—¡Qué bien te veo, Eugenio! —le dijo a su amigo después de abrazarle, y fue sincero.
—Sí —él pasó un brazo por los hombros de su mujer, y la besó en la cara antes de contestarle—, nunca he estado mejor. Pero todo es mérito de Blanca.
¡Ah!, o sea que es eso, se dijo Julio, mientras dedicaba a su anfitriona una sonrisa tan encantadora que hasta la puso un poco nerviosa, felicidad conyugal, más que nada... Era verdad que Eugenio estaba muy bien, más aplomado, más maduro y, si no más guapo, desde luego menos feo, porque aparte de engordar, había encuerpado, no mucho, pero lo suficiente como para dejar de parecer un alfeñique y quedarse en un simple hombre delgado con unos hombros, unas espaldas razonables. Y sin embargo, cuando su mujer les dejó solos para volver a la cocina, Julio detectó una luz de melancolía imprevista en unos ojos que habían perdido para siempre su primitivo candor.
—Bueno, ¿qué tal? —le cogió del brazo para conducirle al salón y le ofreció una copa de vino un poco áspero, sentenció Julio, mientras su amigo llenaba otra para él—. Cuéntame... ¿Dónde has estado metido todo este tiempo?
—Pues... Es largo de contar —todavía le quedaban muchas explicaciones que dar, pero Eugenio aceptó las que le correspondían sin interrumpirle—. Me quedé en Riga, por encargo del coronel Arenas, te acuerdas, ¿verdad? —su amigo asintió, se acordaba.
—Me lo contó Romualdo.
—Pues eso... Arenas me pidió que actuara como una especie de enlace entre la Legión Azul, la Wehrmacht y su oficina de Madrid, y me quedé allí hasta el final. Luego, cuando los alemanes se replegaron, me instalé en Berlín, igual que en Riga, sin cobertura de la embajada, con la teórica protección del ejército español, que, tal y como iba la guerra, era lo mismo que nada, como te puedes figurar. Tendría que haberme vuelto entonces, pero no se me ocurrió nada mejor que enredarme con una tía. Se llamaba Gertrud, era rubia, tan alta como yo, y tenía los ojos verdes... entre otras cosas.
—Ya —Eugenio sonrió—. Los desastres de la guerra.
—Bueno, tanto como desastres... —Julio se echó a reír y Eugenio le acompañó.
—Mira, por lo menos habrás aprendido alemán.
—¡Qué va! Cuatro tonterías. Nos entendíamos en francés, pero daba igual, porque... ¿Qué quieres que te diga? Me gustaba mucho, la verdad, más que comer, me gustaba. La noche que la conocí, me pegó un repaso que me dejó tonto, pero tonto perdido, en serio, a la mañana siguiente no sabía ni cómo me llamaba, es que ni te lo imaginas —entonces fue Eugenio quien se rió primero—, así que me lié la manta a la cabeza, y... Cuando las cosas se pusieron feas, ya no pude volver. Me pareció que, aparte de que lo lógico era que hubieran salido todos por piernas, buscar algún diplomático español en Berlín era más peligroso que no hacer nada, así que me escondí en casa de Gertrud y me tiré un mes y medio sin pisar la calle, hasta que ella se volvió a su pueblo. Luego, el hambre me obligó a salir, y los americanos me detuvieron.
—Menos mal, ¿no? —Eugenio ya no tenía ganas de reírse—. Porque si te hubieran cogido los rusos...
—Figúrate. Siendo americanos, me costó más de un año convencerles de que no había hecho nada... Al final me soltaron con lo puesto. No tenía un céntimo, ni manera de ganarlo, y durante una temporada lo pasé muy mal, durmiendo en las ruinas de una casa y comiendo de caridad, gracias a la Cruz Roja, hasta que ellos mismos me ofrecieron sitio en un tren para refugiados que iba a París. Y allá que me fui en junio del año pasado. En París todo fue más fácil porque está lleno de españoles, ¿sabes?, republicanos, y se ayudan mucho entre ellos. Tuve que decir que era de los suyos, claro, pero así pude ir tirando...
—¿Y la embajada? —Eugenio le miró con extrañeza por primera vez—. Ellos tendrían que haberte ayudado, porque...
—Los de la embajada no se fían de nadie —Julio le interrumpió a tiempo—, pero de nadie, Eugenio. Pues sí, menudos son. Fui a hablar con ellos muchas veces, les conté la verdad y les pedí que llamaran a Madrid, al coronel Arenas. Resultó que se había muerto y eso no me ayudó, al revés, me lo puso todo más difícil. Yo no lo sabía, y se lo dije, pero no me creyeron. Decían que mi salvoconducto era falso y yo no podía recurrir a nadie, en Riga estaba clandestino, en Berlín también, la Guardia Civil no respondía por mí, y eso que los del destacamento de Riga me conocían, ¿sabes? Pero yo no sé qué pasó, o sí, me lo imagino, que no se atrevían a correr riesgos... Total, que me dio miedo que se las arreglaran para que los franceses me deportaran sin más trámites, y me quité de en medio una temporada... ¡Joder! Entonces me dio mucha rabia pero ahora lo comprendo, mira lo que te digo, porque están los tiempos como para fiarse de nadie... —Eugenio le dio la razón con la cabeza y una expresión que Julio no alcanzó a interpretar—. En fin, que luego no sé qué pasaría, pero me dieron el pasaporte hace menos de un mes. Lo cogí sin hacer preguntas, me fui derecho a Torrelodones, a ver a mi padre, a descansar, y a comer bien de una vez... Y aquí estoy, por fin.
Lo soltó de un tirón, con el acento alegre, despreocupado, de quien cuenta una aventura caducada, una historia que fue grave y ya es sólo curiosa, una pirueta que no conserva más gracia que la de sus inevitables tirabuzones, pero ni una sola de las palabras que pronunció había sido escogida al azar, ninguna era improvisada ni espontánea.
Lo que tendría gracia, comandante, le dijo a Huertas cuando el militar lo citó para darle el pasaporte en el reservado del mismo café donde se encontraron por primera vez, es que ahora que ya hemos hecho lo más difícil, se tuerzan las cosas y no hagamos negocio. ¿Y por qué se iban a torcer? ¿No dices tú que tienes contactos? Ya te he contado dónde están los Sánchez Delgado, no te quejarás... Sí, y de eso respondo, pero... Imagínese que me encuentro un buen día con mi coronel andando por la calle, a ver qué le digo, qué cara le pongo, porque me temo que él es un militar chapado a la antigua, un hombre honrado, y... Sí, le cortó Huertas, Arenas era todo eso, pero ya no lo es, porque está muerto. Se quedó frito de un ataque al corazón hace año y medio. ¿Qué te has creído, Carrión, que soy tonto? También era muy amigo de mi padre, si él estuviera vivo, yo no andaría metido en esto. Pero los muertos no andan por la calle. No ven a nadie, no hablan. Y en Madrid, ahora mismo, a un tío como tú, los vivos que nos interesan tampoco le van a hacer preguntas. Hazme caso, que sé de lo que hablo.
En aquel momento, Julio Carrión se atrevió a mirar a Ernesto Huertas de frente, de igual a igual, y el comandante se lo consintió. Aquel hombre, que desde hacía un par de años lo sabía todo acerca de los rojos españoles exiliados en París, no debía de ignorar que su figura era igual de conocida en los círculos que investigaba. Cuando fue a su encuentro, Julio ya sabía que era cordobés, militar hijo de militar y ambos sin otra fortuna que su sueldo, hermano menor de un mártir del Cerro Muriano y marido de una señora de apellidos tan relevantes como la decadencia de su patrimonio. Ella, que era tan cordobesa como él, no le había seguido hasta París porque le gustaba vivir en Madrid, con los cinco hijos que habían tenido en poco más de siete años, y el mayor todavía no había cumplido diez. Julio sabía todo eso, y también que su padre, sobre su inconmovible lealtad a los principios del Movimiento, tenía una amante francesa y muchos, muchísimos gastos. Se rumoreaba que traficaba con pasaportes, Julio tenía las pruebas en la mano, y que, a cambio de sumas más considerables, llegaba a interceder en procesos más severos, excarcelaciones, revisiones de condena y hasta conmutaciones de penas de muerte. En París, a Julio le había parecido demasiado listo como para atreverse a tanto, en Madrid ya no estuvo tan seguro, pero la última vez que le vio, mientras le miraba de igual a igual, ya no dudó de su codicia.
Le voy a contar un cuento, comandante, a ver si se lo cree... Huertas le escuchó con atención, evocó fragmentos de historias parecidas pero auténticas, le sugirió fechas, escenarios y el detalle del edificio en ruinas, incluyó en su relato a la Cruz Roja, y le recomendó que contara que había llegado a París en un tren de refugiados. Pareces tonto, Carrión, cómo vas a haber venido andando desde Alemania, solo, indocumentado, sin perderte ni pasar un solo control, tan tranquilo... Julio aceptó sus correcciones sin ofenderse y memorizó todos los detalles, pero la persona a la que había escogido para estrenar su historia, aquel que por ser el más inocente sería quizás también el más exigente, no se los pidió.
—Pobre Julio —se limitó a decir, mientras le dirigía una mirada cargada de compasión, limpia y sincera—. ¡Qué mala suerte!, ¿no?
—Ya ves —su invitado encendió un cigarrillo, le miró—, pero en fin, bien está lo que bien acaba. Y ha habido suertes peores.
—Desde luego. La de Pancho, sin ir más lejos. ¿Sabes que Stalin lo ha metido en un campo de trabajo, en el mismo donde tiene a los prisioneros de la División?
—¿Sí? —Julio abrió mucho los ojos, intentó comprender lo que acababa de escuchar, no lo logró—. ¿En serio?
—Sí —Eugenio asintió con la cabeza y una mirada triste—. Parece mentira, pero...
—Chicos... —Blanca asomó la cabeza por la puerta, en sus labios una sonrisa traviesa, como de niña que juega a las casitas—. ¡A comer!
—Luego te lo cuento —susurró Eugenio mientras se levantaba—. Mi mujer no sabe nada.
La señora de Sánchez Delgado cocinaba muy bien y era una anfitriona atenta, generosa. Mimaba mucho a Eugenio, sólo guisaba los platos que le gustaban y estaba orgullosa de haberle hecho engordar. Mi suegra no lo lleva nada bien, ¿sabes?, le confesó a Julio entre dos sonrisas, dice que lo estoy malcriando, y es verdad, confirmó él, pero yo te lo agradezco, y te quiero tanto... Se cogían de la mano entre plato y plato, se besaban en los labios continuamente, y se llamaban con nombres dulces, inventados, que a Julio le parecieron un poco bochornosos. Eugenio lo notó.
—¿Qué te pasa? —le dijo, en un tono tranquilo, risueño.
—Nada... —pero encontró enseguida las palabras para explicarlo—. O bueno, sí, que es que todavía te estoy viendo en el chabolo, macho, con el fusil, el uniforme, no sé... Y encontrarte aquí, de repente, con tu piso, tu mujer, y a punto de tener un crío, pues... No me acostumbro.
—Ya.
Eugenio y Blanca le sonrieron a la vez. Luego, ella miró el reloj, se asustó, se levantó, y volvió a besar a su marido.
—¡Uy, las cuatro y cuarto! Qué tarde... Me arreglo y me voy.
Antes de hacerlo, se despidió de su invitado y le explicó que iba todos los días a tomar café a casa de sus padres, que vivían muy cerca. Soy hija única, y me echan de menos, ¿sabes? Cuando nazca el niño ya no voy a poder, pero de momento... Julio se dio cuenta de que a Eugenio no le parecía mal. Él es así, se dijo, si ha decidido ser feliz, va a ser más feliz que nadie, pues no faltaría más. Pero, excepto cuando Blanca estaba cerca para encenderlos, los ojos de su amigo ya no brillaban como antes, y se preguntó por qué mientras le seguía al salón, calentando entre las manos una copa de coñac sólo aceptable, bueno no, sin encontrar una manera de averiguar todo lo que quería saber antes de que su amigo tuviera que volver al trabajo.
—No quiero entretenerte, Eugenio, pero... No sé, te preguntaría miles de cosas.
—Pregúntamelas, no te preocupes —él se sentó en el mismo sillón que había escogido antes, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Yo también tenía muchas ganas de verte, de hablar contigo, y ahora trabajo sólo por las mañanas.
—¡Joder, qué bien vivís los funcionarios!
—Yo no soy funcionario, Julio.
—¿No? —levantó las cejas, extrañado, porque aquél era el único punto que, hasta entonces, desmentía la información de Huertas—. ¿No te dieron un puesto en un ministerio, al volver? Por lo que me ha contado mi padre, y siendo universitario y falangista, yo pensaba...
—Sí, sí me lo dieron. En Obras Públicas. Pero me marché antes de Navidad. Ahora trabajo seis horas, de ocho a dos, en una constructora privada, y estudio por las tardes. Quiero acabar la carrera.
—¿La carrera? —Julio Carrión ya no sabía qué pensar—. Pero ¿no te la convalidaron? Cuando nos fuimos a Rusia, dijeron...
—Sí, dijeron —Eugenio volvió a interrumpirle, sonrió—. Y lo hicieron. Hice un curso de mierda, y me dieron un título de mierda. En teoría soy ingeniero, pero yo sé lo que soy y lo que no. Por eso quiero acabar la carrera, la normal, la que hace todo el mundo —hizo una pausa, bebió de su copa, miró a su amigo—. ¿Te extraña?
—Sí —y dijo la verdad.
—Esto no va bien, Julio, no va bien. Podría, debería, tendría que ir bien, pero no va. Cuando volví era distinto, porque a los alemanes se les estaba poniendo la guerra cuesta arriba, y aquí, en la superficie al menos, no se movía nada, no se movía nadie, por si las moscas... Pero Franco les traicionó a tiempo, para qué vamos a decirlo de otra manera, y los ingleses le pagaron bien por su traición. Ya sé que suena fuerte, pero es así, ésa es la verdad, no hay otra. Ya pueden seguir llamándola «la pérfida Albión» y lo que se les ocurra, pero Inglaterra fue la que ayudó a Franco a hacerse con el poder, e Inglaterra es la que lo mantiene. Y te voy a decir otra cosa. No sé lo que habría pasado si Roosevelt no se hubiera muerto tan pronto, y sin embargo sé que si Hitler hubiera ganado la guerra, ahora mismo en El Pardo estaría Muñoz-Grandes, que era su hombre, el fiel, en quien confiaban. Y con razón. Pero Hitler perdió y Franco volvió a ganar, sin honor, chaqueteando, pero ganó, que es lo que cuenta. Él lo sabe mejor que nadie. Y entonces, hace un año, un año y medio... ¡Buah! Empezó a darme todo un asco tremendo...
Eugenio Sánchez Delgado se había hecho mayor. No sólo de cuerpo y de palabra, también de espíritu. Y sin embargo, su antigua fe le seguía importando tanto que estaba dispuesto a sacrificar cualquier cosa, influencia, dinero, prestigio, y hasta su propio bienestar, para mantener viva una luz que ya nunca volvería a brillar con la pasión fervorosa y juvenil de la que había nacido, pero que aún le consolaba con un destello pálido y cruel, precioso sólo en su irremediable palidez. Cuando se hicieron amigos, Julio se dio cuenta enseguida de que nunca había conocido a un hombre como él, tan inocente, tan candoroso, tan listo a ratos, tan tonto casi siempre, tan débil y tan fuerte al mismo tiempo, pero sólo aquella tarde, aunque las gafas ya no resbalaran sobre su nariz, aunque la indignación ya no hiciera temblar su voz para descabalgarlas, comprendió qué significaba eso exactamente. Eugenio había renunciado a su inocencia para conservarla, había desechado sus viejas tesis sobre los errores que exigen las mejores causas para no tener que renegar de la suya, se había desnudado por fuera para seguir estando desnudo, casi puro por dentro. Todo eso comprendió Julio aquella tarde, pero ya no fue capaz de asombrarse, ya no fue capaz de admirarle sin querer, ni de pensar que era mejor que él. Ni siquiera llegó a apreciar su valentía. Julio Carrión González también se había hecho mayor. Y aunque Eugenio le seguía gustando, aunque era el único amigo que tenía y le convenía conservarlo, su discurso le inspiraba más bien cansancio, y un comentario que nunca podría compartir con él. No me toques los cojones, Eugenio. Eso pensaba. No me toques los cojones.