El corazón helado (91 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—La gente se sigue muriendo de hambre, y no es una frase hecha. Aunque lleves aquí poco tiempo, te habrás dado cuenta, ¿no? —Julio asintió con un gesto mínimo, casi tímido—. La gente sigue pasando hambre. Y ha habido una guerra, y una sequía, y un bloqueo económico, lo que tú quieras. Pero la gente sigue pasando hambre física, hambre de verdad, y no debería. Al principio era comprensible, ya no. O, mejor dicho, ya no debería ser comprensible, pero sigue siendo muy fácil de entender...

Hizo una pausa, se quitó las gafas, las limpió con un pico de la camisa, se las volvió a poner y siguió hablando con su voz de ahora, llana y seca, amarga, imperturbable.

—Te lo voy a explicar. Mi cuñado Ricardo, sin ir más lejos, ¿te acuerdas de él? —Julio asintió con la cabeza aunque sólo lo había visto un par de veces—. Cuando mi hermana Pilar se casó con él, era un simple alférez provisional, un estudiante mediocre de segundo de Derecho. Ahora es uno de los hombres más ricos de Madrid. ¿Es ministro, es banquero, es millonario de nacimiento? No —y se le quedó mirando como si él conociera la respuesta.

—Entonces... —Julio no sabía qué pensar y lo dijo en voz alta—. No sé.

—Entonces es el secretario técnico de la Concejalía de Abastos del ayuntamiento. ¿Qué te parece? —subrayó su pregunta con una sonrisa amarga—. Ni más ni menos. En cualquier país civilizado estaría en la cárcel. Pero éste no es un país civilizado, Julio, no lo es. Aquí nunca pasa nada, y por eso vale todo, lo que sea. Los que no tienen nada pasan hambre, y los que lo tenían, lo han perdido todo, es decir, que pasan hambre igual... El verano pasado llevé a mi hermano Arturo a una recepción en casa de Camilo Alonso Vega, un chalé racionalista, pequeño pero con un jardín muy agradable, en El Viso. ¿Tú nunca te has preguntado por qué no se bombardeó El Viso durante la guerra?

—No —y tampoco sabía adónde quería ir a parar Eugenio.

—Pues yo sí —pero él se tomó su tiempo para explicárselo—. Me parecía raro, porque el barrio de Salamanca era de los nuestros, desde luego, aquí no había rojos, pero ¿El Viso? Allí vivía Besteiro, y media Institución Libre de Enseñanza, socialistas, republicanos, lo habían promovido ellos, ¿no?, al principio la llamaban Colonia Residencia, porque los terrenos pertenecían a la Residencia de Estudiantes... Bueno, pues aquella tarde, en la recepción del general, lo entendí todo. Qué casa tan bonita tienen, le dije a su mujer, porque era verdad y por quedar bien. Ella me dio la razón, sí, y está en un sitio estupendo, ¿verdad? Y luego, como si fuera la cosa más normal del mundo, sin tomarse el trabajo de buscar excusas, eufemismos, me explicó que aquella casa era de un sobrino de Ganivet, comunista, que estaba exiliado en Londres, y de su mujer, claro, comunista también, que se había suicidado en la cárcel. Y estuve a punto de preguntarle, ¿y los dueños de esta casa no tenían hijos? ¿No tenían padres, hermanos, sobrinos, amigos ni familia de ninguna clase, no querían a nadie que pudiera estar viviendo aquí con más derecho que usted, señora?

No me toques los cojones, Eugenio... Julio lo pensó entonces por primera vez, pero no recurrió a esa reflexión para llenar el silencio desde el que le miraba aquel extraño en el que cada vez le costaba más trabajo reconocer a su amigo más antiguo.

—Estuve a punto de preguntárselo, pero no lo hice, claro, no se lo pregunté. Aquí nadie pregunta nada, porque para eso todo el mundo tiene un cargo en Abastos, en Transportes, en Obras Públicas. Y eran rojos. No hace falta explicar más, porque eso es como decir ¡ábrete, Sésamo!, ahora que ya se sabe que aquí no va a pasar nada, que los aliados no van a echar a Franco de El Pardo, que tienen las manos libres, que han perdido el miedo y la vergüenza, si es que tuvieron vergüenza alguna vez... Estamos en 1947 pero seguimos igual que en el 39, y basta con eso, con que eran rojos. Así va todo, porque en España roban mucho más que cuarenta ladrones.

—Bueno, eso no es exactamente así, ¿no? —Julio Carrión, dispuesto a alzarse con el número cuarenta y uno, frunció el ceño, improvisó un acento grave, preocupado mientras dominaba su excitación a duras penas—. Quiero decir que es legal, hay leyes que...

—Eso es robar, Julio —Eugenio le miró a los ojos con un destello póstumo de su antiguo y purísimo candor—. Aunque haya una ley, aunque sea legal, aunque lo haga todo el mundo. Eso es robar. Y por ahí no paso.

—Por eso te marchaste del ministerio.

—Por eso. Y porque me encargaba de las expropiaciones, y... Para qué te voy a contar.

—¿Y Romualdo?

—¡Ah!, él muy bien, como siempre, ya le conoces. Para él las cosas nunca han ido mejor. Si me hubiera escuchado hace un momento, me estaría diciendo que lo repitiera en la calle, no te digo más.

—Pero no hablas con él de esto.

—Ni de esto ni de nada —Eugenio se levantó, rellenó la copa de Julio, la suya, se volvió a sentar—. No me hablo con él desde hace meses.

Hacía más tiempo, casi un año y medio, desde que Eugenio Sánchez Delgado había empezado a interesarse por la suerte que habían corrido en Rusia los prisioneros de la División Azul. Él no había dejado de ser falangista, al contrario. El bochorno que había llegado de la mano de la decepción no le había dejado otra salida que redoblar su militancia, entregarse más, y más a fondo, a lo que para él seguía siendo su partido, un partido laico y republicano, fascista y enemigo de la reacción, cuyo símbolo presidía todos los edificios oficiales, las estaciones y las carreteras, los membretes y los uniformes, cada una de las escalas de poder de un régimen totalitario, sí, pero también, y sobre todo, clerical y reaccionario, que se perfilaba en el tiempo como un singular, aplazado y humillante ejercicio de restauración monárquica.

Desde entonces, y hasta que un policía cuyo nombre nunca lograría averiguar, le rompió el bazo de una patada a su hija mayor —la misma que nacería cinco meses después de su reencuentro con su viejo amigo Julio Carrión para hacerse comunista antes de que pasaran dieciocho años—, Eugenio Sánchez Delgado intentó seguir siendo fiel a sí mismo. Para lograrlo, no le quedó otro remedio que conspirar contra el régimen desde el corazón del mismo régimen, sin querer acusar las insalvables contradicciones de una tarea ciclópea, romántica, esencialmente estéril y condenada al fracaso desde antes de su formulación. Él lo sabía, lo supo en cada segundo, en cada minuto y cada hora de aquellos dieciocho años que vivió en un espejismo, una burbuja habitable, privada y cálida, no tan distinta de la que sus antiguos enemigos fabricaron desde las posiciones más opuestas para sobrevivir en un desierto de arena, el planeta desértico, de atmósfera polvorienta, irrespirable, donde nada crecía sin sobrehumanos esfuerzos. Eugenio Sánchez Delgado, el más listo y el más tonto, siguió siendo ambas cosas hasta los cuarenta y tres años, hasta que no le quedó más remedio que dejar de ser, aprender a seguir viviendo y a no ser nada a la vez. Pero cuando Julio le encontró en su piso de la calle Castelló, aún era él. Aún tenía fuerzas, y esperanzas.

—Pancho está en un campo de trabajo, en Rusia, ya te lo he dicho antes. Me enteré por casualidad, porque iba buscando cualquier nombre menos el suyo, claro... Estoy colaborando en una oficina que se interesa por los presos de la División, a través de la Cruz Roja y de la embajada sueca, sobre todo. No podemos hacer mucho porque no es oficial, por supuesto, no vaya a ser que los ingleses y los americanos se cabreen, ahora que son nuestros amiguitos, ¿sabes? Por eso, hasta hace poco no teníamos ni siquiera información, pero conseguimos una lista de presos, y allí estaba, Luis Serrano Romero. Lo leí y no me lo creí, te juro que tuve que leerlo varias veces antes de entenderlo porque me pareció increíble, ¿no? Debe de ser un error, pensé, y escribí a los suecos, les expliqué el caso, y me contestaron que no, que era cierto, que Stalin había metido a los desertores en los mismos campos donde están los divisionarios, y me quedé... No sé. De piedra es poco.

—Sí que es raro —comentó Julio, sin dar demasiada importancia a la noticia ni prever el estallido que le trasplantó de repente a un tren alemán, un domingo de otoño, camino de Nuremberg.

—¿Raro? —Eugenio levantó la voz, la cabeza, se inclinó hacia delante—. ¿Sólo te parece raro? ¡Es una monstruosidad, joder, una canallada! Y ni eso, porque es que no tiene nombre, no hay palabras para describir... ¡Pancho Serrano era un héroe, Julio! Rojo y todo lo que quieras, pero un héroe, un tío capaz de cruzarse Europa de punta a punta, tragando con todo lo que tragó, para llegar a Rusia con un carné en la bota y con dos cojones, y que acabe prisionero en un campo... ¡Qué barbaridad, qué hijos de puta! ¿Cómo habrán podido...? —y entonces su cara se ablandó, sus rasgos se redondearon, su estupor recreó por un instante el temeroso asombro de un niño que acaba de darse cuenta de que se ha perdido—. Yo es que no lo entiendo. Es increíble, ¿no?, inconcebible. Aquí las cosas no eran así. En nuestra guerra, a un hombre como Pancho le habrían condecorado, le habrían ascendido y le habrían dado un mes de permiso, ¿no?, en cualquiera de los dos bandos. Eso es lo mínimo, lo lógico, es lo justo. Pero yo no sé...

—Bueno, él se lo buscó —Julio intentó dar por concluida la historia para regresar al tema que más le interesaba, pero Eugenio no se lo consintió.

—¡No señor! —y sus ojos brillaban, su voz se elevaba, sus mejillas se coloreaban de indignación como si el tiempo, y la guerra, y la paz no hubieran pasado por él—. ¡No se lo buscó! Él buscaba otra cosa y tú lo sabes, tú me lo explicaste, Julio, y no hay derecho. No hay derecho —hizo una pausa para serenarse, volvió a reclinarse en la butaca, a limpiarse las gafas con un pico de la camisa y un movimiento circular, parsimonioso—. Pobre Pancho. Pienso mucho en él, me imagino cómo estará, cómo se sentirá, traicionado por los suyos, por todo lo que le importaba, todo eso en lo que creía, el hijo de la gran puta del primo Pepe... ¡Qué barbaridad! Por lo visto, los rusos usan a los rojos españoles como presos de confianza, los tratan un poco mejor, no les obligan a trabajar tanto y les dan autoridad sobre los otros. Pero él no ha querido. No ha querido y lo entiendo. No ha querido con dos cojones, con los mismos que tuvo para pasarse, y nadie lo habrá entendido, nadie le habrá admirado por eso. ¡Pobre Pancho! Pienso mucho en él, aquella noche,
tovarich, spanski tovarich,
no disparéis que me estoy pasando, ¿te acuerdas?, y pienso... No sé. Qué habremos hecho los españoles, joder, qué habremos hecho...

Nosotros somos los parias de la Tierra, Julio Carrión reconoció el temblor de los labios de Ignacio Fernández en los ojos que le miraban, los parias de la Tierra, maldita sea... No se atrevió a recordar aquellas palabras en voz alta, y tampoco acertó a reemplazarlas con otras menos comprometedoras. Había pasado la guerra, había pasado la paz, y los dos se habían hecho mayores. Julio ya no supo qué decir, cómo acompañar a Eugenio, cómo consolarle de aquel dolor extraño, inconveniente y hasta peligroso. No pudo acercarse a él porque nunca se había sentido tan lejos.

—Fui a ver al Pancho auténtico, ¿sabes?, al hermano pequeño, el que se llama Francisco Serrano Romero de verdad. Tuve que ir a verle porque no había otra manera de hablar con él. Ésos no tienen teléfono, me dijeron en el ayuntamiento de Villanueva de la Serena, y nadie de aquí les deja usar el suyo. ¿Y no puede ir a avisarle, le pregunté al conserje, para que hable desde este mismo teléfono? Había llamado yo, yo pagaba la llamada. Se lo aclaré pero me dijo que no, que él no iba a levantarse de la mesa para avisar a nadie, y a ése menos. Muy amable, le dije, y colgó. Total, que me fui a verle, y...

—¿Y por qué? —Julio tampoco pudo sujetar su pasmo por más tiempo—. ¿Por qué fuiste a verle, qué se te había perdido a ti...? Perdona, pero es que no lo entiendo, Eugenio.

Él no se molestó en contestar a sus preguntas. Le miró, sonrió, y siguió hablando.

—El caso es que fui y no sé si hice bien, la verdad, no lo sé. Vive en una especie de cortijo, una ruina que fue arreglando él mismo, en las afueras del pueblo, con el dinero de las pagas de Pancho. Ahora es el único hombre de su familia. A su hermano mayor lo mataron en el Ebro, su padre está en un destacamento penal que construye una presa en la provincia de Cuenca, y Pancho, o sea, Luis, en Rusia, claro. Él vive con su madre, con las mujeres de sus hermanos y con su mujer en la misma casa, y entre todos y su hermana mayor, que hasta hace poco estaba presa en Alcalá y también es viuda, juntan un montón de críos. La pequeña se ha casado, se ha ido a vivir a Badajoz y no quiere saber nada de ellos.

—¿Y qué quieres, Eugenio? ¿Qué esperabas? —Julio rellenó su copa hasta el borde aunque el coñac no fuera bueno—. Perdieron la guerra, ¿no?

—Sí —sonrió—, la perdieron. Y encima voy yo y le cuento que Stalin ha metido a su hermano preso. Cuando me escuchó se quedó blanco, pero blanco como el papel, se quedó, yo creía que se iba a desmayar, que iba a caerse redondo al suelo. ¿Qué ha hecho?, me preguntó entonces, ¿quién?, le dije, mi hermano, ¿qué ha hecho para que lo hayan metido preso? Nada, le contesté, no ha hecho nada, pasarse a los rusos, solamente. Se quedó callado, empezó a mirarme de arriba abajo, como si antes no me hubiera visto bien, y se recuperó de repente. Tú eres un hijo de puta, me dijo, agarrándome por las solapas, eres un cabrón de mierda, y te voy a matar...

—No se lo creía.

—No quería creérselo, más bien. Pero yo le estaba diciendo la verdad y acabó por darse cuenta. Entonces me soltó muy despacio, se fue andando hacia atrás y se sentó en un banco de piedra, de esos que tienen las casas de pueblo al lado de la puerta. Pancho soy yo, dijo, y eso no se me olvidará en la vida, en la vida olvidaré esa frase, el tono de su voz, el color de su cara. Era como un cadáver, Julio, un muerto que hablaba, que se movía, era tremendo. Entonces empecé a arrepentirme de haber ido, no sé, empecé a pensar, este hombre, con todo lo que tiene encima, y ahora vengo yo a joderle la vida un poco más... Pero ya estaba allí, ¿no?, y tenía que contárselo. Lo intenté, pero me interrumpió enseguida. Gritó dos o tres nombres seguidos y salieron de la casa unos cuantos niños. Vete a buscar a tu tía Lupe, le pidió al mayor, y dile que venga. Es la mujer de Luis, me explicó, y no volvió a abrir la boca hasta que apareció su cuñada, una mujer alta, joven, delgada y vestida de negro. Ella también me impresionó mucho, porque no es guapa de cara, pero sí es atractiva, o mejor dicho, debió ser atractiva, lo seguiría siendo si no tuviera un gesto raro en la boca, como un rictus de desprecio o, no sé, igual no es desprecio, sino amargura, o incluso cansancio de estar harta de todo. El caso es que ahora da miedo, es una mujer atractiva pero desagradable, no sé cómo explicarlo... Total, que se quedó de pie, apoyada en la puerta, y me escuchó sin decir nada, tapándose la cara con las manos al final. Estaba llorando, pero no me dejó verla llorar. Cuando se serenó, se destapó la cara, me miró, y me dijo otra cosa que no olvidaré en mi vida, jamás, por muchos años que llegue a vivir. Yo creía que tenía otra mujer, ¿sabe?, y habría preferido que tuviera otra mujer.

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