El corazón helado (124 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—¡No me da la gana de ser una persona civilizada! ¿Me oyes? ¡No me da la gana! Porque me has destrozado, me has hecho polvo, ¿te enteras? Eres un cabrón, un hijo de puta falso y mentiroso, y yo no me merecía esto, no me lo merezco. Yo te quería, Álvaro, te quería, y ahora sólo quiero que te mueras, que te pudras con esa... —escuché el principio de los sollozos, su final, el silencio de una calma aparente—. Lo siento. No debería haberte hablado así. Me he pasado la vida criticando a las mujeres que... Lo siento, de verdad. Estoy muy mal.

—No pasa nada —prefería la mínima apariencia de superioridad moral que me daban sus gritos, sus insultos, y sin embargo no aproveché las ventajas estratégicas de aquella tregua, no pude hacerlo, estaba demasiado borracho, demasiado dolido, y magullado, demasiado cansado—. Me gustaría ir a casa, Mai. Tengo que recoger algunas cosas.

—Claro. Pero preferiría no verte, así que... Mañana por la mañana, temprano, cuando Miguel se levante, nos vamos a la sierra, a pasar el fin de semana. Puedes venir a casa a partir de las once. Cuanto antes te lo lleves todo, mejor.

—Te llamo el lunes, entonces, para ver cómo está el niño y...

—Vale.

La conversación no había durado más de dos o tres minutos, pero al interrumpirla estaba tan agotado como si acabara de realizar un ejercicio físico desmesurado, destinado a salvar mi propia vida. Me acabé la copa sin medir las consecuencias, y todo el alcohol que había bebido inundó de golpe la cámara de paredes acolchadas en la que se había convertido mi cabeza. Fui al baño a mojármela y, al salir, tropecé con el hombro en una de las paredes del pasillo, pero ese golpe no me dolió tanto como la mirada de Raquel, que me esperaba sentada en el borde de una butaca, inclinada hacia delante, los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos.

El amor de mi vida me miraba como miraría al director de la cárcel un preso que espera noticias de su indulto. Eso me dolió, y me dolió su angustia, me dolió su miedo, pero nada tanto como la discrepancia entre la escena que estaba viviendo y la que Mai estaría imaginando, música de violines y niños rubios, regordetes, tan graciosos con sus alas postizas de plumas pegadas sobre un cartón, flores cayendo del techo y una luz tenue, matizada, envolviendo a una pareja que baila, que gira, que sonríe, y se besa, y vuelve a sonreír, un anuncio de colonia ni muy cara ni muy barata, de esos que acaparan las pausas publicitarias de la televisión cada año, en Navidad. Eso era lo que estaba imaginando Mai y eso era lo que tendría que estar viviendo yo, la versión más edulcorada y más cursi, la más ñoña y primeriza, de una buena historia de amor, la mejor que había tenido en mi vida. Eso era lo que me tendría que estar pasando y yo también era capaz de imaginarlo, porque lo recordaba, recordaba los tiempos de la alegría, aquellos días en los que el suelo se resquebrajaba de puro placer con la risa de Raquel, y esas sonrisas hondas, luminosas, que eran la expresión de un júbilo pequeño e íntimo, su manera de decirme que estaba contenta conmigo, que se alegraba de verme, de tenerme cerca, que celebraba mi presencia en su vida, que le gustaba, que me quería. Aquella mujer era esta mujer, pero su compañía ya no era suficiente para que aquel hombre siguiera siendo yo.

—¿Te duele? —me preguntó ella entonces, señalando hacia su propio ojo, y yo hice un gesto ambiguo con los labios, como si hasta eso me diera igual—. ¿Quieres tomarte algo? Debo de tener ibuprofeno por ahí. Es bueno.

—No... —y estuve a punto de confesarle que agradecía el dolor, porque me mantenía despierto, me hacía compañía—. No merece la pena.

Me desplomé en el sofá e intenté calcular cuánto tiempo duraría la resaca, el pantano de silencio en el que nos habíamos quedado atrapados, la espesura de los muros que asfixiaban la espontaneidad de todos los gestos, todas las palabras, y el sigilo de Raquel, su cautela, esa forma de andar de puntillas sobre las sílabas, sobre las miradas, sobre las caricias. Ella sabía que iba a ser así, que tendría que ser así, lo sabía todo, desde el principio, quizás también lo que yo estaba pensando cuando la miré, y vi que me miraba.

—Ven aquí —le pedí—, ven conmigo.

No sonaban los violines. No caían flores del techo ni una pareja de niños rubios y regordetes, tan graciosos con sus alas postizas de plumas pegadas sobre un cartón, revoloteaban sobre nuestras cabezas. La luz, directa y amarilla, la ponían tres bombillas de sesenta vatios, pero Raquel se sentó a mi lado, me abrazó, aplastó la cabeza contra mi hombro y la besé como solía besar a mi hijo. Estaba borracho y no sabía cuánto tiempo iba a durar la resaca.

—¿No me vas a contar lo que ha pasado?

—No —respondí—. Ahora no... Es que no me apetece, Raquel, no quiero hablar de eso... Prefiero esperar y contártelo todo junto, cuando se acabe todo esto.

—¿Qué es todo esto, Álvaro? —su voz temblaba, y yo no quería que empezara otra vez, no quería que llorara otra vez, no iba a poder soportarlo.

—No eres tú —le dije, y quizás no me había explicado bien pero me aburrió la simple idea de intentar hacerlo mejor—. Lo que quiero decir es que... Estoy aquí contigo, Raquel, he bebido mucho, y quiero estar bien, tranquilo. Estoy hasta los huevos de conversaciones transcendentales, ¿sabes? Estoy harto de secretos, y de culpas, y de llantos. No puedo más, en serio, no me apetece seguir...

—Vale, vale —lo dijo en un murmullo, pero enseguida elevó la voz hasta un tono de solicitud bastante conseguido—. Estoy pensando que es mejor que no tomes nada ahora, ¿sabes?, porque ya son las ocho y media, y te va a venir mejor un analgésico cuando te metas en la cama, ¿no te parece?

Asentí con la cabeza y no se me ocurrió nada más que decir, aunque su última frase, tan vulgar, tan rutinaria, tan cargada de sentido común como la decisión de una madre experta y responsable, había logrado conmoverme.

—¿Quieres que salgamos? —me propuso después de un silencio demasiado largo, como eran de repente todos los silencios—. Podríamos ir al cine. Eso igual te entretiene.

—Ya he ido hoy al cine —le contesté.

—¿Sí? —se separó de mí y se me quedó mirando, muy asombrada—. ¿Cuándo?

—A las tres, o a las tres y media, no estoy muy seguro... Había estado hablando con Julio y no tenía ganas de comer, y en la calle hacía calor, y faltaban más de dos horas para mi cita con Rafa, y... No sabía adónde ir. He visto un cine y he entrado.

—¿Y qué has visto?

—No lo sé —y era verdad—. No me acuerdo. Me he salido antes del final, y... Tampoco miraba a la pantalla.

—¿No has comido? —negué con la cabeza—. Pues entonces voy a hacer algo para cenar.

Casi pude escuchar la campana, medir su alivio, y el mío, cuando uno de los dos encontró algo que hacer. Raquel cocinaba muy bien y siempre hacía demasiada comida, pero aquella noche agradecí el exceso. Necesitaba comer, y aún más la doméstica mansedumbre de aquella escena, sus opiniones sobre las espinacas, y el pescado, y las patatas hervidas.

—¿A que no parece que sea congelada? La lubina, digo... —negué con la cabeza y seguí comiendo—. Es por la mayonesa, también, porque la mayonesa de bote lo estropea todo, le da un sabor falso a cualquier plato, es como si le contagiara los conservantes al pescado, a la verdura, bueno, y los espárragos, ya, no digamos. Comer espárragos buenos con mayonesa de bote es un crimen, y una tontería, además, porque no se tarda nada en hacerla, y no hay color, la verdad. Lo del puré de patatas instantáneo lo entiendo mejor, porque... —se calló, me miró, se mordió el labio inferior como si pretendiera partirlo por la mitad—. Ya estoy diciendo tonterías otra vez, ¿no?

—No. ¿Qué pasa con el puré de patatas instantáneo?

—¿Te interesa de verdad?

—No. Pero me gusta oírte hablar.

—Como si lloviera...

—Sí. Pero también me gusta oír llover.

Y siguió lloviendo, llovió mucho, durante mucho tiempo, toda la noche llovió sobre los purés de patatas y las alcachofas, sobre las tortillas de patatas duras, blandas, con cebolla y sin cebolla, sobre las virtudes y los inconvenientes de los recetarios antiguos y modernos, sobre la milagrosa condición del chocolate, y el fracaso del primer postre difícil que una Raquel Fernández Perea de diecisiete años intentó en la cocina de la casa de sus padres, y las
Sachertorte
que ahora le salían mejor, pero de verdad, de verdad, sin exagerar ni un pelo, que las que se compran en Viena. Sobre todo esto llovió y siguió lloviendo, por dentro y por fuera, sobre sus palabras y sobre las mías.

La voz de Raquel hilaba una lluvia templada y mansa que resbalaba sobre las verdades, sobre las incertidumbres, pero era capaz de cabalgar el tiempo, de empujar hacia delante los minutos, de aligerar su peso y dar al plomo una consistencia ligera, espumosa, casi aérea, como la del almíbar del que me hablaba mientras caía la lluvia de sus labios, esa lluvia que a veces la hacía sonreír a ella, y a veces me hacía sonreír a mí, y hasta obraba el prodigio de devolver a algunos instantes la corteza crujiente y dulce de aquellos días en los que siempre era ahora porque sólo existía un adverbio de tiempo, o a lo mejor era sólo que yo estaba borracho y llovía, y siguió lloviendo.

Llovió toda la noche, aquella noche rara en la que ya se habían agotado todos los secretos, todas las culpas, todas las lágrimas, y sólo quedaba el silencio, su ferocidad, la hostilidad discreta pero implacable de una espada sin filo y sin aristas. Yo estaba borracho y no sabía cuánto tiempo iba a durar la resaca, pero Raquel hablaba, su voz llovía sobre mí, sobre la cápsula de ibuprofeno que me llevó a la cama antes de tumbarse a mi lado, sobre mis párpados, sobre mi cuerpo y sobre el suyo, y siguió lloviendo, llovió toda la noche, sobre nuestro sueño, largo y profundo al fin, llovió, y amaneció tarde un sábado radiante, una mañana que parecía hecha para el sexo y la pereza. Las sábanas estaban tibias, las persianas entornadas, y Raquel desnuda, su piel dorada, suave, sin la menor imperfección, ningún accidente en la superficie mullida y tersa de su vientre, un escote inmaculado y las caderas que tenían el poder de sacar al planeta de su órbita. Raquel Fernández Perea estaba desnuda y me miraba con sus ojos grandes de un color extraño, verdosos pero oscuros. Raquel, pensé, Raquel, y me gustaba pensarlo, Raquel.

—Me tengo que ir —dije al final, y habíamos logrado follar como si ninguno de los dos sintiera la obligación de estar callado, pero ninguno de los dos había pronunciado tampoco una sola palabra.

—¿Adónde?

—A ver a mi madre.

—No vayas, Álvaro.

Antes, al decir que me iba, la había asustado sin querer, pero ahora estaba mucho más asustada, tanto que me cogió de una mano y la apretó muy fuerte, como si no estuviera dispuesta a dejarme marchar.

—No vayas —repitió, sin aflojar la presión—. ¿Por qué? ¿Para qué? Si ya lo sabes todo, y todo es verdad, eso sí que te lo juro por lo que tú quieras, que todo lo que te he contado es verdad. Déjalo, Álvaro, por favor, no vayas. Si no va a servir de nada, nada sirve de nada y yo ya me he equivocado bastante, ya me he equivocado yo por los dos, en serio, si llego a saber... No vayas, Álvaro, hazme caso, que sé de lo que hablo. No vayas, no vayas...

Me acerqué a ella, la besé en los labios, liberé mi mano de la suya, me levanté, empecé a vestirme despacio.

—No vayas, Álvaro.

—Te quiero, Raquel.

Le había dicho muchas veces que la quería, pero esas palabras nunca habían significado tanto como aquella mañana, cuando me fui a ver a mi madre por mí, pero también por ella, para comprarle el sol de otros sábados por la mañana, para llegar a verla entrando por la puerta con bolsas de la compra y ramos de flores, para regalarle jarrones de cristal transparente donde colocarlas. Para poder vivir conmigo, para poder vivir con ella, para poder vivir, y no hacer como que vivía, le dije que la quería, y me marché.

Fui hasta la calle Hortaleza andando para hacer tiempo, y llegué a las once menos veinte, pero llamé por teléfono desde el portal para asegurarme de que no había nadie arriba. Mai había dejado la casa recogida antes de marcharse, pero al entrar en el dormitorio me tropecé con una hormigonera en miniatura, de metal amarillo y ruedas de plástico. Cuando la dejé en su sitio y volví a entrar, vi la maleta de los viajes largos encima de la cama y sentí otra vez un espejismo de humedad, el clima de la tristeza, como si al otro lado de las cremalleras y de las hebillas hubiera algo más que ropa, memoria inerte de mi cuerpo, un paisaje ajeno que mis ojos pudieran contemplar desde un lugar distinto al que ahora ocupaban en mi rostro.

Una maleta cerrada puede llegar a ser un objeto tan triste como un sueño cumplido, desprovisto de las ilimitadas esperanzas que caben en ella cuando aún permanece abierta sobre una cama. La expectativa de la felicidad es más intensa que la propia felicidad, pero el dolor de una derrota consumada supera siempre la intensidad prevista en sus peores cálculos. Eso pensé yo, eso sentí mientras abría aquella maleta para enfrentarme a la impecable geometría de mis camisas dobladas, una perfección atroz en su ambivalencia, las manos de Mai doblándolas cientos de veces por los mismos sitios, diez, cinco, un año antes, las manos de Mai doblándolas la noche anterior, quizás esa misma mañana, una sola imagen y dos significados antagónicos. Yo me había preparado para eso, lo había imaginado muchas veces, me había hecho fuerte para soportarlo, porque la alegría no tiene precio. La tristeza tampoco lo tiene, pero mientras buscaba con cuidado, levantando los picos de la ropa para no desafiar al orden antes de tiempo, adiviné que allí dentro no iba a encontrar lo que necesitaba.

Mi único traje gris, el de las tesis y las oposiciones, seguía colgado en un extremo de la barra vacía, con su correspondiente camisa blanca de vestir, y la corbata que usaba siempre guardada aún en el bolsillo izquierdo de la americana. Hacía más de un año que no me lo ponía. Álvaro, hijo, podías haberte puesto una corbata, el día del entierro de mi padre, el día de su funeral, el día que quedamos en la notaría para repartirnos su herencia y muchos otros días, banquetes, aniversarios, cumpleaños. Álvaro, hijo, podías haberte puesto una corbata, sí, pero no me he dado cuenta, sí, pero se me ha olvidado, sí, tienes razón, lo siento mucho, mamá.

Hoy voy a ponerme una corbata, mamá. Al salir de la ducha, me pregunté si merecía la pena, pero eso ya no tenía importancia. Me vestí por orden y sin ganas, como cuando tenía nueve, diez, once años, y subía al escenario del salón de actos del colegio en todas las fiestas de fin de curso, para recoger el premio de cálculo mental, hecho un hombrecito. Yo no soy como mis hermanos, ni siquiera me parezco a ellos. Aquella mañana de sábado, con sol y sin Raquel, al mirarme en el espejo con su ropa, con su aspecto y mi ojo derecho morado ya del todo, pensé en ellos tal y como nos habíamos encontrado el día anterior, Julio, Rafa, Angélica, y me di cuenta de que jamás nos habíamos parecido menos.

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