El corazón helado (95 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Aquellos polvos improvisados del mes de julio tuvieron la virtud de ser tan esporádicos como si mi mujer y mi amante hubieran intercambiado sus papeles, y contaron con la involuntaria complicidad de los polacos, que daban martillazos, y partían azulejos, y taladraban paredes, y hablaban en un lenguaje incomprensible en mitad del pasillo, al otro lado de la puerta del dormitorio.

—En esta casa se ha vuelto muy difícil concentrarse— reconocía Mai.

Yo le daba la razón con entusiasmo, y perseveraba en la insólita experiencia de la concentración hasta obtener resultados aceptables, pero cada vez me costaba más trabajo.

Ella no parecía darse cuenta de nada. Al principio, el estado de excitación universal en el que me había precipitado la simple existencia de Raquel, había bastado para eliminar el débito conyugal de la larguísima lista de mis problemas. Luego, mi sexo se fue haciendo más exigente, pero el tenebroso prestigio de las oposiciones acudió en mi ayuda. Por fin, en plena obra, empecé a presentir el abismo de las vacaciones, y a temblar, y sin embargo, ni siquiera entonces, Mai, que solía protestar por lo contrario, pareció acusar ningún síntoma preocupante en mi astenia. Raquel, en cambio, sacaba de alguna parte varios sentidos de más en esas ocasiones.

—Vienes de follar con tu mujer.

Lo adivinaba antes de que yo tuviera tiempo para entrar en su casa, la puerta entreabierta, su mano en el picaporte todavía.

—No —decía yo, muy seguro, porque no podía saberlo, la hija de puta no podía saberlo.

—Sí —entonces me dejaba pasar, cerraba la puerta, me abrazaba, me miraba a los ojos con atención, pegaba la nariz a mi cuello, asentía con la cabeza, se reía—. Claro que sí.

—¿Y cómo lo sabes, a ver?

—Pues porque sí, porque lo sé. Eso se huele, Álvaro.

—No creo que puedas oler nada porque me acabo de duchar.

—¿Lo ves? Por eso, entre otras cosas.

—Me he duchado —intentaba explicar yo con mi acento más pedagógico— porque son las cinco de la tarde, en la calle hace muchísimo calor y he venido andando.

—Ya. Y porque vienes de follar con tu mujer.

—No.

—Sí —y su seguridad me ponía tan nervioso, me daba tanta rabia que llevara razón, que reaccionaba con la lógica impertinente y brusca de los niños pequeños.

—Bueno, pues me voy —pero ella volvía a echarse a reír y me sujetaba con fuerza, rodeando mis brazos con los suyos.

—No hace falta que te vayas. Tengo tele. Y palomitas para hacer en el microondas, tonto...

Pero no poníamos la tele, no encendíamos el microondas, no hacíamos palomitas, nos íbamos a la cama igual, a follar, y follábamos, porque la Tierra daba vueltas alrededor de sí misma y de las caderas de Raquel, porque el todo era tan grande, tan poderoso, que ni siquiera se tomaba la molestia de compararse con la suma de sus partes, porque un tiempo blando, gelatinoso, suspendía las leyes físicas en la cama donde nos amábamos y porque yo amaba a esa mujer, la amaba tanto que después, cuando la tenía tranquila y callada, a mi lado, comprendía con una exactitud cegadora, casi dolorosa, la medida de mi suerte.

La alegría no tiene precio. No existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es alegría. Yo lo sabía, porque había conocido demasiado bien el color gris en los tiempos de mi pobreza, todos esos años que viví creyendo que mi vida era vida, y que era mía. Por eso, cuando Raquel se incorporaba, y me miraba, y yo distinguía en sus ojos una luz igual pero distinta, como un atisbo temeroso de la melancolía, me daba cuenta de que aquel énfasis terminal y repentino inauguraba la cuenta atrás, pero estaba muy seguro de lo que tenía que hacer, y de que iba a hacerlo.

Y sin embargo había algo más, hubo algo más en aquellos días felices, de una plenitud, una intensidad que me atontaba, porque no se puede pensar y vivir al mismo tiempo y yo había elegido vivir, volver a nacer en aquella dulzura tan grande y tan pequeña que no se dejaba pensar. Había algo más, pero estaba lejos de Raquel, fuera del alcance de aquellas miradas que me tiranizaban, sometiéndome sin esfuerzo a la despótica determinación de que nunca volviera a mirar a otra mujer. Había algo más, pero estaba lejos de Madrid, fuera de una ciudad que no medía más que un metro y medio de ancho por dos metros de largo, el jardín de sábanas blancas que nos pertenecía por completo y nos protegía de nuestras propias reflexiones. Ese amparo se iba desvaneciendo lentamente a medida que mi coche avanzaba por la Castellana, llevándome lejos de mí, lejos de ella, hacia un lugar que cada vez me resultaba más ajeno, más extraño, y que empezaba a dolerme mucho antes de que mi hijo viniera a mi encuentro corriendo por un camino de grava con la misma furia con la que un toro sale del chiquero.

—¡Papá! —gritaba, y yo le esperaba, me ponía en cuclillas al lado del garaje y abría los brazos para escenificar el anuncio que más le gustaba.

—¡Miguelito! —él se estrellaba contra mí, creía tirarme al suelo con su impulso, yo me dejaba caer y los dos nos reíamos mucho.

En aquella época, ya había empezado a entender mejor a mi hermano Julio, ese amor casi impropio, maternal, que sentía por sus hijos, la sistemática y cotidiana abnegación que pretendía asegurarles que, pasara lo que pasara, él siempre sería su padre, que siempre podrían contar con él incluso cuando sus respectivas madres no fueran más que dos pálidas muescas en su revólver. Aquella revelación convirtió a mi hermano en alguien más noble y más mezquino a la vez, bueno para sus hijos, desde luego, y eso era quizás lo único importante, pero miserable en la ilimitada constancia de sus cálculos. O no, porque uno de los domingos de aquel verano ya no supe qué pensar de mí, ni de él, ni de nada.

Había llegado a La Moraleja un poco antes de comer con una idea fija, y la puse en práctica nada más llegar, sin perder el tiempo en ponerme el bañador antes de ir a buscar a Mai a la piscina. Ella tomaba el sol con los ojos cerrados y sonrió antes de abrirlos, mientras mi dedo índice recorría su cuerpo muy despacio, desde la clavícula hasta el ombligo. Luego se incorporó, pronunció mi nombre, me miró como si quisiera decirme que no hacía falta que le explicara nada, y todo lo demás se desenvolvió como yo había previsto. No había contado con mi hermano Julio, y por eso no le presté atención cuando nos sentamos a comer, Mai risueña y un poco colorada todavía, yo tan contento como si hubiera vuelto a ser el niño estudioso y responsable que dejaba todos los deberes hechos por la mañana para disfrutar de los placeres del tiempo libre el resto del domingo. Después, mi mujer, que no había movido un músculo de la cara mientras le explicaba, los dos desnudos y sudorosos, que no había podido esperar porque me convenía volver a Madrid aquella noche, se fue a dormir la siesta con Miguelito, y yo me senté en el porche a leer el periódico con la intención de quedarme traspuesto en un sillón lo antes posible, pero mi hermano no me lo consintió.

—¿Cómo se llama? —disparó sin anunciarse.

—¿Quién?

—La tía que te tiene así.

—¡Julio!

Me incorporé de golpe, miré a mi alrededor y comprobé que estábamos los dos solos.

—No hay nadie, están todos durmiendo —hizo una pausa para reírse y me tendió un cuba libre como el que llevaba en la mano—. Segundo intento. ¿Cómo se llama?

No me gustan mucho los cuba libres pero acepté el que mi hermano había hecho para mí como solía hacerlo todo, sin pensarlo antes, y le sonreí.

—¿Cómo te has dado cuenta?

—Álvaro, por Dios, soy el experto de la familia, ya lo sabes.

—Se llama Raquel, pero dime cómo te has dado cuenta.

—Lo estás haciendo bastante bien, si eso es lo que te preocupa —escuchamos el ruido de una puerta que se abría dentro de la casa, estiramos el cuello a la vez, y aunque no salió nadie, Julio empezó a hablar más bajo—. Yo no estaba muy seguro, la verdad. Llevo una temporada encontrándote un poco raro pero, bueno, entre lo de la oposición y que tú eres más bien raro desde siempre... Pero lo de esta mañana... Lo de esta mañana ha sido clamoroso, Alvarito.

—¿Qué? —porque le había entendido, pero no estaba muy seguro de su interpretación.

—El polvo defensivo, tío —y aquella definición me hizo tanta gracia que ya ni siquiera me importó volver a reírme.

—La mejor defensa es el ataque —supuse, y él asintió con la cabeza y mucha energía.

—Pues sí, no lo dudes... ¿Tú sabes cuántos de ésos he echado yo en mi vida? De los anticipados y de los otros, para fabricarme una noche libre o para hacerme perdonar antes de que ellas tuvieran tiempo de saber el qué. Lo mejor es echarles un polvo, con mucha pasión, muchas prisas, como los de la mili, furia española, ya sabes. Se quedan como nuevas, eso siempre funciona. Así que cuando te he visto en la piscina, esta mañana, me he dicho, uy... Y lo mejor es que se las coge con ganas, ¿verdad?

—¿A quién? —y me estaba riendo todavía.

—A las mujeres propias.

—No, yo no —me puse serio, le miré y vi la preocupación en sus ojos—. A lo mejor es que soy raro, pero la verdad es que yo la cojo cada vez con menos ganas.

—Entonces es peor, Álvaro —se levantó, me puso una mano en el hombro y la apretó—. Entonces es mucho peor. O mucho mejor, nunca se sabe...

Aquella conversación me dejó un sabor rancio en el paladar y un destello luminoso en la memoria, dos huellas contiguas, sucesivas, que nacieron de mi accidental semejanza con Julio y de la certeza de que nunca sería más que una semejanza accidental. Yo, que no había querido ser un hombre como mi padre, tampoco quería convertirme en un hombre como mi hermano, y sin embargo, empecé a entenderle mejor, y pensaba en él mientras me ocupaba de mi hijo con mucha más disciplina, también con más placer que antes. Miguelito aún no había cumplido cinco años, y cuando fuera adulto, sólo tendría un recuerdo vago, nebuloso, de aquel verano, pero yo intentaba que ese recuerdo incluyera mi devoción por él, porque a veces, mientras le miraba, me imaginaba sin querer a otros hijos, míos y de Raquel, y sentía de golpe toda la urgencia, la amargura de la culpa que su madre no llegaba a inspirarme. Por eso, cuando llegaba a La Moraleja, lo primero que hacía era esperarle en cuclillas, al lado del garaje, con los brazos abiertos, para dejar que me embistiera y caerme al suelo con él, para que los dos nos riéramos juntos y yo pudiera abrazarle, hacerle cosquillas y besarle muchas veces antes de cogerle en brazos.

Así aparecíamos en el porche y allí estaba mi familia, lo que se suponía que era mi familia, mi madre, mis hermanos, mis cuñados, mi mujer, y todos se alegraban mucho de verme. Entonces, de golpe, recordaba lo que sabía y lo que no quería saber, lo que debería pensar y no pensaba, lo que había querido olvidar y tal vez no habría debido, la impresión de Fernando Cisneros y mis propias intuiciones, y delante de la viuda de Julio Carrión González, Raquel me decía que la estaba mirando con los ojos de mi padre, y yo comprendía que lo mejor, quizás lo único bueno para los dos, sería que yo nunca descubriera la verdadera relación que había unido a aquel hombre con el amor de mi vida.

Luego, mi madre me besaba, me besaba mi mujer, me besaban mis hermanos, y nos faltaba él, siempre nos faltaría, y su ausencia era importante para todos, pero nadie podía acusarla ni celebrarla tanto como yo, mientras me dejaba caer en un sillón y les informaba de mis fabulosos progresos. Estarás contenta, mamá, decía Clara, un hijo catedrático... Mi madre me miraba, sonreía, y asentía con la cabeza, pero yo sabía de sobra que le daba igual. La novedad era que a mí también me daba lo mismo, porque Raquel Fernández Perea había pasado por mí como pasa la suerte, como pasa la muerte, como pasa el azar que cambia de una vez y para siempre el destino de los seres vivos, y yo era un hombre distinto, con una vida distinta, en un mundo que, más antes que después, tendría también que ser distinto.

Y sin embargo, el fantasma de mi padre era más fuerte en su casa que en ningún otro lugar, y allí, donde estaba seguro de que ella nunca había estado, Raquel seguía siendo su amante, no la mía. La foto de la boda de mis abuelos estaba colgada en el mismo sitio, Teresa joven y confiada, volcando en la cámara una gran sonrisa, y mi abuela Mariana, ni una pizca de misterio en su rostro, en su aspecto, cogía en brazos a mis hermanos mayores en los mismos lugares donde siempre la había visto pero nunca antes la había mirado con interés. Yo estudiaba sus rostros, y estudiaba a Mai, estudiaba a mi madre, y veía a Raquel, joven y desnuda, deslizándose en los brazos de un anciano que la esperaba dentro de un jacuzzi rodeado de velas encendidas, la veía como nunca la había visto cuando la tenía delante, y esa imagen se hacía de repente tan perversa, tan obscena, tan insoportable que no se podía comparar con ninguno de mis recuerdos, actitudes, gestos, posturas inocentes que sólo tenían sentido como elementos útiles para crear el código de la intimidad que compartíamos. Entonces empezaba a ahogarme, sentía que me ahogaba, y buscaba a mi hijo y me lo llevaba lejos de aquel porche, a comprar chucherías o a jugar al fútbol en el último extremo del jardín.

Creía que eso era suficiente, pero una tarde, Lisette, con uno de los biquinis brasileños que ponían a mi hermano Julio al borde de la hipertensión, vino a mi encuentro a la altura de la piscina. Llevaba en brazos al bebé de Clara, pero sólo me habló cuando Miguelito ya estaba en el agua.

—Álvaro, niño, a ti te pasa algo —y su sonrisa se hizo más traviesa, casi maliciosa—. ¿Qué es?

—No lo sé —le contesté—. ¿Qué puede ser?

—Ya no me miras.

—Ahora mismo te estoy mirando, Lisette.

—Sí, pero no me miras como antes.

—Bueno... —y sonreí yo también—. Procuraré corregirme, entonces.

Aquel día era miércoles y el cumpleaños de uno de mis sobrinos. Por eso había ido a casa de mi madre y pensaba quedarme a dormir para ahorrarme la noche del sábado siguiente, pero el comentario de Lisette me divirtió y me afectó tanto al mismo tiempo que decidí cambiar de planes sin pensarlo mucho, y ya no encontré en ninguna parte fuerzas ni ganas para echarle un polvo a Mai antes de marcharme.

—¡Ay, qué mala suerte! Parezco imbécil, la verdad... —después de cantar cumpleaños feliz, me acerqué a ella con los ojos fijos en el móvil—. Me tengo que volver a Madrid, ¿sabes? Acabo de acordarme de que mañana, a las ocho y media, tengo una reunión del patronato del museo...

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