no me gusta nada —dijo al rato, devolviéndome un plato donde aún quedaban un par de rollitos de esos que ella sabía llamar por su nombre—. No te lo vas a creer, pero ya no puedo más.

—Eres humana —celebré, y levanté mi vaso en el aire como si pretendiera brindar por su condición.

—Pues sí, nadie es perfecto... —señaló mi copa con un dedo—. Me tomaría uno como ése.

—Claro —se lo pedí a un camarero y la miré para descubrir que había recuperado las ganas de jugar—. A mí tampoco me gusta.

—¿Qué, el whisky?

—No. Mi hermano Rafa.

—¡Ah, sí, que estábamos hablando de él! Vino a verme, ¿sabes? —me lo imaginaba, pero me limité a asentir con la cabeza—, la semana pasada. Por supuesto, él sí pidió cita —sonreí—, y fue puntualísimo, eso también por supuesto. Nada más llegar, me dijo que tenía mucha prisa, me advirtió que nada de lo que yo dijera iba a hacerle cambiar de opinión, me informó de que la decisión de recuperar el capital era un acuerdo unánime de los herederos y canceló todos los fondos. Me trató como a la dependienta de una joyería, y digo eso porque me imagino que a las de las panaderías empieza por tratarlas de tú. Me pareció engreído, antipático y, no sé..., previsible. El típico imbécil que todas las mañanas, al mirarse en el espejo, se dice a sí mismo, eres un hombre rico y poderoso, que no se te olvide.

—Sí, ésa es una buena definición.

—Y sin embargo... No sé. Fíjate que tu padre no era en absoluto así, qué va, era encantador, simpático de verdad, y muy inteligente, tanto que trataba a todo el mundo con amabilidad, sabía decirle a cada uno lo que esperaba oír, pero tu hermano no me sorprendió como me sorprendes tú. Porque no es lo mismo hacer una fortuna que heredarla, y a un hombre como tu padre le pega tener hijos como tu hermano. A lo mejor no lo entiendes, pero...

—Sí, sí que lo entiendo —la tranquilicé—. Lo que pasa es que a ti, de entrada, te ha tocado tratar con la anomalía de la familia, que soy yo. Te habría ido mejor con mi hermano Julio, que es tan rico y poderoso como Rafa, pero también juerguista, divertido y muy simpático, casi tanto como mi padre. Además... —mi voz se ahuecó por su cuenta mientras mi imaginación se daba cuerda a sí misma—, Julio habría desplegado todos sus encantos ante ti nada más verte.

—¿Sí? —sonrió, y me hizo una pregunta cuya respuesta ya conocía—. ¿Para qué?

—Para llevarte a la cama. No deja pasar una.

—¿Y tú?

—¿Yo qué? —no quiso contestarme, se reía—. Yo no me parezco a ninguno de los dos. Pero tengo algunas cosas en común con Julio, desde luego...

Uno de los últimos días lectivos del año en el que yo cumplí once, quizás doce, el patio del colegio empezó a encoger antes de que sonara el timbre de las nueve en punto, para quedar reducido a la mitad de su tamaño a la hora de comer. Los camiones de los que unos hombres descargaban ladrillos y sacos de cemento no dejaron de entrar y salir en toda la mañana, para diversión de los alumnos situados al lado de la ventana, entre quienes yo no tenía la suerte de contarme, y desesperación de los profesores en general. Se estaba acabando el curso, no quedaban ni dos semanas de clase, y el padre director se había decidido por fin a levantar lo que él llamaba un polideportivo, con una pompa que tuvo bastante poco que ver con la pista de baloncesto cubierta, rodeada por tres tristes gradas, que nos encontramos al volver de las vacaciones. Para mí, esa construcción resultó mucho menos memorable que la enorme montaña de arena húmeda que creció de un día para otro, como una duna fantasma, en el ángulo más alejado del patio, junto a la tapia. La idea de escalarla fue de Roberto, que era mi mejor amigo desde el jardín de infancia, pero cuando ya estábamos arriba, fui yo quien se quedó muy quieto, muy erguido, muy cerca del borde, con los brazos abiertos y la cabeza alta, mirando hacia delante. ¿Pero qué haces, Álvaro?, me preguntó él. Calla, le contesté, espera y verás... La primera vez fue la mejor, porque la arena estaba recién apilada, apretada, compacta, y resistió mi peso durante mucho tiempo, quizás un minuto, incluso más. Presentí el movimiento en las plantas de los pies un segundo antes de que se iniciara el derrumbe, seguía teniendo el cuerpo erguido, los brazos abiertos, la cabeza alta, y al principio todo era lento, casi improbable, luego muy rápido, frenético, vertiginoso, pero yo no me encogí y sentí cómo resbalaba por la arena como si fuera agua, las piernas tensas, los brazos abiertos, el corazón en la garganta, un placer arriesgado, temerario, difícil de describir, en cada centímetro de mi cuerpo. La primera vez fue la mejor, pero careció de la emoción de la segunda, de la tercera, de la cuarta, porque la experiencia iba añadiendo un ingrediente nuevo a cada repetición, y resbalar por la montaña era fabuloso, pero permanecer en el filo, con la respiración controlada y los sentidos alerta, saboreando por anticipado el momento en el que volvería a quedarme sin suelo bajo los pies, era una sensación mucho más intensa. Yo lo sabía bien porque lo hice muchas veces aquella mañana, mientras el padre Sebas, cegato, indulgente y encargado de vigilar el recreo, me miraba con una sonrisa despreocupada, y después, cuando los obreros protestaron porque tenían que volver a reunir la arena que nosotros desparramábamos y, para asegurarse de que les haría caso, advirtieron a nuestro vigilante que corríamos el riesgo de partirnos una pierna. Entonces nos prohibió volver a hacerlo y Roberto se rajó, pero yo no. A mí me gustaba tanto que el día que nos dieron las notas me despisté un momento de mis padres, de mis hermanos, para tirarme por última vez, y luego, en el salón de actos, cuando subí al escenario a recoger el primer premio del concurso de cálculo mental, fui dejando un reguero de granos de arena digno del cuento de Pulgarcito. Mi madre se enfadó mucho conmigo, pero me dio igual, porque aquélla era una de las cosas más grandes que yo había hecho en mi vida. Y sin embargo olvidé deprisa esa montaña, mi cuerpo resbalando por la arena como si fuera agua, el vacío en las plantas de mis pies, la emoción del riesgo, su valor, su precio, todo eso olvidé durante casi treinta años, hasta que Raquel Fernández Perea se cansó de jugar a hacer chocar los hielos de su copa, levantó la cabeza y me miró.

—Vaya, pues sois una familia de lo más interesante.

—No lo sabes tú bien...

Entonces empezó la cuenta atrás. Diez, nueve, ocho, me caigo, me caigo, me voy a caer. Lo estaba deseando, pero ella no me lo consintió, no todavía. Cuando estaba a punto de proponer que nos fuéramos a tomar una copa a otro sitio, dejó la suya en la mesa con un gesto decidido, terminante, y miró el reloj.

—La una menos cuarto, qué barbaridad, y mañana hay que madrugar... —me miró con un gesto indeciso, nervioso, a medio camino entre el alivio y la pesadumbre, como si no estuviera muy segura de acertar—. Se me ha pasado la noche volando.

—Sí —quizás sea lo mejor, me dije, es lo mejor, pero no me lo creí—, a mí también.

Me llamo Álvaro Carrión Otero, en noviembre cumpliré cuarenta y un años, soy hijo de Julio Carrión González, un pobre hombre adicto a las benevolentes y quizás mortales trampas de la química, la mujer que tengo delante se llama Raquel Fernández Perea, tiene unos treinta y cinco años, una edad razonable para ser la hija, hasta la nieta de mi padre, pero era su amante, la amante de un anciano que sucumbió a la debilidad de creer que lo importante no era echar un polvo, sino saber que el próximo no sería todavía el último, un combate tan desigual, tan desproporcionado, tan fracasado desde antes de empezar, que sólo la victoria de la muerte podía culminarlo, y la muerte triunfó, mi padre está muerto, yo no, yo estoy vivo, tengo una profesión que me gusta, un trabajo que me gusta, una casa que me gusta, un hijo que me gusta, una mujer que me gusta, tengo mucha suerte, mi mujer se llama Mai, tiene treinta y siete años pero no los aparenta, tampoco se llama Maite, María Teresa, como piensa todo el mundo, se llama Inmaculada, pero ella también tiene mucha suerte, porque su hermana pequeña no sabía decir su nombre e inventó un diminutivo que le gusta mucho más, a mí me gusta mi mujer, me gusta mi hijo, me gusta mi trabajo, mi profesión, me gusta mi vida, que no es ésta, que no se parece a esta sucesión de días cargados de nubes y de culpas, de sorpresas y de mentiras, ésta no es mi vida, esto no es nada más que una pura coincidencia, una cadena de acontecimientos triviales, casuales, una serie de accidentes sin ninguna relación lógica entre sí al margen de la fatal necesidad de mi presencia en todos ellos, eso es todo, eso ha sido todo, eso me ha traído hasta aquí, pero éste no soy yo, yo no me parezco a este hombre alterado, abrumado, exacerbado, exhausto, estremecido por un deseo violento y perverso, insano y formidable, este instante que no se parece a ningún otro instante que yo haya vivido antes, yo no soy así, ésta no es mi vida, yo me llamo Álvaro Carrión Otero, en noviembre cumpliré cuarenta y un años, soy hijo de Julio Carrión González...

Empecé a decírmelo, a advertírmelo a mí mismo cuando pedí la cuenta, y me lo repetí muchas veces, mientras pagaba, mientras me levantaba de la mesa, mientras seguía a Raquel hasta la puerta, mientras le preguntaba si había venido en coche, mientras me preguntaba dónde vivía, mientras me decía que ella vivía enfrente del cuartel del Conde-Duque, mientras descubríamos que éramos casi vecinos, mientras decidíamos compartir un taxi, mientras me ofrecía a dejarla en su casa antes de ir a la mía, mientras rechazaba la oferta alegando que mi casa estaba más cerca que la suya, mientras el taxista paraba en doble fila, mientras volvía a besarla con más cuidado que antes todavía, mientras abría el portal, y entraba en mi casa, y me desnudaba, y cepillaba mis dientes afilados, y me metía en la cama, y percibía calor, Mai dormida, su piel suave, perfumada, y después, mientras no podía dormir, seguí encomendándome a aquel discurso, repitiendo las mismas advertencias una y otra vez, pero no sirvió de nada.

Yo me llamaba Álvaro Carrión Otero, desde luego. Julio Carrión González, también desde luego, era mi padre. Desear a Raquel Fernández Perea, que había sido su amante, era seguramente una monstruosidad, pero me daba lo mismo.

Al día siguiente todo estaba más claro.

La exposición le gustó a todo el mundo. Estaba bastante seguro de que sería así. A pesar del obligado gesto de humildad con el que acepté todos los elogios sin discriminar entre la calidad de las opiniones —es increíble, me dijo la mujer de un directivo del banco que llevaba brillantes en todos los dedos, lo he entendido hasta yo, así que fíjese...—, la verdad es que pocas veces en mi vida había logrado una relación tan satisfactoria entre el trabajo invertido, que no había sido tanto, y el resultado obtenido, que era espectacular. José Ignacio Carmona, que antes de aceptar la oferta de dirigir el museo y reclutarme como asesor, había sido mi maestro, casi mi gurú, y la principal influencia que tuve la suerte de padecer en mis años de estudiante universitario, estaba encantado. Bueno, en realidad, esto es mérito de los dos, ya sabes, le dije en un aparte, vete a tomar por culo, me contestó, y entonces me di cuenta de que se sentía hasta un poco orgulloso de mí. La reacción de Fernando Cisneros, que llegó tarde y corriendo, con el aspecto de oso acalorado que prestaban el traje y la corbata a su cuerpo ancho, cuadrado, como de gran mamífero, me sorprendió más.

—Enhorabuena, Álvaro. Está de puta madre, en serio.

Fernando había sido el otro niño mimado de José Ignacio mientras hacíamos la carrera, y aunque los tres seguíamos siendo muy amigos, él y yo íntimos, nuestro antiguo profesor en un grado diferente, que reflejaba su venerable autoridad sobre nosotros, de vez en cuando se dejaba arrebatar por unos celos casi infantiles ante lo que él consideraba una alianza que le había dejado al margen. No, no, eso vosotros que sois los apóstoles de la ciencia, decía, vosotros los científicos, yo no, qué va, si yo no soy más que un humilde funcionario de la Administración del Estado... Yo no me lo tomaba en serio, pero José Ignacio cedía de vez en cuando a la tentación de sentirse culpable y le ofrecía proyectos que invariablemente rechazaba, aunque le mantenían tranquilo durante una temporada. Los agujeros negros habían sido la última de esas ofertas, y se la había hecho yo mismo, un par de días después de que mi padre sufriera su segundo y definitivo infarto. Llevaba el trabajo muy avanzado, pero no me habría venido mal un poco de ayuda para acabarlo. Fernando no me dijo que no, pero calculó en voz alta el tiempo que faltaba para las elecciones a rector y le dije que de momento se olvidara, que ya recurriría a él si me daba cuenta de que no iba a poder cumplir los plazos. Los había cumplido, pero conocía muy bien a Fernando Cisneros, era mi mejor amigo. Sabía que se sentía culpable por no haberme ayudado, pero sabía también que ni siquiera esa culpa habría bastado por sí sola para justificar un elogio tan caluroso de una exposición que, por su propia naturaleza, no pertenecía a la categoría de éxitos que él valoraba.

¿Pero a ti qué te pasa, a ver?, me preguntó cuando le conté que había aceptado la oferta de Carmona, ¿es que te has vuelto loco tú también, o qué? Yo no dije nada. Para poder contestarle, tendría que haber comprendido las razones que sustentaban sus preguntas y ni siquiera alcanzaba a imaginarlas. O sea, siguió él por su cuenta, que primero a José Ignacio se le va la pinza, y ahora, como si eso no fuera lo bastante grave, te la desconecta a ti... ¿Pero qué es lo grave, Fernando?, protesté por fin, es que no te entiendo... Lo grave, condescendió a explicarme, era que un físico tan importante como José Ignacio dedicara una parte de su tiempo a montar un museo para dejar con la boca abierta a los niños de diez años. Eso es un despilfarro, añadió, una barbaridad. No, no es verdad, objeté. En primer lugar, José Ignacio no va a dejar nada para dedicarse al museo, va a ser el director, el coordinador, y cuando todo esté en marcha, eso no le va a ocupar más que un par de ratos a la semana. Y en segundo lugar, esta clase de museos son cualquier cosa menos un despilfarro, Fernando, parece mentira que tú digas eso, nos pasamos la vida llorando por nuestro destino de científicos en un país acientífico para que ahora me vengas con ésas... Mira, Álvaro, contraatacó, a ti no te conviene nada perder el tiempo en tonterías. José Ignacio bueno, José Ignacio ya está donde tiene que estar, pero tú..., tú tendrías que estar pensando en prepararte la cátedra y dejarte de Física recreativa. Entonces me eché a reír. El principal obstáculo de la carrera política de Fernando Cisneros era la pereza que le inspiraba todo lo que no fuera hacer política. No es que no investigara, no es que no publicara, es que cada vez leía menos. A su lado, yo era el rey Midas de los tramos de investigación, la abeja reina de los currículos. El que tendría que prepararse bien la cátedra eres tú, Fernando, que quieres ser rector, le dije, y además... El trabajo en el museo computa como mérito académico. ¿En serio? Claro, afirmé, aunque entonces no sabía que eso era verdad, ni que José Ignacio conseguiría que el patronato del museo firmara un convenio con nuestro departamento que acabaría financiando una buena parte de los proyectos de investigación, y sobre todo me apetece mucho. Ya llegamos a donde íbamos, ¿ves?, me replicó, tú y tus caprichitos...

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