El corazón helado (97 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Exacto —la miré, no me hagas esto, Raquel, pensé, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto?—. Esas mismas.

—Y se equivocan —me besaba, y sus besos eran venenosamente dulces—. Contigo se equivocan.

—No. Yo soy el que está equivocado. Y me he equivocado contigo.

—Eso no es verdad, Álvaro —y de repente hizo un puchero de niña pequeña—. Te juro que no es verdad.

—¿No? Pues entonces vámonos —y no sé de dónde saqué un último, póstumo gramo de convencimiento—. Vámonos de una vez, vámonos ya, Raquel, vámonos. ¿Por qué no? Es que no lo entiendo, para ti es muy fácil, yo ya no puedo más, pero ¿tú...? Tú no tienes que aguantar, no tienes que fingir, no tienes que irte un mes de vacaciones con quien no quieres, no tienes que darle explicaciones a nadie.

—Tengo que darte explicaciones a ti.

Se levantó despacio pero la huella de su peso permaneció sobre mis muslos entumecidos como un presentimiento, pensé, como una maldición. La vi andar por la habitación, salir por la puerta como si todo el cuerpo le doliera en cada paso, escuché el ruido que hace el hielo al chocar con las paredes de los vasos, y la vi entrar de nuevo, una imagen enfermiza de ella misma, pálida, descolorida, frágil, y me asusté de cómo la quería, de cuánto la quería ahora que ya no podía darle nada más, ahora que le había dado todo lo que tenía.

—Las estoy esperando, Raquel —le dije cuando se sentó en una butaca, delante de mí.

—¿Qué? —y ya se había bebido media copa de un trago.

—Tus explicaciones.

Antes de hablar lloró, estrenó un llanto manso, silencioso, de aspecto casi sedante, placentero, como el que ya había visto desprenderse una vez de sus ojos mientras andábamos juntos por la calle Carranza, pero aquella noche no hice nada para detenerlo. Aquella noche ya no sabía qué hacer.

—Yo te quiero, Álvaro, te lo digo en serio, y es verdad, no hay nada que sea más verdad que esto, te quiero demasiado, te quiero tanto que no podría soportar... que me odiaras, que me despreciaras, que te sintieras humillado o desgraciado por mi culpa, que esto acabara mal, no podría soportarlo y necesito tiempo, por eso necesito tiempo, tiempo para pensar... —no terminó la frase pero me miró casi con miedo, como si presintiera el formidable estallido que iban a provocar las palabras que se había negado a repetir desde que aprendió, y yo con ella, que la Tierra giraba justo debajo de nuestros pies—. Yo era la amante de tu padre, Álvaro.

—¡Deja en paz a mi padre, Raquel! —y estaba tan furioso que me levanté para seguir chillando de pie—. Mi padre está muerto, ¿me oyes?, muerto y enterrado. ¡Mi padre está muerto, muerto, y yo estoy vivo! Yo estoy aquí, y mi padre me importa tres cojones, ¿te enteras?, mi padre y lo que mi padre y tú hicierais con ese consolador de goma que encontré en un cajón, mientras veíais todas esas películas pornográficas que teníais tan ordenaditas, no me importa...

Ella no dijo nada, no habló, no se movió, y yo me sentí tan solo, tan desamparado de repente, que empecé a desconocerme, y sin embargo aún fui capaz de advertirme que no debería seguir, que sería mejor que me callara. Me lo advertí pero no quise escucharlo, porque ella no decía nada, no hablaba, ya ni siquiera me miraba, y no podía estar haciéndome lo que me estaba haciendo, no podía. Yo no me lo merecía, porque la quería tanto, tanto, que le había dado todo lo que tenía y ella lo había rechazado, me había dejado tan solo, tan desamparado, que no resistí la tentación de compadecerme de mí mismo. Habría querido preguntarle para qué me había sacado de mi pobreza, aquella apacible llanura de tierras cultivadas que era mi vida y no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia, por qué me había llevado hasta tan arriba sólo para dejarme caer. Me habría gustado hacerle esa pregunta, pero no me lo podía permitir. No podía reprocharle su crueldad sin humillarme, y por eso, y porque estaba probando el sabor de la cólera, dije lo que no debería haber dicho nunca, lo que nunca había querido pensar, lo que no me había atrevido a escuchar ni siquiera de mí mismo.

—¿O quieres que sea sincero de verdad? ¿Quieres que juegue yo también al juego de las verdades verdaderas? Pues te voy a decir una cosa, Raquel, y que no se te olvide. Sí que me importa que te acostaras con mi padre, y no sólo me importa, sino que me jode. ¡Me jode de la hostia que hayas sido capaz de follar con un viejo podrido de millones en una bañera rodeada de velitas encendidas! Me jode, ¿me oyes?, ¡me jode! Me da asco, y vergüenza, me da vergüenza ese ático tan caro y tan hortera, me dais asco mi padre, tú y vuestro consolador en esa cama, es patético, Raquel, es horrible, es la hostia de horrible, es lo peor... ¿Qué te crees, que soy tonto? Pues eso también es verdad, soy tonto. Soy gilipollas perdido, porque me he enamorado de ti, Raquel, me he enamorado de ti y he decidido comerme eso, comérmelo todo, para que tú vengas ahora a tocarme los cojones...

Sólo cuando terminé de gritar, pude volver a pensar. Ya está, eso fue lo que pensé, ya está, ya se ha acabado. Ya he conseguido oler a pólvora, ya he visto cómo revienta todo, ya me lo he cargado yo solo y ni siquiera puedo echarle a ella la culpa.

Raquel no me miró, no dijo nada. Se había ido encogiendo poco a poco, doblándose sobre sí misma mientras yo chillaba, mientras le gritaba como el energúmeno que no había sido jamás, nunca hasta aquella noche, y la había visto hundirse, taparse la cara con las manos, venirse abajo con cada chillido hasta convertirse en el ovillo tembloroso que se agitaba encima del sillón. Entonces yo también empecé a temblar. Temblaba de ira, y de pena, y de orgullo, y de despecho, y de vergüenza, de desconcierto y de amor, también de amor.

—Lo siento, Raquel, perdóname —esperé durante unos segundos una respuesta que no se produjo e insistí antes de empezar a andar hacia la puerta—. Lo siento muchísimo, Raquel, perdóname, de verdad. No debería haberte gritado, no tendría que haberte dicho eso. Yo no soy así, yo... No sé lo que me ha pasado pero lo siento mucho, muchísimo, te juro que lo siento. Perdóname.

Cuando salí del salón, estaba seguro de que todo había terminado, pero ella se levantó de pronto, pasó corriendo a mi lado y se apoyó en la puerta con las piernas separadas, los brazos abiertos como una crucificada.

—No te vayas, Álvaro, por favor —ahora por fin me miraba, y lloraba, suplicaba como una mujer desahuciada, desesperada, desorientada en su propio dolor—, por favor, por favor, no te vayas... Perdóname tú a mí, perdóname, perdóname —y se tiró contra mí, no se adelantó, no avanzó, no se acercó, sino que se tiró contra mí, se estrelló contra mi cuerpo y se colgó de él con tanta fuerza que, si hubiera estado en condiciones de percibirlo, me habría hecho daño—. No te vayas, Álvaro, por favor, no te vayas así. Perdóname, perdóname tú a mí y no te vayas... No te vayas, no te vayas, por favor, por favor, no te vayas...

Fue aflojando la presión poco a poco sin dejar de repetir aquella letanía mansa y frenética en la que parecía encontrar un débil consuelo, hasta que sus manos me abandonaron del todo. Entonces levantó la vista y me miró, y yo la miré, pero no fui capaz de hacer nada, de decir nada, como si se me hubiera contagiado de golpe la misma parálisis que antes la había mantenido a ella inmóvil y encogida en el sillón. Estaba atónito, aturdido por el asombro, estremecido por la pasión de aquella mujer a la que yo amaba como a ninguna antes, y que me había rechazado como ninguna antes, para arrastrarse después ante mí como ninguna antes.

Estaba estremecido, aturdido, atónito, pero también había vuelto a estar vivo y Raquel no se estaba dando cuenta. Por eso volvió a cogerme de las mangas, esta vez con suavidad, casi con miedo, sólo para dejarse caer hasta el suelo y quedarse allí sentada. Yo la miré un instante desde arriba antes de levantarla, y abrazarla con todas mis fuerzas, y besarla muchas veces, y decirle que la quería, que la quería, que la quería.

El número que usted ha marcado no existe.

Vamos a ver, señorita... La primera vez que escuché aquel mensaje, me acordé de Fernando Cisneros y la más sorprendente, furibunda, de sus exhibiciones de empecinamiento, no, no, señorita, si ya lo sé, ya sé que eso no lo dice usted, que es una voz grabada... Estábamos en el bar de la facultad una mañana cualquiera, se había equivocado al marcar y volvió a equivocarse a propósito. Pero, bueno, dijo de pronto, esto es intolerable, y buscó un interlocutor vivo a través de todos los números de información gratuita de Telefónica hasta que dio con una pobre chica que jamás debía de haberse visto en otra. Claro que es importante, señorita, claro que es importante, porque yo le aseguro a usted que ese número existe, existe desde el principio de los tiempos, desde el primer instante del conocimiento humano... José Ignacio me miró, se llevó el dedo índice de la mano derecha a la sien, lo retorció varias veces y los dos nos echamos a reír, pero yo reaccioné antes. Déjalo ya, Fernando, le pedí, pero si me escuchó, no me hizo caso. ¿Cómo que es una forma de hablar?, pues no, señorita, por supuesto que no me conformo con eso, y no me diga que no me entiende porque es muy sencillo, verá usted, se lo voy a explicar, el nueve es la unidad y existe, el uno es la decena y existe, el seis es la centena y existe, el siete es la unidad de millar y existe, el dos es la decena de millar y... Se calló de repente, apartó el teléfono de su oreja y nos dirigió una mirada cargada de un desamparo menos sincero que cómico. Me ha colgado, musitó. No me extraña, comentó José Ignacio, y eso le enfureció todavía más, ¿cómo que no te extraña? Luego me miró a mí, nos señaló a los dos con el dedo y nos englobó en un círculo imaginario, pero, bueno, no me digáis que os da lo mismo. ¿Qué pasa, que ahora va a resultar que aquí el único apóstol de la divulgación soy yo?

El número que usted ha marcado no existe.

La primera vez que escuché aquel mensaje, yo también creí que me había equivocado de número, pero no perseveré a propósito para acrecentar conscientemente mis niveles de escándalo, como había hecho Fernando. Me limité a buscar el nombre de Raquel en la agenda, me aseguré de haberlo seleccionado, y pulsé el botón verde. No solía recurrir a ese procedimiento porque me gustaba marcar aquella combinación de nueve cifras una por una, pero no quería arriesgarme a escuchar otra vez que aquel número había dejado de existir. Sin embargo, eso fue lo único que conseguí, una vez, y otra, y otra más.

Aquel día había amanecido más feo que nublado, y antes de mediodía empezó a chispear. Miguelito estaba nervioso, de mal humor, como si no pudiera acostumbrarse a que los días de playa se echaran a perder antes de empezar, en aquel pueblo del norte donde habían sucedido todos los veranos de su vida. A Mai le gustaba veranear en Comillas, la familia de su madre era de allí, y aceptaba sin reproches, casi con placer, la apabullante gama de grises del cielo del Cantábrico, pero yo no le veía la gracia a aquel clima. Por eso, y aunque apreciaba la compañía de Fernando Cisneros, menos crítico que yo con las tradiciones veraniegas de la familia política que compartíamos, no me había decidido aún a invertir nuestros ahorros en ninguna de las casas que Mai buscaba, agosto tras agosto, sin cansarse, y seguíamos alquilando cada verano una especie de apartamento independiente, no muy grande pero tampoco demasiado pequeño, en la segunda planta de un caserón que pertenecía a unos tíos de mi mujer.

Comillas había sido el principal conflicto de mi matrimonio cuando mi matrimonio no representaba un conflicto para mí. La extinción de la segunda de estas premisas disolvió pacíficamente la primera, porque Mai ni siquiera mencionó el tema de sus prospecciones inmobiliarias cuando salimos de Madrid. Hicimos el viaje en silencio, Miguelito dormido, ella callada, ocupándose sólo de alimentar el equipo de música del coche con un disco compacto tras otro, y yo ausente, absorto en el número y la profundidad de mis heridas, el estado impreciso, a medio camino entre la enfermedad y la convalecencia, al que me había arrojado la indeterminada, pavorosa reserva de Raquel. Pero la concentración que me exigía el desaliento no bastaba para borrar lo evidente, y Mai, que había permanecido tan ajena a las convulsiones que habían accidentado mi vida durante los últimos meses, se había convertido ya en una evidencia, y grave.

Todo ha salido mal, eso fue lo que pensé mientras conducía hacia el norte. Todo había salido mal, y ni siquiera sabía lo que llegaría a significar esa frase cuando todo saliera mal de verdad. También pensaba que debería haberme quedado en Madrid, y había estado a punto de hacerlo, pero en el último momento, mi hijo tiró de mí.

Ya no estaba seguro de nada excepto de que, cambiara en el sentido en que cambiara, mi vida no volvería a ser como antes, y de que Miguel sería el único elemento constante en el paisaje que sobreviviera a la quiebra de la antigua llanura donde apenas podía reconocerme. Había imaginado muchas veces ciertas escenas, despachos, borradores, documentos, estilográficas, desconocidos yendo y viniendo por un pasillo como sombras ausentes de sus propios personajes, palabras de ánimo, miradas heladoras, silencio. Lo había imaginado y había hecho algo más, me lo había anunciado, me lo había advertido, me había preparado para vivirlo y lo había asumido con naturalidad, casi con alegría, porque al otro lado de aquel túnel de paredes sombrías, más allá de los ecos profundos del estupor y los resentimientos, estaba la luz, Raquel, el amor de mi vida. Yo era un buen chico, siempre había sido un buen chico, un buen hijo, un buen marido, un buen ciudadano, pero estaba dispuesto a desprenderme de todas esas medallas, a convertirme en el tema de conversación de la temporada, a dejarme encajar en un molde canallesco que no me correspondía, a firmar mi propia ruina económica y a hacerlo con entusiasmo, porque me había enamorado de una mujer que me amaba y eso me hacía valiente, un hombre limpio, puro, bueno, inocente. Por eso, porque ya me había contado a mí mismo cómo iba a ser el resto de mi vida, porque me había preparado para vivirlo en lo malo y en lo mejor, me dolió tanto la deserción de Raquel, aquella reacción confusa, equívoca, que en su momento parecía espontánea, impremeditada en su ausencia de lógica, y que sin embargo proyectaba en la distancia cierta coherencia, una estructura potente, ordenada, que mi pensamiento adicto a la predecibilidad percibía mejor en cada kilómetro que lo alejaba de la ciudad que, tal vez, nunca debería haber abandonado.

En cualquier caso, cuando afronté el dilema de las vacaciones, tenía esperanzas y escogí a Miguelito. Si tenía que abandonar el hogar conyugal, no lo haría antes de tiempo para cargar de razones al abogado enemigo. No tuve que pensar que lucharía por mi hijo, pero recuerdo que eso sí lo pensé, que formulé con exactitud aquella expresión, abogado enemigo, y un instante después me sentí fatal, un hombre malo, ruin, cínico, traidor. Traidor yo, que me iba de vacaciones con el enemigo, yo, que estaba dispuesto a fingir, a encubrirme, a hacer cualquier cosa con tal de tener en paz la fiesta de mi traición, yo, traidor a la fuerza por haber sido traicionado.

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